CAPITULO IV

 

Matt entró en la cantina porque en aquellos momentos el licor era lo que más le pedía su reseca garganta y se dejó caer sobre el mostrador.

El servidor de la barra se apresuró a servirle un vaso y Matt lo apuró de un trago.

Fuera, la gente empezó a reaccionar. Matt pudo ver por el hueco que dejaban los batientes que un par de personas ayudaban a incorporarse al tipo que más le había costado en su vida derribar.

El sheriff asomóse entonces por encima de las hojas de vaivén, dedicó una mirada al forastero y pasó a la otra acera donde dos sujetos acababan de depositar a Andrew.

Este jadeó y se quitó un poco la sangre del rostro.

—Sheriff —dijo—, ahora es cuando tiene listo,a ese fulano.

—Sí —murmuró Benson—. Ahora viene la segunda parte. Yo la manejaré.

Andrew hizo acopio de fuerzas para agregar:

—Espero que salga bien y sirva de algo la paliza que me ha dado ese sujeto.

Benson empujó la puerta de la comisaría y antes de entrar miró hacia el local en donde se hallaba Kearney, luego cerró tras de sí y se encaminó a las celdas que había al final del pasillo.

Sacó un mazo de llaves y dijo:

—Quedas en libertad, muchacho.

Un tipo de rostro blanco como el de un muerto, nariz torcida, y delgado como una escoba se agarró a las rejas con dos puños nudosos.

—¡Canastos, sheriff. —exclamó—. ¡Es usted un ángel!

Benson golpeó los nudillos del tipo con el pesado llavero y el detenido aulló de dolor.

—No me refería a ti, Chuck —gruñó Benson—, sino a ese dormilón. ¡Vamos, dale una patada y despiértalo!

Chuck hizo una mueca de amargura.

—Usted es injusto. Un sabueso sin corazón. Un...

—¡Pégale una patada, infierno! ¿O es que quieres que te la dé a ti?

Chuck obedeció y una sombra en el camastro gruñó, se desperezó, y del camastro emergió otro fulano con los ojos desviados hacia afuera.

—¡Nadie va a ahorcarme! —exclamó en tono retador.

El sheriff y Chuck cambiaron una mirada de paciencia.

—El tipo se despierta siempre con la idea de que lo van a colgar —rió Chuck—. Tiene gracia, ¿eh? Oiga, sheriff: ¿está seguro de que éste puede ir suelto por la calle? Me dijo que se llama Loco Speller. ¡Mire que si fuera verdad!

—Lo es —gruñó Benson.

Chuck abrió los ojos.

—¡Infiernos, sheriff! —se arrancó con los dientes la despellejadura que le había hecho Benson con el llavero—. ¡Y pensar que nos peleamos en la cantina así como así! ¡Si llega a darle por sacar el "Colt"...!

Loco Speller sonrió a Chuck y ladró de pronto haciendo que el tipo saltara como una langosta.

—¿Se da cuenta, sheriff? Lo tengo dominado. Esta mañana me ha lustrado las botas porque sabía que iba a salir.

—Tendrás que ganártelo, Loco —dijo Benson.

Loco Speller sonrió con unos cortos dientes de lobo.

—No me irá a decir que tengo que barrer la oficina.

—Cosa de barrer es —replicó Benson.

—Explíquese. Me tiene sobre ascuas. Las adivinanzas no son mi fuerte. Lo puede decir Chuck, que me ha largado varias.

Benson mordióse el labio inferior y abrió la reja. Miró al expectante Chuck y dijo:

—Tú también te vas. Anda, lárgate. Y procura no armar más escándalos. Otra vez irás a parar a la celda de la cadena.

Chuck salió sin tocar el suelo.

—¡Lo que yo dije! ¡Un ángel!

—Anda, mastuerzo —gruñó Benson.

Chuck llegó corriendo al término del corredor y antes de salir de la oficina tiró un beso al aire a los dos hombres.

Loco Speller miró al sheriff.

—Ya le dije que me rindo. ¿Qué tengo que hacer?

—Un tipo que sabe manejar las pistolas y los puños como nadie me está alborotando el pueblo.

—Ya está muerto —replicó Loco.

—No vayas tan rápido,

—¿Dónde está?

Benson lo miró con cierto asco, pero hizo un esfuerzo y pudo sostener la fea visión de Loco.

—Es duro, Loco. Más duro de lo que crees.

—Oiga, sheriff —Speller hizo una mueca de disgusto—; como siga así se va a poner a cantar “No te metas con mis curvas que mis curvas, curvas son”. ¡Infiernos, diga dónde está y se acabó!

—Es que no quiero que te llames a engaño por si alcanza a arrancarte una oreja de un balazo. Ese tipo es como nadie. Matt Kearney le llaman en San Antonio.

Loco Speller abandonó las rejas para cogerse el vientre en un súbito ataque de risa.

