CAPÍTULO III

 

Joe se echó a reír, y ella preguntó extrañada:

—¿De qué se ríe?

—El mundo es un pañuelo.

—Eso es algo que he oído demasiadas veces.

—Pero siempre resulta verdad. Y aquí tenemos la prueba.

—Perdone, pero no tengo tiempo para pruebas. Le repito otra vez mi agradecimiento. Voy en busca de Joe Drake.

La joven empezó a subir la escalera, y entonces él dijo desde abajo:

—Yo soy Joe Drake.

La joven se detuvo y volvió la cabeza.

—¿Está bromeando?

—Le aseguro que no. ¿Para qué me necesita?

—Tengo que estar segura de que es usted la persona que yo busco y no un bromista.

Joe cogió por el brazo a una girl que pasaba por allí.

—¿Quién soy yo, Berta?

Ella le pasó el brazo por el cuello, lo besó en la boca y luego dijo:

—¿Quién vas a ser? Mi perrito.

Luego, la girl se marchó.

Joe sonrió a la joven.

—¿Lo ve?

—Sí, ya veo que tiene muy buenas amistades en este lugar.

Joe cogió a otra girl que estaba en compañía de un hombre.

—Perdone, necesito a su chica por un momento. ¿Quién soy yo, Virginia?

Virginia, una hermosa rubia platino, jugueteó con una oreja de Joe y trató de morderla mientras decía:

—Tú eres mi orejudo elefantito.

Joe se apresuró a devolver la girl.

—Ahí la tiene, amigo, y no ha sufrido ningún desperfecto.

La joven, que estaba en la escalera, pegó una patadita en el suelo.

—Señor como se llame, lo que está haciendo es intolerable. En esta ciudad hay una persona que necesita con mucha urgencia al Fabuloso Joe, y a usted sólo se le ocurre tomarme el pelo.

—¿Cómo se llama?

—Patricia Wilde.

—Está bien. Suba a la habitación número dos. Allí está el amigo de Joe. Él le dirá dónde está el hombre que busca.

—Menos mal que se le ocurrió algo sensato.

La joven terminó de subir la escalera y se metió en la habitación número dos.

Mientras tanto, Joe sacó un cigarrillo del bolsillo de su chaqueta, el cual estaba un poco arrugado, y le prendió fuego con un fósforo.

Pasaron dos minutos y Patricia Wilde salió de la habitación seguida por Sam Carson. Este se detuvo arriba y señaló con el brazo a Joe.

—Ahí lo tiene.

La joven se quedó con la boca abierta.

—¿Es ése?

—Sí, señorita Wilde. El mismo que tardará en comerse la tierra.

La joven bajó y, al llegar junto a Joe, cruzó los brazos.

—¿Por qué no me lo dijo antes?

Joe se echó a reír.

—Todas las mujeres son deliciosas. ¿Te lo dije alguna vez, Sam?

—Señor Drake —dijo la joven—, mi tío se está muriendo... Ha llegado a sus oídos que usted tiene un producto medicinal para curar sus dolencias.

—Lo siento, pero no me queda.

—Yo tengo una botella —dijo Sam que seguía escuchando y la sacó del bolsillo.

—Mi tío les dará diez dólares por ella.

—¡Vendida a su tío! —gritó Sam.

—Está bien, Patricia —dijo Joe—. ¿Qué tiene su tío?

—De todo.

—¿Dinero?

—Mucho. Pero, ¿quién habla de dinero ahora? A mi tío le duele la espalda, los pulmones... Y según el doctor Lenon, tiene hecho polvo el estómago, el hígado, los riñones...

Sam dijo con voz lúgubre:

—Pues para estar como está, más valía que se muriese.

—Sam, ésas cosas no se dicen —le reconvino Joe.

—Tienes razón, Joe. Además, lo vamos a poner bueno con nuestra medicina. ¿Me da ya los diez dólares, señorita?

—No los tengo aquí, pero vengan conmigo a la casa y ustedes mismos le administrarán la medicina a mi tío Herbert.

 

* **

 

La casa de Herbert Wilde era impresionante porque había sido construida con los más recios y mejores materiales.

Entraron en un gran vestíbulo. Al fondo arrancaba una gran escalera que conducía a las habitaciones superiores.

En las paredes había cuadros, y los suelos estaban alfombrados.

—¡Canastos, Patricia! —dijo Sam—, ¿a quién robó su tío?

—Mi tío no fue un ladrón.

Joe intervino con un carraspeo.

—Perdone a Sam, Patricia, es demasiado impetuoso.

—Mi tío ha ganado todos sus millones con el petróleo.

—Ya. Robó a muchos —dijo Joe.

—¿Qué ha dicho?

—Nada, no he dicho nada.

Un hombre salió disparado de una habitación con las paredes llenas de libros, y se puso a gritar:

—¡Yo sé cuál es tu juego, Patricia!

