Capítulo VII
—¿USTED? ¿Usted otra vez, señor Prater?
—¿Se hizo daño?
—¡Claro que me hice daño!
Jess quiso ayudarla a levantarse, pero ella dio un salto.
—¡No me toque! ¡Puedo levantarme sola!
La joven se levantó sacudiéndose la cadera donde había recibido el golpe.
Se dobló un tobillo y fue a caer, pero Jess anduvo rápido y la sostuvo con sus manos y la enlazó por la cintura.
—Señor Prater, he dicho que no me toque.
—Como usted quiera —dijo Jess y la soltó.
Marlene se derrumbó de nuevo en el suelo.
Ella gritó:
—¿Por qué no me sostuvo, señor Prater?
—Porque usted dijo que no la tocase.
Jess se apoyó en la pared y cruzó los brazos.
—¿Qué hace ahí? —preguntó ella llena de furia.
—Quiero ver cómo se levanta sola.
—¡No me levantaré hasta que usted se haya marchado!
—Pues no me voy a marchar.
—¡Usted no puede estar aquí! ¡Es propiedad privada!
—Estoy de acuerdo.
—Si está de acuerdo, lárguese.
—Puedo estar aquí, señorita Colbert. Este va a ser mi nuevo hogar por algún tiempo.
—¿Su nuevo hogar?
—Acabo de aceptar el empleo de su padre.
Ella entornó los ojos.
—¿Que lo ha aceptado?
—Sí.
—¿Por qué? No, no me conteste, señor Prater. Ya sé por qué.
—¿De veras?
—Ha pensado, que junto con el dinero que gane, puede lograr otras cosas, mi simpatía —Es bastante creidilla.
—Pero he acertado, ¿eh?
—No, señorita Colbert, no vine en busca de su simpatía. Han sido otras razones las que me han convencido de que debería ayudar a su padre. Su simpatía me importa un pito.
—¿Ah, sí?
—Sí, señorita Colbert.
—¡Es un… un caradura!
—Usted fue la que sacó la discusión y he querido dejar bien sentado que está equivocada.
—No me da frío ni calor su respuesta, señor Prater. Ya sé que a usted le debe gustar mucho más una chica como la rubia de la china en el ojo.
—Ellas saben bien lo que hacen —le guiñó un ojo Jess.
—¡Sepa que no hacen nada de particular! ¡Lo mismo que cualquiera!
—Se equivoca, señorita Colbert.
Ella se levantó con mucha rapidez porque estaba llena de indignación.
—Cuidado, señorita Colbert —le recordó Jess—, se puede caer otra vez.
—¡No me voy a caer más! ¿Qué es lo que tiene usted para que me dé tanta rabia?
—No lo sé.
—Yo sí lo sé Dice las cosas que más me molestan. Por lo visto lo tengo que soportar porque mi padre lo ha contratado.
—Así es.
—Haré un trato con usted, señor Prater,
—¿Cuál es su propuesta?
—Que nos ignoremos Usted no existe para mí y yo no debo existir para usted.
—No está mal.
—Espero que cumpla.
Jess se apartó de ella para salir de la nave.
—Sí, señorita Colbert Marlene pegó un grito.
—¡Que me caigo, señor Prater!
Él se volvió, pero no hizo el menor intento por ayudarla.
La joven se volvió a torcer el tobillo y cayó.
—¡Señor Prater, esta vez le pedí su ayuda!
—Sólo cumplí el trato, señorita Colbert. Usted no existe para mí.
Jess, ante el asombro de Marlene, siguió avanzando hacia la puerta y salió de la nave. Una vez en la calle, se encaminó al hotel.
Jim, el botones, le salió al encuentro.
—Señor Prater, ha llegado su amigo. Le he dado la habitación número cinco.
—Gracias, Jim.
—¿Le llevo a la rubia Natalie y agrego una pelirroja?
—No, Jim. El señor Robbins y yo tenemos que hablar de negocios.
—Magnífico, señor Prater. Los negocios se hacen mucho mejor en compañía de una rubia y una pelirroja.
—Esta vez no habrá mujeres.
—Hombre, no se ponga así. La vida son cuatro días. Jess le cogió una oreja y se la retorció.
—Jim, esto es un asunto muy serio y no admite bromas.
—Como usted quiera, señor Prater.
Jess entró en la habitación número cinco. Mark estaba tendido en la cama.
—¿Ya te enrolaste, Jess?
—Sí.
—Pues descansa en paz.
—¿Ya estás haciendo mi funeral?
Mark puso los pies en el suelo y se levantó.
—Te dije que sé de esto. Pedí informes sobre Chester Allison cuando nos separamos. Y lo que me han dicho no me gustó. Chester es el ranchero más poderoso de la comarca. Tiene un rebaño de más de cinco mil reses. Trabajaban para él dos docenas de hombres, y entre ellos hay pistoleros que contrató recientemente.
—¿Qué quieres oírme decir, Mark? ¿Qué me están temblando las carnes? Pues no lo estás consiguiendo porque no me tiemblan.
—Oh, no, tú eres el tipo que los vence a todos. Pues entérate, grandísimo cabezota, tu nombre está escrito en una bala y yo sé dónde está esa bala. ¡En Danville!
—Anda, vamos al saloon. Te invito a un trago.
—¿Quieres emborracharme para que consienta prestarte mi ayuda?
—Olvídate de mis negocios. Sólo quiero que bebamos una copa para recordar los viejos tiempos.
—Si es sólo eso, está aceptado.
Los dos amigos abandonaron el hotel y entraron en el saloon más cercano.
Una vez llegaron al mostrador, pidieron whisky.
—Por Elena —brindó Mark.
—Por Nora —dijo Jess.
Los dos bebieron un trago.
—Por Dorothy —dijo Mark.
—Por Betty —dijo Jess.
Bebieron un nuevo trago.
—Por Patricia —dijo Mark.
—Por Rose —dijo Jess.
—Eh, chico —dijo Mark—, si vamos a brindar por todas las mujeres que conocimos, necesitamos muchas botellas.
—Eso digo yo.
—Eh, mozo, traiga la botella.
El empleado les dejó la botella y Mark llenó otra vez los vasos.
—Por Katty —dijo Mark.
—Por Peggy —dijo Jess.
De pronto oyeron una voz ronca.
—Por Peggy no, muchachos.
Se volvieron.
El hombre que había dicho aquello era alto, muy delgado. Llevaba, la pistola baja, asegurada al muslo con tiras de cuero.
—¿Qué le pasa a usted? —preguntó Jess.
—Peggy era mi hermana.
—Hay muchas por el mundo y mi amigo y yo no brindábamos por su hermanita.
—Le digo que esa Peggy era mi hermana. Y yo no consiento que un par de canallas hagan lo que le hicieron a mi hermana.
—Oiga, amigo, ¿sabe lo que hicimos con Peggy…? Le compramos pasteles.
—Y luego la llevaron al pesebre.
—No, sólo le compramos pasteles y bailamos con ella.
—¿Esa Peggy tenía una cicatriz en el cuello?
—No.
—¿Lo ve? Pues era mi hermana.
—¿Cómo se llama?
—Ken Pascal, y le presento a mis tres compañeros.
Tres hombres avanzaron hacia Pascal y se pusieron a su lado.
Los clientes empezaron a guardar silencio porque se dieron cuenta de que algo anormal ocurría en el mostrador.
Mark gimió:
—Te lo dije, Jess. Te lo dije. Había una bala con tu nombre y esa bala estaba en Danville.