12
CON un sobresalto, Novak notó
que Lilly no estaba en el campamento. Preguntó con expresión
indiferente si había telefoneado o si le había dejado un mensaje a
alguien. La respuesta fue negativa. Pensó que después del fracaso
de la noche anterior, provocado por el tesorero borracho, debía
sentirse avergonzada.
Amy Stuart se había hecho presente, a la
espera de que se le encargase algún trabajo, y él analizó la ironía
de la situación. Su padre, presidente de la Junta de Western Air,
estaba pasando dinero a la SNVE y dictaba órdenes para su
funcionamiento. Y su hija se presentaba a recibir indicaciones de
un empleado a sueldo de Stuart. Por un momento pensó en destinarla
a preparar los sandwiches para el almuerzo, y luego decidió que era
una idea tonta. Ella tenía preparación y una inteligencia
despierta, y él la necesitaba para el Proto, cualquiera fuera el destino ulterior de la
nave.
—¿Quieres ayudarme en el laboratorio de
refractarios? —preguntó él.
—Creía que ésa era la tarea de Lilly
—respondió ella con un poco de dureza.
—Hoy no vino. No tienes miedo de los
materiales calientes, ¿verdad?
—¿Calientes en radiactividad o en
temperatura?
Él dejó escapar una risa forzada. Amy
simulaba audazmente su ignorancia.
—Calientes en temperatura. Dos mil grados
centígrados y más aún. Se usan pinzas, guantes, caretas y
delantales. Pero hay gente que igualmente tiembla y deja caer las
cosas.
—No me ocurrirá a mí —respondió ella—. Menos
aún si Lilly podía hacerlo.
Empleó una hora en explicarle la rutina y
luego le encargó que preparara otros seis carburos de boro sin más
ayuda que la de su memoria.
—Llámame si tienes alguna duda acerca del
procedimiento —pidió él—. Y espero que tengas conciencia. Si
cometes un error, empieza de nuevo. Una equivocación disimulada en
el actual estado del trabajo, introduciría una variante oculta en
mis papeles y arruinaría todo lo que hiciera en el futuro.
—No es necesario que me impresiones con
exageraciones como ésa, Mike. Sé cómo debo comportarme en un
laboratorio químico.
La arrogancia de la aficionada se hizo de
pronto intolerable para Novak.
—Vete —exclamó—. Ahora mismo. Ya me
arreglaré en alguna forma sin ti.
Ella lo miró sorprendida, con la boca
abierta, y se ruborizó intensamente. Se retiró sin pronunciar una
palabra.
Novak se dirigió hacia la mesa de mezclas.
Sus manos trabajaron con destreza en la gran balanza de precisión,
mientras su mente maldecía la insolente confianza de la muchacha.
Estaba bajando la cruz de la balanza sobre el filoso fulcro de
ágata por decimosexta vez, cuando ella habló por detrás de
él.
—Mike.
Su mano, que hacía girar lentamente la
perilla de bronce, no titubeó.
—Un minuto —gruñó, y siguió haciéndola girar
hasta que sintió el contacto, y el largo fiel empezó a oscilar
sobre la escala. Entonces se dio vuelta y le preguntó—: ¿Qué
ocurre?
—¿Qué diablos crees que ocurre? —estalló
ella—. Lamento haberte hecho enojar, y en el futuro no abriré la
boca. ¿Estás satisfecho?
Él estudió su indignado rostro.
—¿Sigues creyendo que traté de impresionarte
con una exageración?
Ella apretó los labios, y permaneció un
momento en silencio.
—Sí —dijo por fin, tercamente.
—Ven conmigo —murmuró Novak, suspirando, y
la llevó a su pequeña oficina privada. Sacó las hojas del trabajo
del día anterior y preguntó—: ¿Sabes algo de matemáticas?
—Hasta el cálculo diferencial —contestó ella
cautelosamente.
Eso era mejor de lo que él esperaba. Si
podía seguirlo en todo el proceso, su trabajo mejoraría mucho...,
mucho más que si la tomaba sólo por confianza.
