CAPÍTULO XXV
Aún no habían consumido los poldenses los víveres que les enviaron del Sur del país; aún les quedaba arenque de Senje y de la isla de Fulgvaer. Transcurrían los días, y la gente lo soportaba bien. La aspiración general era conseguir una pesca abundante, porque sin ella no tendrían salvación.
Joaquín salió con su equipo, patronando la embarcación; pero tuvo que apresurar el regreso debido a la proximidad de la fiesta de san Olaf y porque había que empezar pronto la cosecha de heno. Por lo demás, no vieron signo de arenque en el mar. Algunos barcos de Iter-Polden intentaron pescar con red; pero sin resultados.
—Pues en el mar hay millones de arenques —les dijo Augusto—. Si tuviera tiempo os acompañaría.
¡Claro que había! Pero, según el periódico que leía Joaquín, no daban señales de existencia en ningún punto del mar. Habían desaparecido hasta a lo largo de la costa de Haugesund y del Este de Noruega.
Los vecinos andaban decaídos, Paulina hacía pocas ventas y la Banca permanecía con las puertas cerradas. Carol venía de vez en cuando, con pasos vacilantes y calzando sus chanclos de goma para preguntar cuándo se reuniría el consejo de la Banca. Pero como ni el jefe de la Banca, Rolandsen, ni Augusto acudían por allí, tuvo que desistir.
Augusto se pasaba desde la mañana hasta la noche en su plantación, intrigando a todos, y Rolandsen se había ido a casa de unos parientes, en demanda de ayuda económica. Todo iba mal. Carol, simple por naturaleza, estaba cada vez más desmedrado y despistado. No hacía mucho era un hombre rico. ¿Cómo le había desaparecido el dinero? No le quedaba ni un billete en la cartera, y como era un hombre honrado no la rellenaba de papel de fumar para que abultara. Además, era tan corto de ideas, que ni siquiera lo pensó.
Aún le apreciaban y podía vivir sin que nadie le molestase con indirectas; pero, en cambio, Ana María pasaba la pena negra. Antes, cuando iba a la tienda por café, lo olía para comprobar si tenía buen aroma; pedía dos libras, y se las daban. ¡Pero lo que es ahora! A lo sumo, pedía media libra y aún tenía que estar agradecida si Paulina se la daba.
Lo que más sulfuraba a la gente era el aire que se daba. No miraba al suelo, cabizbaja, sino que andaba con la cabeza erguida, con la mirada fija en cuantos tropezaba, sin bajarla avergonzada. Más le valiera mostrarse compungida delante de los otros parroquianos. Esto le habría hecho bien. Aún era bastante atractiva, y habría merecido simpatías generales si soltara unos pucheritos razonables. Las lágrimas siempre inspiran piedad. Pero Ana María continuaba tan altanera como siempre. ¡Cómo iba a alcanzar así el aprecio de los hombres y la salvación eterna! Se comportó siempre como si su riqueza fuese inagotable. Adoptó dos niños; les dio comida y cariño y los vistió como dos principitos. ¡Dios ciega a quien quiere perder! ¿Qué amparo podrían hallar dos inocentes criaturas en una mujerzuela que mató a un hombre y que fue encarcelada? Tal vez tendría que intervenir pronto en el asunto el cura y las autoridades. Era una mujer degenerada y perversa.
Nadie se apartaba para dejarle paso, ni la trataban de usted. ¡Eso faltaba! ¡Pues no tenía pretensiones la tal! El número 1 se ostentaba sobre su puerta; delante de la casa, se erguían los abetos; tenía cortinas en las ventanas y una butaca tapizada en la sala… Un alarde sinfín. Pero, con todo, era más miserable que la última del pueblo. Poseía una linda casa; pero sin campos ni prados, sin ganado ni caballo… No tenía ni una mala cabra que le proporcionara leche para el café… Sólo le quedaba la triste reliquia de un reducido terreno erial. ¿Y para qué lo quería si no podía llevar a pastar a un solo animal?
Desde detrás del mostrador, Paulina escuchaba aquellas murmuraciones. Tanto Carol como Ana María le tenían sin cuidado; pero su espíritu de justicia se revolvía contra aquellas habladurías.
—No habléis mal de ellos —les dijo con su característica firmeza y rectitud—. Son buenos, aunque creáis lo contrario.
—Carol será muy bueno, pero lo que es Ana María… —alegó uno, no atreviéndose a contradecir completamente a Paulina, a la que debía dinero y a la que necesitaba.
