CAPÍTULO VII
Un día, Augusto se presentó en casa de Carol para disculparse por no haberle pagado el solar antes de emprender su último viaje. Carol le dijo que no tenía por qué mencionar cosa tan insignificante, y le preguntó dónde había estado. Augusto le contestó que llevaba entre manos un asunto muy importante, tan importante que le interesaba hasta en lo más recóndito de su alma. Al oír esto, Ana María y Carol se quedaron pasmados, con la boca abierta.
—Recibí un telegrama de Alstahoug —continuó diciendo Augusto—. ¿Os acordáis del lugar de dónde partió el cura Peter Dass con dirección a Copenhague, montado en la espalda del mismísimo diablo? Cuando recibo esta clase de telegramas no tengo más remedio que salir pitando.
—¡Dios mío, ampárame! —murmuró Ana María asustada y curiosa a la vez.
—¿De qué se trataba? —preguntó Carol, inocentemente.
—Nadie tiene que saberlo —respondió Augusto meneando la cabeza—. Así que no hagáis preguntas. El secreto está escondido bajo siete llaves.
Ana María levantó los brazos como pidiendo socorro, y le miró con ojos llenos de espanto.
—¡Te tengo miedo, Augusto!
Pero Ana María era muy lista y no le temía en absoluto.
Hubo un momento de silencio en que Augusto parecía estar muerto. Hasta dejó de pestañear y sus ojos azul claro estaban exentos de expresión. De repente, dejó de simular su estado de difunto, se sonrió, y dijo:
—¡No soy peligroso!
—¡Claro que no es peligroso Augusto! —exclamó Carol mirando de reojo a esta lúgubre persona—. ¡Si te conocemos desde la infancia, Augusto! No entiendo tu comportamiento, Ana María. Para que veas que no me da miedo, me sentaré a su lado, y le tocaré con la mano.
—¡Hum! No voy a exagerar ni a contaros nada —interrumpió Augusto—. Pero, como os conozco bien, puedo revelaros que estoy contentísimo de mi viaje a Alstahoug. ¡Recibí un aviso muy curioso!
—¿No puedes decirnos de qué se trata? —insistió Carol, indiscreto y con miedo.
—No. Lo máximo que os puedo decir ahora, es que debo estar alerta por lo que pueda ocurrir el 18 del próximo mes.
—¡Ay, señor!
Ana María tembló, y se cubrió la cabeza como para defenderse de algo.
Quiso la casualidad que en aquel momento entrara Teodoro, y desapareció así la tensión nerviosa. Ana María y él eran parientes, y por eso solía venir muy a menudo a verlos. Ahora le había dado por recorrer casa por casa, dándose importancia por haber obtenido el empleo de cartero.
—¿Qué os pasa? ¡Parecéis bobos!
Nadie quiso contestarle. Augusto siempre le había despreciado, hasta el punto de que una vez quiso echarle al mar desde su barca de pesca. Teodoro era el hombre más insignificante que había visto en su vida. Revelarle el asunto de Alstahoug a ese… ¡Ni hablar!
Augusto sacó del bolsillo un paquete grueso de billetes de Banco, que era el dinero del seguro, y se lo dio a Carol, diciéndole:
—Aquí tienes el dinero que te debo.
Carol miró al otro lado, haciendo como si no le oyese.
—El dinero del solar —le explicó Augusto,
—¡Ah, ya!
El harapiento y enflaquecido Teodoro abrió desmesuradamente los ojos. ¡Pobre hombre! ¡Nunca había visto tanto dinero reunido! Y preguntó:
—¿Es dinero?
—¡Cállate! —le dijo Augusto con aspereza, convencido de que no debía hablarle con tanta severidad. No obstante, le convenía que el miserable viese sus riquezas para que, antes de que anocheciese, todo Polden estuviera enterado de ello. Ana María, al ver el dinero, dio un brinco y volvió en sí. Cuando Augusto empezó a contar los billetes, y los empujó hacia Carol, comprendió que algo maravilloso les había ocurrido.
