CAPÍTULO XII

Augusto rehuyó todo encuentro con Ana María en los días siguientes. Se había excitado en sus promesas y esto le desasosegaba. Al darse cuenta de que ella le buscaba, decidió marchar a la parte Este de la comarca, donde esperaba encontrar a los niños que le había pedido. Se acicaló con esmero, y se puso sus mejores ropas, en las que predominaba el color rojo.

Tenía pocas esperanzas porque los habitantes de aquella parte del distrito presumían mucho y no habrían de ceder niños a nadie. Primeramente, se entrevistó con el cura. No le podía ayudar en lo que deseaba. El capellán, Tweito, era forastero y aún no conocía bastante a sus feligreses.

Augusto se encaminó seguidamente a casa del preboste. Era el más indicado para conocer a las familias más necesitadas de dinero, por cuanto asumía la misión de embargar a los que no pagaban las contribuciones.

—¡Conque dos niños pobres! ¡Ni uno! —le contestó.

Y como el preboste era un patriota y se sentía orgulloso de su comarca, aconsejó a Augusto que los buscara en Polden.

—Allí encontrarás cuantos quieras —añadió.

Estas palabras sonaban a burla. Augusto se dispuso a pagarle con la misma moneda. Además, aquel joven, hijo del preboste anterior, al que todo el vecindario estimó mucho, le era francamente antipático. Aun siendo un buen mozo, pecaba de engreído, y su poca inteligencia se revelaba en su tontería. Augusto no tenía pelos en la lengua y sus respuestas eran rápidas. Pero, esta vez, se contuvo, y le habló con una calma matizada de ironía.

—En mi caserío hay muchas cosas. Pero no niños pobres. Por eso vine a buscarlos por aquí.

—¡Ja, ja, ja! —prorrumpió el otro—. ¡En Polden no hay más que arenques y más arenques!

—Sí, también tenemos arenques, y muchas cosas que no se sueñan en esta comarca.

—Tal vez —contestó el preboste amoscado—. Pero lo que no puedes negar es que existe alguna diferencia entre un tipo como tú y el preboste con quien estás hablando.

—Desde luego. Tengo la suficiente educación para expresarte que no sentiría por ti la estimación que siento por mí mismo.

El preboste se quedó perplejo. Su rostro carecía de expresión en el momento en que Augusto se despidió para salir.

Le inquietaba la vuelta al caserío, sin haber logrado nada. El apuro era mayor cada vez. Tenía que encontrar a los dos niños que buscaba, fuese como fuese. Convencido de que siendo él forastero nada habría de conseguir, ni aun recorriendo casa por casa, resolvió visitar al sacristán. Y este le dio algunas esperanzas.

Resultó que el sacristán Johnsen era, al mismo tiempo, el maestro de escuela.

—Podría ser que entre los niños…, quizá…

Desde luego, no indicó a nadie en particular; pero Augusto, animado al entrever una posible solución, entabló conversación con el sacristán. Su propósito era poner como chupa de dómine[3] al párroco y al preboste. Le importaba un camino que lo supieran o no. Pero necesitando desahogarse, empezó por el cura. Este era de Helgeland. Alardeaba mucho, y, a lo mejor, estaba lleno de piojos. Por lo menos, no se limpiaba la nariz. Había que ver cómo iba vestido. Parecía más bien el capitán de un transatlántico. Llevaba unas gruesas trencillas de oro en torno de la gorra y en las bocamangas de su uniforme, y estrellas doradas en las solapas. Lucía cadena y reloj de oro, pluma de oro, pitillera de oro, anillo de oro… Oro y siempre oro. Pero este capellán, este empecatado Tweito era un indígena que, no obstante sus palabras rebuscadas, no había dejado de mascar astillas. Servía para tan poco que, verdaderamente, no cabía encontrar otro peor.

El sacristán se limitaba a sonreír, con el afán de atajar la verborrea de Augusto y evitar que iniciara el ataque del preboste, Johnsen; y, sin asegurarle nada, insistió en que le interesaba su petición. Quizás el herrero pudiera atenderle. Se llamaba Eide Nikolaisen, y hacía un par de años que se había establecido en la comarca con su familia, compuesta de la mujer y muchos niños pequeños. Era oriundo de Stokmarknes y tan pobre que él y los suyos subsistían gracias a la caridad pública. Debía visitarle. Claro que el herrero no era hombre de conducta impecable. La policía le vigilaba; la mujer era una desventurada que se mataba trabajando; pero los niños podían ser buenos.