—¿Por qué no lo ha dicho antes, sheriff? ¡Matt Kearney no sabe coger ni el “Colt" al lado mío! El chico entiende el gatillo, pero no sabe el truco del sobaco. Esa es mi única especialidad. Kearney tiene mucho que estudiar.

Benson contempló largamente a Loco Speller.

—Eres una cotorra, Speller —dijo—. Puedes dar gracias al cielo de que Kearney acaba de sostener una lucha a puñetazo limpio con un tal Andrew.

—Sí, el traganiños.

—Kearney lo ha tumbado, pero está a punto de caer desvencijado también. Eso es lo que te valdrá, Speller. Tirarás del “Colt”, y Kearney no tendrá apenas fuerzas para sostener el suyo.

—Le daré ventaja —rezongó Loco tocado en su amor propio—. Verá quién soy con un buen “Colt” en la mano. Y el mío me lo hizo un armero de Providence.

Benson se encaminó por el pasillo.

—Ven y cógelo. Luego sal a la calle y veamos si puedes hacer lo que dices. Andate con cuidado. A pesar de lo repulsivo que me resultas, eres preferible a ese matón de Kearney.

Loco tomó las armas del perchero de Benson y se las colgó con un gesto de suficiencia. Parecía haber crecido un palmo.

Abrió la puerta de la oficina y antes de salir escupió ostentosamente en medio del suelo.

Dejó la puerta abierta y atravesó la calzada.

El viejo Ronald Dean lo vio acercarse a la cantina y entró apresuradamente.

Vio a Kearney sacando una moneda para pagar la consumición. El joven se cubría ahora con una camisa recién comprada.

—Oiga, señor Kearney —susurró— Tiene que evaporarse. Con el mismo corte que hizo en el mazo de naipes he sacado otra combinación.

Kearney jugueteó con el vaso vacío.

—Otro pronóstico, ¿eh?

Dean miró hacia la puerta. Allí había mía sombra.

—¡Las cartas no fallan, señor Kearney! —dijo—. ¡Y junto a la sota de espadas, estaba el rey del mismo palo!

—¿Quién es el rey y la sota en el juego, abuelo?

—El rey de espadas es usted porque cortó la mano de cartas. En cuanto a la sota, es un pistolero. Un tipo que vale menos que usted, pero que está en ventaja porque el rey anda cansado. ¡Y entre la sota y el rey está el cuatro de espadas también! ¿Es que no lo ve, señor Kearney?

Matt inhaló aire pacientemente.

—Hoy debo tener cataratas.

—¡Pues está claro! Ese pistolero se lo va a cargar a usted en un abrir y cerrar de ojos. ¡Lo dice el cuatro de espadas! ¡Lo dice, señor Kearney!

—Usted sabe mucho de esas cosas, abuelo.

Dean miró de nuevo hacia los batientes y estuvo a punto de gritar.

—¿Quiere que le dé un buen consejo, aparte de las cartas? Es gratis.

—Dígalo.

—Salga por la puerta de trastienda y deje con un palmo de narices a la muerte. La muerte está ahí fuera. El cuatro de espadas.

Kearney se fijó en el simpático rostro de Dean y sus pupilas brillaron unos segundos.

—Es usted una buena persona, Dean.

—Déjese ahora de cuentos. Usted ha luchado y está en baja forma. Hasta le veo un tembleque en las manos. ¿Va a dejarse matar por ese tipo de ahí fuera? Ya se enfrentará con él en otra ocasión. Cuando esté más fresco.

—¿Quién es? —indagó Kearney, y su rostro acusó más aún las angulosidades.

—Loco Speller.

Hubo un corto silencio entre los dos hombres.

—Nunca he oído hablar de él —dijo Matt.

—Es un tipo de marca, Kearney. El sheriff lo tenía en la mazmorra porque libó ayer a su gusto y armó algo de escándalo en este mismo local. Pero que me emplumen si no ha salido de la comisaría con la idea de dar cuenta de usted.

—¿Qué le hace pensar esto, Dean?

—Los naipes —Dean rehuyó la mirada del forastero y arrugó el hocico.

Los batientes se abrieron despacio y Loco Speller entró abanicándose con el sombrero.

—Buen provecho, señor —dijo en voz alta a un gordo que estaba dando cuenta de medio pollo en una de las mesas.

Las miradas de los circunstantes se posaron en el pistolero y en cada boca se formó en silencio el nombre del tipo.

—¡Loco Speller! —exclamó un tipejo con camisa a cuadros.

—Hola, gusano —saludó el forajido—. Cálmate. Lo de anoche está olvidado. He venido sólo a ajustar las cuentas a otro individuo.

Kearney se volvió hacia el recién llegado y al fondo, en la sección de venta de mercaderías en general, alcanzó a ver a Margaret, que dudaba ante el colorido de un juego de sedalinas.

