Capítulo 15

Benoît espera pacientemente la hora de marcharse.

Su última oportunidad de salir con vida de ese atolladero.

Tiene frío. Confía en que Lydia le deje ponerse al menos el abrigo. Sin embargo, no se ha quedado precisamente quieto. Desde que ella se ha ido, se entrena moviéndose sin parar: flexión y extensión de piernas. Una y otra vez. Ya que no tiene posibilidad de caminar, calienta como puede sus músculos entumecidos por la inmovilidad.

Si esta noche fracasa, será el fin. El término de su breve existencia. El desvanecimiento en un solo instante de todos esos recuerdos tan preciados.

Lydia aparece por fin, en mitad de la noche, vestida con ropa de abrigo.

—¡Vamos! —anuncia con una voz poco agradable.

Lorand está desplomado contra los barrotes, como si ya no le quedaran fuerzas para nada.

Pero aún tiene la fuerza de la esperanza (o de la desesperación).

—La cabeza me da vueltas…

—¿Ah, sí? ¡Si supieras lo poco que me importa! ¡Levanta!

—No puedo…

—¿Quieres que te ayude? —le propone blandiendo el revólver.

—¿No… no podrías darme algo de beber o de comer, por favor?

—¡Estás soñando! ¡En pie!

—Escucha, Lydia, así no conseguiré caminar… ¡Y tú no podrás llevarme! Dame alguna cosa. Si no, creo que me voy a desmayar…

Ella duda. Al fin y al cabo, es muy normal que Benoît intente sacar partido de la situación.

—De acuerdo, voy a buscarte algo para comer. Después nos vamos…

—Gracias.

Desaparece en la sombra y vuelve cinco minutos después con un té y unas galletas. ¡Genial!

Lo desata y él examina la taza con suspicacia. Malos recuerdos…

—¡Esta vez no le he puesto estricnina! —matiza ella con una sonrisa envenenada—. ¡Adelante, te lo puedes beber!

Benoît se moja los labios. No está amargo; se bebe el resto de un trago. Después se lanza sobre los escasos víveres.

—¡Espabila! —le ordena Lydia.

Se traga el tercer y último bocado; ella le lanza el abrigo y los zapatos. Benoît se viste y se acerca cautelosamente a los barrotes para que Lydia le quite las esposas de las muñecas.

Qué sensación más rara salir de esta jaula…

Va subiendo los escalones delante de ella, cruza la puerta que lleva días escuchando chirriar. Avanza por un estrecho pasillo, tan oscuro como el sótano. El cañón de la pistola apoyado entre sus omoplatos.

—¿Cómo conseguiste llevarme hasta ahí abajo? —se sorprende él de pronto.

—¡Yo no te llevé!… ¡Andabas tú solito!

—¿Yo solo?

—¡Sí! El GHB es mágico, ¿no te parece? Hiciste amablemente todo lo que te pedí… ¡Lo único es que al bajar la escalera te partiste la crisma! Pero ¡te dejaste encerrar sin la más mínima protesta!

Unos cuantos escalones más y van a dar a una especie de bodega. Atraviesan la cocina y llegan al salón. Entonces Benoît reconoce el lugar. El sitio en el que se dejó cazar como un idiota.

De repente se queda completamente inmóvil. Su mirada acaba de tropezarse con una fotografía colocada sobre un viejo baúl descuajeringado. Justo frente al sofá.

—¿Qué te pasa, Benoît? ¿Te produce dolor volver a ver a Aurélia?

Tendría que haber caído en ello. Ahora que lo piensa le parece del todo evidente.

—¿Todavía no te habías dado cuenta de que éramos gemelas? Me decepcionas, Ben… Vamos, sigue adelante.

Una vez en la escalera de entrada, se siente arrollado por el frío y por un repentino vértigo.

El coche de ella les espera, justo delante de la casa. Lydia abre la puerta del pasajero. Benoît se sube, aún bajo la amenaza de su propia pistola. Ella se sube en el asiento de detrás, para gran sorpresa de Benoît. ¿Qué estará maquinando?

Le pasa un cordón alrededor del cuello que le obliga a pegar la nuca al reposacabezas.

—¡Me estás estrangulando, joder!

—Mientras todavía puedas respirar… ¡Así podré estar segura de que no harás ninguna tontería!

Termina de hacer un nudo bien fuerte y se sienta al volante.

—¡Habrías podido darme el jersey, me estoy congelando!

—¡Que te calles! Si no, apretaré todavía más fuerte. El coche arranca.

Les espera un paseo nocturno que no tiene nada de romántico.

