Capítulo 15

 

 

 

 

Dos meses después

Eireen suspiró echando la cabeza hacia atrás en la silla donde estaba. Se tocó el colgante que llevaba al cuello, uno que no se había quitado en ningún momento desde que se lo regalaran. Se trataba de cinco dados en un rojo rubí con piedras blancas simulando los números en cada uno de ellos, unidos entre sí. Sus cinco.

Observó el lugar donde trabajaba desde hacía casi dos meses: una oficina de abogacía, como secretaria de un amigo de Axel y Jerôme, el nuevo trabajo que le habían ayudado a encontrar en su ciudad. Sin embargo, no se sentía del todo feliz, como si le faltara algo.

«Tu harén particular.» Ese pensamiento inundó su mente y sonrió. Ciertamente era así. Los echaba mucho de menos. Pero las cosas habían ocurrido de esa forma.

Tras ser detenida por Jerôme para comparecer en el juzgado y acatar la orden de búsqueda, detención y personación que se había dictado en su contra, tuvo que volver a su ciudad y hacer frente al delito que se le acusaba, aunque sabía que las cosas no irían tan mal pues tenían pruebas y Axel le había comentado que la chica, la novia de Glenn, iba a retirar la denuncia y a hablar en su favor ante el juez para que todo quedara aclarado. Así había sido. Su causa había sido desestimada y no había nada contra ella.

Otra cosa era Glenn. Él había querido cursar una denuncia contra Uriel por golpearle, pero, debido a las circunstancias en las que había acontecido, y el hecho de que fuera un ladrón, además de utilizar la violencia, ni siquiera había sido revisada, sólo desestimada y archivada. Sin embargo, el muchacho sí que se enfrentaba a un delito de robo con agresión y violencia además de uno de falsedad de denuncia y de influencia en un testigo. Con suerte, le caerían cinco años.

En esos días que había tenido que ir a los juzgados, Eireen se había cruzado con la madre de Glenn y, a pesar de no entablar conversación con ella, en su rostro sí que veía la culpa y la vergüenza de darse cuenta de lo que era su hijo. Debía agradecerle al menos que le hubiera pagado el tiempo que estuvo en la tienda, como comprobó al revisar su cuenta, así como un extra que había denominado «compensación» por lo ocurrido. Era una buena mujer, pero demasiado ciega con los tejemanejes de su hijo.

Al final, las cosas habían salido bien, gracias a la ayuda que todos le habían dado. Pero los echaba de menos. Tras los juicios y quedar todo aclarado, Jerôme, Axel, Euen, Ithan y Owen se habían despedido de ella, con pocas ganas, para volver a su pueblo y a sus trabajos. En cambio, Uriel había desaparecido mucho antes.

Axel le había dicho que él era así cuando le importaba alguien, pero le dolía un poquito no haberlo visto más, teniendo en cuenta que apenas lo había hecho en los juzgados.

Ella había vuelto con su familia, preocupada como estaba porque hubiera desaparecido. Pero al saber que debía volver, Eireen le había pedido a Jerôme un teléfono para llamarlos y, ese mismo día, cuando llegó, tuvo el apoyo de su madre y de su padre, con quienes se echó a llorar. Los había extrañado, pero no había querido contarles lo que había ocurrido.

Ellos ya la habían perdonado y estaban felices de haber conocido a «los cinco», como los habían apodado al ver que sus nombres casaban con las vocales y que además eran cinco empresarios con un físico de vértigo —sobre todo su madre, que se bebía los cuerpos de todos ellos con sus ojos.

Y ahí estaba, dos meses después, siendo la secretaria de un abogado y aprendiendo sobre leyes conforme hacía su trabajo. Le gustaba, era entretenido y pagaba muy bien, pero no era lo mismo que con ellos. No estaban allí y...

La puerta se abrió y ella cambió el chip para esbozar una sonrisa cordial y saludar al recién llegado.

—Buenos días, señor. ¿Desea algo?

—Tengo una cita —comentó el hombre trajeado.

En ese momento la puerta volvió a abrirse pero ella ya había bajado la mirada a la agenda para encontrar el nombre de la persona citada.

—¿El señor Stromb? —preguntó señalando el nombre apuntado con un lápiz antes de mirarlo de nuevo.

—Así es. ¿Tengo que esperar?

—No lo creo. Un momento, por favor.

Se movió con la silla para accionar un botón del teléfono cogiendo el auricular, y pronto la voz de su jefe se escuchó en el interfono.

