CAPÍTULO XV
Los acontecimientos tomaban un cariz grave. El mal tiempo, los días cortos, la falta de víveres, la palidez de los rostros, infundían el desaliento en todos los corazones.
Augusto temía que las cosas aún empeoraran más. Había perdido el rumbo de su vida habitual. Acostumbrado a vivir con holgura, no podía acostumbrarse a las privaciones…, y se desesperaba. Sus gestiones para conseguir harina no habían dado ningún resultado, y los poldenses, desengañados, acudieron a Joaquín.
—Tú que eres el alcalde, has de sacarnos del apuro —le decían entre lamentos e improperios.
—Pues aún vendrán días peores —les respondía Joaquín, tratando de calmarles—. Os debe de quedar algún pedazo de jamón o de tocino.
Había recobrado la firmeza de carácter y esperaba hacer frente a la situación. Al principio, se contagió del ciego optimismo de los demás y se equivocó, como todos, al comprar la embarcación de pesca de Augusto, quien les arrastró a sumirse perezosamente en una pesca que no reportó ganancias suficientes. Dominado por el espíritu reinante, adquirió acciones, como muchos otros, para fundar la Banca de Polden. Pero, desde entonces, no dejaba de pensar seriamente en la situación. ¿Adónde conducirían aquellos despilfarros?
Era un agricultor concienzudo, que laboraba sus tierras de acuerdo con el calendario y siguiendo las fases dé la lima. Se informaba sobre temas de economía social en el periódico al que estaba suscrito. Veía la calamidad que amagaba a Polden y sabía que al caserío le estaban reservados días más difíciles que los actuales.
Los vecinos le pedían pan, y le amenazaban, atosigados por el hambre. En casa de Cristóbal no tenían qué llevarse a la boca desde hacía una semana.
Joaquín les reconvenía tercamente:
—¿Por qué dedicasteis las tierras a edificar?
—¿Y por qué no nos advertiste a tiempo?
—Os lo advertí —les replicaba Joaquín, sin arrogancia.
—Debiste convocar al Ayuntamiento para impedir lo proyectado.
Joaquín acabó irritándose contra los que le acosaban.
—El Ayuntamiento no tiene que conduciros de la mano como si fuese una niñera —repuso colérico—. Además, podéis elegir otro alcalde.
—Sea como sea, ya es demasiado tarde para discutir sobre la venta de solares —observó alguien, prudentemente.
Joaquín asintió a esta reflexión, añadiendo:
—En el Norte del distrito, todavía quedan algunas patatas.
Los vecinos aportaron los últimos céntimos que les quedaban. La miseria era tan grande que cada vez eran más los que iban pidiendo por las casas. Otros apelaban al robo. Con el dinero reunido se adquirieron patatas para una semana. Los poldenses empezaban a tener fama en toda la comarca de tener las manos demasiado largas. En un corral faltaba una oveja y de otro, desaparecía una cabra.
En aquel momento, acaeció algo inesperado. El propietario más importante, Ezra, esclavo de sus tierras, trajo un día una carretada de grano para distribuirla entre los habitantes de Polden. Descargó en casa de Carol y de Ana María.
Caía la tarde. El cielo empezaba a oscurecerse. La tranquilidad estaba a tono de aquella hora solemne. Ezra se mostraba preocupado y tenía la cara fosca. Ana María expresó su sorpresa al verle llegar.
—¿Qué significa esto? ¡Habla en nombre de Dios!
—Esto es para el pueblo —contestó Ezra, secamente—. ¿Dónde quieres que descargue?
—¡Bendito seas! Descarga en el lavandero[6].
Al comparecer Carol, se quedó pasmado.
—Te tenía por un hombre espléndido, Ezra. Siempre lo he dicho a todos, y ahora te lo digo a ti. Ana María, haz café para obsequiar a Ezra. Aún no somos pobres del todo.
—Si quieres Ezra, lo haré.
—Claro que quiere. Ezra, deja el caballo ahí y entra a tomar café.
—Gracias, pero no tengo tiempo —dijo Ezra, sin cesar en la descarga de los sacos.