—¡Ay, Augusto! ¡Qué grande eres! —le dijo.
—¡Ya lo creo! —asintió Carol—. Me paga hasta el último céntimo del solar, y eso que yo le debo mi parte en la embarcación de pesca. Cuando te propones hacer una cosa la haces a fondo, como el asunto de la estafeta.
Teodoro, dispuesto a entrar en conversación apenas se aludió al Correo, dijo:
—Hemos de trabajar todos para que prospere la estafeta. Por lo que a mí me toca, como cartero con sueldo fijo, os prometo que no se me extraviará una sola carta de la valija.
Carol se volvió hacia su mujer, y con voz queda le preguntó si no podría servirles café.
Ella observó que no tenía inconveniente, si lo deseaba Augusto.
Pero este se preparaba para marcharse, pues tenía todo el tiempo tomado y le precisaba irse en seguida. Siempre tenía algún asunto pendiente…
Pero, antes de marcharse, les hizo una última advertencia:
—De lo que os revelé, mutis.
—No lo diremos a nadie.
—¿Qué os ha dicho? —preguntó Teodoro apenas salió Augusto.
Rara vez aparecía Eduardo por casa durante el tiempo que trabajó con Ezra. Un domingo por la mañana, recibió un recado urgente de Luisa Margarita.
Quería hablarle, pues se encontraba sola y abandonada por Dios y por todos.
Eduardo no se dio prisa. Se fue al atardecer, y como encontrara a Augusto le pidió que le acompañase.
—Sé lo que quiere, pero no puedo complacerla —le dijo Eduardo.
—Ve delante —contestó Augusto—. Yo iré en seguida.
Al presentarse, Augusto se dio cuenta de que estaban riñendo. Muy frecuentemente se decían palabras ofensivas; y hasta tiempo atrás tuvo Luisa Margarita un ataque de histeria. Gritaba desconsoladamente; algo la atormentaba.
Augusto, altivo y seguro de sí mismo desde que tenía tanto dinero en las manos, entró con paso decidido, y se presentó ante la pareja, que vivía en dos habitaciones pequeñas, en los altos del café.
—¡Me alegro de verte! —le dijo Luisa Margarita.
Eduardo parecía más bien avergonzado. Tenía la vista clavada en el suelo y callaba como siempre.
—De un momento a otro, llegarán los materiales para la construcción de mi casa —explicó Augusto para cambiar el ambiente poco grato—, y aún no he colocado los cimientos.
Pero Eduardo, sin ánimo, sólo dejó escapar un leve «¡Ah!».
—Bueno, pues he venido para que me ayudes.
—Eso ya suena mejor —habló por fin Eduardo, ofreciéndose.
—Vosotros, los hombres, siempre habéis de procuraros algo con que entreteneros. Pero yo, pobre de mí, aquí estoy, y de aquí no puedo moverme —protestó Luisa Margarita.
—¿Tú, Mrs. Andrews? —contestó Augusto riéndose—. ¡No querrás marcharte y dejar abandonado a tu marido!
—¿Qué vamos a hacer mi marido y yo aquí? Hace ya siete semanas que llegamos. ¿No te parece bastante?
—Luisa Margarita quiere visitar su casita en Doppen —explicó Eduardo.
—Sólo una visita corta, para poder cambiar un poco de ambiente.
—Sí, vamos a reunir dinero para el pasaje a América. Hay que ahorrar.
—Claro, siempre ahorrar. ¿Para qué volviste? Podríamos habernos quedado.
—¿Quedado? ¡Pero si eras tú la que querías dejar la granja!
—La granja, sí… Pero América es grande. Pudimos haber escogido entre cientos de lugares. Además, tenemos la familia allí.
—Me dio por añorar mi país —confesó Eduardo, pronunciando cada palabra parsimoniosamente.
