CAPITULO PRIMERO
MAÑANA de un burócrata.
En la pared situada detrás de su escritorio,
Daniel Holland, administrador general de la Comisión de Energía
Atómica de los Estados Unidos, había colgado:
Su diploma de la Facultad de Derecho de
Harvard, de 1939.
Una fotografía en la que aparecía él mismo
estrechándole la mano a su héroe, el malogrado David Lilienthal,
primer director de la CEA.
Su certificado de honroso servicio activo en
el Ejército de los Estados Unidos, con el grado de teniente
primero, en la División de Generales de la Auditoría de Guerra,
fechado el 12 de febrero de 1945.
Una carta elogiosa del Consejo General de la
Administración del Valle del Tennessee, que incluía los mejores
deseos de éxito para su ex colaborador en el nuevo y azaroso campo
de la administración pública, a la que ingresaba.
Un diploma que declaraba en latín que era
doctor honoris causa en leyes de la
Universidad de Carolina del Norte, con fecha 15 de junio de
1956.
Una reproducción del comentario vitriólico
de The New Republic acerca de su libro
“Burocracia contra el pueblo”, Nueva York, 1956.
Una reproducción del comentario vitriólico
de la revista Time acerca de su libro
“El imperio del expediente”, Nueva York, 1957.
Fotografías autografiadas de héroes
(Lilienthal, el malogrado senador McMahon); industriales (Henry
Kaiser; el desaparecido Charles E. Wilson, de General Motors;
Wilson Stuart, de Western Aircraft; el difunto John B. Watson, de
IBM); hombres de ciencia (James B. Conant, J. Robert Oppenheimer) y
políticos (el juez Palmer, el senador John Marshall Butler, de
Maryland; el ex presidente Truman; el ex presidente Warren; el
presidente Douglas).
Un resumen fechado el 27 de enero de 1947,
de las audiencias en la sección senatorial del Comité Bicameral de
Energía Atómica, referentes a la confirmación de los miembros
designados por el presidente ante la CEA (especialmente la de
Lilienthal), y que decía lo siguiente:
SENADOR MCKELLAR (al señor Lilienthal).
—¿No le pareció curioso que en relación con
experimentos que se han estado realizando desde los días de
Alejandro Magno, cuando ordenó que sus sabios macedonios trataran
de fisionar el átomo, el presidente de los Estados Unidos relevara
al general Groves, el descubridor del mayor secreto que haya
conocido el mundo, el mayor descubrimiento científico que haya sido
hecho, para traspasarle todo ese asunto a usted, que en realidad
nunca había sabido, excepto por lo que había leído en los diarios,
que el gobierno hubiese pensado en la utilización de la energía
atómica?
EL PRESIDENTE DEL COMITÉ. —Silencio, por favor.
SENADOR MCKELLAR. —Entonces, ¿está dispuesto a reconocer que este
secreto, o su primer antecedente, data de la época en que Alejandro
Magno dispuso que sus sabios macedonios trataron de realizar el
descubrimiento, y que Lucrecio escribió un poema al respecto, hace
dos mil años? ¿Y que todos han estado tratando de descubrirlo, o
que la mayoría de los hombres de ciencia han estado tratando de
discutirlo, desde aquel entonces? Y... ¿no cree que el general
Groves merece algún aplauso por haberlo descubierto?
—Lea eso —le dijo Holland a su primer
visitante de la mañana—. Vamos, léalo.
James McIlheny, agente de seguros de Los
Angeles y presidente de la Sociedad Norteamericana de Vuelo
Espacial, le dirigió una mirada de curiosidad y leyó lentamente el
resumen.
—Supongo —comentó por fin McIlheny— que lo
que quiere demostrarme es que no podría justificar el haber
aceptado mi pedido, si el Congreso le exigiese una
explicación.
—Exactamente. Yo también soy abogado y sé
cómo piensan. Acertado-equivocado, negro-blanco,
condenado-absuelto. ¿Por qué la CEA habría de cooperar e
intercambiar informaciones con ustedes? Si sirven para algo,
deberíamos emplearlos; en caso contrario, no podemos perder tiempo
con su sociedad.
