CAPITULO VI

Troy emitió un espantoso chillido dentro del cajón cuando Stan dio el primer tajo.

Stan siguió dando tajos al cajón y lo convirtió en cuatro enormes rebanadas.

Jim rugió:

—¿Qué han hecho, locos?

Y mientras sonaban los primeros aplausos, Jim separó las dos últimas porciones de cajón destinadas al cuerpo y las envió, gracias a las pequeñas ruedas, por el foro.

Luego se acercó al único cajón, abrió una tapadera lateral.

Todos se quedaron helados de espanto.

En el cajón que había quedado en el escenario había una cabeza: la cabeza del gran Rahamanata.

Tenía los ojos cerrados y asomaba un trozo de lengua por la comisura.

Stan reía dando codazos a su compinche.

En ésas, Jim metió las manos en el cajón, sacó la cabeza del fakir y la tiró hacia Stan y Alk.

Los dos tipos aullaron a un tiempo y se apartaron para esquivar «aquello».

La cabeza rebotó sordamente en el suelo y quedó junto a las candilejas.

Los ojos de todos estaban clavados en el cráneo del fakir.

—Damas y caballeros —dijo lúgubremente—. Lamento que la intervención de estos dos desmanotados haya causado este estropicio en la venerable persona del gran Rahamanata. ¿Qué opinas tú, cabecita loca? —dijo y se agachó dando unos golpes a la desprendida cabeza del fakir.

Entonces, «aquello» abrió los ojos y la boca y dijo: —Yo estoy muy enfadado. Y en cuanto pueda, me uniré al cuerpo otra vez para echarles abajo los dientes a esa pareja de bastardos.

—Bien hecho —asintió Jim—. Vámonos, cabeza venerable.

Y sin pestañear, agarró la cabeza del gran Rahamanata, se la puso bajo el brazo y se dirigió al foro derecho.

Antes de que desapareciera, el barracón estalló en un aplauso general.

Los rugidos de entusiasmo se prodigaron durante buen rato.

Jim hizo caso omiso, mientras estaba en el lado derecho del escenario, ya fuera de las miradas del público.

Entró en el cuarto de los aparatos de magia y vio a Troy paseando muy excitado de un lado a otro.

—¡Jim! —exclamó—. ¡Eran ellos!

Jim tiró la cabeza de goma dentro de un baúl, y, cuando chocó allí dentro, el resorte que abría los ojos y la boca le prestó una expresión desencajada.

— Estuvieron a punto de desmayarse cuando vieron que les tiraba esto encima. Nadie notó que es de goma y que apenas se te parece.

—¡Y yo estuve a punto de no contarlo dentro del cajón, Jim! ¿Ves este trasquilón que tengo en el cogote?

—Deberías cambiar de peluquero, Troy.

—Vete al infierno, Jim. Este pelado me lo hizo el cuchillo de ese bastardo. No se cómo pude esquivarle.

—Gracias al truco del doble fondo.

Troy paseó nerviosamente de un lado a otro del cubículo.

—Estos tipos quieren abrirme en canal. Les veo las intenciones.

—Por ahora ya tienen bastante... Hasta que me ocupe de ellos.

—No, Jim. Ya denunciaste al sheriff el asesinato de Duke Latimer.

—...Y maldita la gracia que le hizo.

—Lo que le preocupó más fue no encontrar al muerto...

—Estos tipos se hacen llamar los Mastines.

—Perros...

—Sí, Troy. Esconden su hueso. O mejor dicho, el muerto. Por eso nadie les puede probar sus crímenes.

—¡Asesinos profesionales! ¡Santo Dios! ¿Dónde nos hemos metido, muchacho?

—Nos metió el pobre Duke Latimer.

Troy se palmeó el estómago.

—Quiero desprenderme de estos diamantes antes de que a alguien se le ocurra abrirme como una res.

—Calma, Troy... Eh, ya no me acordaba. ¿Dónde está la chica?

—¿Qué chica? —pestañeó Troy, demasiado concentrado en sus problemas.

Troy hizo una mueca.

—Betty la Perseguida.

—Se largó.

Jim miro dentro del vestuario.

