CAPITULO XII

 

Margaret estaba inquieta. No se atrevía a salir de la casa. Se encontraba allí junto a la ventana haciendo calceta.

Apenas había podido pegar ojo la noche anterior. Se había dejado besar por Matt Kearney. ¿Es que había perdido la vergüenza? ¿Por qué le consintió semejante atrevimiento? Quería disculparse, pero no encontraba palabras. La verdad era ésa; que le había gustado. Y hasta hubo un momento, y ahora se avergonzaba de ello, en que deseó no haberse ido tan pronto de la biblioteca.

Muy bien; estaba decidida. Hablaría con Kearney, eso es; y cuanto antes mejor. Se enfrentaría con él cara a cara y le diría que tenía que marcharse del rancho.

De pronto se sintió sobrecogida al verle pasar por enfrente. Rápidamente se hundió en el sillón por temor a que él volviese la cabeza y la descubriese allí.

Matt Kearney iba silbando una canción muy alegre.

La joven oyó la voz de Chadwick.

—¡Eh, Kearney!

—¿Qué hay, capataz?

—Coja uno de los carromatos y lléguese al pueblo.

—¿Qué he de hacer allí?

—Aquí tiene una lista del pedido que ha de sacar del almacén general.

—¿Con qué pago?

—No se preocupe por eso, Kearney. Harold lo apuntará en nuestra cuenta.

—De acuerdo, Chadwick. Ahora voy.

Margaret oyó los pasos de Kearney, que se alejaba.

Pensó que aquello era lo mejor que le podía ocurrir. Matt Kearney iba al pueblo. Ella también viajaría a Only City y así, lejos del rancho y de las miradas curiosas de sus propios hombres, le plantearía la cuestión.

Esperó a verlo marchar con el carro y entonces dejó la labor de punto en la canastilla y subió a su habitación para cambiarse de vestido.

Más tarde fue al establo, ordenó que le ensillasen un caballo y seguidamente emprendió la carrera a Only City.

Al llegar junto al almacén vio el carro. Puso pie en tierra y ató las bridas al poste.

Subió al entarimado y acercóse a la puerta, mirando hacia el interior.

Kearney estaba a la derecha, apoyado en un saco. Detrás del mostrador, el propio Harold se ocupaba en servirle el pedido. Ahora el viejo almacenista dijo:

—Se me acabaron los clavos del siete que tenía aquí, pero se los traigo de dentro.

Harold desapareció por una puerta y entonces Margaret entró en el local.

Matt Kearney la vio en seguida y se estiró.

—Buenos días, Margaret —dijo.

—Buenos días, señor Kearney —repuso ella rápidamente, y se quedó muy seria.

—Está maravillosa esta mañana.

—Quiero hablar con usted.

Sintió la mirada de sus ojos sobre ella y otra vez notó aquel cosquilleo en la espalda. Entonces se dijo que para hablar con aquel hombre no tendría más remedio que mirar a cualquier otra parte de la pared o estaría perdida.

—Quiero que se marche del rancho, señor Kearney.

—¿Por qué?

—No haga preguntas.

—Ya comprendo. Te has arrepentido de darme la oportunidad.

—Puede pensar lo que quiera.

—¿O es otro el motivo...?

—No sé a qué se refiere.

—A ti y a mí.

—¡Qué tontería...!

—¿Temes querer a Matt Kearney?

—No es usted muy modesto que digamos.

—Te he hecho una pregunta.

—No quiero contestar. Sólo le digo que usted no puede continuar en el rancho. Y por favor, no debe insistir en razones o en motivos...

El echó a andar hacia ella y la joven retrocedió hacia la pared.

—¡No se me acerque!

—¿Por qué no?

—No está bien que un empleado esté tan próximo a su patrón...

—Usted no es mi patrón.

—¿Cómo que no?

—Ya he dejado de pertenecer al rancho.

—No hace falta que se lo tome con tanta prisa. Ha de llevar ese pedido a mi casa.

—No.

—Se lo ordeno.

—Ya no me puede dar órdenes.

El siguió avanzando y quedó muy próximo a ella.

—Déjeme pasar. Quiero salir de aquí.

El la tomó por los brazos.

—Escúchame, Margaret. Ahora sé que te quiero.

—No siga.

—Sí, Margaret. Te quiero por encima de todas las cosas de este mundo.

—Por favor... Cállese.

En aquel momento entró en el establecimiento Ronald Dean.

—«Trabalece, trabalece, indio, catapulta, matacate».

Se detuvo al ver la escena que se ofrecía a sus ojos.

