15

 

ESA noche Novak se trasladó al campamento con su equipaje y cayó vencido por un agradable estado de agotamiento. Fue despertado a las nueve en el camastro del campamento, por las toses del motor de un automóvil prehistórico. El recién llegado era un muchacho llamado Nearing. Se encaminó directamente hacia Novak, que se estaba lavando en la pileta del laboratorio.
—¡Hola, doctor Novak! —dijo, y dejó traslucir su preocupación.
—Buenos días. ¿Listo para el trabajo?
—Calculo que sí. Quería hacerle una pregunta... Naturalmente, es una tontería. Mi hermano está empleado en la sala de noticias de la CBS en Los Angeles, y esta mañana se estaba burlando de mí. Acababa de volver del turno nocturno, y dijo que corría un rumor acerca del Proto. Le llegó durante un diálogo que había sostenido en el teletipo, para distraerse un poco.
—¿Ya? ¿Qué dijo?
—Bien, según sus palabras, la SNVE estaba “ligada” con un importante escándalo que va a estallar en Washington. Sírvase —le entregó un rollo de papel a Novak—. Pensé que era una invención suya. No cree en el vuelo espacial, y es amigo de las bromas; pero me mostró esto. Lo sacó del teletipo.
Novak estiró la cinta de papel, que estaba cortada en uno y otro extremo:
La nariz violeta y una perilla púrpura.
Jajá, ése es gracioso.
¿Conoces uno sobre el arzbpo de Birmingham?
¿Quién no lo conoce? Oh dios las 3 madrug y faltan 3 horas.
¡Miren quién se queja! Aquí son las 6 madrug y faltan 6 horas.
Lástima que no aprendí un oficio o no me quedé en la Marina.
¿Qué hacías en la Marina?
Oprador telet. Parece que no puedo salir de esta maldt máquina.
Un minuto. Tlfono.
¿Quién era?
Eleanor Roosevelt que pedía una cita. Bastardo curioso.
Ja, ja, oh dios q noche larga.
¿Tienes algna notcia?
Todvía no. Primera transmsn media hora. Vino rportro con rumor sobre unos chiflados d su ciudad complikdos con club d vuelo espacial d Los Angeles.
Je, je. Aquí hay un rportro que tiene un hno en club. ¿Qué dijo él?
Dijo que es organizcn d farsants y parce que está complicado un tipo importte d la admistrción. Dinero de gobrno va a club y club lo dvuelv a empleados gobrno. Linda estafa, ¿eh?
Algo más?
Nada más. Espera q pregunto. Dicen q la notcia la trajo rportro d Bennet. Nada más.
Llegó café.
Bienvnido. No lo vuelques.
Ja, ja, tú eres un zorro o yo estoy muy equivokdo.
—Naturalmente —dijo Nearing cuando Novak levantó la vista del papel—, Charlie pudo haberlo escrito en un teletipo inactivo, sólo para asustarme —se rió sin mucha seguridad—. No es más que un rumor sobre un rumor. Pero no me gusta que jueguen con el nombre del Proto. Es un gran amigo.
Sus ojos buscaron a la nave, que brillaba bajo los rayos del sol.
—Sí —murmuró Novak—. Oye, Nearing, voy a reforzar la guardia y estaré muy ocupado. Me agradaría poder encargarte la organización de la vigilancia. Te pagaría un salario..., digamos cincuenta por semana, si aceptas.
—¿Cincuenta? Naturalmente, doctor Novak. Eso es lo que gano en la zapatería, pero al diablo con eso. ¿Cuándo empezaré, y qué tendré que hacer?
—Empiezas ahora. Quiero que a toda hora haya dos guardias en funciones. Y que no tengan menos de veintiún años. Por la noche debe haber un centinela en la entrada y otro patrullando el cerco. Todos los desconocidos deberán identificarse debidamente en la puerta. Los reporteros no podrán entrar al campamento. Averigua cómo deben ser los carteles que prohiben la entrada de extraños, cuántos se deben poner... y coloca el doble. Los centinelas deben ser los muchachos más corpulentos que trabajen con nosotros, y deben estar armados con garrotes. —Titubeó un momento y luego agregó—: Y compra dos escopetas y algunos cartuchos.
El muchacho miró a Novak, luego al Prototype, y nuevamente a Novak.
—Si usted lo cree necesario... —dijo lentamente—. ¿Qué clase de perdigones? ¿Pequeños?
—Grandes, Nearing. Están contra el Proto.
—Serán grandes, doctor Novak —respondió severamente el zapatero.
Permaneció toda la mañana en el taller, torneando moldes tubulares de madera para el revestimiento del escape. Una vez laminados, unidos y pulidos, serían el primer paso hacia la fabricación definitiva del revestimiento. Cuando llegaron seis voluntarios, los hizo trabajar en la fabricación de los moldes para las cubiertas. Algunos de los ingenieros llegaron aproximadamente a las doce en sus visitas dominicales, y trataron de entablar con él su conversación de aficionados. No les prestó atención.
A las tres de la tarde, Amy Stuart le dijo seriamente:
—Para la máquina y vamos a comer algo. Nearing me contó que ni siquiera tomaste el desayuno. Tengo café, pastas con salsa, queso...
—¡Oh!, gracias —respondió él, sorprendido.
Cortó la corriente y empezó a comer sobre el banco de trabajo.
—Lamento que hayan tenido que proceder en esa forma contigo. Fue muy violento.
—¿Violento? —exclamó él—. De ninguna manera. Violento es lo que nos espera.
Entre bocado y bocado, le relató el diálogo del teletipo.
—Está empezando —comentó ella.

