CAPÍTULO II

 

Margot enroscó sus brazos en el cuello de Joe Drake.

—Gracias por el collar, querido.

—De nada.

—Y por los pendientes, amorcito. Son muy monos.

—No tuvo importancia.

—Y por las medias de malla. Tuviste mucho tino para elegir mi número.

—Ya sabes que mido bien esas cosas.

—Tienes mucho dinero, Joe.

—Al llegar encontramos a un amigo que se asoció con nosotros en cierto negocio.

Sam tenía una pelirroja a su lado, pero, de momento, no le prestaba atención porque estaba comiendo a dos carrillos. Se echó a reír con la boca llena y dijo:

—El Marshall es un bendito del cielo. Siempre se preocupa por nosotros.

La pelirroja le hizo cosquillas en una oreja, pero él le pegó un manotazo.

—Nena, cuando se come no se juega.

—Pues a ver cuando terminas de comer. Llevas una hora dándole a la dentadura.

—He pasado mucha hambre.

—¿De pequeñito?

—Que te crees tú eso. Llevábamos tres días sin comer, ¿verdad, Joe? Y además perseguidos.

—¿Por los indios?

—No, rojiza, por un sheriff.

—No me digas.

—Y por la policía del Estado.

—¿Es posible?

—Y por un agente del Gobierno.

—¿Es que os enrolasteis en la banda de Jesse James?

—No, preciosidad, lo que pasa es que la tomó con nosotros un senador.

—¿Un senador? ¿Por qué?

—Se quedó con uno de nuestros frascos medicinales. El senador tenía muchos achaques y se le ocurrió tomarse el frasco de una sola vez. No te puedes imaginar lo que pasó.

—¿Y qué pasó?

—Primero vio arañas y luego caballos, y se puso a apostar por el que iba primero.

—¿Y quién ganó?

—¿Cómo que quién ganó? No había ninguna carrera. El senador no estaba en ningún hipódromo. Estaba en su cama, en su mansión de Kansas City.

—¿Y qué vio después de los caballos?

—A todos sus familiares, treinta o cuarenta, y todos estaban allí para ver lo que les caía en el testamento...

Y de pronto el senador se puso a ladrar... Y a cuatro patas. Todos creyeron que le había dado la rabia cuando empezó a correr por alrededor de la habitación. Y entonces llegó un doctor que nos tiene mucha envidia a Joe y a mí y dijo: “Ya sé lo que tiene el senador. Es la pócima que compró a esos vendedores callejeros”.

Y ya te puedes imaginar la que se armó.

—El sheriff, la policía del Estado, el agente del Gobierno...Entonces, no pararéis hasta llegar a Méjico.

—Ya acabamos de huir. Se arregló todo.

—¿Y cómo se arregló, Sam?

—El senador mejoró y se puso a decir que estaba más joven, y que se iba a casar otra vez, y que todo lo debía a nosotros, y a nuestro producto medicinal, y ordenó que nos dejasen en paz.

—Vaya, menos mal.

—Con tal de que ahora no nos quieran matar los herederos. ¿Qué opinas tú, Joe?

Joe no podía opinar porque estaba besando a la rubia Margot.

En vista de eso, Sam continuó comiendo el asado de carne.

Margot apartó su boca de la de Joe y dijo:

—Joe, eres... eres... fabuloso.

—¿Verdad que sí?

—Eres muy bueno con Margot.

—Todo lo que puedo.

—¿Por qué no me compras un paquetito de bombones?

—¿Ahora?

—Sí, ahora.

—Tengo que salir del local, ir a la acera de enfrente...

—¿No crees que valdrá la pena? La última vez te gustó mucho la forma en que te ofrecí los bombones.

Joe miró la boca de Margot y sintió un escalofrío por la nuca. Sí, recordaba la forma en que, la última vez, comió los bombones. Margot se los ofreció entre sus dientecitos.

—Allá voy, Margot.

Fue a salir del saloon y Sam gritó:

—Eh, Joe. Compra otro par de kilos para mí.

—¿Nada más?

—Bueno, ya que lo preguntas, compra otro par de kilos de roscos de San Jenaro.

—¿Alguna tarta?

—Con un par tendré bastante. Una de manzana y otra de frambuesa.

—Pero yo necesitaré un par de Mulas para traerlo todo.

—Siempre hay vagos en la calle dispuestos a ganarse medio dólar.

Joe dio un suspiro y salió de la habitación. Conocía bien la capacidad de estómago de su amigo Sam. Cuando estaban en la racha buena, y tenían dinero, era insaciable.