—Los padres no me importan —observó Augusto, coincidiendo con el parecer del sacristán—. Es posible que esos niños lleguen a gobernadores o ministros el día de mañana. He visto casos de estos en el mundo. Había un rey en las Indias que no tuvo camisa hasta que yo le regalé unas cuantas la primera vez que dio un baile, en palacio…

El miedo borró toda expresión del rostro del sacristán. Miraba a Augusto como si se tratara de un loco, y para librarse de él, le dijo:

—Vaya a ver al herrero, que algo sacará.

En efecto, Augusto tuvo suerte con el herrero. Pronto llegaron a un acuerdo respecto a la entrega de dos de los niños, de vinos cinco o seis años de edad, al parecer. Ambos estaban flacos y tenían los ojos grandes. Para su edad, había crecido mucho. Revelaban un gran abandono, y a lo mejor resultaban dos rapaces de cuidado. Pero, con todo, se daba por afortunado. Tenían los ojos azules y las piernas fuertes. Ana María se alegraría cuando los viera.

De momento, se concertó un acuerdo provisional.

El asunto se trataría definitivamente cuando viniese la madre adoptiva, que tal vez se presentaría al día siguiente, a recoger a los niños. El herrero se avino a todo, e incluso parecía satisfecho. La madre acabó llorando, con el consiguiente sobresalto de los niños.

Augusto, el valiente marinero, se emocionó: ¡Diantre! ¡Qué desagradable era aquello! ¿Por qué se habría metido en tan delicado asunto?

—Toma —le dijo a la madre entregándole unos billetes—. ¡Cómprales alguna cosita y déjate de llorar! ¡No pases pena ni te disgustes! Los que quieren adoptar a tus pequeños son buena gente.

La madre siguió llorando a lágrima viva. Tenía la sensación de haber vendido a sus hijos por dinero. Augusto le decía para consolarla:

—Cuando haya pasado algún tiempo, si quieres, los niños volverán a tu lado. Todo se arreglará. No llores, mujer, que a nada te obligas.

Augusto había recobrado todo su aplomo al regresar al caserío. Su viaje había sido satisfactorio.

—¡Ya estarás contenta, Ana María! ¡Tendrás dos chiquillos!

Este fue su saludo al llegar.

—¡Psé! —respondió Ana María, indecisa.

Sin duda, era otra la solución que ella deseaba. Con medias palabras aludió a cierto plan que él le había insinuado días antes. Augusto se disculpó alegando que, en tal caso, habría tenido que esperar casi un año.

—No debes olvidar —subrayó— que estos niños proceden de la parte más señorial del distrito. Ha sido un triunfo, ¡un gran triunfo! Pero si no te gusta esta solución —añadió Augusto como si se sintiera molesto—, adoptaré yo a los niños. En mi vida he visto niños tan hermosos y excepcionales. No me sorprendería que acabaran siendo dos personajes de importancia.

Todo se arregló satisfactoriamente. Ana María regresó a su casa sin prisas, acompañada de los niños, a los que llevó a lo largo del camino ora en brazos ora andando, cogidos de la manita.

Cuidaba de ellos amorosamente, les daba de comer, los llevaba a la tienda de Paulina para que todos los viesen, y, además de la ropa que necesitaban, les compraba cuanto le pedían. Hasta se pasó algunos días pegada a la silla, cosiendo, haciéndoles su ajuar. Estaba muy ocupada.