—¡Ojalá les hubiesen imitado otros en hacer el bien a sus semejantes, como ellos han hecho! —observó Paulina, amoscada—. Jamás oí que Carol y Ana María hablasen mal de nadie.
—¡No te enfades, por Dios, Paulina! Ten presente que somos unos ignorantes a merced del Señor.
—¿Qué tenéis que decir del que trajo de Senje dos cargamentos de arenques para mataros el hambre? Allí dejó el último dinero que le quedaba.
—De Carol no tenemos que decir nada —gruñó otro—. Pero de Ana María…
—Ni de Ana María tampoco —le interrumpió Paulina.
—¿Se olvida usted de los humos que se daba cuando repartía las patatas y los granos que nos dio Ezra? ¡Ni que fuese una autoridad! ¿Y la importancia que se dio cuando, por Navidad, distribuyó el regalo de comestibles que usted nos hizo? Pues ha de saber, Paulina, que según se dice…
—¡Basta de chismorreo! Ana María no se quedó ni con una rosquilla ni con una pasa que no le correspondiera.
Hubo un silencio general; pero, al instante, se oyeron nuevos murmullos en voz baja.
—¡No le daba vergüenza escribir sobre un tonel sentaba en la cocina, como si fuese un funcionario!
—Voy a cerrar la tienda porque he de ir al corral. Así que si queréis algo…
Un hombre se acercó al mostrador, humilde, encorvado, con la mirada incierta y la cabeza gacha, señales características del esclavo.
—¿Qué quieres?
—Una libra de margarina. No tengo un céntimo, y sé que debo algo. ¿Verdad que me fiará, Paulina?
—No te fío más.
—Nos falta algo para acompañar el pan.
—Haber ido a pedírselo a Ana María. Te hubiese dado lo que buenamente hubiese podido. Así es ella. Yo soy distinta.
—Sólo media libra…
—¡He dicho que no, y afuera! —respondió Paulina, dando un portazo.
La defensa que había hecho de Carol y Ana María respondía a los imperativos de su noble carácter y a su rectitud. Pero su amor a la justicia resultaba hasta fastidioso. Sabía cómo tratar a los maldicientes.
Lo del corral había sido un pretexto. Al quedarse sola, se puso a examinar los papeles y las cuentas de la Banca. Deseaba poner orden en todo. La Banca de Polden había dejado de funcionar, y, por lo tanto, no había que hacer operaciones de pagos e ingresos. Había convenido con su hermano Joaquín hacer una especie de balance.
Nunca hubo una rendición de cuentas tan rápida y justa. Los préstamos dudosos concedidos con la garantía de Augusto y Carol, les fueron descontados a estos de su propio capital.
—Todo quedará en regla —les diría a los interesados en tono malicioso—. Os quedaréis con todas las casas y granjas de Polden que os dieron como fianza.
En la Banca restaba una bonita cantidad de dinero. Paulina podía estar orgullosa de su honrada administración. Los asientos aparecían con toda claridad y sencillez. A cargo de las acciones no se abonarían sueldos ni otros gastos. Sólo descontó el importe de la caja fuerte, que seguiría estando en su despacho.
Con toda parsimonia, fue llenando sobres, en los que metía el dinero que le correspondía a cada accionista. Seguramente, se pondrían muy contentos al recibir el dinero con tan exigua merma.
El único descontento sería Rolandsen, el jefe de la Banca. Como presumía de aristócrata, nunca quiso trabajar, y el dinero que tomó a cuenta de su capital, le fue descontado de sus acciones, y como además, se reservó Paulina lo que debía en la tienda, el pobre Rolandsen no recibiría un céntimo. A todo esto, es posible que Rolandsen tuviera hipotecada su bonita casa, pues, por lo que había husmeado Paulina a través de la correspondencia, había recibido un considerable préstamo de un vecino de Bodö.
Gabrielsen salió a flote con la ayuda económica de sus parientes ricos que comerciaban en grande y poseían dos magníficas fincas.
Paulina no olvidaba ningún detalle. Después de calcular hasta el céntimo lo que les correspondía a ella y a Joaquín por la compra de la caja fuerte, se rembolsó el sobrante de las quince acciones que poseían entre los dos. Diez y cinco, respectivamente.
Todos acogieron el dinero con júbilo. Lo que más satisfizo a esta mujer enjuta, de exagerada escrupulosidad, fue devolverles el dinero a los vesteralenses Iversen y Lyder Milde; al primero, por encontrarse en situación apurada, y al segundo, francamente, por ser joven, apuesto y bien parecido.