Matt dio un suspiro dejando libre a la joven, la cual dio media vuelta y fue a salir.

—¿Qué tal, señorita Picker? —le interrumpió el paso el anciano—. Celebro mucho que esté tan bien... ¿Sabe que hace mucho tiempo que no le he echado las cartas?

—Hoy no tengo ganas, Ronald.

—Vamos, señorita Picker. Déjeme que se las tire. ¿Es que no lo recuerda. Usted nació bajo el signo de Capricornio y teniendo en cuenta que hoy es un día con sol lechoso y que, esta noche, Saturno estará en el cuadrante del trigémino, es el momento más a propósito para que sepamos qué es lo que le va a pasar en los próximos días.

Margaret miró por el rabillo del ojo a Matt.

—Está bien, Ronald. Adelante.

—Estupendo, muchacha —Ronald se frotó las manos y seguidamente sacó el mazo de naipes de la vieja bota.

—«Trabalece, matacate» —dijo mientras barajaba con una rapidez meteórica. Puso el mazo sobre el mostrador—. Anda, Matt, corta y a ver si le das suerte. Es una baraja de póquer. Con las mujeres va mejor.

El joven cortó.

Ronald reunió las cartas en un solo grupo y tras humedecerse los dedos con la lengua, dio la vuelta al primer naipe.

—¡La reina de corazones! ¡Por todos los infiernos!

—¿Qué pasa? —preguntó Margaret.

—Está claro, señorita Picker. Le pasaron la mano por el lomo y usted se derritió.

—¿De qué está hablando?

—Le arrearon con el arco, lo cual traducido en cristiano, quiere decir que la flecharon. Ha habido un tipo que la enamoró.

—¡Oh, no, Ronald! Usted se equivoca.

—No soy yo, señorita Picker, son las cartas —Ronald levantó una mano señalando con el dedo índice al techo— Y las cartas nunca se equivocan, señorita Picker... Vamos con la segunda. "Indio, catapulta”.

El nuevo naipe fue el siete de tréboles.

—¿Qué es lo que veo, Tadeo? —exclamó el viejo—. ¡Un siete! Siete fueron las tribus de Israel, siete los viñedos que plantó Esaú, siete los reyes que asolaron Babilonia, ¿lo oye, señorita Picker? Capricornio y sol lechoso, le ofrecen a usted un siete, y de tréboles nada menos.

—¿Qué quiere decir?

—Que va a tener siete hijos como siete soles.

La joven empezó a ponerse colorada.

—¿Eso dicen las cartas?

—Sí, señor. Y ahora vamos a ver si tenemos suerte y sale el padre, porque como todo cerebro sensato comprende, una madre con siete hijos sin padre es... es... Creo que estoy hablando demasiado.

Exhibió el tercer naipe.

—El rey de piques. ¡Ya lo tenemos aquí! La señorita ha ganado el puro que se rifaba. Perdón... Quiero decir que aquí tenemos al hombre.

—¿Quién es? —preguntó ella.

Ronald recitó muy de prisa mirando la carta como si realmente estuviese mirando al fulano:

—Un tipo alto, moreno, delgado, bronceado, hercúleo, fuerte, varonil, que todavía no ha cumplido los treinta años de edad, que tira estupendamente con el revólver y cuyo nombre es pronunciado con respeto allá por dondequiera que va... Justo, honrado, honesto, amigo de sus amigos...

—¡Ya basta! —exclamó Margaret.

Ronald se tambaleó porque había dicho todo aquello sin respirar.

Margaret puso los brazos en jarras mirando a Kearney y a Ronald.

—Ahora lo comprendo.

—Celebro que así sea —respondió Dean sonriente—. Ya le eché las cartas. Ya conoce su porvenir... Sólo le puedo desear que sus siete partos sean buenos.

—Se han puesto de acuerdo.

—¿Cómo?

—Usted y Matt Kearney. De modo que me iba a leer el porvenir teniendo en cuenta todo eso de que nací en Capricornio.

—Bajo el signo de Capricornio, señorita; no se confunda.

—Los dos se han confabulado. Kearney me hacía el amor y en el momento oportuno intervenía usted para convencerme de que sólo encontraría la felicidad a su lado.

—Lo dicen las cartas, señorita, recuérdelo. Y las Cartas no se pueden equivocar.

—¡Menuda pareja de tramposos! Me alegra haberlo descubierto. Ya no me fiaré más de cualquiera de los dos... Muy bien, señor Kearney. Dijo antes que se había despedido del rancho... Acepto su renuncia. Ya se ocupará alguien de llevar el pedido a la casa... ¡Espero no volver a verlo más!