Luisa Margarita se volvió hacia Augusto, y le habló como a árbitro.
—Esto me lo dijo mil veces mientras estuvimos allá. No se pudo adaptar al ambiente, ni siquiera en las grandes ciudades, y siempre pensaba en regresar. ¿Por qué no hizo lo que tantos, escribir a su casa y pedir ayuda?
—No quería escribir mientras viviéramos con estrecheces. Siempre esperaba que vinieran mejores tiempos.
—No lo pasamos tan mal. En la Crosse y Duluth, ¿no te acuerdas?, tenías buen sueldo en las serrerías y podíamos vestirnos como la gente bien. De cuando en cuando, íbamos al teatro y los domingos tomábamos el tren para ir de excursión… No sé qué podías echar de menos.
Augusto escuchó con atención el ininterrumpido diálogo matrimonial. Como vagabundo que era, vio la situación desde el mismo punto de vista que Luisa Margarita. Ambos estaban conformes con que Eduardo se había vuelto imposible.
—Estuve en las serranías, en el campo, en las grandes capitales; pero no creo haber visto ningún sitio tan bonito como este.
—¿Polden? —casi chillaba Luisa Margarita—. ¿Polden, bonito?
Se reía, estaba irritada, y continuaba riéndose, aunque notaba que Eduardo estaba conmovido y mostraba una expresión ingenua.
—Si esto te resulta bonito, siento no compartir tus gustos. ¿No te acuerdas de Florida y Texas? Hasta las Pampas resultaban mucho más bonitas que esto.
—¡Cállate con tus majaderías! —ordenó Eduardo enfurecido.
Luisa Margarita se arriesgó a picarle más, soltando una sonora carcajada. No tenía miedo estando una tercera persona presente, que seguramente querría defenderla. Augusto la conoció por primera vez en Fosenland, hacía ya muchos años. Su carácter no había cambiado, inestable y despreocupado como siempre; le había hecho mucha compañía durante estas semanas y fue su confesor en los difíciles momentos que atravesaba. Él era el señalado para defenderla, pues a ambos les gustaba cambiar frecuentemente de residencia y experimentaban la misma alegría al ver los rascacielos y el vertiginoso tráfico en las calles. En una palabra, encontrarse en medio de la bulliciosa vida y de la actividad siempre en busca de nuevos acontecimientos y aventuras.
—¿Qué te parece? —preguntó a Augusto finalmente, sintiéndose muy ofendida—. ¿Concibes que un hombre hable a su mujer de este modo? Nunca lo hizo estando allá. Ha dicho muchas majaderías.
—Te diré, Eduardo, que si Mrs. Andrews tiene ganas de visitar su casa de Doppen no debes negárselo.
—Bueno, ¿y qué?
—Quiere volver a su caserío natal. ¿Te parece eso extraño?
—Ya estuvimos una vez allí y no quiso quedarse, y eso que temamos propiedades. Menos querría quedarse ahora, cuando Doppen está en manos ajenas.
—¿Establecemos allá? —exclamó Luisa Margarita—. ¡Qué ocurrencias tienes! ¡No quiero enterrarme viva en un sitio como Doppen!
—Eres oriunda de allí.
—¡Augusto! ¿Has oído cosa semejante?
—¿Es que te duelen los gastos del viaje, Eduardo? —acabó por preguntar Augusto.
—Sí.
—Entonces, todo está arreglado, Luisa Margarita.
Esta noche sales con la barca de la estafeta. De los gastos, me encargo yo.
Luisa Margarita se reanimó. Parecía como si el resplandor de un tenue sol iluminase su semblante. Hasta se volvió atrevida, hizo un movimiento con la cabeza, señalando hacia Eduardo, y murmuró:
—Así hablan los hombres atentos, sin pensar ni decir majaderías.
—Bien, bien, déjale estar, Mrs. Andrews.
