CAPITULO V

Troy Campbell se pegó una fuerte palmada en el estómago y lanzó una carcajada.

—Eh, Jim. Tiene gracia todo esto.

Jim regresaba contando unos billetes que le había pedido al dueño del barracón.

—¿Sí, Troy?

—¿Te figuras la cara que pondrían estos tipos si supieran que los diamantes están aquí?

—Pondrían cara de hiena.

Troy siguió riendo y, de repente, deformó la risa en un chillido de espanto.

—¡Repite eso!

—Estos pájaros te harían la autopsia estando de pie.

Troy palideció.

—Dios santo, Jim... No me había dado cuenta de la situación.

—Tranquilízate, Troy. Nadie sabe que los diamantes los llevas tú.

—Creo que tengo indigestión, Jim. Me estoy poniendo muy malito.

—Calma, Troy, calma...

—¿No sería mejor soltarle el carrete al sheriff y ponerle en antecedentes, Jim? Después de todo, él te ha comunicado la desaparición de los diamantes y aseguró que habría prima de devolución para el que los encontrara.

—¿Y quién no me dice que el sheriff no es el jefe de la banda?

Troy se quedó boquiabierto.

—¿Tú crees que el viejo sabueso?

—Es sólo una suposición. Por eso no debemos entregar las gemas al representante de la ley hasta que me cerciore que es trigo limpio.

—Demonios, Jim. Eres el tipo con el cerebro más retorcido que conozco.

En aquel momento entró Bart Shanon, el dueño del barracón.

Era el tipejo de cara de lechuza, bajo como un tapón, que fumaba un veguero maloliente a toda hora.

Vestía una levita a cuadros y un sombrero mugroso de copa alta que lo asemejaba a un tahúr.

—Eh, muchachos. Estamos haciendo el agosto.

Jim se volvió.

—Tendrás que apoquinar veinte dólares diarios o Troy y yo nos rajamos.

—¡No podéis chantajearme, Jim! —gimoteó Bart.

—O veinte morlacos por nuestras actuaciones diarias, o nos ponemos a vender limonadas dentro de un rato.

Bart se encasquetó rabiosamente el sombrero de copa alta.

—Concedido, maldita sea... Y ahora hacedme el favor de salir a escena. Ya tengo vendidas todas las localidades.

—Suéltame un anticipo de cincuenta dólares o no hay teatro.

Bart emitió un largo gemido de dolor.

Por fin, soltando maldiciones, juramentos y demás, se rascó el bolsillo y traspasó el dinero a Jim Miller.

—¿Por qué se pondría enfermo mi fakir de plantilla, Dios santo? —sollozó.

—Porque el cielo te ha castigado por tacaño. Y ahora no repliques a Troy ni a mí, pediremos una participación en los beneficios.

—¡Salid a escena de una vez, infiernos!

Jim gruñó y añadió un gesto hacia Troy, quien se cruzó de brazos al estilo de los fakires, alzó la cabeza y salió hacia el corredor que conducía al pequeño escenario.

Troy realizó unos complicados ejercicios de fakir que dejó embobado al público. Tragó clavos, una espada de doble filo y, para finalizar, se atravesó el brazo a la altura del bíceps con un puñal, sin derramar una gota de sangre.

El público aulló a rabiar de entusiasmo y Troy desapareció por el foro, dando por finalizada la primera parte.

En el entreacto, Bart Shanon había organizado una rifa de un pavo, una caja de puros y un pañuelo para el cuello repartidos entre el primer premio, el segundo y tercero, respectivamente.

Troy aprovechó el entreacto para desembuchar los clavos y demás objetos de mayor tamaño en el cuartucho que les servía de camerino. Mientras, Jim le preparaba los trucos del segundo acto.

De repente, la puerta del camerino se abrió, dando paso a una hermosa mujer.

—¿Me pueden ayudar? —inquirió.

Jim la miró de arriba abajo, comprobando que estaba de lo más rica. Tenía la cintura muy estrecha, el busto saliente y las caderas al estilo ánfora griega. Además su rostro era lindo, de perfecto óvalo, enmarcado por un bello pelo negro como la seda.

—¿No me oyeron? Les pregunté si me pueden ayudar.

—Claro que necesita ayuda. Lo que no sé es cómo ha podido con tanto usted sólita.

Ella hizo un gesto de impaciencia.

—No me venga con gansadas, señor Miller.

—Ah, me conoce.

—Usted era el que trabajaba en aquel teatro que se pegó fuego.

—Sí, preciosa.

—Mi nombre es Betty Burns.

—Encantado.

—Bueno, ¿pueden echarme un cable o qué?