—¿De verdad que lo sabes, primo Richard?

—Has ido a por dos charlatanes de feria porque tío Herbert se ha empeñado en tomar esa asquerosa medicina que fabrican. Tú y yo sabemos que él no tiene salvación. Así lo ha dicho el doctor Lenon. Pero tú sigues con tu juego para congraciarte con el tío, para que te convierta en la única heredera.

El primo Richard era rechoncho, de talla media, ojos saltones y cabello que parecía haber salido del agua porque le caía a mechones húmedos por la frente.

—¿Ya terminaste tu discurso, primo Richard? —exclamó Patricia.

—Sí, ya terminé.

—¡Eres un bocazas!

—¿Cómo?

—¡Un bocazas! —repitió Patricia furiosa—. Yo sólo tengo en cuenta los deseos de tío Herbert.

—Para congraciarte con él, claro.

—Para que tenga una buena muerte.

—De modo que lo confiesas, ¿eh, Patricia? Has ido a por estos hombres y a por su medicina sabiendo que no le va a hacer ningún efecto.

—Así es. Pero confío en que tampoco lo maten antes de tiempo.

Joe y Sam miraban alternativamente a uno y a otro primo mientras éstos discutían.

De pronto, apareció un hombre galopando por un corredor que debía comunicar con la cocina. Iba como los niños pequeños, subido en una escoba, como si ésta fuese un caballo, con un gorro de papel en la cabeza y una trompeta en la mano. No era ningún niño pequeño porque se le podían calcular no menos de treinta años de edad. Se detuvo relinchando al ver el grupo que había en el vestíbulo y dio un toque de atención con la trompeta.

—¡Cuarto Regimiento de Caballería! ¡Presenten armas! ¡Ya llegó Toro Sentado a fumar la pipa de la paz!

Sam miró a sus espaldas buscando a Toro Sentado, y Joe le dijo al oído:

—Eres tú, Sam.

—¿Yo, Toro Sentado?

—Fíjate cómo te mira y no tendrás dudas.

El tipo de la escoba se bajó de ella y la apoyó en la pared, dándole palmadas, como si fuese realmente un caballo. Se dirigió hacia Sam y dijo:

—Yo saludarte, gran jefe.

—Pues saluda a tu padre.

—Mi padre estar ya en cementerio.

—Tú también irte allí porque estar como un rebaño de cabras.

El del gorro pegó un respingo.

—Toro Sentado no hablar bien con general Clister.

Sam puso una cara compungida.

—Joe, vámonos de aquí. Volvamos con las chicas.

—Tranquilo, muchacho, tranquilo. Hemos venido a hacer una obra de caridad.

—Eso pensé yo, pero son muchas obras de caridad las que hay que hacer aquí.

Patricia se plantó delante del hombre con la corneta en la mano.

—Primo Frank, veo que tu caballo tiene una pata coja.

—¿Es posible, Patricia? No me di cuenta.

—El remo delantero derecho —dijo Patricia señalando la escoba.

Sam y Joe siguieron la dirección de la mano y se quedaron con los ojos fijos en la escoba.

El primo Frank corrió a su montura y se arrodilló ante ella.

—Pobre “Relámpago”. Perdona, muchacho, pero ahora mismo te llevo al establo para curarte.

Cogió de las bridas a la escoba, tocó la cometa y dijo, mirando a Sam:

—Gran Toro Sentado esperar.

—Sí, hombre, esperarte en la segunda catarata dé Niágara conforme se va a Alaska.

Frank dio un estridente pitido en la trompeta y s< marchó otra vez hacia la cocina.

Joe se rascó detrás de la oreja.

—Patricia, ¿hay algún primo más?

—Sí, hay otro.

Sam se volvió hacía la puerta.

—Pues lo va a conocer el Presidente Lincoln.

Joe lo agarró por el brazo.

—Sam, ya pasó el peligro. El general Custer se marchó al cuartel.

—Sí, pero nos falta conocer al otro primo, y a lo mejor se presenta pegando flechazos.

En aquel momento bajó por la escalera un hombre corriendo. Llevaba un cartucho de dinamita en la maní y la mecha estaba ardiendo.

—¡Ahí va esa vela para que os alumbráis! —y arrojó el cartucho de dinamita hacia el vestíbulo.

Se armó un revuelo tremendo.

El primo Richard se echó a rodar por el suelo en busca de la biblioteca, mientras chillaba como una rata.

Sam vio al lado una armadura y trató de desarmarla para meterse en ella, pero estaba muy oxidada y no conseguí nada.

Patricia pegó un salto hacia el cuello de Joe y éste la recibió en sus brazos. Joe no se había movido, y el cartucho de dinamita estaba a un metro de él, consumiendo el último trozo de mecha.