Suspiró fatigadamente.

—Todas son iguales de desagradecidas.

—Olvídate de ella, Jim. Tenemos cosas más importantes de qué ocuparnos.

—No será fácil que la aparte de mi sesera. Esa chica me gustó.

—Claro que te gustó. Te lo vi en el brillo de los ojos. Pero si quieres un consejo, deja de meterte en más líos. Sólo te faltaba lo de la chica perseguida, además del asado de los diamantes. De modo que. si quieres una mujer, puedes acercarte al barracón de la domadora de pulgas, que parece que se interesa por ti. Está de lo más despampanante.

—No quiero tener que rascarme toda la noche.

—Eh, esa domadora de pulgas es aleo extraordinario. Y además, se ofreció a llevarnos a River City, donde también hay rodeo y parque de atracciones. Es una oportunidad para escapar de este infierno.

—Satán debe estar en el infierno. Me quedo.

—Satán va al Oeste. Y al Oeste debemos viajar.

—Lo que pasa es que estás nervioso, Troy.

En aquel instante, Bart Shanon entró convertido en huracán.

—¡Muchachos! ¡Es el éxito del año! ¡Tenéis que salir a saludar!

—Manda al cuerno a esa gente —masculló Troy, que no estaba para fiestas—. Por diez centavos que pagan...

—¡Tienes que mostrarles el tipo entero, Troy! Mañana tendremos a rebosar el barracón y daremos catorce sesiones. ¡Se correrá la voz y nos haremos ricos!

—Ustedes van a ser muy pobrecitos —dijo la ronca voz de Stan, el asesino.

Jim, Troy y Bart se dieron la vuelta.

Stan y el regordete Alk entraron en el recinto con las pistolas en mano.

Jim hizo una mueca.

—Eh, muchachos. ¿Todavía quieren bromear?

Stan tenía los ojos brillantes de cólera.

—Nadie me ha tomado el pelo tan impunemente que siga vivo.

—Deja el drama, compadre.

Stan torció la boca despreciativo.

—Engañarnos con una vulgar cabeza de goma. ¡Puaf!

Troy alargó el cuello soltando un gemido, e intervino: —¡Eh, Jim! ¿Ves cómo tienen ganas de ver mis restos desparramados?

Stan le dirigió una mirada llena de odio.

—Y en cuanto a ti, fakir de pacotilla, a ti te voy a rajar como un queso. Y va a ser sin anestesia.

—¡Jim! —gargarizó aterrado Troy, a quien le infundían mucho respeto los asesinos profesionales.

Miller sacudió la cabeza.

—Bien, amigos. Ya son suficientes bromas. Guarden las pistolas y vayan a tomar un refresco al puesto de al lado.

—Antes nos llevaremos los diamantes.

Jim parpadeó, fingiendo demencia.

—¿Diamantes?

—No se haga el loco, compañero —masculló Stan—. Contaré hasta tres.

—Por mí, cuente hasta mil —dijo Troy, tomando el camino de la puerta.

Stan escupió entre dientes:

—Quieto o lo aso por abajo, fakir.

Jim enseñó las palmas de las manos.

—Vamos a ver, muchachos. Nosotros no vendemos diamantes. ¿Tenemos aspecto de traficantes de piedras preciosas?

—Tú se las sacaste a Duke Latimer en el corredor. El tipo murió muy a tiempo. Te entregó las rocas y el gordo las engulló. Ahora, allá va una oportunidad para que ningún deslenguado diga que Stan no tiene corazón. Que el gordo regurgite los seis pedruscos en el cuenco de mi mano, o juro que aquí mismo hago una masacre de las de fines de año.

Troy adelantó un paso.

—No hay más que hablar, muchachos. Ahí van las piedras preciosas, los clavos, la navaja y todo lo que llevo en mi bolsa de canguro...

—Un momento —intervino Jim, porque sabía que, en cuanto Troy entregara los diamantes, aquellos asesinos no dudarían en asarlos a balazo limpio, para no dejar testigos.

—¿Qué te duele, Jim? —inquirió.

