Capítulo IV
JESS Prater entró en el hotel Minerva, de Danville. Detrás del registro había un tipo de cabello con mucha brillantina, muy bien rasurado y que olía a perfume.
Estaba hablando con un cliente.
—Señor Norton, pasé por la calle y me dio una oleada de mal olor que por poco me tumba. Tuve que venir aquí corriendo para bañarme y perfumarme.
—Sí, me han dicho que llegó un tipo trayendo unos cerdos.
—Fue el causante de que yo no desayunase.
Jess había llegado al otro extremo del pequeño mostrador y pegó un timbrazo.
—Una habitación para el de los cerdos.
Los dos hombres lo miraron con la boca abierta y el del cabello aceitoso rezongó:
—¿Qué es lo que ha dicho?
—Soy Jess y quiero alojarme aquí.
—Pero usted… pero usted…
—¿Qué le pasa, amigo? ¿Es que también el olor del cerdo lo dejó tartamudo?
El señor Norton se inclinó sobre el del registro y le dijo en voz baja:
—Señor Harris, el tipo tumbó a cinco. Y hay quien asegura que tres de ellos no podrán salir de la cama en ocho días.
El del registro dijo:
—Señor Prater, ¿cuántos baños quiere? Oh, no, no quise decir eso. Quise decir, ¿cuántas ventanas quiere en la habitación?
—Con una me basta, y, a propósito de baño, quiero uno. Cogí mucho polvo por el camino. Y no me gusta el polvo de Danville.
—Le daré la habitación que tiene una ventana. En cuanto al baño, está en el patio. Jim se hará cargo de su maletín.
El llamado Jim apareció al lado de Jess como si brotase del suelo. Era un muchacho que no debía tener más de dieciséis años.
—Señor Prater, es un placer conocer al tipo que ha dejado sin muelas a Leo Colman. Jess le entregó el maletín y le sonrió porque la cara del chico le resultaba simpática. Cuando subían las escaleras, Prater dijo:
—Jim, estoy buscando a un tipo. Se llama Mark Robbins.
—¿No le da lo mismo encontrar a una tipa?
—No.
—Es que tengo una rubia muy recomendable, señor Prater.
—Oye, Jim, las rubias me las receto yo. Mark Robbins es mi amigo. Me citó en esta ciudad. ¿No has oído hablar de él?
—Nunca, señor Prater. Es la primera vez que escucho el nombre de Mark Robbins. Llegaron a la habitación y Jess le dio medio dólar de propina.
—Jim, voy a tomar un baño. Y luego quiero descansar.
—Será el mejor momento para que conozca a mi rubia.
—Te he dicho que voy a descansar.
—Como usted quiera. Usted no se la pierde, señor Prater.
Jess tomó el baño en el patio y regresó a su habitación.
Se iba a tender en la cama cuando llamaron a la puerta.
Abrió y se encontró con la sorpresa de ver a una joven de gran belleza. Y era rubia.
—Perdone, caballero —dijo ella—, pero se me ha metido una china en un ojo.
—¿En cuál de ellos?
—En el izquierdo —dijo la bella y se puso a parpadear ese ojo.
—Pase, y veremos lo que puedo hacer por usted.
—Me llamo Natalie Wellman.
—Soy Jess Prater —contestó Jess, aunque imaginó que ella ya sabía su nombre porque no dudó que se trataba de la rubia que Jim, el botones, le había recomendado.
Debía admitir que era una mujer con muchos atributos y todos ellos espléndidos.
—A ver ese ojo.
Ella acercó su bonita cara a la de Jess y éste le dio un soplo en el ojo izquierdo.
—Oh, ya está.
—¿Tan pronto?
—Sí, señor Prater tiene usted una puntería sensacional. Al primer soplido, chinita fuera. —Lo celebro.
—Eso merece un premio —dijo la rubia, y sin andarse con rodeos, le echó los brazos al cuello y lo besó en la boca.
La puerta se abrió y Jess dijo:
—Jim, ven por la propina después.
—La propina, ¿Qué propina?
Jess apartó su boca de la de Natalie y vio a Marlene Colbert, que era quien había abierto la puerta.
El rostro de la joven reflejaba una gran indignación.
—Señor Prater, ¿qué es lo que está haciendo?
—Estoy quitando una china del ojo.
—No sabía que ahora se quitasen las chinas con un beso.
Natalie se volvió y dijo con sarcasmo:
—Es un nuevo procedimiento que patentó el señor Prater, rica. Y si viene a que le quite a usted una china, póngase en la cola, nena. Yo estaba primero.
Marlene puso un brazo en jarras.
—Oye, rubia oxigenada, una palabra más y te meto la china en el otro ojo.
—¿Tú a mí, morena salada? A ver, si te dejo sin pelo.
Jess contemplaba a las dos mujeres un poco asombrado.
—Eh, oiga, ¿no se irán a pegar por «quítame una china»?
—Esto es personal, señor Prater —dijo la rubia—. No se meta.
—Y tanto que es personal —dijo Marlene—. Señor Prater, no se meta.
Jess se sentó en el borde de la cama, y dijo:
—Pues nada, chicas A empezar ¿Valen asaltos de diez minutos? La primera que tumbe a la otra, queda vencedora.
Marlene levantó la barbilla.
—Señor Prater, ¿consentiría que yo pelease con una mujer?
—Oiga, señorita Colbert. Yo no empecé el lío. Esta pelea es suya.
La rubia se lanzó sobre Marlene para atraparla por el cabello. Pero Marlene la esquivó pegándola con el antebrazo.