—¡Pero, señorita Picker...! —exclamó Ronald.

Margaret ya había echado a andar hacia la puerta y no se detuvo en su camino.

Cuando hubo desaparecido, Dean se volvió para mirar a Matt y dijo mientras se rascaba el cogote:

—Creo que lo eché a perder.

—No te preocupes, abuelo.

—Soy un estúpido. Escuché lo que estabais hablando al llegar a la puerta y pensé que te podía echar una mano.

—Agradezco tu intención, abuelo. Además no has estropeado nada. Entraste en el momento oportuno.

—¿Tú crees?

—Fui demasiado aprisa. No debía decirle algunas cosas.

—¿Por qué?

—Vine aquí a realizar un trabajo, no a enamorarla.

—Bueno, todo se puede compaginar en esta vida. Ya lo dijo Mahoma: “Pega un martillazo con una mano y toca blando con la otra”.

—¿Lo dijo realmente Mahoma?

Dean se echó a reír.

—Creo que se me ocurrió a mí, pero es que, si lo digo yo, nadie lo acepta como una cosa seria.

Harold salió de la trastienda con un cajón.

—Aquí tiene los clavos, muchacho.

Matt dijo:

—Ya terminé con el rancho Doble 0.

El almacenista frunció los ojos.

—¿No me aclaró antes que había empezado a trabajar ayer?

—Sí, pero ya me han despedido.

—Oiga, usted todo lo hace muy aprisa... ¡Qué tipo!

Matt Kearney hizo una señal con la cabeza a Ronald y ambos salieron del almacén.

Caminaron por el entarimado y entraron en la sección de licores.

Detuviéronse ante el mostrador y cuando el mozo acudió solícito, Matt le encargó dos vasos.

De pronto les llegó una voz por detrás.

—Hola, Kearney.

Era el sheriff Benson.

—¿Toma un trago con nosotros?

—Ahora no, gracias. La úlcera me ha empezado a hacer de las suyas —el sheriff hizo una pausa— ¿Qué tal le fue?

—Perfectamente. Ya todo está claro. Tengo las pruebas.

—No me diga.

Larsen ha estado robando a la señorita Picker.

—¡Demonios! Dentro de un par de meses ella tendrá la mayoría de edad y habrá de rendirle cuentas.

—Me imaginé algo de eso. Yo veo así las cosas. Larsen se encontró en un apuro y acudió a Wolf para que le hiciese un préstamo. Probablemente, no era la primera vez que hacía el viaje.

—Wolf se lo negó y entonces Larsen le pegó un tiro.

—No. Tal como me explicó Dudley en su carta, yo creo que Wolf concedió el préstamo a Larsen.

—Entonces, ¿por qué lo mató?

—Para no pagarle, Dudley le brindó la oportunidad ya que con toda seguridad hizo fuego desde detrás de unas cortinas y tuvo tiempo para escapar. Usted y la demás gente entraron en la casa y se encontraron con el sorprendido Dudley junto al cadáver de Wolf.

—Pero Dudley había hecho fuego con su revólver un "Colt" 45.

—Todos usamos "Colt” 45. Y lo que hizo Dudley fue acercarse a la ventana cuando oyó la carrera del asesino. Dijo bien claro en su carta que disparó al azar por atraer la atención de la gente que pudiese haber por los alrededores.

—¡Pero nadie vio correr al asesino!

—Naturalmente. Larsen se quedó cerca de la casa y en cuanto lo vio a usted entrar con los demás, se incorporó al grupo. Dudley dijo que, según lo que habló el juez Straus, del libro en que Wolf apuntaba sus cuentas faltaba una página por la mitad. Larsen aprovechó la confusión para arrancar la hoja.

El representante de la ley se pasó una mano por la cara.

—Todo eso está muy bien, Kearney, pero sólo prueba una cosa: que Larsen es un ladrón. No se le puede inculpar del asesinato de Wolf.

—Lo sé, autoridad, pero ahora, acusándolo de ladrón, pienso conseguir lo otro: que se confiese autor del asesinato del agente de ganado. Será mi próximo trabajo.

Se oyeron pasos procedentes de la puerta y el sheriff, que estaba mirando hacia allá, demudó el rostro.

Matt Kearney preguntó:

—¿Qué pasa, Benson?

—Steve Lee acaba de entrar.

—¿El pistolero?

—Sí.

—¿Qué hace?

—Se ha detenido y lo está mirando a usted... Está claro como el agua, Matt. Steve Lee viene a liquidarlo.