—¿Qué clase de cable?

—Necesito que me hagan desaparecer.

—Ah, ya. Usted sabe que los fakires meten a una chica en un cajón, dan un par de pases y ella se esfuma en el aire.

—Bueno, yo...

—Lo siento, monada. No trabajamos ese número.

Betty lanzó una ojeada furtiva por el hueco de la puerta, —Tal vez puedan indicarme un rincón en esta cabaña donde no me encuentren.

—¿Quiénes?

Betty hizo un gesto de impaciencia.

—Es muy largo de contar y ustedes tendrán que actuar.

—Sí, preciosa. Tenemos que hacer la segunda parte del número.

—En ese caso, dígame donde puedo ocultarme. ¿Hay aquí algún armario?

Troy y Jim cambiaron una mirada de perplejidad.

Jim chasqueó la lengua.

—Eh, Betty, ¿qué es lo que quieren esos tipos de usted?

—Atraparme.

—Ya. Pero tiene que ser más explícita.

—Estarán aquí dentro de un minuto.

—Demonios, nos han tomado por los protectores de los desvalidos. Primero Duke Latimer, y ahora la chica...

En eso, Troy dio un resoplido de fastidio.

Jim le dio un codazo para que no abriera el pico más de la cuenta sobre el asunto del difunto Duke.

Miró a la belleza.

—Bien, aquí detrás está el vestuario. Realmente es un armario de dos por dos. Pero le servirá para ocultarse, mientras hacemos los números. Luego, ya nos pondrá al corriente.

El rostro de Betty resplandeció de alivio.

—Oh, señor Miller, es usted un sol.

—Oye, nena. Yo no vivo de piropos.

—Si me ayuda a escapar de esa gente, luego le daré..., pongamos un beso.

—¿Nada más?

Betty le miró con fijeza.

—Soy una chica honrada. Conque si piensa chantajearme, se quedará sin beso y sin poder ayudar a una dama.

—Nadie quería ofenderla, Betty. Andando al vestuario.

—Gracias —Betty sonrió y se coló en el cuartucho.

Se oyó que aseguraba el cerrojo por dentro.

Justo entonces, por la entrada del corredor, asomaron dos sujetos malcarados.

El más forzudo señaló al Diablo.

—Eh, tú. ¿Dónde está la chica?

Jim miró con inocencia a las paredes.

—¿Qué chica?

El forzudo arrugó la cara con fastidio.

—Mi nombre es Jack el Degollador. Conque sí té dice algo ese nombre, será mejor que hables. O el gordo fakir.

Troy emitió un peligroso gruñido:

—¿Quién es el gordo fakir, mulo loco?

—Tú. Y por faltarme al respeto, te voy a hacer tragar los dientes como te tragas los clavos.

—¿Tú y cuántos más? —dijo Troy retador.

Jim alzó los brazos.

—Calma, caballeros. Los visitantes buscan a una mujer. Todos buscamos una. Yo, por ejemplo, persigo a una millonaria. Pero nunca la encuentro. Bien, amigos. Vayan al lavabo de la entrada y remójense las cabezas. Luego verán las cosas claras.

Los dos tipos se quedaron de muestra ante la perorata de Jim.

El compinche de Jack, un tipo de ancha caja torácica, pestañeó.

—Nos están tomando el pelo, Jack. Conque habrá que darles el tratamiento.

Jack suspiró:

—Será una lástima, porque ya no podrán actuar y habrá que devolver las localidades.

¡Bien!

Y Jack disparó un gancho para atrapar a Jim.

Este dio vuelta en redondo, esquivando el golpe, y la inercia hizo que su rabo de diablo pegara en la boca de Jack.

—¡Maldición! —rugió Jack.

Y a partir de aquel momento ocurrieron cosas muy confusas.

Las dos parejas entrechocaron y la pelea estalló de un modo ensordecedor.

Jim recibió un directo en el pómulo y estuvo a punto de no contarlo, porque, apenas se rehacía, Jack cayó sobre él para aplastarlo con las botas.

Jim atrapó una de las botazas al vuelo, la retorció y Jack se venció al suelo ruidosamente.

Jim se incorporó y esperó a que Jack lo hiciera también.

Cuando Jack quedó en pie, Jim le pegó sin misericordia en el mentón.

Jack se llevó una sorpresa, porque jamás había conocido tanta dinamita en un puño corriente.

Abandonó el suelo, salió por una estrecha claraboya del barracón y ya no se supo más de él.

En cuanto a Troy, estaba ahora con los brazos cruzados.

Jim sacudió la cabeza de un lado a otro.

—¿Dónde está el otro pájaro, Troy?