 

 

 

Al día siguiente se alzaron las barreras.
A la mitad de la mañana, los reporteros pululaban junto a la entrada. Más tarde llegó un camión con un equipo de televisión, y desde el lado exterior del cerco los espió con sus lentes telescópicos.
—Averigua qué significa todo eso, Nearing —ordenó Novak, mientras levantaba la vista de su trabajo.
Nearing volvió con varias hojas de papel.
—Me pidieron que le trajera estas preguntas escritas.
—Tíralas. Cuéntame todo en veinte segundos o menos, para que pueda seguir trabajando.
—Bien, el senador Hoyt pronunciará hoy un discurso en el Senado, y distribuyó copias anticipadas hasta en el infierno. Y también lo están trasmitiendo las agencias noticiosas, como es lógico. Se parece al rumor. Va a denunciar a Daniel Holland, administrador general de la CEA. Dice que ha estado desfalcando al Tesoro con pagos a la SNVE y a Western Air, por los que recibía recompensas. Afirma que la incompetencia de Holland ha dejado a los Estados Unidos en el último puesto en la exhibición de armas atómicas. ¿Ya pasó mi tiempo?
—Sí, gracias. Trata de librarte de ellos. Si no lo consigues, asegúrate de que ninguno entre aquí.

 

 

 

Había días en los que tenía que ir a la ciudad. A veces, la gente lo señalaba. Otras, lo codeaban y él les dirigía miradas cansadas, y ellos se reían nerviosamente o lo observaban con furia... por ser un enemigo del país. Pero estaba demasiado agotado para preocuparse mucho por eso. Trabajaba simultáneamente en las matemáticas, en los controles, en la instalación de los tanques y en la preparación del revestimiento.
Un día se desmayó mientras se dirigía desde el taller al laboratorio de refractarios. Volvió en sí sobre su camastro, y vio que Amy Stuart y el médico de su padre, el doctor Morris, lo estaban atendiendo.
—¿De dónde vino? —preguntó.
—No se preocupe por eso —gruñó el doctor Morris—. Debería estar avergonzado de usted mismo, Novak. ¡A su edad se comportó como un chiquillo! Le ordeno que se quede en cama cuarenta y ocho horas, y le prohibo emplear ese tiempo para adelantar su trabajo teórico. Va a dormir, comer, leer revistas... entre las que no estarán incluidas la Revista de Química Metalúrgica y cosas parecidas, y no hará nada más.
—¿Por qué no lo reduce a veinticuatro horas? —preguntó Novak.
—Está bien —asintió en seguida el doctor Morris, y Novak vio que Amy sonreía.