¡Ay, qué Paulina! Nunca se conoce a una mujer a fondo.
El caso fue que ella no quiso cobrar por su trabajo en la Banca; pero a Iversen y Milde les descontó del valor de sus acciones, con toda exactitud, el importe del franqueo, de los sobres y del papel y hasta del lacre. No cabía mayor meticulosidad.
Su última esperanza era adquirir, llegada la ocasión y por un precio razonable, la caja fuerte de la Banca.
En la noche del domingo, se registró un lamentable incidente. Alguien entró en la plantación de Augusto y excavó el terreno. Las plantas habían sido arrancadas y esparcidas por tierra. La maldad era manifiesta. ¿Quién había sido capaz de tan bárbara devastación?
Augusto no se dio cuenta del hecho hasta bien entrada la mañana. Al presenciar aquella ruina, levantó los brazos al cielo, y los dejó caer, profundamente abatido.
Nadie más que Teodoro era capaz de una acción tan vandálica. Aquel imbécil había ido sin duda en busca de patatas.
Augusto desenvainó el estoque, lo contempló, y luego lo enfundó silenciosamente en el bastón. Estaba indeciso, sin saber qué partido tomar… ¡Ay! Tenía que haber pasado la noche en vela, vigilando el campo. Se había confiado excesivamente en las seis tiras de alambre que cercenaban la plantación. En Puerto Rico le hubiera bastado sólo una.
«Pero aquí, en Polden, no hay quien tenga entendimiento ni sentido común —se dijo, reflexionando sobre el caso—. No hay conciencia. Los poldenses no saben reportarse. Eran gentuza, sin sentido de la responsabilidad».
Meditando más detenidamente, llegó a la conclusión de que no podía ser Teodoro. Este se hubiera limitado a cavar un par de plantas, y a alejarse al comprobar que no había patatas. El culpable no sólo había cavado, sino pataleado la tierra, pisoteado las hojas y destruido las plantas. La verde frondosidad de la plantación estaba aplastada.
Era imposible que los animales hubieran saltado la cerca. Un animal…
De repente cesó en sus reflexiones. Augusto respiró. Por su mente pasó una idea con la velocidad de un rayo…
Desenvainó de nuevo el estoque y pasó el índice por la punta. Era un estilete magnífico, triangular y peligroso como una bayoneta. Acertando el golpe, la muerte era segura; desviándolo, la herida sería de las que difícilmente se curan.
Tras reflexionar un rato, guardó el estoque, pero sin acabar de tranquilizarse. Antes al contrario, se puso en guardia. Desde uno de los cobertizos de la playa, le acechaba un hombre, ocultándose como un hurón. Si guardó el estoque fue para tranquilizar al que miraba.
Indeciso, regresó a su casa. Sentía necesidad de consultar con Eduardo, pero este no estaba. La casa estaba vacía y daba una sensación de tranquilidad dominical. Paulina se había ido a la iglesia. Joaquín estaba con Ezra. Y Eduardo descansaba bajo los cinco álamos temblones.
Augusto recogió las escasas hojas que había cogido anteriormente del campo y que estaban en la prensa. Se daban bien; al parecer, carecían de semilla.
Había cuidado asiduamente el campo y tratado con amor las plantas. ¡Oh! Les había consagrado todo su tiempo y todos sus momentos de ocio. ¡Lástima que no les dedicara también sus noches! Cada día, esperaba con ansia la salida del sol para ir a ver cómo se abrían los pericarpios… Toda su ilusión se cifraba en obtener gran cantidad de semillas para emprender en grande la explotación de plantaciones de tabaco en la próxima primavera. ¡Y, ahora, las plantas habían sido arrancadas!
Una vez más, dejaba de sonreírle la fortuna.
Sin poderse dominar, intranquilo, volvió al campo, y sin cruzar la cerca se puso a observar aquella espantosa desolación. Fingía hallarse absorto en la contemplación del doloroso espectáculo; pero, con el rabillo del ojo, miraba disimuladamente hacia la playa. El hombre seguía en su puesto.
¿Se complacía acaso en su aflicción?
No sabiendo qué hacer, Augusto regresó al pueblo. Excitado, pasó por delante de las casas, sin reparar en nadie. De cuando en cuando, encogía los hombros y movía la cabeza, como si no acabara de creer en lo que pasaba. Habían cometido con él una injusticia, un gran pecado. Pero la fechoría tendría un epílogo… del que se acordarían.