—¿Ése es su punto de vista personal, señor
Holland? —preguntó McIlheny, ruborizándose.
—Mis opiniones —suspiró Holland— están
expuestas en un par de libros agotados, algunos artículos en
revistas y demasiadas minutas legislativas. Usted no vino a
averiguar mis pensamientos personales, sino a recibir una respuesta
a una pregunta. La contestación debe ser “no”.
—Vine porque usted me invitó... —empezó a
decir McIlheny, furioso, pero luego se serenó—. Mire, no voy a
perder el tiempo poniéndome nervioso. Sólo quiero que considere
algunos hechos. Las investigaciones del gobierno norteamericano
sobre naves cohetes están dispersas por todo el infierno: Ejército,
Marina, Aviación, Oficina de Medidas, Investigaciones Costeras y
Geodésicas, y Dios sabe dónde más. Ustedes no dejan filtrar muchas
noticias, pero evidentemente no marchamos hacia ninguna parte. ¡Si
hubiésemos avanzado, habríamos hecho llegar a la luna una nave
tripulada, hace ya diez años! Hablo en nombre de algunas personas
que conocen el problema, muchas de las cuales son hombres educados
y técnicos. Tenemos los planos. ¡Algunos han sido hechos hace
quince años! Todo lo que necesitamos es dinero y combustible,
combustible atómico...
Holland miró su reloj y McIlheny se
interrumpió en mitad de su discurso.
—Veo que no puedo llegar a nada —murmuró
amargamente—. Cuando los cohetes lunares guiados de Rusia o de la
Argentina empiecen a caer en los Estados Unidos, usted tendrá mucho
de qué sentirse orgulloso, señor Holland.
Se dirigió hacia la puerta, y antes que él
hubiese salido, el secretario de Holland ya estaba adentro, llamado
por el timbre.
—Veamos la correspondencia, Charlie —indicó
Holland, mientras encendía un cigarrillo y vaciaba su desbordante
canasto de “entrada”.
La oferta de Ryan para la obra de
construcción de Missoula.
—Infórmele seriamente que quiero que obtenga
el contrato debido a su experiencia, pero su precio es
ridículamente elevado. Asústelo un poco.
Pedido de indemnización presentado por el
abogado de un ex empleado de la CEA, que alegaba pérdida de
virilidad debida a las radiaciones.
—Dígale a Morton que le escriba a este
picapleitos que no se puede hacer nada. Es una estupidez. Insinúe
que si nos sigue molestando lo denunciaremos a su asociación
estatal de abogados. Y si no nos prestase atención, ¡háganlo!
El doctor Morhay, de Oak Ridge, seguía con
intenciones de publicar su artículo defendiendo la incorporación de
personal científico extranjero a la CEA.
—Envíele una amable carta indicando que he
considerado seriamente sus argumentos y que sigo opinando que su
publicación constituiría un serio error de su parte. Busque los
argumentos en mi carta anterior y pídale que tenga en cuenta cómo
interpretaría su actitud el senador Hoyt.
El gobernador de Nevada le pedía que hablase
en la inauguración de una represa.
—Dígale que no hablo nunca. Lo
lamento.
Informe personal de las Operaciones
Dirigidas de Missoula.
—Greenleaf ha perdido otros tres hombres
excelentes, maldito sea. Acuse recibo de su carta de transmisión:
afectuosos saludos personales. Y dígale a Weiss que busque en el
escalafón un lugar al que podamos trasladarlo para que conserve su
categoría, pero donde no tenga funciones directivas.
Cálculo fiscal por medio año, de Holloway,
que estaba en el Grupo de Enlace de Chalk River, en Canadá.
—Acuse recibo, pero no lo apruebe ni lo
rechace. Saque copias para Presupuestos y Contaduría. Pídale a
Weiss que les sonsaque una opinión, pero sin darles a entender si
creo que es alto, bajo o perfecto. Quiero saber lo que ellos piensan antes de mañana por la tarde.