Seguidamente, se fue con el carro, y ya era noche cerrada cuando vino con otra carga.
—Te vas a quedar sin nada —le dijo Carol—. Piensa que tienes mujer e hijos.
—Repartidlo vosotros —dijo Ezra al descargar.
Más tarde, volvió con el carro lleno.
—Repartid todo esto —les recomendó.
La cuarta carretada era ya de patatas.
—Repartidlas —dijo.
Y se fue sin descansar.
Luego, trajo la quinta, la sexta, la séptima, la octava, la novena carretada. Las patatas se amontonaban en cantidad increíble.
—Repartidlas, repartidlas —decía invariablemente.
¿Se habría vuelto loco? Lo más extraño era que Oseas y los niños no se presentasen para lamentarse del despojo que estaban sufriendo, ni evitasen la desgracia con que les amenazaba Ezra. Los vecinos se congregaban ante la casa de Carol y ayudaban a entrar los sacos y a vaciarlos en la habitación. Se mostraban encantados de la feliz ocurrencia de Ezra y serviciales hasta más no poder. Entre el montón de granos y las patatas pusieron un tabique de tablas, y algunos acompañaron a Ezra para ayudarle a cargar las últimas carretadas. Pero no les impulsaba solamente el deseo de secundarle, sino, también, comprobar que Ezra no había estrangulado a su familia en un rapto de locura.
Los curiosos malpensados volvieron avergonzados.
La misma Oseas y los hijos habían llenado los sacos de patatas. Toda aquella familia debía haber enloquecido. El hecho no tenía otra explicación.
Al amanecer, los víveres se apilaban en dos grandes montones que llenaban el lavadero.
Ezra se fue, entonces, a dormir.
A la hora de comenzar el reparto, eran muchos los que esperaban, provistos de sacos y cazuelas. Carol procedió a distribuir el grano y las patatas. Nadie hubiera sido capaz de superarle en cuanto a capacidad y método en el difícil cometido. Ezra había sabido elegir al entregar su donativo. No había recurrido a la tienda ni al Ayuntamiento.
Carol, poseído de su importante misión, se pasó desde la mañana a la noche pesando y midiendo para que el reparto fuese equitativo. Cada pesada era anotada por Ana María. Todo se efectuaba con un orden perfecto y con exactitud asombrosa: nadie recibía una patata de más ni de menos. La colaboración de Ana María era inapreciable. Como conocía a todos, regulaba la distribución con arreglo a los componentes de cada familia. Y si se atrevían a comparecer dos veces, se daba cuenta al punto.
Desde su mesa, para lo que le servía un tonel viejo, abarcaba con la mirada a cuantos se encontraban allí.
De vez en cuando, algún malintencionado volcaba el tintero para inutilizar las anotaciones, o, por lo menos, obligarla a ponerlas en limpio; pero no era mujer que se embrollase por nada.
—Alto ahí, Cristóbal. Esta mañana recibiste lo que te correspondía, y ahora vuelves a enviar a otro de tus niños para llevarte nueva ración. ¡Cuidado, eh!
Fue aquel un día memorable para Polden. Ezra demostró que era un buen hijo del pueblo y un filántropo. Había dado el golpe. Nadie se hubiese extrañado de haber aparecido en el cielo una estrella con un rabo. Habían tenido una opinión equivocada de Ezra. Durante años, le habían maldecido, le habían excluido de todo trato y le habían mantenido aislado. Hoy, en cambio, se le encomiaba por no haber guardado rencor a sus ofensores, lo que demostraba con este donativo en una hora crítica para el pueblo. De no ser porque el capellán Tweito estaba en vísperas de marchar, le hubieran pedido que le dedicase un sermón a Ezra. Tanta importancia atribuían a su rasgo de generosidad.
—De haber pasado esto cuando yo ejercía el cargo de alcalde, el Ayuntamiento le hubiese concedido un voto de gracias. Yo mismo lo hubiera exigido —comentó Carol.
—Pero usted puede ser reelegido. ¿Le gustaría? —le preguntó uno de los presentes.
—No. Llevo demasiadas cosas entre manos. No sólo la Banca, sino otras cosas.