Rondó por la calle y volvió a la plantación por tercera vez. Por momentos se sentía más y más enfurecido, con ganas de vengarse. El hombre continuaba al acecho. Sólo sacaba la cabeza.
Augusto simuló regresar hacia el poblado, pero dio un rodeo…
Entró en casa un largo rato después. ¡Había consumado su plan! El hombre probó el temple del acero. Le falló la primera estocada, cegado por la ira, pero acertó con la segunda. Un penetrante grito de dolor rasgó el aire. Luego limpió la pluma del arma en el riachuelo y secó la hoja con la manga de la camisa.
Era cerca de mediodía. Desde lejos vio que el humo salía de la chimenea de su casa. Paulina debía de estar de vuelta de la iglesia y prepararía ya la comida.
Cuando llegó todos le esperaban sentados en torno a la mesa. Hablaban de la sensacional novedad que habían oído en la iglesia. El cura había anunciado el próximo enlace matrimonial del médico Tessesen Lund, soltero, con la joven Esther Teodorsdatter, también soltera.
—¡Ya! —exclamó Augusto, al conocer la noticia.
—En la iglesia se hizo un silencio de muerte —comentó Paulina—. ¡No era de extrañar!
—¿Sabéis que han arrancado mis plantas esta noche? —les comunicó Augusto.
—¿Qué han arrancado tus plantas?
—Sí, todas. No han dejado ni una.
—¡Dios mío! Debe de haber sido un animal.
—No, un hombre.
La noticia de aquella boda era demasiado importante para que los presentes fijaran su atención en lo de Augusto. Lo lamentaron, sí; pero eran incapaces de concentrar su interés en nada que no se relacionara con aquella noticia que corría por toda la comarca con la fuerza de una avalancha. ¡Quien hubiera podido pensar que Esther, la de Teodoro, se 5 casara con un médico! Se había criado en Polden entre harapos y miseria, pero la chica era guapa, con unos ojos que encandilaban, y educada en la escuela de la madre…
—¡Enloquece de bonita! —confirmó Augusto.
Todos estuvieron de acuerdo en que Esther era bonita y lista. Se decía de ella que mascaba carbón, pero no debía ser verdad. El médico era un hombre muy simpático, pero debía tener diez años más que ella.
—¡Qué despecho sentirán algunas jóvenes de las familias más distinguidas del distrito! —dijo Paulina—. Sobre todo, la maestra y la hija del tendero. Las dos estaban presentes cuando se anunció el enlace.
Los comentarios eran para todos los gustos, y Augusto no quedó atrás.
—Yo sabía hace tiempo que la cosa acabaría así. Esther no se dejaba acariciar por el médico, y le rechazó, es decir…, le mordió. Así es que no ha tenido más remedio que pedir su mano.
—¿Y cómo te has enterado? —saltó Paulina, indignada.
—Me lo contó el mismo médico.
—¡A otro perro con ese hueso!
—Además, lo descubrí sin que él me lo dijera. Soy buen amigo del médico. Aún me debe quinientas coronas de una acción.
Terminada la comida, Paulina se levantó y empezó a fregar la cocina. Los tres hombres permanecieron en la sala. Augusto habló de lo sucedido en su plantación. Una excelente cosecha destrozada. Un valor incalculable perdido y miles de coronas desvanecidas…
—¿Qué tenías sembrado? —preguntó Joaquín.
—Como ya no existe, puedo decírtelo: tabaco.
—¿Tabaco auténtico? —exclamó Joaquín, boquiabierto.
Augusto sonrió tristemente, moviendo la cabeza.
—¡Dios mío! ¡De lo mejor que hay! Tabaco de Virginia, de Sumatra y de La Habana, auténtico, de lo mejor que puedas imaginarte. ¡Todo lo ha devastado un ser monstruoso en una noche!
—¿Sabes quién ha sido? —preguntó Eduardo, con su habitual cachaza, tan refractario a la exaltación y tan propenso a resignarse.
—Sí.
—Yo puedo ir a buscarle.
—No es menester. Ya lo he buscado yo.
Joaquín estaba pensativo. Aquellas plantas exóticas le habían llamado la atención; pero no quiso Preguntar, si bien siempre pensó que era tabaco.
—¿Se adapta el tabaco a este clima? —preguntó.