Los chiquillos lo pasaban bien. Desde la mañana a la noche, desbordaban de vida, entre risas y juegos que les alegraban. Comían bien y se desarrollaban mejor. Jugaban con los niños de la vecindad, y cuando sonaba la hora de dormir, se metían en la cama cansados, pero contentos. De cuando en cuando, sentían la nostalgia de sus padres y lloraban amargamente un rato. Esto era comprensible tratándose de criaturas; pero Ana María les consolaba con sus mañas. Dos veces pidieron los niños ver a sus padres, y las dos veces los llevó a su casa para que cumplieran su deseo. Mas los dos ahijados regresaron voluntariamente con Ana María. En otra ocasión, le pidieron que les dejara unos cuantos días en su comarca para que sus amiguitos vieran lo bien vestidos que iban. Pero a las cuarenta y ocho horas de estar allá, la misma madre tuvo que devolverlos a Polden. El momento de separarse la madre y los hijos resultó algo triste, y los niños olvidaron su aflicción cuando el padre adoptivo les regaló sendas hachas, mientras les decía:

—Con estas hachas, me ayudaréis a cortar leña y ganaréis dinero para compraros golosinas. ¿Os parece bien?

Carol se entretenía mucho con los chicos. Le complacía tenerlos a su lado. Ellos le miraban con ojos inocentes y le hacían mil preguntas:

—¿No has visto a los diablos que se esconden detrás de la casa? Cuando yo salgo, me asustan con sus gritos.

Cuando Carol no podía entretenerse con ellos por tener que ausentarse, les amenazaba con la mano mientras sonreía y les decía cariñosamente:

—¡A ver si sois buenos, porque si no, cuando yo vuelva…!

Estaba contento de haberlos adoptado. Ahora, dormía solo en el dormitorio grande porque Ana María se acostaba en la sala donde ella dormía a los niños, para ayudarles si la necesitaban. Carol llevaba una vida sosegada y tranquila, siempre alegre. Había alcanzado la meta soñada en punto a bienestar y reputación personal. No acostumbraba a mostrarse desdeñoso con las gentes que se cruzaban en su camino, como hacían otros más orgullosos, que se limitaban a saludar con tina fría reverencia, ni perdía el tiempo con los inveterados charlatanes que no salían del tema climatológico, sino que, a los pocos momentos de oír hablar del viento y de la lluvia, sacaba su reloj, y decía:

—Bien quisiera conversar otro rato contigo, pero me precisa asistir a una junta del Banco.

¡Cuánto había cambiado su vida!

Estas reuniones bancarias tenían una importancia extraordinaria. Muchos poldenses, y hasta gente de la comarca, todos conocidos, solicitaban créditos, y aunque sus fiadores no eran muy solventes, no era cosa de negarles un dinero que necesitaban para ponerse a tono con las circunstancias actuales.

Augusto y Carol opinaban que no debía negarse el dinero a los solicitantes; pero Paulina, que conocía el terreno que pisaba, se oponía a ello. La mayor parte de los que solicitaban préstamos no merecían su confianza, y como su criterio no obtuvo la conformidad de los demás, presentó la dimisión de su cargo.

Al verse solos Augusto y Carol, más que a prestar se dedicaban a regalar miles de coronas. Así es que las cosas comenzaron a ir tan mal que ellos mismos reconociéndolo así, quisieron frenar.

Con todo, Augusto no se avenía a servir de freno.

—¡Oh! ¿Qué pasaría si negásemos los créditos? —preguntaba—. Pues que todo se acabaría y cesaría el movimiento y el intercambio. Antes de que pare la actividad, prefiero que se lo lleve todo el diablo.

Le había tomado gusto al manejo del dinero de la Banca, porque su administración le permitía contribuir al bienestar de la gente. Los que solicitaban algún préstamo, acudían a él sabiéndole todopoderoso. «La Banca de Augusto», solían decir. Carol ya no pintaba nada. A lo sumo, Augusto invocaba el nombre de Carol cuando los dos fiadores propuestos no le inspiraban confianza.

—Vayan a ver a Carol —les recomendaba—. Tal vez él les conceda el préstamo.

Paulina presentía con indignación e inquietud el peligro que corrían las cinco mil coronas aportadas por su hermano mayor. Las cinco acciones de Joaquín y las diez suyas le importaban poco; pero quería salvar el dinero de su hermano, aquel hombre reservado e incapaz de defender sus intereses.

—Eso de la Banca acabará mal —le dijo un día a Augusto—. Vais a dejar a Eduardo sin un céntimo.

—No te preocupes —le contestó Augusto, sonriendo y asegurándole que no tuviera cuidado.

—La caja está casi vacía.

—¿Vacía? Tú lo sabes mejor que nadie, puesto que guardas el dinero.

—Hay menos dinero que cuando empezasteis.