En una sesión concentrada de una hora, le
explicó el método de los cuadrados mínimos, y cómo éste podría
disminuir su tiempo de investigación a la mitad; le habló de las
ecuaciones matriciales que podrían demostrar las propiedades de los
carburos de boro, de la geometría n-dimensional y de la ayuda que
podía prestar para formar una teoría de los carburos de boro, de
las virtudes de las series convergentes y de los defectos de las
series divergentes y acerca de la forma en que un trabajo mal
realizado en esa etapa, trabaría el final teórico con las series
divergentes.
—Además —concluyó—, me pusiste
furioso.
De pronto la risa interrumpió su solemne
atención.
—Estoy convencida —afirmó—. ¿Confías en mí
para que siga el trabajo?
—Decididamente —sonrió él—. Llámame cuando
las cochuras estén listas para la solución.
Revisó alegremente los datos del día
anterior y resolvió con rapidez las ecuaciones que lo habían
desafiado veinticuatro horas antes.
Amy Stuart lo llamó, y él la guió a través
del resto del programa con los seis nuevos carburos. Ella trabajaba
rápidamente y con prolijidad, y transcribía sus anotaciones con
letra cuidadosa. No titubeaba en manipular materiales de alta
temperatura. ¿Sería una espía? De todos modos, resultaba útil
contar con ella. Lilly no tenía la misma fría seguridad.
Trabajaron durante toda la mañana terminando
la mezcla, almorzaron unos sandwiches y prosiguieron las
investigaciones por la tarde. A las cinco ella se retiró junto con
el personal del taller, y Novak llevó adelante solo la tercera
cochura. Durante las cuatro horas que ésta tardó en asentarse,
escribió su informe semanal acumulativo. En él incluía un pedido a
Friml para que reservase hora con la CIBE, en la IBM de Nueva York,
para integrar 132 ecuaciones parciales diferenciales según el
modelo que adjuntaba, y que pidiese la factura, al promedio de cien
dólares la hora, que era el precio comercial. Una vez terminado
eso, hizo las pruebas de la tercera cochura y telefoneó a Barstow
para pedir un taxi. El centinela del portón le hizo una despedida
cargada de asombro. Los viajes nocturnos eran poco
frecuentes.
Novak cenó en la ciudad del desierto
mientras esperaba el ómnibus a Los Angeles. Preguntó en el
escritorio del hotel si había recibido algún llamado. La respuesta
fue negativa. ¿La llamaría él? ¡No, por Dios! Esa noche quería
estar solo y pensar en sus matemáticas.
En diez días de trabajo de sol a sol, tuvo
terminadas sus 132 ecuaciones parciales diferenciales. Los lechos
de aceleración quedaron completados e instalados. Pidió los
misteriosos “tanques de combustible” y dejó su fabricación en manos
del vendedor, un importante taller de Buena Vista. Él no era
ingeniero aeronáutico, y sólo se consideró competente para
entregarles los dibujos y especificar que los tanques debían llegar
lo suficientemente desarmados como para poder entrar por la
abertura posterior del Proto, y ser
armados luego en el mismo lugar.
Amy Stuart siguió siendo su mano derecha;
Lilly no volvió a aparecer en el campamento. Ella lo llamó una vez,
y Novak hizo otro tanto. Aunque resultara extraño, su opinión común
era la de que “tendremos que vernos uno de estos días”. Él le
preguntó por Friml, y Lilly respondió indefinidamente:
—No es mal muchacho, Mike. Creo que no
fuiste justo con él.
Por un instante Novak se preguntó si esos
días Friml usaría cinturón o tiradores, y comprendió que eso no le
interesaba mucho. Amy Stuart preguntaba con regularidad por Lilly,
y él nunca podía contestarle nada concreto.
Un viernes por la mañana cerró su
portafolios, en el que había guardado las veintidós hojas en que
Amy había copiado con su mejor letra las 132 ecuaciones que el C I
B E debería masticar.