—Ya se ha demostrado que sí. Por si deseas conde varias hojas que tengo en la me ha de enseñar nada en el cultivo experto. En las Indias Occidentales en un distrito donde no podías dar un sin pisar tabaco. Tenía a mis órdenes siete mil trabajadores. Pero aquí, en Polden, no han querido dejarme ni siquiera un pequeño terreno.
—Debiera ver a ese hombre —persistió Eduardo.
—No es preciso. Ya me encargué yo de él.
Joaquín estaba distante de la conversación, como atraído por otra cosa y con el oído atento a un rumor extraño.
—¿Qué pasa en la cocina? —preguntó de pronto, asombrado—. ¿Están llorando?
Los tres hombres se pusieron en pie.
—Sí, lloran —confirmó Augusto.
Paulina entró como una tromba.
—¿Qué has hecho, Augusto? —gritó—. Le has dado una estocada a Cristóbal.
Augusto no contestó.
—Contesta, si quieres.
—Sí, le he dado una estocada.
—¡Vete con Dios, Augusto, y que él te proteja! —exclamó Paulina juntando las manos desesperada.
En aquel momento se presentó la mujer de Cristóbal, desmelenada y llorosa, amenazándole con los puños.
—¡Eres un asesino sanguinario! —le apostrofó—. Pero no te temo. ¡Te cortarán la cabeza, tan cierto como que yo soy una pecadora a los ojos de Dios!
—¡Bah! —murmuró Augusto.
—¡Criminal! ¡Sin que él te provocara, le has acuchillado dos veces…! ¡No sé cómo no le has matado!
—¿Pero vive? —preguntó Augusto.
—Sí, vive, al menos cuando yo le dejé, empapado; en sangre. ¡Corre en busca de un médico, homicida empedernido! Y preséntate a la justicia para que te pongan las esposas.
—Iré, porque he de ver al médico por otro asunto —respondió Augusto.
—¿Eh? ¿Qué tienes otro asunto con él? ¿Cómo te atreves a pensar en otras cosas, sabiendo que Cristóbal se está muriendo?
Paulina quiso llevarse a la mujer, que gritaba como una loca.
—¡Si al menos hubiera habido riña! ¡Le hirió dos veces, sin mediar cuestión alguna! ¡Me ha dicho Cristóbal que ni siquiera hablaron!
—¿Está tu marido empapado en sangre, y no te preocupas de que lo curen? —le decía Paulina.
—Ya ha ido Teodoro a por el médico.
—¿Y estás aquí, en vez de hallarte a su lado?
La mujer se fue, por último, y la tranquilidad reinó en la casa.
—Te has metido en un buen lío, Augusto —dijo Joaquín con la gravedad correspondiente a su cargo de alcalde y como representante de la justicia.
—¿Qué hubieses hecho tú si te hubiesen destruido los campos de patatas?
—Proceder de acuerdo con la ley.
—¿También tratándose de un tipo como Cristóbal? Venga, hombre.
Anochecía ya cuando, rondando por la calle con su pipa y su bastón, oyó que le llamaban. Era Eduardo.
—Augusto, el médico te está esperando en casa. Quiere hablarte.
—Supongo que querrá pagarme el resto de la acción que le vendí. Es un hombre muy simpático. Se casa con una chica espléndida. Es una honra para Polden que se case con ella. La boda debería celebrarse aquí. Mira, Eduardo, estoy por decirte que de todos tus hijos ilegítimos… Bueno, el caso es que Juana no se queda atrás. Pero…
—¿Quieres callarte?
Anduvieron en silencio. El médico, acomodado en una silla, tomaba café y saboreaba unos pasteles, mientras fumaba.
—¡Buena la has hecho, Augusto! —exclamó al verle—. ¡Estás aviado!
—¿Qué pasa?
—Cristóbal dice que no medió cuestión entre vosotros.
—Desde luego.
—Dice que te acercaste a él gateando y que le agrediste a traición.
—Di un rodeo. Pero debió advertir que me aproximaba. No hice ruido por no asustarle.
—¿Te desafió?
—Sí. En vez de huir, me hizo frente.
—Y entonces desenvainaste el estoque.
—No. Como él había declarado que tenía ganas de ver mi estoque, le pregunté si quería que se lo enseñara.
—¿Y qué te contestó?
—No recuerdo. Sepa, señor médico, que Cristóbal se distingue por sus bravatas y sus mentiras. No iba a entablar conversación con un hombre así.
—Y entonces le heriste con el arma.