—Vuelvan dentro de un rato y ya habremos hecho el debido lavado de estómago a Troy. Hasta luego. —Jim se dirigió al corredor, pero tuvo que detenerse inmediatamente.

—¡Alto, Jim! ¡Alto o no lo cuentas!

Miller volvióse, viendo a Stan curvando el dedo sobre el gatillo.

Pero ya Jim había quedado muy cerca del pasmado Bart Shanon, el dueño del barracón, que no comprendía nada aquel asunto.

Y la razón de que éste se quedara tan cerca de Bart era solamente que éste poseía un revólver colgado del cinto.

Jim fue a saltar y hubo un momento de tensión.

En eso, la bella Betty entró precipitadamente.

—¡Estoy rodeada! —exclamó.

Stan soltó un respingo y la apuntó.

—¿Quién es esta fulana?

—Es Betty, una chica con problemas.

—Ya lo puede decir, señor Miller —asintió la chica—. Creí que no podía burlar a mis perseguidores. Pero he visto que el lugar más seguro del mundo es este cuarto.

Jim sonrió con pena.

—Oh, sí. Muy seguro.

Stan lanzó un salivazo rabioso.

—Me parece que esta fulanita también entrará en el lote por haber metido las lindas narices aquí.

Betty vio entonces los revólveres y dejó escapar un gritito.

—¡Oh, caí en la trampa! ¡Deben ser gentuza de ellos...!

—Es simplemente gentuza, Betty —dijo Jim, reculando un paso.

Simuló tropezar con Betty.

Los dos respingaron y se fueron al suelo.

Jim lo que hizo fue sacarla del ángulo de tiro.

Además tuvo que arrebatarle el Colt al estupefacto Bart Shanon. Todo así de sencillo.

Stan rugió espantosamente.

Pero más espantoso fue el rugido de las armas.

Stan y el regordete Alk apretaron los gatillos.

También le tocó hacerlo a Jim.

Y fue el que tuvo más suerte.

Esquivó el plomo que le mandaban.

Y, en medio de aquel infierno de fuego y plomo, consiguió meter tres balas en cada cuerpo.

Stan salió despedido de mala manera, a causa de los impactos, y se coló en una caja de doble fondo, de donde brotó una muñeca de cera, porque habla truco.

El regordete se frotó los ojos perplejo ante aquella transformación de su compinche Stan.

Pero cuando quiso comprobar el porqué de la transformación, trastabilló y se derrumbó como un fardo.

Entretanto, Troy sufría un ataque de histerismo a causa del tiroteo.

Sin saber lo que hacía, y en un esfuerzo de evasión, tiró una soga al aire.

Y como era fakir por vocación, la cuerda se quedó empinada misteriosamente.

Troy trepó por ella y se convirtió en humo.

Jim ayudó a Betty a ponerse en pie.

Pero también la muchacha estaba aterrada a la vista de los cadáveres y del peligro que acababa de pasar, y chilló:

—¡Y dije que éste era el lugar más seguro!

Antes de que Jim pudiera impedirlo, ella se largó como un cohete corredor adelante.

Jim quedó un buen rato con los ojos cerrados.

No pensaba en los muertos. Ni en los diamantes. Ni en el peligro que acababa de correr.

Sólo recordaba el dulce contacto con el cuerpo de Betty cuando estaban en el suelo.

Nunca en su vida había conocido a una mujer más estupenda.

*

Geoffrey Lee buscaba por el fondo de la piscina.

Se movía con la misma ligereza que una rana en su elemento.

Y también reía a pesar de estar sumergido dos metros más abajo.

Se debía a que había establecido una apuesta con Claude.

Claude era una pelirroja que había trabajado como vedette en el gran Saloon Dallas.

Toda una figura del arte. Una fulana de gran clase. Geoffrey la había invitado a pasar unos días en su rancho de lujo y tuvo la gran suerte de que la chica aceptara. Todavía no le había hincado el diente. Pero Claude no tardaría en ser suya.

Precisamente ahora, ella había establecido una apuesta.

Se lanzó a la piscina con un bañador de su hermana pequeña mientras gritaba: «¡A que no me pescas, tiburón!»