—¿Me llevas a la ciudad? —le preguntó él—.
Querría ir a la oficina antes de que cierre.
—Con... los
papeles —dijo ella melodramáticamente, y se rieron.
Recordó con sorpresa que eso no era
gracioso, pero por el momento no pudo convencerse de que hubiese
algo siniestro en esa muchacha encantadora, de manos frías y
seguras. El estudio compartido, un cansancio común durante el
progreso y un triunfo mutuo en el final, era algo demasiado grande
para ser estropeado por la sospecha... por el momento. Pero la
amargura no lo abandonó durante todo el viaje a través del desierto
hasta Los Angeles, realizado junto a Amy en el estrecho asiento del
pequeño coche deportivo inglés.
Ella lo dejó frente al vetusto edificio a
las cuatro y media.
No había vuelto a ver a Friml desde que la
borrachera del secretario tesorero había arruinado los planes
trazados para aquella noche. Friml lo enfrentó sin ruborizarse.
Parecía estar probando una nueva personalidad: prepotencia en
reemplazo de la sumisión. Friml, el amo perfecto, en lugar de
Friml, el sirviente perfecto.
—Me alegro mucho
de volver a verlo, doctor Novak. En varias ocasiones traté de
aconsejarle que trasmitiese sus informes regularmente, por lo menos
una vez por semana, personalmente si fuera posible, y en caso
contrario por teléfono.
Pamplinas. Había que dejar que se
divirtiese.
—Estuve muy ocupado —murmuró, y dejó el
portafolios sobre el escritorio de Friml—. Esto es lo que debe
enviar a la IBM ¿Para cuándo tenemos reservada hora?
—Acerca de eso quería conversar con usted.
Su pedido... es fantástico. ¿Quién es este señor Cibe con el cual
usted desea consultar al extraordinario precio de cien dólares
por hora? —preguntó con voz baja y
horrorizada.
—¿No trató de averiguar algo, si no sabía de
qué se trataba? —exclamó Novak, estupefacto.
—Lógicamente, no. Es obviamente disparatado.
¿Qué se propone usted?
—Alguien le ha estado calentando la cabeza,
Friml. Y creo saber de quién se trata —afirmó, y el tesorero
pareció satisfecho por un momento—. CIBE es el Calculador
Integrador Binario Electrónico de la IBM, ¿entiende? Es el mayor
calculador electrónico a disposición de ciudadanos o firmas
privadas, gracias a la generosidad y al sentido de comprensión de
la IBM.
—Podía haber aclarado su pedido, Novak
—respondió el secretario tesorero con tono petulante.
—Para usted soy el doctor Novak —dijo el ingeniero, que se sintió
súbitamente asqueado del nuevo Friml. Resultaba repugnante
encontrarse con esos sucios problemas después de un período tan
agradable de investigaciones—. Ahora resérveme hora con el CIBE. La
dirección es IBM, Nueva York. Ciento treinta y dos ecuaciones
parciales diferenciales. Procure que se
haga, y no vuelva a molestarme hasta entonces.
Salió de la oficina de muy mal humor, y
compró medio litro de whisky en un almacén, antes de volver a su
hotel. Juró ante Dios que esa Sociedad era tan maldita como la CEA,
y que ahí tampoco otorgaban jubilación.
En su casillero del hotel había varios
mensajes. Todos pedían que por favor llamase a la señorita Wynekoop
a tal y tal número tan pronto como pudiese. Nunca había oído hablar
de la señorita Wynekoop, y el número de su teléfono no le resultó
conocido. Al llegar a su cuarto se quitó los zapatos, tomó un trago
de su whisky y llamó al número indicado.
—¿Hola? —preguntó una sobria voz de
mujer.
—Soy Michael Novak. ¿Usted es la señorita
Wynekoop?
—¡Oh, doctor Novak! ¿Podría conversar esta
tarde con usted respecto a un empleo?
—No necesito emplear a nadie.