—¡Cómo he de callar! Me duele que me hable así.
Eduardo le dirigió una lánguida mirada, como si quisiera justificarse, diciendo:
—Más malicioso he sido en mi trato con otros que contigo, Luisa Margarita.
—¡Más malicioso! Ahora verás, Augusto. Ya empieza de nuevo.
Estaba excitada y apenada. La continua ociosidad, y quizá razones más íntimas, eran las causantes de la amargura de su ánimo. Se había vuelto ciegamente parcial en cualquier discusión y, muy a menudo, se sentía temerosa al pensar que era mayor que su marido. Y no era bastante guapa, se hacía vieja; las noches de locas alegrías se acabaron…
Le recordaba con frecuencia cuando la vio por primera vez. Era muy linda, y tenía una cara inocente y delicada.
—¿Te acuerdas, Luisa Margarita? Venías corriendo hacia nuestra barca, con los pies descalzos, vestida solamente con una blusa y una falda. «Venid a ayudarme a buscar mi oveja, que se ha extraviado entre los peñascos. ¡Es la única que tengo y es muy bonita y muy dócil!». Tus cejas arqueadas poseían un algo indefinible… ¡Oh, Dios! Tus cejas y tus ojos me obsesionaron…
Así había comentado más de una vez tales nimiedades. ¡Tonterías! Y poco a propósito para una señora de su estado. ¡Inocente, ella, madre de tres hijos del primer matrimonio! ¡Ja, ja, ja! ¿Y decir de sus cejas que lo habían obsesionado…? ¡Qué indecoroso modo de expresarse! Al fin y al cabo, ¿no poseía las mismas cejas ahora que antes? Pero, al parecer, ahora no estaba obsesionado…
—Bueno, Eduardo, ¿ya vas a empezar…? —preguntó Margarita desesperadamente.
Eduardo estaba a punto de contestar, pero fue retenido por Augusto, que intervino apaciguador:
—No digas más. Ya está bien.
Ella cogió su polvera y se empolvó la nariz, explicándole a Augusto la misma retahíla de siempre.
—No lo hago por embellecerme, sino porque refresca la piel. Ahora me importa poco arreglarme. Llevo siempre el mismo vestido, pues no tengo más que este y otro.
Hubo un momento de silencio, hasta que Luisa Margarita volvió a la carga.
—No te digo más, porque si no Eduardo me recordará los tiempos en que sólo me cubría el cuerpo con una blusa y una falda.
Era evidente que estaba a punto de sufrir un ataque de histeria. Sus labios morados palidecieron hasta volverse blancos y sus ojos tenían un brillo singular.
—Me suele decir que nuestras relaciones empezaron mal. Dice que fueron ilegales y que así no podían durar…
—Bueno, ya está bien… —interrumpió Augusto.
—¡Bueno! Ahora verás. Por si no lo sabías te diré que no encontraron a mi marido en América. Desapareció y aún no se sabe dónde para. Además, yo estaba divorciada.
—Bien, bien, Mr. Andrews.
—¿Está claro que nuestras relaciones no fueron ilegales? Pero afirma repetidamente que empezaron mal, y dice que aunque han durado año tras año…, a la larga no pueden durar…
—No hagas caso, Luisa Margarita.
La polvera rodó por el suelo, y fue a parar a los pies de Eduardo. Este la recogió y se la tendió con una expresión de fastidio, como si tuviera miedo de que quisiera acercarse a ella para hacer las paces.
—¡No la quiero! ¡Tírala al suelo!
Y prorrumpió en llanto.
Augusto se quedó confuso. Echó una mirada en tomo suyo, y le pareció que lo más acertado sería acercarse a la puerta.
—Ya sabía lo que iba a suceder —exclamó Eduardo, moviendo la cabeza.
Ahora, era él quien dominaba la situación.