Afortunadamente, esta noche hay luna llena. Un regalo del cielo; una señal, tal vez…

Han tenido que recorrer algunos kilómetros para llegar a los alrededores de Éclans.

A Benoît le cuesta respirar, prisionero de su collar de estrangulamiento.

Está completamente pegado al asiento.

Una sensación muy extraña. Volver a ver el exterior, aunque sea a través de un parabrisas, aunque sea arriesgando la piel. Es como un soplo de libertad…

—¿Adónde vamos ahora? —pregunta Lydia con voz afilada.

Él intenta responder.

—Todavía un poco más… más lejos… un camino a la derecha…

Ella conduce muy despacio, para no pasarse el cruce.

Lorand conoce bien el lugar. Iba a jugar allí cuando era un chiquillo y a veces vuelve para hacer jogging los domingos. Esta noche debería hacer más bien un sprint.

—¿Este de aquí? —le pregunta la mujer, aminorando la marcha.

—Sí…

El automóvil se adentra por el camino de tierra. El bosque resulta sobrecogedor en plena noche. Sin embargo, la conductora lo resulta todavía más. Su perfil severo, sus ojos de fiera que escrutan la penumbra, su determinación… Benoît se arma con una buena dosis de coraje.

—¡Detente!

Ella frena en seco y voltea la cabeza para mirar a su pasajero.

—¿Es aquí?

—Sí.

—¿Es aquí donde la mataste? —especifica Lydia.

—Sí.

Aparta el coche a un lado del camino y apaga el contacto. Un silencio aterrador se cierne sobre ambos. Lydia contempla los lugares del drama a la luz indecente de los faros. Tan sólo la dificultosa respiración de Lorand araña el recogimiento nocturno y dolorosamente mudo.

—Cuéntamelo…

Él se sobresalta.

—Pero ¡si ya te lo he contado!

Ella le hunde la pistola en el cuello. Hablar le resulta cada vez más complicado.

—Quiero saberlo todo… ¡Todo lo que le hiciste sufrir, pedazo de cabrón!

El arma desciende hasta la altura de su entrepierna. Sin embargo, Benoît no puede agachar la cabeza para verlo. Ella aprieta un poco más con la culata. Le arranca un grito.

—Cuenta…

—¿Qué es lo que quieres que te explique? —gime él.

—¡Todo!

—Creía que querías encontrarla…

—Algo más tarde. Primero me vas a dar todos los detalles. Quiero saberlo todo. Si no, te convierto en un eunuco, ¿entendido?

Lydia aprieta todavía un poco más con el arma; el rostro de Benoît se deforma.

—No pierdas los nervios, te lo suplico…

Reanuda la respiración y activa su cerebro, que avanza a la deriva en medio de un montón de icebergs.

—Yo… yo… la traje aquí… Y después la obligué a… La violé.

—¿Cómo?

Los ojos de Benoît se abren como platos.

—¿Qué quieres decir con «cómo»?

—Quiero saberlo todo, Ben… ¿Es que todavía no lo has entendido?

Le acaricia el muslo con el revólver. Baja hasta la rodilla y vuelve a subir en sentido inverso. A pesar de estar bajo cero, él está sudando.

Sudores fríos.

—Me la cepillé, ¿ya te ha quedado claro?

—¿Le obligaste a que te hiciera cosas asquerosas?

De mal en peor. Ahora Benoît tiene ganas de echar la pota.

—No… Absolutamente nada… Te lo juro.

—¿Dónde ocurrió?

—En el asiento de atrás.

—¿Y ella te suplicó?

Como él parece negarse a responder, Lydia vuelve a ejercer un poco de presión. Benoît se estremece.

—No. Tenía mucho miedo… La maté muy rápido.

—¡Estoy segura de que mientes, hijo de puta!

—¡No! Yo… la estrangulé. Murió muy deprisa… Y después la enterré… No muy lejos de aquí.

—¿Cómo cavaste el hoyo?

¡Qué pregunta más tonta! ¡Seguro que no fue con una cucharilla!

—Pues… Con una pala…

—¿Una pala? Uno no se va paseando por ahí con una pala en el maletero de su coche… A no ser que hubieras planeado el asesinato.

Una observación pertinente. ¡Tendría que haber pensado en ello! Mira que soy imbécil…

—¿Es eso? Aurélia no era tu primera víctima, ¿verdad? ¡Ya lo habías hecho otras veces!

¡Piensa, Ben!

—¡No! Cuando cayó muerta yo me acojoné… La metí en el maletero y fui a buscar las herramientas al garaje de mi padre… Después volví aquí para enterrarla… Ahora ya lo sabes todo.

