CAPÍTULO PRIMERO

 

A la entrada de la calle principal de Gaylord City habían puesto un largo cartel, de fachada a fachada: “Bienvenido al rodeo anual de Gaylord City”.

La gente se aglomeraba en las aceras y por el centro de la calzada no dejaban de pasar carruajes y jinetes.

El ayudante del Marshall, Jack Werner, sonreía satisfecho en el porche de la comisaría.

Aquella sonrisa desapareció bruscamente.

Fue cuando vio un carromato cruzar la calle, un carromato en el que se leía: “El fabuloso Joe”.

Jack Werner entró como un ciclón en la oficina.

—¡Ya están aquí, jefe! ¡Ya están aquí!

El Marshall George Green estaba tomando unas pastillas para la tos y para ello había levantado una cajita. Al oír a su ayudante, dio un respingo y todas le cayeron de la boca. Se atragantó.

Werner acudió al lado del Marshall y le palmeó la espalda.

—Trague, jefe, trague, o se ahoga.

La cara del Marshall se había puesto roja.

Al fin se recuperó y chilló respirando entrecortadamente.

—¡Tomé todas las pastillas! ¡Veinte!

—Así se le quitará la tos de una vez.

—Jack, te prohíbo que te burles. ¿Por qué entraste así? Demonios, ya lo había olvidado.

—¡Acaban de llegar!

—¿La banda de los Morgan? No te preocupes, tomaré precauciones.

—No, no son los Morgan.

—¿Los primos Dalton?

—Tampoco.

—¿Quiénes, infiernos?

—Unos tipos peores que los Morgan y que los Dalton juntos.

—¡Los Younger!

—No da una en el clavo, jefe.

—¡Basta de adivinanzas! ¡Suéltalo de una vez!

—Es que me tiemblan las piernas sólo de pensar que ya están aquí el Fabuloso Joe y Sam Carson.

El Marshall se quedó con la boca abierta. Por fin gritó:

—¿Quiénes has dicho? ¡No, no lo repitas! Te oí bien. Joe Drake y Sam Carson. Los creía en la Prisión Territorial, encerrados para toda la vida después de la que armaron en Alamo Gordo.

—Sí, jefe. Allí armaron la gorda.

—Fuera chistes, Jack.

—¿Cree que estoy para chistes? Lo dije sin pensarlo.

El Marshall pegó un puñetazo en la mesa.

—¡No puedo consentir que armen aquí la gorda! ¡Quise decir, una como la del año pasado!

—Caramba, jefe. Todavía me acuerdo de aquello. Llegó un momento en que usted mismo se detuvo y se encerró en la celda.

—¡No me lo recuerdes, Jack! Es una página negra en mi historia.

Jack se masajeó el mentón.

—Y a mí me tuvieron que poner tres dientes postizos. Ese animal de Carson me soltó una coz. ¿Sabe lo que le digo, jefe? Que yo me voy a cazar patos.

—¡Tú no te vas a cazar patos!

—¿Por qué no?

—Porque no es temporada de patos.

—Conejos.

—¡Nada de conejos! Tú te quedas en Gaylord City porque estamos celebrando nuestro rodeo y es ahora cuando más te necesito.

El ayudante se puso las manos en la cabeza.

—¿Qué va a ser de nosotros, jefe?

—Hay que pensar algo.

—Sí, jefe. Hay que pensar algo para evitar la catástrofe que se nos viene encima.

El Marshall y su ayudante pasearon por la oficina de un lado a otro, cruzándose en el camino.

Jack gritó:

—¡Ya lo tengo, Marshall!

—Suéltalo pronto.

—Los metemos en un reservado del saloon Potter con cuatro mujeres y media docena de botellas de whisky.

—¡Eso! ¡Que se pongan las botas!

—Se emborracharán. ¿No se da cuenta, jefe? Con tanta botella y tanta mujer, no saldrán de allí en los tres días que dura el rodeo.

El Marshall guiñó un ojo y miró con el otro a su ayudante.

—¿Sabes lo que eres tú, Jack? ¡Un perfecto idiota! ¿Sabes lo que nos costaría eso? Nuestra paga del mes, y todo para que Joe Drake y Sam Carson se pasasen tres días inolvidables a costa de nuestras costillas.

—Yo creía que...

—¡Tú no puedes creer nada!

Siguieron paseando.

Ahora fue el Marshall quien se detuvo haciendo chasquear los dedos.

—¿Cómo no se me ocurrió antes?

—¿Qué cosa, jefe?

—¡El impuesto!

—¿Qué impuesto?

—Uno que me acabo de inventar. La autorización para vender en público. Tendrán que pagar cinco dólares.

—Ellos no tienen cinco dólares. Siempre que llegan aquí están sin blanca —el rostro de Werner se iluminó con una sonrisa—. ¡Repámpanos! Es cierto. ¡No podrán vender ese maldito mejunje curalotodo!

El Marshall abrió un cajón y sacó un viejo talonario de pagos comunales por aprovechamiento de aguas. No servía porque el Ayuntamiento de Gaylord ya no cobraba por el consumo de aguas. Eso era cuestión de una compañía.

—Me voy a ajustar las cuentas a los dos tipos. Quédate aquí, Jack.

—Sí, jefe, aquí me tendrá para recibir la gran noticia de que ha logrado echar del pueblo al fabuloso Joe y a esa Mula de Sam Carson.

—No fallaré —el Marshall guiñó otra vez el ojo antes de salir de la oficina.

En seguida vio el carromato del Fabuloso Joe. Se había detenido ante el saloon de Potter, como era lógico esperar.