—Disculpa, Anthony. El señor Stromb ha llegado, ¿lo hago pasar?

Tras esperar la respuesta, dejó el teléfono y se levantó para acompañarlo y abrirle la puerta del despacho para que entrara.

Después de agradecerle el gesto, el hombre caminó hacia el despacho de su jefe y ella cerró centrándose, entonces, en el segundo individuo que había entrado y que, creyó, sería un mensajero o alguien sin cita, ya que había comprobado que no había más anotadas hasta la tarde.

—Disculpe, buenos días... —La frase quedó suspendida en el aire como si su boca se hubiera quedado seca y las palabras flotaran—. Uriel... —logró articular ante la sorpresa de quien estaba allí.

Tenía el pelo un poco más largo y un inicio de barba que lo hacía parecer mucho más peligroso y seductor. Llevaba una camisa blanca desabotonada que dejaba entrever el vello oscuro de su pecho y unos pantalones marrones. Un chaleco del mismo tono le servía de acompañamiento, a juego con la parte inferior. Parecía más delgado y hubiera jurado que estaba nervioso ante ella.

—Hola, Uriel... —saludó con el inicio de una sonrisa que fue ensanchándose conforme la alegría le embargaba el corazón y todo su cuerpo.

Toda ella temblaba porque no hacía lo que quería: correr hacia él y abrazarlo con fuerza dejando que su aroma la impregnara y él la abrazara. Pero no sabía si querría y tenía miedo de ser rechazada.

«¡Qué diablos», se dijo lanzándose a sus brazos y colgándose de su cuello, a sabiendas que era más alto que ella, y que tendría que sostenerla.

 

 

Uriel la pilló al vuelo protegiéndola de la temeridad que había hecho, pero sintiéndose dichoso por lo ocurrido. También él anhelaba estrecharla, era lo que más había deseado desde que tuvo que separarse de ella. Y ahí estaba, unos meses después, sin querer soltarla ahora que la tenía.

No había sido capaz de despedirse en esa ocasión. Y los días se le habían vuelto eternos, las noches insoportables. Pasar el tiempo en su habitación era recordarla, pensarla, añorarla. Se había vuelto imprescindible en su vida, como en la de los demás compañeros. Pero él...

Finalmente había sucumbido y hecho los kilómetros que los separaban para verla. Quería saber si estaba bien, si tenía un buen trabajo... Si había una persona en su corazón. Ella se merecía eso después de sufrir tanto.

—Uriel... —lo llamó mientras él se enterraba en su pelo para dejar que el aroma a vainilla que tenía le hiciera más feliz aún.

—¿Sí?

—¿Me bajas? El teléfono está sonando... —pidió ella.

¿Sonaba? La bajó y ella se soltó de su cuello para correr hacia el escritorio y coger el auricular.

—¿Sí, Anthony? —Una pausa—. No, no, es que ha llegado una persona y estaba con él. —De nuevo un silencio—. Es un amigo mío, Uriel.

La llamada interna se cortó haciendo que ella frunciera el ceño. Pero cuando Anthony abrió la puerta de golpe, la asustó.

—¿Uriel?

—Hola, Tony —saludó él al hombre de unos cuarenta y cinco años que ya le tendía la mano para estrecharla—. ¿Qué tal has estado?

—Muy bien, la verdad. Pero ¡cuánto tiempo sin verte! ¿Qué es de tu vida, chico?

—Os... ¿Os conocéis? —preguntó dubitativa.

—Él fue mi abogado cuando ocurrió lo de Jacqueline —respondió.

—¿Ella lo sabe? —inquirió, sorprendido, Anthony. Sonrió antes de echarse a reír y palmearle el hombro a Uriel—. Bien hecho, muchacho, es una joya.

—¿Perdón? —interrumpió Eireen.

—Nada, nada. ¿Por qué no te vas con él, cariño? Tómate la tarde libre. Sólo hay un cliente para después, yo me encargo.

—¿De verdad?

—Sí, por supuesto. —La empujó hacia la salida junto a Uriel dándole tiempo sólo a coger la chaqueta y el bolso antes de que abriera la puerta y, literalmente, los echara fuera—. Mañana nos vemos, supongo. Disfrutad. —Y les cerró.

Uriel se echó a reír ante la cara que tenía Eireen de estupefacción y le rodeó los hombros para salir los dos del edificio donde trabajaba.

—¿Qué haces por aquí? —le preguntó mientras se ponía la chaqueta y colgaba el bolso en el hombro—. ¿Los demás también han venido?