No obstante, agradeció la atención. Le complacía que fijasen la mirada en él. Estaba de buen humor, y no se enfadaba por las farragosas anotaciones que tenía que soportar ni por los tinteros volcados expresamente. Esto le obligaba a ir a la tienda, donde no era poco lo que se compraba. Paulina le proveía de papel y tinteros.
—Gastáis una barbaridad de tinta —observó Paulina.
—Es que hay que tomar muchas notas y tenerlo todo en regla. La casi totalidad de los vecinos acude a mi casa en demanda de raciones de grano y patatas. Estoy verdaderamente cansado.
Paulina no se manifestaba tan altiva como antes. No podía permitirse el lujo de desdeñar las ventas que se presentaban, por insignificantes que fuesen. La tienda estaba vacía de parroquianos. La gente carecía de dinero y Paulina se negaba a vender al fiado. Había terminado las existencias de harina. Ahora, los vecinos le pedían café, té, tabaco, margarina y hasta golosinas, como pasas y melaza; pero, a la hora de pagar, volvían al revés sus bolsillos para convencerla de que estaban vacíos. Así es que no vendía.
—Los géneros son de mi hermano —les explicaba ella para justificar su negativa—. Yo sólo administro las compras y las ventas. No doy a crédito ni una cajetilla de tabaco.
Una tarde, Joaquín se entretuvo hablando con ella. Trataba de convencerla de que tenían que seguir el ejemplo de Ezra y repartir los comestibles que quedasen en la tienda. Paulina no compartía su opinión.
—Pues llegará el día en que tendrás que hacerlo.
—¿Lo crees así?
—Ezra no es tonto. Sabe que la gente cuando no tiene que comer, roba.
Esta reflexión le hizo idear a Paulina un plan de defensa tras otro. Su hermano mayor podría hacer unas tablas para proteger los cristales de las ventanas. Reforzaría la cerradura de la puerta con un cerrojo. La entrada del sótano la taparía con un tabique de mampostería y ella misma se proveería de un mango de hierro.
—¿Y tú qué piensas hacer, Joaquín?
—Yo estaré a la expectativa. En circunstancias como esta, no hay que hacer nada, Paulina.
—Vergüenza habría de darte hablar así. Yo no me resignaré. Si hace falta, le pediré protección al preboste.
Joaquín sonrió al oír hablar del preboste. Rechazaba los planes de su hermana, a medida que se los iba enumerando.
—Tú, que eres el alcalde, debías escribirle al gobernador de la provincia —le dijo Paulina, fuera de sí.
—No sólo le he escrito, sino que le he telegrafiado.
Como las patatas traídas del Norte del distrito durarían pocos días, Joaquín abrigaba el convencimiento de que la situación sería cada vez más precaria. Pero ¿qué podía hacer el gobernador cuando el hambre imperaba en todos los distritos?
—No parece que vivamos en tierras cristianas —exclamaba Paulina, indignada.
—Hasta he telegrafiado al mismo Parlamento —le indicó su hermano.
—Comprendo que la situación es muy seria —dijo Paulina, pensativa.
Las raciones dadas por Ezra contribuyeron a tranquilizar los ánimos por el momento. Los hombres acudían al molino para triturar el grano, y regresaban a sus casas, muy contentos, con sus bolsillos y saquitos de harina.
Las fiestas de Navidad fueron tristes; pero aún lo hubieran sido más si Paulina no se hubiese revelado como una poldense caritativa y buena, el filántropo número dos. Todos los comestibles de la tienda, así como los almacenados en los sótanos, los regaló a la población.
Los vecinos también habían juzgado equivocadamente a Paulina. Las provisiones ofrecidas al pueblo, no eran grandes; pero disponía de bastantes embutidos, margarina y melaza, para que tanto los mayores como los pequeños pudieran satisfacer su gusto por aquellas cosas. Nunca hasta entonces había revelado un amor especial por los niños; pero, ahora los obsequiaba con rosquillas, galletas y caramelos. A los hombres, les ofrecía generosamente café y tabaco. El encargado de distribuir estos productos tan apetitosos fue también Carol, como no podía menos que suceder. Así, pues, tuvo que proveerse otra vez de papel y tinta.