Cuestionario de la Associated Press sobre el
discurso de Hoyt en el Senado.
—Conteste que todavía no he visto el texto y
que no he tenido oportunidad de comparar los informes médicos de la
CEA con las afirmaciones del senador. Agregue que en mi experiencia
personal nunca he encontrado hombres de ciencia alcohólicos y hasta
que no los vea dudaré de la existencia de ese animal. Intercale
algunas bromas sobre ese asunto.
El agente del Departamento de Seguridad
Regional e Inteligencia a cargo de la oficina de Los Angeles, que
pensaba jubilarse, quería conocer la opinión de Holland acerca de
su sucesor. Adjuntaba antecedentes de otros tres agentes.
—Conteste que me parece que Anheier es el
mejor.
El embajador iraní, con tono de inocencia
ofendida, preguntaba por qué los estudiantes becados de su país
habían sido rechazados incluso de las secciones no restringidas de
la CEA
—Responda que fue una decisión del
Departamento de Estado. Dé a entender que yo sé que ellos empezaron
con nuestros muchachos. Consúltelo con el Departamento antes que yo
lo vea.
Un confuso petitorio del reverendo Oliver
Townsend Warner, predicador de Omaha.
—No entiendo nada de esto. Pídale a Weiss
que le conteste en una forma u otra. No quiero ver más cartas de
Warner. Quizá tenga muchos fieles, pero está chiflado.
Programa de reclutamiento para la Oficina de
Personal.
—Acuse recibo e informe que no estoy
satisfecho. Dígales que el lunes por la mañana quiero encontrar en
mi escritorio algunas ideas constructivas acerca de la inclusión de
mejor personal joven y la forma de conservarlo con nosotros.
Transmítales que está claro que estamos quedándonos con los
graduados de tercer orden de escuelas de tercera categoría, y que
eso debe terminar.
Carta del oficial de Seguridad Regional e
Inteligencia de Chicago: el FBI había presentado un informe
desfavorable respecto al doctor Oslonski, físico matemático.
—Diablos... Prepare una carta personal para
Oslonski, y dígale que lo lamento, pero que tendrá que ser
suspendido en sus tareas y que será expulsado nuevamente de
nuestras dependencias. Agregue que trataremos de obtener una
solución favorable en el menor tiempo posible y que sé que esto es
una estupidez, pero las órdenes son órdenes, y tenemos que pensar
en los periódicos y en el Congreso. Ruéguele que considere la carta
como una comunicación muy privada. Y procesen al asesor del
SREI.
Un senador de Dakota del Norte pedía empleo
para su hija, que acababa de graduarse en Bennington.
—Que Morton le escriba, que de eso se ocupa
Organización y Personal, y no el administrador general.
El doctor Redford de Los Álamos quería
renunciar. Le parecía que no progresaba.
—Ruéguele que, como un favor personal hacia
mí, demore su renuncia hasta que hayamos podido conversar con él.
Ponga algo acerca de la falta de hombres de primera línea. Y
transmita un mensaje por teletipo al director de allá para que
envíe inmediatamente un informe acerca de los problemas
surgidos.
Una carta de bordes rojos, llegada por
expreso, del secretario del Departamento del Interior, con la
leyenda SECRETO. Quería saber cuándo podría contar con los
resultados del Programa de Materiales de Demolición Atómica de la
CEA, con respecto a la planificación del proyecto para Sierra
Reclamación.
—Informe al Interior que no tenemos nada
para él y que carecemos de una fecha. El concepto de los muchachos
del PMDA es que durante el último año han estado en un callejón sin
salida y deben rever su concepto del problema. Les concederé otro
mes, porque el Consejero Científico afirma que su teoría es
fundada. Esto es secreto, por correo expreso.
El informe completo quincenal de
Hanford.
—Acuse recibo y déselo a Weiss para que lo
resuma.