 

 

 

Novak durmió doce horas. Despertó a las once de la noche, y Amy Stuart le llevó un poco de sopa.
—Gracias —dijo él—. Pensé..., ¿no me traerías la hoja que está encima de todo, sobre mi escritorio? No será trabajo. Apenas un pequeño cálculo sobre el calor de formación. En realidad, será un descanso para mí.
—No —contestó ella.
—Está bien —murmuró Novak resignadamente—. ¿El médico dijo que tendrías que vigilarme durante estas veinticuatro horas?
—No —respondió ella, ofendida—. Voy a retirarme. Sobre la mesa encontrarás algunas revistas y diarios. Lee eso.
Amy se retiró y él sintió deseos de llamarla, pero...
Se levantó del camastro y recorrió el cuarto nerviosamente. Uno de los diarios que estaban sobre la mesa era El Eslabón de Los Angeles, de la cadena Bennet. “Hoyt desafía al «enfermo» Holland a presentar certificados médicos”, chillaba su titular. Novak lanzó una maldición y volvió a su camastro para leer el diario.
Toda la primera columna de la primera página estaba dedicada al desafío de Hoyt para que Holland presentase pruebas médicas de su “enfermedad”. También en la primera plana se transcribían las declaraciones de un prominente oficial de una organización de veteranos, que repetía el pedido de pruebas médicas de la “enfermedad” de Holland. Otro tanto hacían una estridente y ya madura estrella rubia de cine, un predicador viajero de cabellos negros y frente de mármol y una dama de la que Novak no había oído hablar nunca, y que era identificada como la anfitriona más distinguida de Washington. El resto de la primera página estaba dedicado a crónicas acerca de niños que rescataban a animales del peligro, y animales que rescataban a niños del peligro.
Novak volvió a maldecir, ahora con más energía, y recorrió las hojas del diario. Encontró varias páginas dedicadas a avisos de tiendas y finalmente una ocupada por la nota editorial y por caricaturas de actualidad.
El editorial, a dos columnas y con líneas apretadas, afirmaba que ninguna persona razonable podía seguir pasando por alto los hechos concretos del escándalo de la CEA, la Western Air y los locos del espacio. Indudablemente, el dinero del pueblo y los materiales fisionables del pueblo —materiales que eran irreemplazables— habían sido desviados hacia una organización de farsantes para satisfacer la codicia de un hombre.
Para los lectores de Bennet que sólo buscaban la sustancia de las noticias, o que no sabían leer muy bien, había una caricatura. Mostraba a una figura borrosa, de aspecto amenazador, titulada “Daniel Holland”, que sonreía embelesadamente y se servía con una cuchara monedas y billetes de una Casa del Tesoro en forma de caja de zapatos, y los metía en sus bolsillos. Tenía una cuchara en cada mano. Una llevaba la etiqueta “Western Aircraft”, y la otra “Locos del Espacio”. Un viejecito pequeño, agotado, rancio y arrugado, giraba con su sillón de ruedas alrededor de los tobillos del robusto gigante, y atrapaba las monedas que Holland dejaba caer descuidadamente de sus repletas cucharas. Ese era Wilson Stuart, ex piloto de pruebas, que había superado récords de velocidad y altura, industrial cuyas fábricas de aviones cubrían un sector importante de la organización defensiva de los Estados Unidos. Otras pequeñas figuras describían círculos, montadas en cañitas voladoras. También atrapaban monedas. Con sus ojos desencajados, y cubiertos de harapos debajo de sus gorros académicos cuadrados, eran los “locos del espacio”.
En la página siguiente había algo para todos. A las mujeres se dedicaba una columna en la que se lloraban cálidas lágrimas porque los hijos de la patria, sin excepción, estaban condenados a perecer miserablemente sobre las ardientes arenas del desierto, en el infierno helado del Ártico y en las húmedas selvas del Pacífico, por culpa de Daniel Holland. “¿Hasta cuándo, oh Dios, hasta cuándo?”, preguntaba la autora de la columna.
Para el economista había un mordaz artículo titulado: “Esto no es capitalismo”. El cronista comercial que se encargaba de esa columna, afirmaba que no era capitalismo que la junta de directores de Western Air cuchicheara y le preguntara a Wilson Stuart cuáles eran sus relaciones con Daniel Holland y qué había ocurrido con ciertos fondos de un millón de dólares invertidos bajo el indefinido rubro de “investigaciones”. El cronista aseguraba que el capitalismo consistiría en que la junta de directores de Western Air se reuniese, considerase la situación, expulsara a Stuart, y quizá lo llevara ante la justicia. El artículo terminaba con la sentencia: “La época de los grandes ladrones ha pasado”.