—Estoy abrumado de trabajo —expresó Carol al asumir la nueva misión—. ¡No me faltaría más que ser alcalde!
El gobernador dio cuenta telegráficamente del acuerdo del Parlamento. Se haría todo lo posible por ayudar al pueblo; pero debían observar una actitud correcta y tener paciencia. Las autoridades se ocuparían activamente del asunto.
Joaquín fijó el telegrama en la puerta de la tienda.
La promesa del Gobierno llegaba muy oportunamente. Las raciones repartidas por Ezra y las golosinas ofrecidas por Paulina habían sido consumidas en su totalidad, y de la matanza de otoño no quedaba ya ni un trozo de tocino.
Las penas y quebrantos exacerbaban la fe religiosa. Muchos se entregaban a la oración. En los demacrados rostros se advertían huellas de lágrimas. Las madres consolaban a sus pequeñuelos tomándolos en brazos y hablándoles de la leche que beberían cuando muriesen de hambre y volasen al cielo.
Apenas se encontraban dos mujeres junto al río, iniciaban temas relacionados con la vida ultraterrena. Ragna hacía alarde de los conocimientos adquiridos cuando era colegiala, pues tenía muy buena memoria. Había llevado siempre una existencia aperrada, y aunque acostumbrada a las privaciones, el estigma del hambre se marcaba en su persona. Y eso que a Teodoro no le faltaba ocasión de hurtar algo en el vapor correo, aparte de que, de cuando en cuando, iba a casa del médico a visitar a su hija, que le facilitaba alguna comida. Pero Ragna prefería morir de hambre a quitarle una miga de pan a su hija.
El fervor religioso se propagaba como una epidemia.
Cuando niña, Ragna fue muy aplicada y recordaba las lecciones de la clase de catecismo. Destacaba entre todas, y cuando se reunían las mujeres a orillas del riachuelo, les hablaba en tono inspirado. Los ojos brillaban en su rostro pálido, y evocaba con vivacidad los pasajes bíblicos referentes a la mujer de Sarepta y a la llegada del Hijo de Dios a la arboleda de Mamre, donde fue obsequiado con carne de lechal. Ragna chascó la lengua como si mascara algo que intentara tragar, si bien tenía la boca seca. Sus oyentes quedaban como ahítas al oírle explicar el milagro de la multiplicación de los panes y los peces. ¡Oh, qué triste era contemplar el rostro demacrado de Ragna, que tan lindamente sonreía cuando era una niña!
De haber querido, hubiera podido regalar su cuerpo con un plato sustancioso; pero optaba por martirizar su estómago y sufrir como las demás. Había dejado de rondar por lugares oscuros en busca de alguien y renunciado a acariciar ensueños excitantes ni a ceñirse ropas que además de embellecerla le reportasen calor. Como le pareciese demasiado bueno el abrigo, se empeñó en regalárselo a su hija; pero esta se negó a admitirlo, y, ahora, colgaba de un clavo de la pared.
No sorprendía el cambio operado en la vida y costumbres de Ragna; pero sí el hecho de que frecuentase el trato con Ana María, a la que trataba de convertir. Las dos tenían mala fama en la comarca; Ana María por no haberse contentado con su marido, y Ragna, por haber observado una conducta dudosa. Así, pues, ninguna de las dos podía arrojarse la primera piedra.
Pero ¿qué tenía que ver su pasado con la actual situación de hambre y miseria?
Sí, algo tenía que ver. El arrepentimiento de Ragna se produjo en vísperas de Navidad, período memorable. La tienda estaba abundantemente abastecida cuando a ella le fue negada la ración de melaza que pidió. La misma Ana María provocó la negativa al decirle: «¿Para qué quieres la melaza, si no tienes hijos pequeños?».
Ragna calló; pero se le comía el resentimiento. El rencor se apoderó de ella. Ragna no aspiraba a saborear a solas la melaza; este deleite quería ofrecérselo a su hija, porque Esther tal vez lo necesitase. Ragna sospechó que Ana María era una incrédula y de corazón duro. Y se propuso enmendarla.