—No, he venido solo. Los demás se han quedado.

—¿Y eso? —Se puso a pensar un poco en el día en que estaban y en la agenda que solían llevar para el club—. Oye, ¿hoy no abrís?

—Sí, por la noche.

Eireen abrió los ojos de par en par. Estaban a varias horas de camino. Si no salía pronto, no llegaría a tiempo para el trabajo.

Entonces un sentimiento de tristeza dio paso en su mente. ¿Tan poco tenía para disfrutar de su compañía?

—¿Te pasa algo? —Uriel le cogió el mentón y levantó la cabeza de Eireen para mirarla a los ojos—. ¿A qué viene esa tristeza?

—Nada, que tenemos poco tiempo. ¿Quieres comer algo?

—Me encantaría.

—Mi casa está cerca y puedo preparar algo rápido. Creo que será mejor que ir a un restaurante —comentó echando a andar hacia su casa hasta que él la detuvo.

—Tengo mi coche aquí.

—Ay, perdona. Estoy acostumbrada a andar —se disculpó ella ensanchando su sonrisa y dándose un pequeño golpe en la cabeza—. Debí haberlo pensado antes —añadió callándose cuando Uriel acercó su mano y silueteó los labios de ella haciendo que su pulgar fuera rozado por la lengua de Eireen y, con sus dientes, le diera un pequeño mordisco que hizo que los ojos del joven se oscurecieran por los pensamientos que había tenido en ese momento.

Ninguno de los dos parecía querer moverse del lugar, sendos cuerpos envueltos en un halo mágico de sentimientos tan puros que los conectaban por la vista, el tacto, el olfato y el oído; con un sexto sentido más: el amor que se profesaban aunque no lo habían dicho todavía.

No había nadie más, ni transeúntes paseando y esquivándolos en la acera, ni coches pasando a su lado, ocupados por llegar a casa, al trabajo o a hacer recados. Tampoco existía el sonido de una obra cercana de edificios, ni los gritos de los obreros para hacerse entender por encima de las máquinas. No. Sólo ellos dos.

Y entonces, no pudo evitar tomar lo que quería de ella, probar esos labios que lo habían vuelto loco día y noche mientras estaba a su lado, que lo enfureció y lo volvió inhumano cuando desapareció de su vida. La amaba con locura, pero tenía miedo a sufrir como la primera vez.

Eireen cerró los ojos al contacto con los labios de Uriel y se transportó al paraíso. ¡Cómo echaba de menos eso! Los sueños que había tenido no podían compararse con la realidad, con el hombre real que ahora se hacía cargo de su boca y con el que batallaba aunque sabía que le gustaba encontrar resistencia. Quería que durara eternamente, ¿podía pasar? ¿Se lo concederían?

La separación hizo que tuviera la respuesta, y se entristeció por ello.

—Vamos. No es cuestión de ir más allá aquí —le dijo él haciendo que su vientre se contrajera de anticipación.

¿Se estaba refiriendo a algo más?

 

 

Llegar a su piso no les supuso más que unos minutos. Vivía sola a pesar de que sus padres se encontraban a unos metros de ella. Pero era independiente y le gustaba tener su propio espacio. Al menos ahora podía costearse ese piso en lugar del que había tenido meses atrás en un barrio menos seguro.

Durante el trayecto habló poco, su mano entrelazada en la de él, que a pesar de cambiar las marchas no la soltaba. Ella, sin embargo, iba pensando si su casa estaría bien o la había dejado patas arriba. ¿Había recogido la ropa que estaba tendida por los radiadores para que se secara? ¿Y los cacharros de la cena de anoche los había fregado o había dejado también los del desayuno?

—¿En qué piensas? —le preguntó Uriel al verla tan silenciosa.

—En cacharros —contestó ella, sin darse cuenta.

Uriel la miró entre curioso y a punto de reírse.

—¡Quería decir en nada! —exclamó tornándose en un color carmesí y queriendo meterse debajo de su ropa para que no la viera.

La vibración de la risa que aguantaba Uriel hizo que ella sonriera un poco. Pero sólo un poco. Ya estaba bastante abochornada por haber dicho lo que de verdad pensaba.

Después de aparcar el coche, una tarea fácil pues donde vivía había huecos de sobra a esa hora, lo condujo hasta su apartamento en el segundo piso de un edificio de cinco. Abrió la puerta rezando porque la casa no pareciera una leonera y prometiéndose no volver a ser tan descuidada de nuevo y echó un vistazo rápido antes de abrir del todo la puerta para que pasara.