Troy sonrió con suficiencia.

—Lo hice desaparecer con el truco número doce. «Incrustación en el cajón con doble fondo».

Y, levantando la tapadera de un baúl, mostró a Jim el tipo enrollado como una serpiente, perdido el conocimiento.

Jim gruñó aprobatoriamente, ladeó el baúl y lo vació en la salida trasera del barracón, donde se lanzaban los desperdicios.

Luego cerró la puerta y se sacudió las manos.

Pero, cuando iba a acercarse a la puerta, escuchó la protesta del público, porque se tardaba en empezar el segundo acto.

Troy lo agarró por el brazo y, quieras o no, tuvo que salir a escena.

—¡Ahora, damas y caballeros! —anunció—. ¡Van a ver al gran Rahamanata someterse al cajón de la guillotina! ¡El fakir será troceado dentro de la caja y luego...! ¡Vean, damas y caballeros!

Bart Shanon hizo sonar un organillo de manivela para hacer sonar música de fondo.

El grandullón Troy hizo varias reverencias y se tendió en una plataforma que se convertía a su tiempo en el fondo del cajón mágico.

Jim pareció más rojo al recibir la luz carmesí del escenario y resultó realmente fantástico cuando empezó a colocar las paredes y el techo del cajón, donde Troy tenía que quedar encerrado para someterse al experimento.

Cuando Troy estuvo encerrado, Jim atrapó una espada curva de tipo oriental, la blandió para mostrarla al público y exclamó:

—¡No, damas y caballeros! ¡No voy a hacer lo que están pensando! Cualquier ser vivo quedaría reducido a rebanadas sí yo metiera el alfanje por estos intersticios del cajón que ocupa el gran Rahamanata. Naturalmente, que no puede ser...

Se interrumpió cuando Troy golpeó desde dentro del cajón.

Jim acercó la oreja al cajón y preguntó:

—¿Ocurre algo, gran Rahamanata?

—¡Corta! —se escuchó la voz de Troy como dentro de un ataúd.

Jim emitió un respingo de sorpresa y miró al público con los ojos muy abiertos.

—¡Damas y caballeros! ¿Oyeron lo mismo que yo? ¡El gran Rahamanata dice que corte!

¿Debo hacerlo? ¡Oh, indecisión humana! ¡Yo creo en los poderes sobrenaturales que el gran Rahamanata posee! ¿Pero podrá someterse a la acción del cuchillo? Oh. no, no puedo hacer la prueba... No puedo... ¡No y mil veces no! ¡No lo haré! Me falta valor.

—Que lo haga, que lo haga, que lo haga —canturreaba un sector del público que sabía que todo aquello era pura comedia para impresionar a los incautos de los pueblos de alrededor.

Jim sacudía la cabeza negativamente.

Y en eso, alguien metió la pata y dijo:

—Yo lo haré, míster. Yo lo haré por usted.

Hubo un silencio de parte del público.

Jim dirigió la cabeza hacia los laterales y los vio.

Eran los dos tipos que se cargaron a Duke Latimer.

Los dos tipos se habían puesto en pie y sonreían a los que ahora premiaban su intervención con un aplauso.

Jim los miró ceñudamente.

—Esta espada es mágica, amigos. Y les quemaría las manos si la empuñaran.

El alto Stan rió guiñando los ojos a los que le jaleaban y dijo: —No hace falta que empuñemos ese espadón de hojalata que se dobla como el papel, míster Satán. Llevamos nuestro arreglo.

Y mostró un cuchillo de más de dos palmos de hoja, de los empleados para seccionar reses en los mataderos.

Muchos del público rompieron a reír, y hasta batieron palmas al tipo de cuchillo.

Stan les correspondía con sonrisas, reverencias y guiños de ojos.

Jim carraspeó.

—Lamento mucho...

—No tiene nada que lamentar —interrumpió Stan, irónico—. Yo me encargo de que el gordo quede debidamente troceado. Sin trampa, ¿eh, señores?

Los que querían sangre aullaban entusiasmados. Algunos creían que el tipo del cuchillo estaba en combinación con los del escenario.

Stan saltó al escenario, seguido del regordete Alk.

Este enseñó un revólver a Jim Miller y dijo en voz baja: —Déjenos hacer o lo asamos, pollo.

Jim retrocedió preventivamente.

En eso, Stan blandió el cuchillo al aire y gritó riendo: —A la salud de ustedes, amigos.

Se produjo un cerrado aplauso.

Y Stan comenzó a dejar caer la hoja partiendo el cajón donde estaba metido Troy Campbell, alias el gran Rahamanata.