Pero el intento no le salió bien.
Ana María le escuchó en silencio. Había envejecido, estaba flaca, casi esquelética. La turgencia de su seno se había desvanecido. De pronto, Ana María la interrumpió para preguntarle:
—¿Y eres tú, Ragna, la que quiere convertirme?
—Sí, y te prevengo que debes rehuir nuevos encuentros con Eduardo Andreasen.
—Pero ¿estás loca? —exclamó Ana María—. No tengo nada que ver con él.
—Bueno. Pero ¿puedes decir lo mismo de Augusto? Tú no sabes cómo me ha acosado a mí, cómo me ha abrazado siempre que ha tenido ocasión.
Ana María hizo una mueca de disgusto. Siempre le había complacido que las demás supiesen que gustaba a los hombres; pero al informarla Ragna de la conducta de Augusto, se sintió celosa y amargada. Ragna era más joven que ella, y más esbelta. ¡Vaya bruja la tal Ragna!
—¡Ah! ¡Conque te ha abrazado! Supongo que te daría gusto ¿verdad?
—No pienses eso de mí. Me he convertido.
—Lo celebro. Pero no te preocupes por mí. Augusto está moribundo. Ha perdido el conocimiento.
—Si yo pudiera conseguir que se arrepintiese… Ana María lanzó una carcajada, y Ragna se revolvió, hondamente ofendida. Era natural que aquella mujer sin fe, aquella gran pecadora que fue condenada por matar a un armador se mofase de ella.
—No tienes por qué burlarte de mí —observó Ragna, tuteándola, pues se resistía a tratarla de usted como hacían los demás desde que era rica.
—No quiero contestarte —manifestó Ana María, disponiéndose a marchar.
—Ha llegado la hora de tu arrepentimiento —afirmó Ragna con firmeza—. Es inútil que quieras dártelas de valiente. He tenido un presentimiento que me obliga a hacerte una advertencia.
—Más te valdría irte a casa a arreglarte la ropa en vez de ir por ahí ostentando la miseria.
—Mi cuerpo me tiene sin cuidado. No me da frío ni calor. Es el alma lo que me preocupa. ¡Se acerca el reino de los cielos!
—¿Quién te ha informado tan bien?
—La Historia Sagrada. La extinción de la luz, como sucede ahora, anuncia el Juicio Final. Nuestra conciencia se ha sumido en tinieblas, y, además, pasamos escasez y hambre por haber dejado de implorar a Nuestro Señor Jesucristo.
—Se dice por ahí que hay señales de que vuelve el arenque a nuestras costas —anunció Ana María, con sequedad.
—¡Ojalá! —exclamó Ragna. Tragó saliva y le brillaban los ojos—. ¡Dios tenga misericordia de nosotros! ¡Pero hemos sido engañados tantas veces! —También se dice que ya llegan los pájaros.
—Ya verás cómo Dios no nos abandona. Si es así, me arrodillaré para mostrar mi agradecimiento, sin cansarme.
—¿No tienes qué comer?
—Desde el miércoles —contestó Ragna con voz desfallecida.
Temblaba de pies a cabeza y sus labios se volvieron lívidos como la muerte.
—¿Está en casa Teodoro?
—Se ha ido a hacer un encargo a la parte Este.
—¿Por qué no te vas tú también por allí?
—¡Antes morir! —repuso Ragna con torva expresión y voz enronquecida.
—Hay pecados peores que ir a ver a tu hija.
—¿Pero no crees que ya tengo bastantes remordimientos de conciencia? ¿Quieres que quite el pan de la boca de mi hija?
—Yo te daré patas.
—¡No las quiero! —gritó Ragna, como si estuviera histérica.
Ana María se fue, y volvió al momento con algunas patatas.
—Quisiera darte más, pero he de pensar en mis dos hijitos. También te daré un trozo de carne.
—¡No la acepto!
Ana María prescindió de la negativa e hizo un paquete con las patatas y la carne. Después, se lo entregó a Ragna. Esta se puso aún más pálida y las lágrimas le quemaban el rostro.