—Bienvenido a mi casa.

—Está bastante bien.

—Sí, bueno, no es como la vuestra. Es más pequeña. Sólo tiene dos habitaciones, un baño, cocina y salón comedor. Pero a mí me sirve. Además, tampoco paso mucho tiempo por aquí.

Eireen se dirigió a la cocina después de colocar la chaqueta y su bolso en una percha que había detrás de la entrada. Mientras, Uriel observó el pequeño espacio que tenía. ¿Estaría muy apegada a ello? Sonrió antes de seguirla hacia el interior de la habitación donde estaba y ver cómo se afanaba en encontrar en el frigorífico algo que pudieran comer los dos.

Le encantaba ese gesto que tenía de morderse el labio inferior junto al dedo índice como si de una niña se tratara, tan concentrada que no se había dado cuenta de su presencia.

Se aproximó, inclinándose sobre ella para cubrirla con su cuerpo.

—¿Estás segura de que tienes algo para comer los dos?

—¡Sí! —gritó, mitad respondiendo a lo que le había preguntado, mitad presa de la sorpresa que se había llevado.

Rápidamente se enderezó y se dio la vuelta, quedando los dos frente al frigorífico abierto, el frío de éste rivalizando con el calor que ellos emanaban cuando estaban juntos.

—¿Espaguetis carbonara? —propuso ella.

—Espaguetis carbonara —aceptó él antes de darle otro beso, más fugaz que el anterior, y retirarse para tomarse un respiro, sobre todo en cierta parte de su anatomía, si no quería que después de la actividad entre ellos, tuviera que hacer la comida.

Eireen respiró algo más tranquila cuando él se marchó. No sabía lo que haría pero estaba segura de lo que ella iba a hacer: sacó un taburete de debajo de la mesa y se sentó un momento para recuperar la compostura y que las piernas dejaran de temblarle como si fueran de goma. Había dicho lo primero que se le había pasado por la cabeza y ahora no recordaba el qué. Maldijo su mala memoria, junto a Uriel, por hacerle eso.

—¿Quieres que te ayude con los espaguetis? —sugirió Uriel, fuera de la cocina, lo que le recordó que había que hacer la comida.

—¡No! Ponte cómodo, enseguida los preparo.

Al menos le había dado una pista y, teniendo en cuenta que ella no tenía tomate para acompañarlos, ya sabía cómo debía hacerlos.

 

 

El almuerzo transcurrió entre miradas y deslices de las manos de Uriel hacia Eireen. No podía dejar de tocarla, de asegurarse que seguía estando a su lado. Apenas tenía hambre, sólo quería que su cuerpo sintiera el de ella y que no fuera un sueño como había pasado en tantas ocasiones que había perdido ya la cuenta.

—¿No te gusta?

—¿El qué?

—La comida. ¿Quizá no han salido buenos los espaguetis? Puedo hacerte otra cosa si... —Se levantó de la mesa haciendo que él lo hiciera con ella, empujándola contra su pecho.

—¿Uriel?

La separó un poco más y pudo mirarle a los ojos. No eran los que le habían mirado esa primera vez que la mandó a casa. No eran fríos y cerrados sino cálidos y llenos de sentimiento.

Tragó con dificultad notando cómo el ambiente cambiaba, su olfato intensificándose y haciendo que se le escapara un gemido antes de ser acallada por los labios de él, los cuales, profesionales y expertos como eran, sabían las partes que debían tocar para terminar de encenderla por completo.

Todo su cuerpo tembló ante las caricias a las que la sometía Uriel; su ropa fue quedando atrás mientras caminaban hacia el dormitorio, dejando un rastro de prendas que no usarían en lo que iban a hacer.

—Ya no hay vuelta atrás, Eireen. Si quieres pararme, hazlo ahora... —susurró al ver la cama de su cuarto.

Ella sonrió y alzó el brazo para acariciarle bajando por su cuello y su pecho, entrelazando sus dedos con el vello y tirando con suavidad de él.

—Eireen... —avisó con una voz lujuriosa, llena de un deseo contenido.

—¿A qué esperas? —le incitó ella.

No necesitó más para empujarla hacia la cama y que ambos cayeran encima al tiempo que volvía a cubrir los labios con los suyos y su lengua hacía el camino que ahora iba a serle más familiar, pero excitante.