Cuestionario de la cadena de diarios Bennet:
qué había de cierto en un rumor de Los Angeles según el cual la CEA
había lanzado un importante y costoso programa para combustible
atómico destinado a una nave espacial.
—Conteste que la CEA no contempló, no
contempla y probablemente no contemplará un programa de combustible
para naves cohetes. Agregue que creo saber dónde se inició el rumor
y que carece completamente de fundamento. Es imposible apoyar ese
proyecto sin distraer personal necesario para armamentos,
etc.
Investigaciones de Campaña quería saber si
debía informar al fiscal general acerca de las defraudaciones
realizadas por una compañía de transportes en perjuicio de la
CEA.
—Conteste que no quiero pleitos sino como
último recurso. Prefiero la devolución del dinero defraudado; deseo
que la junta de directores de Blue Streak expulse al presidente y a
su maldito sobrino, que ocupa un cargo en la Oficina de Remitos y,
sobre todo, quiero que Investigaciones de Campaña evite que ocurran
estas cosas, en lugar de descubrirlas después que han ocurrido. Y siempre igual.
McIlheny regresó desconsolado a su cuarto
del Willard y empacó su maleta. No empezarían a cobrarle otro día
de pensión hasta las tres de la tarde, de modo que abrió su máquina
de escribir portátil y preparó su “Mensaje del Presidente” para
Star Ward, boletín mensual de la
Sociedad Norteamericana de Vuelo Espacial. Esta vez le resultó más
fácil que de costumbre. McIlheny estaba enojado.
Señores consocios:
Escribo esto poco
después de haber recibido una paliza verbal de un alto funcionario
de la CEA. En concreto me dijo que guardase mis juguetes y no
molestase a los muchachos más grandes: el gobierno no tiene interés
en aficionados. No puedo afirmar que eso me haya agradado después
de que mis esperanzas fueran alentadas por el cambio de varias
cartas y una invitación a visitar al señor Holland para conversar
sobre el tema, “en la próxima ocasión que pasase por Washington”.
Supongo que confundí la rutina con un verdadero interés. Pero esta
descorazonadora experiencia me ha enseñado algo.
Se trata de esto:
hemos estado perdiendo mucho tiempo en la SNVE con nuestras
ilusiones de que algún día el gobierno tomase conocimiento
automáticamente de nuestro trabajo sincero y persistente. Mi
experiencia actual repite lo que ocurrió en 1946, cuando nuestra
campaña para que el gobierno expusiese proyectos de cohetes
innecesariamente clasificados, fue el fracaso del año.
Todos conocen nuestra
situación. Veinte años de trabajos teóricos y matemáticos nos han
traído hasta el límite que podemos alcanzar por nuestra cuenta.
Ahora necesitamos el dinero de otros... y el combustible de otros.
Mucha gente tiene dinero, pero en las actuales circunstancias sólo
la CEA puede tener —o llegar a tener algún día— combustible
atómico.
Según mi opinión,
nuestro próximo paso consiste en la recolección de fondos en gran
escala, implorando, sombrero en mano, ante las puertas de firmas
industriales y fundaciones científicas. Con ese dinero podremos
pasar del tablero de dibujo a trabajos de experimentación práctica
sobre partes de la nave espacial, pruebas de laboratorio de los
dispositivos diseñados teóricamente, hasta que sepamos que
funcionan y podamos demostrárselo a cualquiera, inclusive a un
administrador general de la CEA.
Cuando hayamos eliminado los defectos de nuestros circuitos de lanzamiento a propulsión, nuestros paneles corredizos, nuestros cierres para escotillas, nuestros asientos para aceleración y los ciento y un accesorios para el vuelo espacial, estaremos en una nueva posición. Podremos ir a la CEA y decirles: “Aquí hay una nave espacial. Tienen que darnos el combustible para ella. Si no lo hacen, los presentaremos ante la burla y la furia de todo el país que ustedes se niegan ciegamente a defender”.