Entornó ligeramente los ojos al comprender que la muchacha se servía de aquel pretexto para ver en qué paraba lo que se olía en el aire. Luego desvió la mirada hacia el personaje que acababa de presentarse como Loco Speller y le dio vueltas a la cabeza tratando de recordar dónde había oído aquel nombre tan raro.

—¡Sí, muchacho! —continuó Speller, utilizando al tipo de la camisa a cuadros como interlocutor, aunque era evidente que quería ser oído por todos—. Me he enterado que un sujeto de lo más inmundo está aquí dentro y quiero ajustarle las cuentas. Cuenta vieja, diría yo.

El silencio pareció agravarse en el amplio local de la cantina y las respiraciones quedaron contenidas en todas las dependencias.

—Vais a presenciar lo que les pasa a los individuos que le buscan las cosquillas a Loco Speller —continuó el pistolero, pavoneándose por el centro del recinto de bebidas.

El empleado del mostrador de artículos sanitarios destapó un frasco de sales y se lo dio a oler a una señora gruesa que empezaba a poner los ojos en blanco.

Loco Speller se ladeó ligeramente, y mirando de hito en hito a Kearney, declamó con voz resonante:

—Un tipo que estoy mirando en estos momentos tuvo la osadía de robarme a mi mujer. ¿Lo oyen, señores? El tipo la encontró cuando andábamos de viaje y la raptó junto con mis dos hijos pequeños.

Speller hizo una pausa y meneó la cabeza a punto de saltarle las lágrimas.

—¡Eso es lo que hizo aquel tipo! ¿Verdad que merece la muerte?

Nadie respondió a la pregunta de Loco y éste atrapó a un vaquero anémico por el cuello de la camisa y le pegó unos zarandeos.

—¡Contesta tú mismo, fideo!

El vaquero cabeceó aprisa.

—¡Sí... sí, señor Loco! ¡Me... merece la muerte!

Speller lo soltó volviéndose directamente hacia Kearney.

—¡Ese hombre es el causante de la desgracia de mi hogar! —exclamó con voz melodramática.

A Dean se le escapó el codo del canto del mostrador y se pegó en el cogote.

—¿Se refiere a mí? —preguntó Kearney, y se descubrió dejando el sombrero sobre el mostrador.

—¡Sólo un cochino bastardo puede hacerse el despistado como tú —gritó Loco Speller—. ¡“Saca” ahora mismo!

Kearney se mantuvo quieto con las manos colgando.

Speller rió con amargura.

—¿Lo veis? —exclamó—. ¡Parece que no tiene fuerzas para sostenerse! Bien; le daré ventajas... Kearney, te dejo que apoyes la mano en la culata mientras yo las mantengo separadas de las armas, entonces daré la señal. ¿Vale?

—No me gustan las ventajas.

Loco sonrió a gusto y se volvió hacia la sección de ferretería a cuyo cargo había un empleado con gruesos lentes.

—Oye, gafas; coge ese trompo para nenes que me gustó tanto ayer y dispara el muelle. Procura que caiga entre éste y yo.

El dependiente se apresuró a cumplir la orden del pistolero y el juguete cayó rodando como un diablo, manteniéndose sobre una fina punta.

Loco rió.

—Kearney, cuando el chisme ese pare, podemos, sacar el "curalotodo”.

El trompo para niños rodó mostrando una combinación de colorines y las miradas de los presentes estaban fascinadas ante el juguetito. Las bocas se entreabrieron y varias de ellas dejaron escurrir hilos de baba.

Los dos contendientes se miraban con fijeza.

De pronto el trompo dio las últimas revoluciones y quedó mostrando un dibujo que representaba a un pequeño indio con un enorme ombligo.

Ellos tiraron de los revólveres.

Dos secas detonaciones conmovieron la quietud del almacén.

Loco Speller tenía desde su niñez el defecto de los ojos separados que parecían querer tirar cada uno por su sitio, pero de pronto se le pusieron al corriente y contemplaron a Kearney con un poco de asombro.

—¡Me has dado, Kearney! —dijo Loco, con un soplo de voz.

—Te he dado, Speller —convino el forastero.

Loco miró el trompo.

—Siempre desde chico deseé tener ese trastito —dijo como si desvariara y agregó —: Es chocante que en mis últimos momentos lo tenga junto a mí, ¿verdad, Kearney?

Dicho esto empezó a darse la vuelta como perdiendo el equilibrio y de pronto sacó el revólver del otro lado poniendo en práctica el truco "del sobaco”.

Pero Kearney no lo dejó disparar porque hizo fuego otra vez.

Speller rió con fuerza y se desplomó con la segunda bala en el cuerpo.

—Era un truquista —murmuró Dean.

—Sí —dijo Kearney—, Pero yo conocía todos los suyos.