—Pero, mujer, al empezar, no teníamos los valores en reserva que tenemos hoy.

Augusto le enumeró a continuación la lista de fiadores, las hipotecas sobre las casas, los préstamos sobre fincas en construcción, etc. En resumen, la Banca poseía todas las casas modernas de una magnífica calle nueva de Polden.

—¿Teníamos tanta riqueza al empezar?

—Sólo le pido a Dios —dijo Paulina por toda respuesta— que Eduardo salga del paso sin perder un céntimo.

—Eduardo quedará siempre a salvo. No te preocupes por él —le aseguró Augusto, sonriente y tranquilizador.

La Banca iba prosperando como una bendición de Dios. Augusto y Carol trabajaban en ella incansablemente. Augusto no renunciaba a su omnipotencia en favor de nadie.

Pero, al llegar la caja fuerte, el poder se desplazó a otras manos.

¡Dios mío, qué caja! Grande como una casa; la embarcación de pesca tuvo que salir al encuentro del vapor para traerla. Y al llegar a la ensenada de Polden, se necesitaron dos caballos y ocho hombres para poder arrastrarla desde la playa.

—He visto cajas diez veces más grandes —fue el consuelo que les dio Augusto.

—¿Adónde hay que llevar la caja?

Querían transportarla a la tienda; pero Paulina se negó rotundamente.

Rolandsen, el jefe de Banca, ofreció su casa, pues estaba impaciente por tener esta magnífica caja en su nuevo chalet. Era negra, con adornos dorados y manilla de plata. La pondría en un sitio adecuado, en el salón, entre el sofá y el espejo…

—¿Por qué no quieres alojar esta caja tan estupenda en tu casa, Paulina? —le preguntó Augusto.

Y Paulina contestó, seca:

—Porque hundiría el suelo.

—Haremos un basamento —insistió Augusto.

No fue cosa fácil llegar a un acuerdo, pues costó Dios y ayuda convencerla. Ocho hombres y dos caballos estaban esperando la solución; pero eso a ella no le importaba en absoluto. La tenían enfurecida los dudosos préstamos que Augusto y Carol habían concedido a pesar de sus protestas.

—Admito que hemos sido unos idiotas al prestar tanto dinero —dijo Augusto para calmarla.

—No quiero tener nada que ver con vuestra Banca —continuó Paulina, furiosa—. Venid a recoger el dinero. No quiero guardarlo.

Los ocho hombres y los dos caballos estaban esperando impacientes.

Augusto hablaba con voz dulce y persuasiva a aquella furiosa oponente.

—Haznos el favor de admitir la caja en tu casa. Tú eres la persona indicada, ya que también administras el Correo, los seguros y la tienda. No es conveniente instalar la caja en otra casa que no sea la tuya. Tú, sólo tú debes guardar el dinero de Eduardo, y el de todos.

El nombre de Eduardo tuvo un poder mágico. Paulina se quedó parada, pensativa.

—Bien, de acuerdo. Pero habrá que hacer obras para reforzar la casa —decidió al fin.

Dicho esto, se fue.

En efecto, reforzaron los fundamentos y apuntalaron las vigas, y aún hubo que construir un anexo, ya que la caja ocupaba todo un cuarto. Todas estas obras las efectuó Eduardo con ayuda de dos hombres. La Banca pagó el trabajo.

Llegó el día en que había de ser abierta la caja para meter el dinero. Pero nadie acertaba con la cerradura. Desde luego, aquellas cerraduras debían ser inviolables a los ladrones y a los empleados rapaces; pero como sólo habían de manejarla personas de toda confianza, no había porqué hacerlo tan… Augusto iba perdiendo la calma. ¡Qué diablos era aquello! Torcía la manilla, manipulaba la palanca provista de letras y números; pero todos sus esfuerzos resultaban inútiles. Aquel mecanismo era un enigma, un rompecabezas ideado por Satanás. Carol se acercó a la caja con el designio de arrancarle su secreto. Teodoro llegó en aquel momento con el correo y se puso a fisgonear. Como le gustaba meterse en todo, metió baza:

—¿Por qué no arrancáis la parte de detrás?