Las dos rodaron por la alfombra.
Jess vio brazos y piernas entrelazados.
—Por favor, nada de arañazos y de mordiscos. Esta debe ser una lucha honrada. Marlene pegó un puñetazo en la mandíbula de Natalie y fue bastante para que la rubia quedase casi inconsciente.
—Ya ha ganado, señorita Colbert —dijo Jess La joven se levantó. Estaba furiosa.
—Señor Prater, es la primera vez en mi vida que me pasa esto.
—Quizá no tiene costumbre de entrar en las habitaciones privadas de un hombre.
¿Cree que lo hago muy a menudo?
—La conozco lo suficiente para saber que no es su afición.
Natalie se levantó tambaleándose.
—¡Ahora me la cargo, Jess…! ¡Ahora me la cepillo!
Jess la atrapó por un brazo y le puso en la mano un billete de a cinco dólares.
—Natalie, la pelea acabó. Te veré más tarde, ¿quieres?
Natalie vio el billete y dijo con una sonrisa.
—Sí, Jess —le dio otro beso en los labios.
Jess la acompañó hasta la puerta y la dejó marchar, cerrando a continuación.
Al volverse, vio que Marlene seguía indignada.
—¡Ella lo ha vuelto a besar!
—¿Qué quiere? ¿Que me ponga un cartel sobre el pecho que diga: «Prohíbo que me besen las mujeres»? Pío, señorita. No soy de ésos. Me gusta que ellas me besen. —Todas, ¿eh?
—Todas las bonitas.
—Muy bien, señor Prater. Cierre los ojos.
—¿Qué?
—Yo también lo voy a besar. ¿O es que no me considera bonita?
Jess miró a Marlene con el ceño fruncido.
—Está bien, señorita Colbert. Es su turno.
Marlene estaba un poco nerviosa. Abrió la ventana y se volvió forzando una sonrisa. —Usted, señor Prater, se habrá preguntado a qué he venido.
—Sí, me lo he preguntado.
—¿Y todavía no encontró respuesta?
—¿No cree que es usted quien debe responder, señorita Colbert?
—Me porté muy mal con usted.
—Ya.
—Y vine a pedirle disculpas.
—Ya.
Marlene empezó a andar hacia él, contoneando las caderas.
—Es usted muy fuerte, señor Prater.
—Sí, eso dicen algunos.
—Pero sus puños deben estar al servicio de una causa justa.
—Nunca pego a quien no se la gana.
Marlene llegó junto a él otra vez.
—¿Puedo tocar… sus bíceps?
—Oh, sí, están a su disposición.
Marlene le tocó el bíceps del brazo derecho.
—Demonios, ¿qué es esto?
—Una bola de músculos, señorita Colbert.
—Parece de acero.
—He hecho mucho ejercicio en mi vida. De pequeño empecé a acarrear cajones por cuenta de un almacenista. Luego me hice leñador. Como me pagaban a destajo, tenía que darme mucha prisa en cortar árboles. Eso fortaleció mis músculos hasta llegar a ser lo que son hoy.
—¿Le han dicho que tiene usted unos ojos muy bonitos, señor Prater?
—Alguna girl me lo ha dicho.
—¿Le han dicho que tiene usted una nariz preciosa?
—No me puedo quejar de mi nariz. Algunos han tratado de achatármela, pero yo no me dejé.
—¿Le han dicho que tiene usted una boca sensacional?
—Señorita Colbert, me está ocurriendo con usted una cosa muy extraña.
—¿Ah, sí?
—Es la primera vez en mi vida que me roban el papel.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que el que debería estar diciendo cosas de su nariz, de sus ojos y de su boca soy yo.
—Pues dígalo.
—Señorita Colbert, dígale a su padre que mi respuesta sigue siendo negativa.
—¿Cómo?
—¿Ha creído que soy un tonto? Sólo vino aquí pensando una cosa. En darme unos besitos para lograr lo que su padre no consiguió. Que yo aceptase el cargo que me ofrecía en el matadero.
—¿Lo sabía y me ha seguido el juego?
—¿Usted qué cree?
Los hermosos ojos de Marlene se llenaron de ira.
—¡Se ha burlado de mí, señor Prater!
—Usted vino a mi habitación para burlarse de mí. Pero debo decirle que es una mala actriz.
—¡Desde luego! ¡Le aseguro que no soy una profesional como Natalie!
—Eso no hace falta que lo jure. Todo lo que hizo, la forma de moverse, la forma de hablar era pura ficción. Me tomó el número cambiado, señorita Colbert. Yo soy un vendedor de cerdos y me tomó por un tipo grosero al que podría conquistar con un besito. Y hasta me hizo cerrar los ojos. Sí, señorita Colbert, pensó que yo soy algo así como un retrasado mental. Pues sepa una cosa, señorita Colbert. Aprendí a leer y a escribir cuando tenía doce años. Y he leído muchos libros. Quizá no sepa usar el cubierto adecuado para un determinado plato. En mi familia no había dinero para aprender demasiada educación. Todo lo que soy lo debo a mí mismo. ¡Pero nunca he consentido que ninguna mujer me la pegue! ¡Y usted no va a ser la primera!
—¿Ya terminó, señor Prater?
—Sí, acabé.
La joven se dirigió hacia la puerta y la abrió de un tirón.
—¿Sabe lo que le digo, señor Prater?
—Dígalo.
—¡Muérase con sus cerdos! —gritó la joven y salió pegando un portazo.