—Sí, por haberme destrozado mis plantas la noche pasada.
—Eso me han dicho. Dice que le pinchaste dos veces. Pero yo sólo le encuentro una herida.
—Es muy exagerado. La primera vez fallé el viaje porque estaba en una posición inadecuada. Además, no estaba entrenado.
—¿Que no estabas entrenado?
—No, señor. En América del Sur y en otras tierras, acertaba al primer intento. No marraba. Pero esto no quiere decir que yo haya matado a nadie.
—Eso no me compete, pues no soy policía. Tengo entendido que te van a denunciar.
—¿Y qué? Me ha pisoteado tabaco por valor de muchos miles de coronas.
—¿Sabes cultivar tabaco?
—¿Le extraña, señor médico? —respondió Augusto, con una sonrisa de suficiencia—. He tenido plantaciones de tabaco en la India holandesa y he tenido bajo mi mandato a diecisiete mil hombres. Y eso que la mía era una de las plantaciones más pequeñas. En las próximas a la mía trabajaban treinta y cinco mil.
—Bien. Pero si te interrogo no me tomes por policía. Me gusta hablar contigo como un antiguo cliente.
—Por cierto, que las gotas que usted me recetó me fueron muy bien.
—¿Quieres enseñarme tu bastón?
—¡Es original! —exclamó Augusto con orgullo, poniéndolo en sus manos.
—Me han dicho que tú ayudaste a Cristóbal a levantar su casa —le dijo el médico, mientras examinaba el arma.
Paulina lo confirmó, con gestos aprobatorios.
—Gracias a mí hubo una casa más en Polden —respondió Augusto como despreocupado del dinero que había tirado con tal motivo—. La cantidad no vale la pena. Cuando vuelva a recorrer el mundo, ya procuraré amontonar dinero. Empezaré, por ejemplo, dedicándome al gusano de seda en China.
Joaquín, que asistía a la escena con la máxima benevolencia que puede tener un alcalde, se creyó obligado a intervenir en aquel punto para que la imaginación de Augusto no se desbordase.
—Augusto, el médico me ha dado la grata noticia de que la herida de Cristóbal no es mortal.
—Eso me tranquiliza.
—Has tenido suerte —subrayó el médico—. El arma tropezó con una costilla.
—No estaba en posición —adujo Augusto, como si se disculpara por su falta de destreza.
—Cuando presenten la denuncia, te detendrán y serás encarcelado —añadió el médico—. No se podrá evitar. Además, tendrás que pagar a Cristóbal una indemnización.
—El dinero me importa menos que un comino. No será mucho. Pero como Cristóbal me ha destruido una plantación que valía miles de coronas, exigiré que la tasen.
—Lo de la indemnización, tal vez pueda arreglarse. Pero serás juzgado por homicidio y te condenarán a muchos años de presidio.
—No tengo tiempo para estar en la cárcel.
—Eso mismo creo yo.
—¡De ningún modo! —exclamó Augusto, resuelto—. ¡Qué sería de los proyectos que llevo entre manos y de mis negocios en el extranjero! ¡Eso es imposible!
—¿Conoces al preboste?
—No —respondió Augusto.
—Si fueses amigo suyo, podría hacer mucho en tu ayuda.
—Es un mentecato, y ni siquiera iré a verle. Al que veré es al gobernador, y se lo explicaré todo. Lo conozco mucho.
—Pues mejor que mejor. Cristóbal me ha asegurado que te denunciará.
—Es un desgraciado. Ya sabe usted que le facilité un solar y que le di el dinero para hacerse la casa.
—También me ha dicho Paulina que tú le diste el dinero de la vaca que él le robó.
—Sí, señor, pagué el animal que se llevó del establo del señor alcalde. He sido el protector de este bellaco que ahora quiere denunciarme por haber abierto un agujero en su pecho.
—Te anuncio que la herida es grave.
—¿Y puede morir? —le interrogó Augusto, vivamente interesado—. Pero se salvará, seguramente. A mí me han dado, por lo menos, seis cuchilladas en esta vida, y llevo muchas balas de revólver en el cuerpo. Por esto mismo no me dejaron subir en un avión en el aeródromo de Barbados, por exceso de peso debido al plomo de las balas. Y no denuncié nunca a nadie.
—Créeme, Augusto. Si yo estuviese en tu lugar, no andaría por el mundo con este bastón —dijo el médico, devolviéndoselo—. Lo mejor será que no te lo lleves a América del Sur.