A los adolescentes se les dedicaba el dibujo de una hermosa muchacha, con pechos enormes y cuyos pezones resaltaban claramente debajo de su blusa ajustada, y que se tapaba la nariz frente a unos vapores malolientes que emanaban de una reproducción de la cúpula del Capitolio. El texto era el siguiente:
“Toda la muchachada ha fruncido la cara al ver lo que se está cocinando últimamente entre los viejos. Es raro que yo me ocupe de dar sermones, porque los chicos gustan de la diversión, y hace mucho que flotan aburridos. Pero están ocurriendo algunas cosas que no son lindas de oír, de modo que vamos a conversar sobre eso, amigos. Ustedes saben cómo tratar al chico que pide un blues del ’40, cuando todos sabemos que estamos en la época del rock and roll. Ustedes le hablan con tranquilidad, y si el otro no les lleva el apunte, lo arreglan según el viejo método nacional: lo agarran entre cinco o seis y lo tiran al medio de la calle, con algunos dientes flojos, para que se divierta ahí todo lo que quiera. Eso es Democracia. Y también hay viejos como ésos. Nosotros respetamos a nuestros padres, aunque sean un poco raros; no pueden evitarlo. Pero ¿qué es lo que opinan ustedes sobre un grandote como Daniel Holland? ¿Y sobre sillón-de-ruedas Stuart? ¿Y de los locos con tanques agujereados que juegan a los marcianos con el dinero de nuestros bolsillos? ¿Están preparados para recibir una paliza? Sí, viejos. ¿Tienen los dientes demasiado duros? ¡Eso sí que está mal! ¡Hay que darles una lección! ¡Y esto no es broma, hermanitas y hermanitos! ¡Y nosotros, los jóvenes que mañana seremos los adultos de nuestra patria, debemos ocuparnos también de esa porquería!”
Para los que viven como parásitos entre las filas de los grandes, estaba la columna de Washington. “Los joyeros locales comunican marcadas e inesperadas disminuciones en las ventas. Los conocedores lo atribuyen al pánico estallado entre los secuaces de Dan “cara, gano; ceca, pierdo” Holland y sus pequeños voladores, debido al audaz desenmascaramiento de sus maquinaciones por el valiente senador Bob “el Luchador” Hoyt. Llegan informes parecidos de la costa occidental, donde Wilson “sillón de ruedas” Stuart y los farsantes de la SNVE tienen su guarida. Mientras tanto, Danny sigue encerrado en su lujoso departamento de diez habitaciones, simulando estar enfermo. Los empleados del edificio afirman que ninguno de los muchos visitantes que recibió durante la última semana llevaba el maletín negro que identifica a los médicos. ¿Qué funcionario de Washington ha comprado un pasaje en avión y ha visado su pasaporte para viajar al Paraguay, donde las autoridades son famosas por su falta de cooperación en los procedimientos de extradición..., siempre que se les llenen adecuadamente los bolsillos?”
Para los amantes de la poesía, había unos versos salidos de la pluma de uno de los más apreciados humoristas del país. Éste era el producto de su inspiración:
Dicen que Daniel Holland nunca más
junto a una peluquería ha de pasar,
porque la barba se dejará crecer,
que nadie al traidor pueda reconocer.
Al llegar a esto Novak sonrió amargamente, y oyó una algarabía de bocinazos. Ésta prosiguió un largo rato. Con expresión incrédula la midió por reloj durante tres minutos, y entonces no pudo resistir más. Se puso los pantalones y salió de la casilla prefabricada, para encontrarse con el reflejo de numerosos faros. Del otro lado del cerco había docenas de coches, y todos ellos hacían sonar sus bocinas al unísono. Nearing se acercó a la carrera.
—¡Debería estar acostado, doctor Novak! —gritó—. El médico nos ordenó que no lo dejásemos...
—¡Eso no importa! ¿Qué diablos está ocurriendo? —preguntó Novak, arrastrando a Nearing hacia la entrada.
Los dos guardias, jóvenes y corpulentos, estaban parpadeando por la luz que los encandilaba. Novak sabía que había sido difícil completar el turno de guardias. Todos los días los abandonaban más y más socios.
—¡Muchachos de Los Angeles! —le gritó Nearing en el oído—. ¡Vienen a desalojarnos!
Un rítmico coro de “¡Abran!” empezó a oírse por encima de las bocinas.