Augusto no le hizo caso, y continuó manipulando con la manilla, siempre sin resultado. Estaba a punto de reventar y murmuraba entre dientes:

—¡Deberíamos devolverla y tirársela a la cara al fabricante!

Teodoro pasó a la tienda para pedirle a Paulina unas tenazas, con las que quería abrir la caja; pero los demás se rieron de su pretensión. Entonces, propuso llamar al herrero, Eide Nikolaisen, para que la abriese con una ganzúa.

—¡Eres un idiota! —gruñó Augusto—. ¿Qué sacas con estar mirando?

Augusto estaba iracundo. Repetidas veces, preguntó por Joaquín; pero nadie sabía donde se hallaba. Pasado un buen rato de forcejeos inútiles, entró Paulina para anunciarles que la comida estaba en la mesa. Y encontrándose con Teodoro, le dijo:

—Devuélveme las tenazas.

—¿Qué tenazas? No sé nada… ¡Ah, sí! ¡Las había olvidado!

Y sacándolas de un bolsillo, las devolvió con esfuerzo.

En este punto, llegó Joaquín y pasaron todos al comedor. Ya sentados, Augusto empezó a soltar denuestos contra la caja. Al oír que Teodoro había propuesto volar la caja, Joaquín se echó a reír a carcajadas. La risa contagió a Augusto, y los dos se regocijaban al pensar en la disparatada solución de Teodoro.

Luego, este propuso arrancar la plancha de detrás…

Joaquín y Augusto renovaron sus carcajadas. Eduardo era el único que no participaba del regocijo general. La comida transcurrió entre risas hasta que Augusto se puso en pie para continuar rompiéndose la cabeza con la misteriosa cerradura. Paulina le comunicó que había llegado para él una carta que debía ser importante, ya que venía certificada.

—La esperaba hace tiempo —contestó—. Tratará de un gran negocio que tengo en el extranjero.

La carta era de la fábrica de cajas fuertes, y les traía la solución del enigma. El fabricante se limitaba a explicar la combinación para abrir y cerrar la caja. Primero, había que pulsar el número tal y la letra cual, y luego, dar la vuelta a la palanca hacia la izquierda. Tras esto, se abriría la caja. El caso era de risa, y, esta vez, rieron de satisfacción.

—¡Qué idiotas hemos sido! Unas vueltas hacia aquí y otras vueltas hacia allí, y ya la tenemos abierta. ¡Es sencillísimo! ¡Dios mío! Nos hemos portado como tontos.

La carta del fabricante terminaba recomendando que la combinación se mantuviese en secreto. Claro está que Augusto no la daría a conocer a cualquiera. Tomó a su cargo la misión de hacer girar la placa; pero antes de intentarlo, rogó a los presentes que se ausentaran, pues nadie podía presenciar sus maniobras.

Al quedarse solo, Augusto examinó las instrucciones de la carta y se dispuso a seguirlas. Torció la placa en las direcciones que le indicaban; pero la caja no se abrió. Entonces llamó a Joaquín.

—¿Qué te pasa? —le preguntó este.

—No doy con el secreto de esta maldita caja —rezongó Augusto—. Se necesita maña, ¿sabes? Todo consiste en una pequeñísima vuelta a derecha e izquierda; eso es todo. Pero parece que el diablo se haya metido en la caja.

—Llama a Teodoro —le dijo Joaquín, riendo.

—¡No estoy para bromas! —exclamó Augusto, rabioso—. A ver si puedes ayudarme. ¡Estoy a punto de perder la paciencia!

—Perdóname. Yo no soy más que tú. No entiendo estas cajas.

—¡Pero tú eres el alcalde! —le dijo Augusto para halagar su vanidad y conseguir su ayuda.

—Que te ayude Paulina —dijo Joaquín, marchándose.

En efecto, Paulina abrió la caja, una vez leídas las instrucciones de la carta.

Ella era la persona indicada para poseer el secreto de la combinación de la caja, puesto que gozaba de la confianza de todos. Paulina se guardó la carta sin decir una palabra. El secreto estaba bien seguro en sus manos.

La Banca de Préstamos de Polden continuó trabajando con toda tranquilidad, prescindiendo de la ley y de las autoridades del ramo. Lo que menos preocupaba a sus dirigentes era obtener beneficios.

Era una Banca muy indulgente.