—Me refería a un trabajo para usted —contestó ella, riéndose—. Represento a
una firma que está aumentando su personal técnico y
directivo.
—Tengo una ocupación. Con un contrato por un
año, y opción a renovarlo.
—Del contrato se ocupará nuestro
departamento legal —respondió ella animadamente—. Y cuando usted
conozca la oferta de nuestra compañía, dudo que la rechace. El
sueldo es muy, muy bueno —afirmó, y entonces recuperó su tono
comercial—. ¿Estará ocupado esta tarde? Podré estar en su hotel
dentro de quince minutos.
—Muy bien —asintió él—. ¿Por qué no? Por lo
que ya hemos conversado, deduzco que no piensa darme el nombre de
la firma.
—Preferimos mantener eso en secreto —se
disculpó ella—. Las personas creen que lo van a conseguir y si
resultan desilusionadas, pierden tiempo y ánimos. Estoy segura de
que usted comprende. Estaré con usted dentro de un instante, doctor
Novak.
Ella cortó la comunicación y él permaneció
un momento indeciso junto al teléfono. ¿Más negocios raros? Si
tenía paciencia, lo sabría.
Volvió a ponerse los zapatos, gruñendo, y
fumó un cigarrillo tras otro hasta que la señorita Wynekoop golpeó
su puerta. Era alta, de unos treinta años y de rostro enjuto.
—Doctor Novak. Se nota que usted es un
hombre de ciencia. Ustedes tienen un aspecto... Fue muy amable al
permitirme que lo visitara sin pedir una entrevista con mayor
anticipación. Pero no quise conocerlo por intermedio de la SNVE.
Hasta cierto punto, supongo que estamos tratando de robárselo a la
Sociedad. Naturalmente, nuestros abogados encontrarán la forma de
comprar su contrato para que ellos no sufran una pérdida financiera
al tener que buscarle reemplazante.
—Siéntese, por favor —dijo él—. ¿Cuáles son
las condiciones que impone su compañía?
—En primer lugar, personalidad —respondió
ella, acomodándose en un sillón—. Nuestros técnicos han estudiado
sus antecedentes y decidieron que usted era el más indicado para el
empleo si lo acepta... y si está a su alcance. El jefe de nuestro
departamento, cuyo nombre usted reconocería aunque por el momento
no puedo dárselo, desea que haga algunas averiguaciones respecto a
ciertas fases de su carrera. Nos interesan, por ejemplo, los hechos
que condujeron a su alejamiento de la CEA.
—¿De veras? —preguntó él con tono sombrío—.
Pues para conocimiento público, renuncié en forma brusca, después
de una breve y acalorada discusión con el doctor Hulburt, director
del Laboratorio Nacional de Argonne.
—¡Hum! —murmuró ella, sonriendo—. Usted le
pegó.
—¿Y con eso? Si ustedes pensaran que soy una
persona de un mal genio incorregible, usted no estaría aquí,
entrevistándome. Habría ido a conversar con quien me siguiera en la
lista.
La señorita Wynekoop recuperó su
seriedad.
—Tiene razón. Naturalmente, no nos interesa
una persona que pierda el control por cualquier minucia. Pero no lo
criticaríamos por haber sido arrastrado a esa crisis por
condiciones intolerables. Me agradaría que me explicase a qué se
debió esa disputa.
Esas palabras resultaban cada vez más
convincentes... ¿y acaso hay alguien que no esté siempre dispuesto
a contar sus penas?
—La suya es una pregunta razonable, señorita
Wynekoop —dijo él—. Se debió a que hacía varios meses que estaba
destinado a una tarea irremediablemente equivocada, y a que se
desechaban todas mis protestas y pedidos de volver a mi trabajo
habitual. Esa no es sólo mi impresión subjetiva; no es una
invención mía, sino un hecho. Soy ingeniero en cerámica, pero me
asignaron a la teoría de la física nuclear, y no querían sacarme de
allí. Aparentemente, a Hulburt no le interesó averiguar la verdad.