Y ya estaban en la acera de tablones, Joe Drake y Sam Carson hablando con un par de ciudadanos.

El Marshall se acercó al grupo con la sonrisa en los labios.

Joe Drake tenía veintiocho años, cara simpática, y era alto, fuerte, musculoso.

Sam Carson era mucho más musculoso que Joe, aunque un poco mayor porque ya había cumplido los treinta y cinco años. Mucha gente había comparado a Sam con un bisonte, pero a todos les costó la pérdida de maxilares o incisivos.

—Eh, Sam, mira quién tenemos aquí —dijo Joe señalando al Marshall.

—¡El caza-forajidos más valiente del mundo!

El Marshall no se dejó embaucar.

—Cinco dólares —dijo.

Joe arrugó la nariz.

Marshall, ¿desde cuándo se dedica a la mendicidad?

—Yo..., pero...

Sam le puso una mano en el hombro y la mano de Carson era tan pesada que el representante de la ley se tambaleó.

—Marshall —dijo—, no tenemos dinero, pero cuente con unos amigos.

—¿De qué estás hablando, Sam?

—Todos sabemos lo que es la necesidad, Marshall. Ah, si yo le hablase de las habichuelas agusanadas que me he comido. A propósito, Joe, ¿nos quedan habichuelas?

El Marshall hizo un gesto de repugnancia.

—No quiero tus habichuelas, Sam.

—Patatas. Pero le advierto que están un poco podridas.

—¡Basta! Cinco dólares. Es el impuesto para que podáis vender vuestro producto en Gaylord City.

—¿De qué está hablando, Marshall?

Joe se había distraído porque estaba mirando a una girl que le hacía señas desde una ventana.

—En seguida me reúno contigo, Margot —le sonrió.

—Ten cuidado con las malas compañías, Joe —le gritó la girl.

Joe se volvió hacia el Marshall y le palmeó la espalda.

—Ya lo ha oído, jefe. No podemos estar con usted. Nos da mal ejemplo y eso hace daño a nuestra fama.

Sam le pegó otra palmada y faltó poco para que lo tumbara.

—Que se alivie, Marshall.

Los dos amigos fueron a entrar en el saloon, pero se detuvieron quedando con un pie en el aire al oír un rugido a su espalda.

—¿Trajimos nosotros un león, Sam?

El Marshall ya estaba delante de ellos, interrumpiéndoles la entrada y rugió otra vez.

—¡Cinco dólares o no vendéis un solo frasco de vuestra medicina!

—No tenemos los cinco dólares —dijo Joe.

—Entonces os marcharéis del pueblo.

—¿Por qué?

—Porque no podéis vender.

—Muy bien, jefe, pero podemos comprar y usted no tiene ningún derecho a impedir que nos surtamos de mercancías. ¿Qué sería de esta ciudad si usted impidiese que los honrados comerciantes hiciesen negocio con los forasteros?... ¿Y qué pasaría con usted en la próxima elección si fuésemos diciendo por ahí a los honrados comerciantes que usted impide que ellos vendan?

—Es increíble, Joe —martilleó Sam—. La propia autoridad de Gaylord City haciendo la vida imposible a los comerciantes.

—El Marshall estaba embobado escuchando a Joe y a Sam.

—No comprendo... Yo... Yo sólo quería...

—No se preocupe, Marshall. No lo vamos a decir por ahí, pero será mejor que lo tenga en cuenta para la próxima vez. —Joe le arrancó el talonario—. Vamos, Sam, nos esperan las chicas.

El Marshall vio cómo los dos socios se metían en el saloon y, haciendo una mueca de tristeza, se encaminó lentamente hacia la comisaría.

Su ayudante saltó de la silla al verlo entrar.

—¿Lo consiguió, jefe? ¿Ya se fueron?

—Se quedan.

—No me diga que le pagaron los cinco dólares del impuesto que usted se inventó.

—Tuve que ceder o me habrían quitado la placa —gimió el Marshall—. Dios mío, ¿por qué ha tenido que caer sobre mí esta desgracia? ¿Te lo imaginas, Jack? El Fabuloso Joe está en Gaylord City y ya sabes lo que eso quiere decir.

Jack se dejó caer en la silla diciendo:

—Sí, jefe, sé lo que va a pasar. Otro espantoso lío.

—Tienes que vigilarlos, Jack.

—Sí, señor.

—Te ordeno que los vigiles.

—He dicho que sí, señor.

—¿Qué haces ahí? ¡Ya tenías que estar vigilándolos! ¡Joe y Sam son muy rápidos!

—¿Cree que han tenido tiempo para hacer algo?

—¡Corre y no te quedes parado!

Jack salió galopando de la oficina.

El jefe dio un suspiro y sacó un frasco de whisky.

Y en ese momento entró Jack, otra vez como un ciclón.

La botella saltó de las manos del Marshall. La quiso coger, pero no pudo. Chocó contra el suelo, donde se hizo añicos y derramó su contenido.

—¡Mira lo que has hecho, Jack!

—Lo siento, jefe, pero Joe y Sam ya lo hicieron.

—¿Qué es lo que hicieron?

—El impuesto.

—¿El impuesto? ¿Qué impuesto?

—El que usted inventó. Están vendiendo el talonario, y ya han reunido más de cien dólares. Joe está gritando a los comerciantes que el que no tenga el talón no puede vender, y que lo dijo usted.

El Marshall dio media vuelta y he dirigió hacia las celdas.

—¡No se detenga, jefe! ¡No se detenga! — gimió Jack—. ¡Yo lo necesito mucho!