Concedía préstamos bajo fianza y, alguna que otra vez, ingresaba en ella dinero gente de Iter-Polden a la que le sobraba mucho.

Como la cosa no iba tan mal, Paulina se reintegró al Consejo, constituido por Carol, Augusto y ella. Ahora, aunque Augusto y Carol disintiesen de Paulina, ya no podían hacer efectivos los créditos dudosos porque, poseyendo ella sola la combinación, no podían disponer a su antojo de los fondos de la caja.

Estos se habían reducido considerablemente, y el bajón fue aún más fuerte al pagarse el recibo de la caja. Paulina habló a sus compañeros del peligro que estaban corriendo, y les anunció que desde aquel punto y hora se encargaría ella de que no saliese más dinero del que se ingresaba. Se convirtió en la verdadera providencia de la Banca.

Y así pasaron bastantes meses. Había motivos para afirmar que Polden tenía las características de pueblo: una bonita calle con casas a ambos lados, una ensenada renombrada por su pesca, oficina de Correos y una Banca de Préstamos.

Augusto comprendía, sin embargo, que hubiera sido imprudente plantear en este momento el problema de un edificio bancario, tanto más cuanto que proyectaba construirlo de piedra y con sótano. En cambio, no cesaba de recomendarle al alcalde que emprendiese las obras de la Casa Municipal.

—Eso no corre prisa —le contestaba Joaquín.

—Sí que corre prisa desde el momento que no se construyen más casas y Eduardo se encuentra sin trabajo.

—No tenemos bastante dinero.

—Solicita un préstamo. No creo que Paulina se oponga.

Sus apremios fueron inútiles: Joaquín no se dejó influir y se mantuvo terco en su decisión.

¿Para qué servía que Polden se hubiera convertido en un pueblo si los mismos poldenses pasaban los días inactivos? Augusto veía con disgusto que nadie se afanaba por nada. Y para acabar con tanta ociosidad, concibió una nueva idea.

—Cada casa debería tener un número —propuso.

—¿Para qué? —preguntó el viejo Carol.

—Es lo que se acostumbra a hacer en todos los pueblos. A ti te daré el número 1.

Carol se avino a ello; pero su casa fue la única que ostentó el número. Nadie le imitó por no molestarse, pues la gente se había hecho comodona. Tampoco atraía a nadie la idea de construir la fábrica de harina de arenque. Para ello no se necesitaba el apoyo de la Banca, pues bastaba que se asociasen las personas directamente interesadas en el negocio para que la fábrica fuese una realidad con la simple aportación de los accionistas. Esta fábrica infundiría cierta actividad industrial, y la vida sería más intensa en el pueblo al fomentarse la riqueza. Pero allí todo parecía imposible. Polden era un pueblo muerto.

Augusto discutió el asunto de la fábrica con Carol. Era el único que le prometía su ayuda económica. Le ofreció parte de su dinero para poner en marcha la empresa. Los demás se inhibieron totalmente. No obstante, atosigaba a Ezra, a Joaquín, al patrón Gabrielsen y a Rolandsen, jefe de la Banca. Destrozó los zapatos recorriendo la parte Norte de la comarca para propagar la idea, pero sin convencer a uno solo de los requeridos por él. Todos le contestaban invariablemente que apenas si contaban con medios para vivir.

Entonces, recurrió a los armadores y a los equipos de la ensenada exterior. Aquí, esperaba obtener un resultado importante, ganándose la voluntad del patrón Ottesen, aquel que se quedó con las ganas de adquirir un solar en el pueblo. Durante la última temporada, gozaba de una reputación envidiable, lo mismo entre los compradores que entre los pescadores. Siempre se mostró dispuesto a secundarle en cuanto proponía y Augusto contaba con él. Le saludó con muestras de respeto, como si fuese un presidente o un gobernador.

—Debierais uniros todos para construir una fábrica —les habló a los que constituían los equipos de pesca.

—No tendremos inconveniente si Ottesen entra con nosotros.

Pero Ottesen no quiso. Parecía poseído por el demonio de la vanidad. Su suerte le había hecho orgulloso y estaba resentido por no haber conseguido el solar que deseaba. Augusto no pensaba cederle el pequeño terreno que poseía y que constituía su única reserva en el caso de que fallaran sus proyectos. «Nunca se sabe donde puede conducimos la desgracia», se decía. La fortuna no siempre le había tratado con indulgencia.