James McIlheny
Presidente, SNVE
McIlheny se recostó en su asiento,
respirando con fuerza y sintiéndose más calmado. No tenía objeto
odiar a Holland, pero había resultado trágico descubrir que él, un
hombre clave, le temía a cualquier idea nueva y hasta tenía miedo
de reconocerlo escudándose detrás del Congreso.
Todavía podía aprovechar un poco el tiempo.
Sacó de su portafolios un informe del Comité de Cómputos Orbitarios
de la SNVE —lo formaban dos brillantes jóvenes del California
Technical, una matrona de Laguna Beach que tecleaba en la máquina
de calcular y un ingeniero de análisis de fluidez de Hughes
Aircraft—, titulado “Cálculos afinados de la elipse de rozamiento
de las trayectorias de frenado para un aterrizaje en Marte después
de un viaje en aposición”. Se esforzó por leer, pero al terminar la
primera página el informe se convertía en un cálculo de
variaciones. McIlheny no sabía matemáticas; no era un hombre de
ciencia y no pretendía serlo. Sabía que era un chiflado del
espacio, y eso transformaba su vida.
Se dejó caer sobre una silla y pensó
amargamente en la base lunar de los Estados Unidos que debía haber
sido establecida diez años atrás, y que ahora debería estar
creciendo con la llegada de los cohetes mensuales. Lo sabía de
memoria: los observatorios donde los telescopios —de tamaño
moderado, pero sin el obstáculo de la atmósfera densa y
resplandeciente de la Tierra— resolverían diariamente nuevos
misterios estelares; el laboratorio electrónico donde los
ingenieros especialmente equipados combinarían y volverían a
combinar los elementos del tubo termoiónico con todo lo que hubiese
afuera, para sus tubos de vacío; los tanques de hidroponía
produciendo materia verde para brindar aire y comida; el anhídrido
carbónico exhalado por la digestión y los residuos animales,
produciendo oxígeno y alimentos bajo la fuerte luz del sol sobre la
luna.
Y podía ver una zona importante ocupada por
aparatos para el lanzamiento de pequeños cohetes sin tripulación,
con espoletas de bombas de fisión, listos para destruir cualquier
país que atacase a los Estados Unidos. Él podía verlo. ¿Por qué no
lo veían ellos? ¿Qué había producido el trabajo disperso en materia
de naves cohetes, realizado desde la Segunda Guerra Mundial?
Proyectiles guiados del Ejército, que
trazaban arcos sobre el Pacífico en sus prácticas periódicas.
Los trabajos de altura de la Fuerza Aérea,
que se levantaban sobre chorros de combustible líquido en los
desiertos del sudoeste. En White Sands, Nuevo México, había una
extraña ciudad azulada con medio millón de almas, donde los
coroneles hablaban sólo con los generales, y los generales sólo
hablaban con Dios. Estaban “resolviendo” el problema de los vuelos
espaciales; estaban “eliminando obstáculos”.
Investigaciones Costeras y Geodésicas
lanzaba sus cohetes para trazado de mapas, siempre hacia arriba, de
costa a costa, tomando rollos y rollos de fotografías.
La Oficina de Medidas lanzaba sus cohetes
para el estudio de los rayos cósmicos. Durante diez años habían
estado “desarrollando” un traje espacial para caminar en la Luna...
siendo que en los archivos de la SNVE había diseños para trajes...
y estaban allí desde hacía quince años.
También la marina tenía sus cohetes. Se los
podía disparar desde submarinos, destructores, cruceros y
plataformas especiales de lanzamiento... que costaban quizá sesenta
veces más que la misma nave espacial.
McIlheny se dijo amargamente que ya era hora
de que se dirigiese al aeródromo. No tenía ningún objeto permanecer
allí. Pagó su cuenta y salió llevando su liviana valija y la
máquina portátil. Un hombre poco llamativo lo siguió hasta el
aeropuerto. Había estado marchando detrás de él desde hacía varias
semanas. A los dos les agradó el paseo. Era un frío y soleado día
de enero.