—¡Vayanse o haremos fuego! —ordenó Novak, y comprendió que lo habían escuchado, porque algunos se rieron.
Un muchacho rubio se sintió personalmente afectado, porque lanzó su cacharro contra el costoso y resistente cerco que rodeaba al campamento. Aquél no fue afectado por esa cautelosa embestida, pero empezó a ceder cuando otro fanático se unió al rubio.
—¡Muy bien, Eddie! —le gritó Novak al mayor de los centinelas—. Apunta con tu escopeta y tira por encima de sus cabezas.
Eddie asintió torpemente y sacó el arma de su garita. La levantó con movimientos lentos, y luego permaneció helado. Novak comprendía, aunque no aprobaba. Los faros resplandecientes, las bocinas, los topetazos metódicos de los dos mastodontes, su número y ferocidad.
—Dame esa maldita escopeta —dijo entonces.
Estaba demasiado furioso para tener miedo. No le sobraba tiempo para titubeos. La escopeta rugió dos veces, y la juventud de los Estados Unidos chilló, hizo dar media vuelta a sus coches, y huyó.
—No tengas miedo, muchacho —dijo Novak, devolviéndole el arma a Eddie.
Luego se encaminó hacia el taller y comprobó que el teléfono funcionaba. Últimamente la gente se había dedicado a cortar la línea del campamento.
—¿Grady? —preguntó, cuando se hubo comunicado con la casa Stuart—. Habla el doctor Novak. Quiero hablar inmediatamente con el señor Stuart, y por favor, no me diga que es tarde y que se trata de un hombre enfermo. Sé todo eso. Trate de ayudarme. ¿Lo hará?
—Lo intentaré, doctor Novak.
Pasó un largo rato antes de escucharse la voz del anciano.
—¿Se ha vuelto loco, Novak? ¿Qué desea a esta hora de la noche?
Novak le relató lo que había ocurrido.
—Si no me equivoco —agregó—, mañana por la mañana estaremos hasta la coronilla de citaciones judiciales, delegados del sheriff y Dios sabe cuántas cosas más, porque disparé sobre sus cabezas. Quiero que busque un verdadero abogado de categoría, y lo envíe volando hacia aquí esta misma noche.
—Hizo bien en llamarme —respondió el anciano después de una pausa—. Encontraré lo que usted pide. ¿Cómo marchan las cosas?
—No puedo quejarme. Gracias.
Cortó y permaneció un momento sin tomar una resolución. Ya no podría conciliar el sueño, y de todos modos había descansado bien. De modo que se encaminó hacia el laboratorio de refractarios y trabajó con el calor de la composición. Lo resolvió a las seis de la mañana, e inmediatamente empezó a trabajar en la constitución de la abundante horneada de materiales que se fundirían en las piezas finales del revestimiento del escape y de la aleta de dirección. Era un cambio agradable, después de haber trabajado en cuentagotas, el poder ocuparse de asuntos importantes. Terminó a las diez y media, y preparó un poco de café.
Ya había llegado el abogado, un italiano de San Francisco llamado Di Pietro, experimentado y de expresión testaruda.
—No se preocupe —le dijo a Novak—. Si es necesario, los atraeré al campamento y los quemaré con mi propia pistola por violación de propiedad. Déjelo en mis manos.
Novak obedeció y se lanzó a una labor de dieciocho horas para terminar las piezas del revestimiento del escape. A ratos, Amy Stuart le llevaba algunas cajas y él murmuraba una frase de agradecimiento y las guardaba a un costado.
Salió del taller, con abundantes crujidos de sus articulaciones, y atravesó el campamento, sin notar que su primer gesto automático al cruzar el umbral fue medir al Prototype con la mirada, en una especie de saludo.
—¿Cómo marcharon las cosas? —le preguntó a Di Pietro.
—Una docena de casos surtidos —respondió el abogado—. No conocían sus derechos, y aunque los hubiesen conocido, los habría enredado. El premio se lo llevó una zorrita que vino con su padre y su picapleitos. El disparo de escopeta que usted hizo ayer la hizo abortar, y ellos estaban dispuestos a arreglarlo fuera de los tribunales por veinte mil dólares. Les contesté que nuestro contador les enviaría un cheque por quinientos dólares para pagar los servicios médicos, tan pronto como pudiese ocuparse de eso.
—¿Habrá más mañana?
—Me quedaré aquí. Ya corrió la noticia, pero quizás haya un par de testarudos.
—Proceda como le parezca mejor. Creo que podré trabajar un poco en los motores auxiliares antes de acostarme.
El abogado le dirigió una mirada dubitativa, pero no hizo ningún comentario.