En este trozo de tierra que aró y cercó Roderik, iba a sembrar… una semilla que daría una planta de hojas grandes… Augusto veía con los ojos de la imaginación el momento en que los poldenses habrían de mostrarse más asombrados que si observaran el mundo a través de un cristal de colores.

Tenía que persuadir a Ottesen de la conveniencia de suscribir acciones de la fábrica.

—Quizá con mucha maña…

Esta creencia le animó y se fue a verle.

—Oiga, Ottesen. ¿Ha reflexionado usted sobre lo que le dije?

—No me acuerdo de qué se trataba.

—Usted ha de quedarse en el pueblo. Carol está derribando el granero…

—No quiero ni oír hablar de eso —le atajó secamente Ottesen.

—Bien, bien —contestó Augusto, dócilmente—. Comprendo que no le interese ese solar tan arrinconado. No pierda de vista que el dueño del granero es el hombre más rico de Polden. ¿Y si yo le ofreciera a usted mi pedazo de tierra de labranza?

—¿Para qué me serviría? —preguntó Ottesen, ya menos altivo.

—Allí, podría usted plantar un jardín con árboles exóticos, surtidores de agua… Sé muy bien lo que cabría hacer —le dijo Augusto.

Tras un breve diálogo, se pusieron de acuerdo. Augusto sacrificó su terreno con el propósito de que el otro accediese a sus deseos. Augusto empezó a exaltar la importancia de la fábrica proyectada. Ottesen se resistía alegando que no le seducía el asunto. En el distrito donde estaba avecindado hubo que abandonar una fábrica de harina de arenque por falta de primeras materias. Y allí continuaba el edificio, de cemento, grande, sólido, costoso, pero que no servía ni para almacenar botes.

Ottesen no se dejaba convencer, pero Augusto no renunciaba a seducirle.

—Precisamente, es la primera materia lo que nos sobra en Polden —afirmó Augusto—. En todo el país no hay quien tenga más pescado que nosotros. Además, contamos con el apoyo de un importante hombre de negocios que ha venido al pueblo a informarse sobre la fábrica y que tomará muchas acciones, si le facilitamos un solar.

—¿Quién es?

—No estoy autorizado para decirlo. Pero yo quisiera contarle a usted entre los accionistas antes de dar entrada a ese hombre en nuestro grupo. Se trata de un señor de solvencia, aunque no es tan digno de confianza como usted.

—¿De qué parte es?

—Del Sur.

—Entonces, ya me figuro de quién se trata —observó Ottesen, pensativo—. ¿Cuánto dinero quiere aportar?

—Tres mil coronas —contestó Augusto sin pestañear—. Ya sabe que no soy exagerado.

—¡Tres mil! ¡Eso es una gota de agua en el mar! —gruñó Ottesen—. Yo aportaré cinco mil.

—¡Magnífico! —exclamó Augusto con aires de triunfador.

Ottesen quiso darle a Augusto la sensación de que trataba con un verdadero prohombre, y no con un cualquiera que se dejaba engatusar por el primero que llega.

—Uno de mi equipo irá con el dinero. ¿Dónde hay que entregarlo?

—En la Banca, mediante recibo.

—Está bien —repuso Ottesen dando por terminada la conversación.

Observó el viento y anunció que se aproximaba un temporal. Sustituyó el sombrero por el sueste y se embutió en el impermeable.

—Voy a ver donde está la red.

—En cuanto a mi pedazo de tierra —le dijo Augusto—, haremos un contratito.

—Conforme. Prepárelo.

Y desfiló delante de Augusto como si este no existiera.

Se llegó hasta donde estaban ancladas las embarcaciones y aconsejó que reforzaran las amarras porque se acercaba un fuerte temporal. Seguidamente, Ottesen izó la vela y se fue mar adentro, solo.

¡Qué diablo de hombre, tan resuelto y emprendedor! Navegaba sin miedo, valiente, soberbio, maniobrando con asombrosa rapidez y seguridad. Los capitanes le tenían tanta fe que apenas anunció el temporal amarraron sus barcas fuertemente.