Y Geoffrey había aceptado el reto y la perseguía por bajo el agua.

Claude era una estupenda nadadora. Tal vez debido a su cuerpo largo y esbelto, que se cimbreaba como la anguila en el agua.

Pero Geoffrey había ganado un par de copas en otros tantos concursos de natación y era todo un tiburón. Por nadador y por dientes. Ya vería la muy condenada. Rió.

Cuando alcanzó a ver el cuerpo de Claude entre dos aguas, se rió con más fuerza soltando mucha burbuja. Ya la tenía. Sí, señor. Ya era suya.

De repente, Geoffrey se detuvo quedando despatarrado como un pulpo porque un tipo acababa de ponerse en su camino bajo el agua.

Geoffrey lanzó una maldición y subió a la superficie.

El tipo delgado, que parecía una angula, también sacó la cabeza.

Geoffrey lanzó un chorro de agua rabiosamente por entre los labios.

—¡Maldición! —rugió—. ¿Quién te manda interrumpir, Dell?

Dell, el tipejo que le servía de criado y de mandadero, sobrenadó dificultosamente.

—¡Es que no podía hacerme con usted, jefe!

—¡Ahora te agarraré con el tentáculo y verás, zángano!

Claude estaba ahora en la orilla, riendo burlonamente, porque había ganado la apuesta.

Mostraba un par de piernas que era como para no creérselo. Estaba de trastorno la chica.

Geoffrey masculló entre dientes:

—¿Qué tienes que decirme que sea tan importante para interrumpir el juego, memo?

Dell gorgoteó.

—Jefe, se han cargado a los dos perros.

—¿A qué perros te refieres, mollera dura?

—A esos dos que envió usted para el asunto de los diamantes.

Geoffrey sacó la cabeza medio metro del agua.

—¿Cómo? —aulló.

—Les dieron el relleno en un barracón.

—Pe... Pero no es posible...

—Debo decirle que fue en un barracón de trampas, juegos de manos y cosas por el estilo. Ahí debe estar la explicación.

—¿Quién fue, maldita sea? ¿Quién acabó con los Mastines?

—Un tipo que debe ser de la perrera.

Geoffrey pegó un sacudón con la derecha a su empleado.

Dell estuvo a punto de desmayarse y eso habría sido fatal para él, porque se habría ahogado.

—Jefe, ¿qué le he dicho?

—Mucho, bastardín, y yo no admito la mofa ni la befa. Te pregunto quién había matado a los Mastines.

—Satán.

Geoffrey soltó otro trallazo a su empleado.

Dell dio esta vez la impresión de que iba a salir del agua, pero sólo saltó una parte de él, una muela que tenía floja.

—Pero, jefe, si le he dicho la verdad.

—¿Crees que soy un niño para que me coloques ahora fábulas? Conque Satán, ¿eh?

—Es el tipo que viste de demonio y que resultó ser el mismo diablo cuando disparó el Colt. Fue él quien se cargó a Stan y a Alk. Su amigo el fakir fue el que se tragó los diamantes.

—¿Los tiene todavía?

—§í.

—Maldita sea, Dell, no pueden escapársenos. Reúne a los muchachos. Nos vamos en busca de esos hijos de perra.

—Pero, jefe, ya le he dicho que Satán no escupe fuego, sino plomo.

—¿Sabes lo que te digo? Que me voy a hacer una pipa con su cuerno izquierdo.

Jefe y empleado salieron de la piscina.

La hermosa Claude fue al encuentro de Geoffrey.

—Tiburón, ¿qué pasó que no me atrapaste...? ¿Lo intentamos otra vez...? —La bella se acompañó de un contoneo de caderas que convirtió la garganta de Geoffrey en un pasadizo reseco.

—Claude —dijo Geoffrey—. Espera un rato y, en cuanto vuelva reemprendemos el juego.

—¿Me vas a dejar por un negocio?

—Se trata de algo muy importante, nena. Pero habrá tiempo para todo.

—No tardes, feo, o invito al capataz a que me pille. Ya me he dado cuenta de que no es manco.

—No lo es, pero lo será si te pone la mano encima. Te lo jura Geoffrey Lee.