Me insultó cruelmente en público. Me acusó de maniobras y de
incompetencia. Por esa razón le pegué.
—¿Cuáles son los detalles? —preguntó
ella.
—¿Los detalles? ¿Qué detalles?
—Por ejemplo, cuándo fue trasladado y por
orden de quién. Sus relaciones acostumbradas con sus
superiores.
—Bien, en el pasado mes de agosto, a
mediados de mes, llegó mi orden de traslado sin aviso previo ni
explicación. Estaba firmada por el director de la Oficina de
Organización y Personal..., uno de los personajes de Washington. Y
no me pregunte nada acerca de mis relaciones con él... porque nunca
tuve ninguna. Estaba demasiado arriba. Anteriormente, había
recibido mis órdenes de mis jefes directos.
Ella pareció comprender.
—Entiendo. ¿Y sus jefes directos lo
molestaban? ¿Le negaban materiales? ¿Lo destinaban a los turnos de
noche? ¿Cosas como ésas?
Turnos de noche.
Había conocido periodistas, y ése era el lenguaje de los
reporteros. Empleaban esos términos mecánicamente: turnos de día,
turnos de noche. “Si nos ataca, Novak”, había dicho
amenazadoramente Anheier, “le devolveremos el golpe”.
—No —respondió con calma, tratando de no
dejarse dominar por el pánico—. Nunca ocurrió una cosa de
ésas.
—¿Cuáles eran sus relaciones... digamos, con
Daniel Holland?
Novak no necesitó simular su expresión de
sorpresa.
—¡Oh!, nunca traté con nadie de su categoría
—dijo lentamente—. Quizás haya habido un error. ¿Saben que yo
estuve en el puesto 18 del escalafón? No estaba en la cadena de
dirección. No era más que un empleado a sueldo. ¿Qué motivo podría
haber tenido para tratar con el administrador general?
—Pero tenemos entendido que la orden de su
traslado fue dada por el director de la Oficina de Organización y
Personal por sugestión directa del señor Holland —insistió
ella.
—Imposible —contestó él, meneando la
cabeza—. Le informaron mal. Holland no podría haberme distinguido
de cualquiera de sus empleados.
—Tenemos un exacto conocimiento de los
hechos —comentó la señorita Wynekoop con una rápida sonrisa—. Hay
otro asunto. Su ficha médica personal de la CEA, número 11.305, fue
modificada en una u otra forma en septiembre pasado. Antes que
ocurriese eso, ¿usted fue examinado por los psicólogos?
—¿Qué diablos es mi ficha médica personal
número no sé cuánto?
—Extraoficialmente la llaman “tarjeta de
personalidad”.
¡Oh!, eso era algo que él conocía. Era una
broma de la CEA. Durante el examen de ingreso al empleo, uno era
sometido a una serie de pruebas y un psicólogo analizaba los
resultados y llenaba una ficha con aclaraciones sobre actitudes,
reflejos, respuestas y otras cuestiones parecidas, para que el
director supiese cómo manejarlo. La tarjeta de personalidad lo
seguía a uno a todas partes y nunca, nunca era modificada. La que
acababa de oír era una pregunta muy extraña, y ésa también se
estaba convirtiendo en una entrevista extraña.
—Sí —mintió Novak—. Volvieron a someterme al
examen en ENPA. Fue la brillante idea de un psicólogo respecto a un
experimento controlado.
Eso pareció sacudir a la señorita Wynekoop.
Hizo un esfuerzo para sonreír, y mientras se levantaba dijo:
—Muchas gracias por su cooperación, doctor
Novak. Lo llamaré en los primeros días de la semana próxima.
Muchas gracias.
Cuando vio que la puerta del ascensor se
cerraba detrás de ella, Novak llamó telefónicamente a
informaciones.
—¿Tienen un servicio de guía en la ciudad?
—preguntó—. Lo que quiero saber es si teniendo un número de
teléfono, puedo averiguar el nombre y el domicilio del
abonado.