El estado en que se hallaba Luisa Margarita era lamentable. La apatía de Eduardo era tan horrible de soportar que le asaltaban las peores tentaciones. Era evidente que él la quería mal. Permanecía sentada, el llanto convulsionaba su cuerpo, estaba fea, y las contracciones de su rostro mostraban la grotesca mueca de su boca. Pero él continuaba callado. ¿Y quién sabe si no se reía para sus adentros? Se alegraba de ver las contracciones de su rostro, y no quiso decir ni hacer nada que pudiese hacerlas desaparecer…
Luisa Margarita se mostró valiente en su humillación. Se irguió. Y recobrando el dominio sobre sí, le gritó a Augusto:
—¡No te vayas! Vuelve a sentarte un momento, y se me pasará. No ha sido nada. Un poco de histerismo. Pero no tengas miedo, no voy a chillar. Me encuentro muy abandonada, tanto de Dios como de los seres humanos. Pero te prometo que no gritaré más.
¡Y allí estaba Eduardo sin moverse, indolente y callado! Podía haberla ayudado un poco; por lo menos, decir una palabrita consoladora o acariciar suavemente su pobre cabeza. ¿Tenía corazón? ¡Y ella, que durante toda su nueva vida conyugal se guardó de nombrar a los tres hijos del primer matrimonio, para no disgustarle…!
Cumplió su palabra, no gritó; pero sollozó apenadísima y pasó algún tiempo hasta que pudo tranquilizarse. Así terminó la escena.
Eduardo volvió a casa de Ezra, y Luisa Margarita recogió sus bagatelas para marcharse: los tarros de ungüentos, las botellitas que contenían medicinas maravillosas. El equipaje que llevaba al subir a la barca del correo no era gran cosa… Todo debía parecerle triste. Era bien entrada la noche, y había que bogar hasta las primeras horas de la mañana para llegar al vapor.
Una brisa helada penetraba hasta los huesos.
Horas después, un hombre alto salía de la estancia de Ezra, y anduvo a hurtadillas hasta llegar a la playa, envuelta en densas tinieblas. Buscaba una barca, y sólo pudo encontrar el botecito que pertenecía a la gran embarcación de pesca. Estaba intranquilo, y apresuradamente, sin reflexionar siquiera, entró en el botecito y fue remando hasta la barca. Una vez a bordo, izó el botecito hasta la cubierta, desamarró la barca y, cogiendo los pesados remos, empezó a bogar mar adentro.
La barca avanzaba, avanzaba, y hasta el mismo peso de la embarcación la empujaba hacia delante. Dejó atrás los islotes; dejó atrás la islas…
Pasó unas horas bogando con verdadera furia. Quería llegar al vapor y despedirse de ella. ¡Ya estaba decidido! Se levantaría del asiento, estaría de pie para que le viera ella, y le saludaría con la mano. Su separación se prolongará algunas semanas; pero así y todo quería despedirse de ella… Si no llegara a tiempo… Sonrió vagamente. No tardaría en amanecer. ¡Oh! ¡Cómo trabajaba con los remos! Bogaba, bogaba, frenéticamente.
Llegó tarde. Allá a lo lejos, se veía el humo; y el vapor que avanzaba rumbo al mar. Descansó los brazos sobre los remos y escupió secamente. Había perdido mucho tiempo antes de decidirse a bajar a la playa. Bueno, no había más remedio que someterse a su destino.
Escupió otra vez, se secó el sudor de la frente y se arregló un poco. De repente, se quedó parado. El humo tomó otra dirección, dibujando un arco que poco a poco, se convirtió en círculo. ¿Cómo? El vapor volvía, se aproximaba a su fondeadero. Eduardo se precipitó de nuevo hacia los remos y bogó, bogó, para llegar a tiempo…
Estaba escrito. Era imposible. Le faltó tiempo. ¡Si no hubiese descansado aquellos minutos! El humo flotaba en línea recta, dejando su estela en el mar lejano.