Empezó a bajar la escalera y vio que al pie de ella había armado un gran jaleo.

Un hombre muy fuerte trataba de abrazar a una mujer y ella se resistía.

—¡Suélteme, pulpo! —decía la joven.

Joe vio que era bonita, esbelta, con curvas muy importantes.

El grandullón contestó:

—Nena, yo te vi primero.

—¡No vine aquí por usted!

Tres hombres cruzados de brazos reían observando la escena.

—Eh, Bill —dijo uno de ellos—. Cuando te canses, me la pasas.

—¡Socorro!, ¿es que nadie me va a ayudar? —chilló la atractiva joven.

Efectivamente, nadie la ayudaba, quizá porque los cuatro tipos infundían mucho respeto.

Los ojos de la muchacha, mientras seguía forcejeando, se encontraron con los de Joe, que había seguido bajando la escalera.

—¡Eh, usted! —gritó ella—. Le daré un dólar si me ayuda a salir de este atolladero.

El hombre que la sujetaba, el llamado Bill, soltó una carcajada.

—Muchacho —dijo a Joe—, somos cuatro y será mejor que continúes hacia la calle.

—¡Dos dólares! —gritó la muchacha.

Joe se había detenido en el último peldaño y se masajeaba el mentón, como si reflexionase.

—Oye, nena, no puedo hacer eso por dos dólares.

Bill soltó otra carcajada.

—Pero lo haré por un beso —agregó Joe.

La joven agrandó los ojos sorprendida y luego dijo:

—Trato hecho.

El grandullón Bill dijo;

—Eh, chicos, ocuparos del entrometido. Quiero ver como crujen sus huesos.

La joven soltó otro chillido al ver cómo los tres compañeros de Bill se abalanzaban sobre Joe. Cubrieron a éste por un momento, pero de pronto ocurrió lo más asombroso. Los tres salieron despedidos con terrible violencia, como si allí hubiese hecho explosión algo.

Uno de los fulanos escupió dientes. Otro se puso bizco y, mientras iba de un lado a otro, se puso a cantar una canción infantil. En cuanto al tercero, embistió con la cabeza una columna, pero la columna resultó ser más dura y el tipo se desplomó.

Bill había contemplado aquello con asombro. Abrió los brazos y dejó caer a la chica, la cual dio un chillido al golpearse la cadera contra el suelo.

Luego, Bill se escupió las manos y echó a andar hacia Joe, que no se había movido del primer peldaño de la escalera, y en donde se estaba quitando una hipotética mota de polvo en la manga.

—Lo hiciste muy bien, muchacho.

—Gracias, Bill.

—Pero yo te voy a convertir en un pingajo.

—Hombre, yo no me lo tomaría así.

—Quieres ganarte el beso de la chica, ¿eh?

—No lo hago por el interés.

—¿Y por qué lo haces?

—Porque no me gusta que abusen de una mujer.

—Te voy a colgar del techo.

Joe miró al techo y eso era lo que Bill quería, porque le lanzó el puño derecho a la mandíbula.

Bill se equivocó si quería sorprender a Joe, puesto que éste saltó a un lado, burlando la acometida, y replicó con un terrible zurdazo a la cara de Bill. Este hizo un número sensacional porque se marchó a toda velocidad hacia el mostrador, y lo recorrió de punta a punta por el borde, derribando clientes, jarros de cerveza, vasos de whisky y una girl de Matagorda.

Por fin se cayó y un borracho que había allí, le pegó con una botella vacía en la cabeza, mandándolo a la región de los sueños.

La joven todavía continuaba sentada en el suelo y en su rostro se reflejaba toda la sorpresa del mundo. Sintió que unas manos la levantaban del suelo. Era el vencedor, Joe.

—¿Cómo lo pudo hacer?

—Cuestión de práctica —contestó Joe—. Y ahora el pago.

Antes de que ella pudiese decir nada, él la besó en los rojos labios.

Fue un beso largo.

—¡Por Búfalo Bill! —dijo ella—... ¡Qué bruto es usted!

—¿Quiere otro beso?

—¡No...! De todas formas, le agradezco su intervención. Ahora tengo que ir en busca de mi hombre que está ahí arriba.

—¿Su marido?

—No.

—¿Su novio?

—Tampoco. No conozco al hombre que vine a buscar, pero es importante que lo encuentre. ¿Sabe? Urgentísimo. Cuestión de vida o muerte. El hombre que quiero encontrar se llama Joe Drake y también lo llaman el Fabuloso Joe.