—Sí —respondieron de informaciones—. Corte
la comunicación y disque 4882.
La misma rutina que en Chicago.
En el servicio de guía le contestaron que el
teléfono de la señorita Wynekoop no estaba en la lista, y eso fue
definitivo. Entonces marcó el número que había dejado más temprano
la señorita Wynekoop, y atendió un hombre de voz agradable.
—Habla Howard —dijo la voz.
—Quiero hablar con el editor, Howard
—manifestó Novak.
Hubo una larga pausa, y luego alguien
preguntó:
—¿Quién llama?
Novak cortó la comunicación. La palabra
“editor” había significado algo para Howard... o quizá éste tuviese
un proceso mental muy lento.
La última vez que Novak había visto a
Anheier, agente a cargo de la oficina Regional de Seguridad e
Inteligencia de la CEA en Los Angeles, había sido durante la
encuesta por la muerte de Clifton. En esa ocasión, Novak había
recitado lo ocurrido mientras los ojos serenos de Anheier
permanecían cavados en él, con su amenaza de ruina instantánea y
total en caso de que mencionara su sospecha de que Clifton había
sido asesinado como consecuencia de una oscura intriga atómica. El
veredicto había sido suicidio.
El ingeniero titubeó un momento y luego
llamó a la oficina de seguridad, situada en el Edificio
Federal.
—Con el señor Anheier, por favor —dijo—. Lo
llama el doctor Michael Novak.
—El señor Anheier volvió a su casa, señor
—respondió una voz masculina—. Si se trata de algo importante, le
daré su número de teléfono particular.
—Es importante —contestó Novak, y anotó el
número del agente.
Anheier se mostró tan sereno como
siempre.
—Me alegro de oírlo, Novak. ¿En qué
puedo...?
—Cállese —interrumpió Novak—. Quiero decirle
algo. Usted temía que mis sospechas llegaran a los diarios. Me
amenazó con arruinarme si trataba de darles publicidad. Quiero que
sepa que los diarios están viniendo a mí.
Le explicó a Anheier lo que había ocurrido,
repitiendo la conversación con la mayor precisión posible. Cuando
hubo terminado el relato, inquirió:
—¿Quiere preguntarme algo?
—¿Puede describir a esa mujer?
Él lo hizo.
—Creo que es alguien que llegó hoy a la
ciudad —comentó Anheier—. Saldré en seguida para mi oficina en el
Edificio Federal. ¿Quiere venir a ver algunas fotografías? Quizá
podamos identificar a esta Wynekoop.
—¿Por qué habría de ayudarlo?
—Necesito su colaboración, doctor Novak
—afirmó Anheier con tono amenazador—. Quiero asegurarme de que
usted no está pasando su historia a los diarios, mientras trata de
cubrirse contra toda represalia. Cuanto mayor sea su cooperación,
menos razonable resultará esa teoría. Lo esperaré.
Novak colgó el auricular y lanzó una
maldición. Volvió a beber de la botella de whisky y se dirigió en
taxi hacia el Edificio Federal.
Le dio su nombre al solitario operador del
teletipo, que a esa hora hacía también las veces de encargado de la
mesa de entradas.
—El señor Anheier está en su oficina —dijo
el empleado—. Es ésa.
Novak entró. El hombre alto y sereno lo
saludó y le entregó una fotografía de ocho por diez.
—Es la misma —respondió Novak sin titubear—.
¿Reportera?
Anheier se balanceaba lentamente en su
sillón giratorio.
—Ex reportera —informó—. Es Mary Tyrrel, la
secretaria del senador Bob Hoyt.
Novak parpadeó sin comprender.
—No sé cómo puedo remediarlo —murmuró, y se
dio vuelta para salir, mientras se encogía de hombros.
—Novak —dijo Anheier—, no puedo permitir que
se vaya de aquí.
Tenía una pistola en la mano, y con ella le
apuntaba al ingeniero.
—¿No sabe quién mató a Clifton? —preguntó
Anheier—. Yo lo maté.