Sus manos empezaron a recorrerla por los hombros, luego siguieron por los costados, hasta que llegaron a sus pechos. Con una mano, acunó primero uno y después el otro, mientras con la otra le acariciaba el cuello para hacerla explotar de placer. Siguió bajando tras jugar un rato con los senos hasta llegar a su ombligo. Lo rodeó y acarició buscando la reacción de ella. Y más abajo... Cuando rozó el monte de Venus, Eireen se estremeció apretando las piernas. Lo escuchó reírse a pesar de los besos que le dedicaba, de las caricias que la entregaban a él. La estaba conociendo pero, al mismo tiempo, su cuerpo reaccionaba a esas manos, a su piel ardiente que ahora la tocaba y hacía que su mente fuera una vorágine de sentimientos, todos ellos relacionados con el placer y el amor.

—Abre las piernas... —le susurró antes de coger el lóbulo de la oreja con su boca y ayudarse de la lengua para acariciarlo.

—Ahhhhh —se le escapó a ella relajando las piernas y haciendo que él pudiera apartarlas y atrapar una con las suyas, mientras la otra la mantenía alejada de su centro.

Subió por los muslos internos tocándola sólo con las yemas de los dedos, y su cuerpo reaccionó lubricándola, haciendo que los jugos salieran de ella desbordándose, su cabeza mareándose por los estímulos que le daba.

—Así... —susurró, dejándola tendida sobre la cama mientras él se incorporaba un poco y empezaba a lamerla por el cuello, hacia abajo, hasta que llegó a uno de sus pezones, ya endurecido, para ser atrapado por su boca, seducido por su lengua y vencido por sus dientes al notar que la aprisionaba entre ellos y su perla se volvía más sensible.

Se arqueó sin remedio ante esa atención, momento que él aprovechó para rozarle los labios externos de su centro, haciendo que su dedo profundizase un poco más y rozara, tan suave, ese punto específico, que a Eireen la hizo gemir y gritar al mismo tiempo.

—¿Te gusta? —preguntó volviendo a hacer el mismo camino, sin querer acelerar las cosas, sólo dejando que disfrutara del momento.

Ni siquiera podía responderle. Se curvaba para exigirle más de esa atención, más de él. Estaba sedienta de su boca y anhelante de su cuerpo; quería sentirlo, que sus pieles se pegaran y se conocieran, que se enamoraran y sedujeran para que, finalmente, se amaran como ocurría en sus mentes.

Se humedeció los labios para después llamar la atención de Uriel, quien no tardó nada en comprender lo que necesitaba. Pasó por encima de ella dejando caer parte de su peso, soportando otro tanto él mismo, situando su miembro entre las piernas, aún contenido en su ropa interior, pero frotándola para atormentarla un poco más mientras le acariciaba los costados encontrándole cosquillas que la hacían moverse de un lado a otro, y la besaba sin dejarle apenas respiración, conteniendo las carcajadas que él le provocaba.

—¡Uriel! —gritó cuando pudo deshacerse de su boca—. Me vas a ahogar.

—No —corrigió él—. Te voy a adorar, a seducir, a enloquecer, a amar... Pero nunca algo que te hiciera separarte de mí.

Eireen lo miró sin poder creer lo que le había dicho. Sabía que era verdad, lo veía en sus ojos. Jamás habría pensado que el chico que peor la trataba, con el que siempre tenía peleas, con el que su cabeza había lidiado y tantas veces cabreado consigo misma por lo que pensaba y hacía, estuviera allí, en esa situación. Y que hubiera ganado su corazón.

Uriel se incorporó un poco para quitarse la ropa que todavía llevaba puesta, colocándose un preservativo. Volvió a la cama acogiéndolo ella como si hubiera perdido su contacto durante mucho tiempo. Se situó en la apertura y entró, sólo un poco.

—No hay vuelta atrás, Eireen —le dijo antes de avanzar mínimamente—. Me robaste el corazón cuando te vi aparecer esa primera noche en el club, asustada, perdida y curiosa. Te hiciste con mi alma conforme los días pasaron y te volviste imprescindible. Y tomaste mi mente al tener que marcharte y dejarme solo con mis pensamientos y mis sueños, que no te hacían justicia.

Siguió entrando lentamente hasta que, por fin, Eireen lo alojó por completo haciendo que gimiera y se arqueara.