—Es un pecado tentarme de este modo —sollozó Ragna—. Esto te hace más falta a ti que a mí. Yo soy una pobre mujer y tú también estás muerta de hambre…
En este momento, llegaron los chiquillos corriendo. Eran regordetes y graciosos como dos ángeles, estaban alegres y vestían muy bien.
—¡Mis hijos aún no han sufrido privaciones, gracias a Dios! —dijo Ana María.
Se disponía a marchar, cuando Ragna se acordó del motivo que le había traído a ver a Ana María.
—Sólo soy el ignorante mensajero de Aquel que me inspiró la idea de venir a convertirte —dijo Ragna en tono humilde, tras aceptar el paquete—. Ana María, aspiro a convencerte de que tú también debes renunciar a las concupiscencias de la carne. Me has dicho que Augusto está en trance de muerte. Pues bien, Eduardo aún sigue entre nosotros…
Ana María no pudo menos que contradecirla. No se avenía a que nadie le sermoneara, y no consentiría que Ragna lo hiciese.
—No lo tomes tan a pecho, Ragna. Yo también pasé por una crisis como la tuya, cuando estaba en Trondhjem. Al despertar a la religión, mis transportes infundieron temor al cura y al mismo director. Tuvieron que someterme a una vigilancia especial, día y noche.
El despertar religioso se propagaba especialmente entre las mujeres. No tenían a nadie que las dirigiera espiritualmente. Se reunían junto al riachuelo o en alguna casa particular. Leían la Biblia y seguían el Libro de Cánticos. Ragna leía en voz alta. Estos ratos le causaban profunda satisfacción. Algunos hombres, con sus esposas, solían concurrir a estas reuniones.
Cristóbal, que tenía un carácter muy campechano, fue llevado a tal extremo por el hambre y el fervor religioso que, a menudo, se encerraba a llorar en su cuarto.
Augusto seguía en cama. Su caso no era similar al de la generalidad. Estaba verdaderamente enfermo. Tenía fiebre y desvariaba, y se llamaba a sí mismo capitán y cabecilla de una tribu, creía estar tumbado en una playa y observando a unas hembras con los gemelos. Creía oír gritos en el desván que había encima de su domicilio, y respondía vociferando. Se trataba de una negrita que suplicaba que la dejara en paz, pero el cabecilla era cruel…
Enfermo y todo, proyectaba celebrar una fiesta en Polden. ¿Por qué no? A ella acudirían todos los jóvenes de los caseríos próximos y del distrito. Instalaría un tiovivo y una gran tómbola. «¡A ver ese oso, por el amor de Dios!», gritó, de súbito. Y luego, susurró: «Quieto, quieto, cállate…».
Eduardo le atendía a todas horas; unas veces, sentado al pie de la cama, y otras, dormido en el cuarto contiguo, con la puerta abierta.
El médico había diagnosticado una pulmonía y le recetó las medicinas del caso y le aplicó inyecciones. Recomendaba que no perdieran de vista al paciente porque era capaz de saltar de la cama en un acceso de fiebre.
Augusto permaneció sin conocimiento hasta la mañana del tercer día. Al recobrarlo, sopesó la posibilidad de morir y empezó a fijar el pensamiento en las perspectivas del otro mundo. De pronto, le preguntó a Eduardo si había temporal y de dónde soplaba el viento.
«¡Ah, sí! ¡Del Atlántico!, se decía a sí mismo».
Pese a haber vuelto a su estado de lucidez, formulaba un sinfín de preguntas incoherentes.
—Temo morir —decía—. En primavera, debía sembrar cierta semilla.
—No morirás de esta —le decía Eduardo.
—¿Lo crees? Dime una cosa: Cuándo fuiste labrador en la granja de Dakota, ¿cultivaste tabaco?
—No.
—¿Has visto alguna plantación de tabaco?
—Nunca. ¿Por qué lo preguntas?
—Así, pues, ignoras la forma de las hojas.
—Por completo.
—Ya lo verás —prosiguió Augusto, sin hacer la menor pausa—. Si el temporal viene del Atlántico, eso quiere decir que pronto vendrá un banco de arenques.