Salió un poco para volver a embestirla mientras, con sus brazos, tomaba los pechos y los apretaba para alzar los pezones y llevarlos a la boca tirando de ellos como si quisiera arrancarlos, primero en uno, luego en otro, aumentando la velocidad de sus entradas y salidas, dirigiéndose al cuello cuando ella giró la cabeza y se agarró a la colcha para el inevitable final al que la estaba conduciendo, uno que llegaría muy pronto si seguía estimulándola de esa manera.

Pero antes de que lo hiciera, Uriel se movió haciendo que cambiara la posición, encontrándose ella encima de su pecho, él sobre el colchón.

—Sigue... —murmuró manteniendo a raya su propia explosión.

Echó los brazos atrás dejándola contemplar un curioso tatuaje que tenía en la cara interna del bíceps, un dibujo tribal que le llamó la atención. Sonrió, pícara, antes de cruzar la mirada con él e inclinarse sobre el brazo, su lengua relamiéndose los labios para salir haciendo contacto con la piel del adonis y arrancarle unos suspiros. Trazó con su humedad el contorno de la imagen varias veces antes de besarlo en diferentes puntos, su cuerpo removiéndose debajo, como si no aguantara. Atormentando un punto erógeno en él.

—Eireen... —susurró tan ahogado que supo que, o se detenía, o la diversión finalizaría demasiado pronto para ambos.

Se apoyó en su pecho para levantarse, lo que hizo que el pene de Uriel se introdujera más y que ella se incorporara más rápido haciendo fuerza con sus músculos vaginales, provocando que él la cogiera de las caderas y se alzara para soportar lo que había experimentado al ser apretado.

—Muévete, dulzura... —suplicó él ayudándola a elevar las caderas para caer de nuevo tragándose su miembro—. Así... —elogió él conforme ella cogía más confianza e iba ayudándose de sus manos para sostenerse en él y poder subir y bajar con mayor rapidez; su vagina humedeciéndose cada vez más, los espasmos en su interior haciendo que también él tuviera dificultades para mantener la cordura en ese estado.

—¡Uriel! —gritó cuando el clímax le sobrevino sin aviso en una de las ocasiones.

Él la tumbó de nuevo en la cama y volvió a embestir con furia para alcanzarla en el orgasmo que le mantenía con ese ritmo, sus gritos tragados por la boca de Uriel al atraparla para que ninguno de los dos pudiera alertar a los vecinos que hubiera en la zona.

Siguió bombeando, haciendo que abriera más las piernas, hasta que notó que su miembro salpicaba la esencia varonil y ella lo rodeaba de su propia sustancia y fragancia, quedando laxa a su lado.

—Te quiero... —susurró Uriel.

—Yo también te quiero —correspondió Eireen—. A pesar de que sigues siendo un gruñón —añadió haciendo referencia al sonido que había hecho al alcanzar su propia explosión.

Los dos se echaron a reír.

 

 

Al día siguiente

—¡Eireen! —exclamó Euen al verla aparecer por la puerta. Saltó del taburete y fue a abrazarla con ganas.

—¡Has vuelto! —gritó Axel apagando la vitrocerámica y quitándose el paño que tenía en el hombro para ir a recibirla como se merecía.

—¿A qué vienen esos gritos? —preguntó medio dormido Owen. Cuando enfocó a Eireen y a Uriel, aún en la puerta, éste cerrando mientras la otra estaba recibiendo las efusiones de sus compañeros, el sueño se le borró del todo.

Al final había llamado antes de abrir el club la noche anterior aduciendo que no iba a llegar a tiempo ya que se verían al día siguiente, pero no que viniera con una acompañante que todos ansiaban volver a ver.

—¡La gatita ha vuelto! —vociferó corriendo hacia ellos.

—Quitadle las manos de encima —masculló, enojado, Uriel.

—Vamos, chaval —le dijo Ithan palmeándole en la espalda—. ¿Qué esperabas? Es nuestra mascota.

—Mi mascota —corrigió él, haciendo que los demás se echaran a reír.

—Ni de coña —dijo uno.

—Eso habrá que verlo —comentó otro.

—Que te lo crees tú. —Owen lo miró mientras tenía en sus brazos a Eireen.

Uriel la arrancó de las garras de los demás y enfiló con ella el pasillo a pesar de las carcajadas de sus amigos.

—Me encanta hacerlo rabiar... —murmuró Owen.

—¿Qué tal si lo convertimos en nuestro juego particular? —propuso Axel.

—¡Hecho! —exclamaron todos.

Y así, las cosas seguían su curso. Como debían ser.