Pero el arma todavía sigue ahí, apostada entre sus piernas.

—Vas a palmarla, cerdo… Y créeme, ¡no va a ser ni rápido ni indoloro!

—¡Te lo suplico, Lydia! Ahora ya lo he confesado todo… Podrías entregarme a la policía… ¡No quiero morir!

—¿Mi hermana también dijo eso? ¿«No quiero morir…»?

—Ni siquiera tuvo tiempo… ¡Fue todo tan rápido! Nunca comprendí por qué había cometido ese horror… ¡Si supieras cómo me arrepiento! Cada día, cada noche… ¡Jamás he dejado de pensar en ella!

—¡Sigues mintiendo, Ben!

Él empieza a llorar. Ni siquiera tiene necesidad de disimularlo.

—Ahora me vas a enseñar dónde está…

—Sí, todo lo que tú quieras… Pero aquí no se ve una mierda —añade—. ¿Cómo vamos a hacerlo?

—No te preocupes, lo tengo todo previsto.

Lydia abre el maletero y coge una linterna. Después desata el cordón que le aprieta el cuello.

—¡Baja del coche!

Él sale con dificultad del vehículo y recibe una luz ultrapotente en plena cara.

—Pasa tú delante. Llévame hasta allí… Y si en algún momento intentas alguna cosa, ¡te juro que lo lamentarás!

—De acuerdo… Pero ¿qué es lo que vas a hacer una vez que hayamos llegado? Me pedirás que cave, ¿verdad?

—¿Es que me tomas por gilipollas? Para eso tendría que quitarte las esposas… ¡Y no tengo la menor intención de hacerlo! De momento sólo quiero que me lleves hasta mi hermana…

Lydia cierra el coche y Benoît se adentra en el sotobosque, con la mujer enganchada a sus talones.

Debe escoger el lugar adecuado para poder empezar a correr. Pero primero, que sus ojos se acostumbren a la oscuridad. Caminan durante unos diez minutos, por un estrecho sendero.

—¿Queda mucho? —le achucha Lydia.

—Me está costando bastante ubicarme —finge Lorand—. Pero estoy seguro de que es por aquí…

—Date prisa en encontrarlo… ¡Estoy perdiendo la paciencia!

—Es por aquí, estoy seguro.

Avanza todavía un poco más. De pronto se detiene junto a un imponente fresno, en medio de un minúsculo claro.

—Ahí está… al lado de la roca.

Lydia apunta con la linterna hacia la enorme piedra y la emoción le hace olvidar el peligro durante unas décimas de segundo. Benoît se le echa encima como un bulldozer y la tira al suelo con un golpe de hombro. Le da una patada a la pistola mientras ella intenta levantarse. Benoît no le da tiempo para abalanzarse sobre el arma y le asesta un violento cabezazo antes de salir corriendo como un galgo.

No es fácil correr con las manos atadas a la espalda.

A pesar de todo, Lorand pulveriza todas las marcas de velocidad, propulsado por litros de instinto de supervivencia. Habría adelantado alegremente a un campeón de los cien metros lisos en el caso de que alguno estuviera tan loco como para entrenarse en ese paraje en plena noche.

Lydia ya vuelve a estar en pie. Coge la linterna y la pistola. Con los ojos hirviendo de rabia y la cara ensangrentada, se lanza a la persecución del fugitivo.

• • • • •

Benoît se detiene. Ya no le queda ni una pizca de aire en los pulmones, que casi huelen a quemado.

No obstante, sólo lleva corriendo como un desesperado unos tres minutos. Aun así ya no le quedan fuerzas. Apoyado contra la rugosa corteza de un roble, intenta recuperar el aliento. De repente siente una vibración en el pecho y después escucha una melodía que aumenta paulatinamente de volumen.

¡Un teléfono! ¡En el bolsillo interior de su abrigo! No, no es el suyo.

¡Esa puta le ha metido un móvil en el abrigo!

Benoît intenta desembarazarse del chivato, pero ¿cómo conseguirlo sin usar las manos?

¡Realmente ha pensado en todo! ¿Es que su inteligencia no tiene límites?

Divisa el haz luminoso que serpentea en dirección a él.

—¡Mierda!

Vuelve a su desenfrenada maratón, con el corazón en nivel de peligro inminente. El frío le despelleja el pecho, el pánico le consume la cabeza.

El resplandor de la linterna repta ahora entre sus pasos. La víbora le está pisando los talones y no va a rendirse.

El teléfono vuelve a sonar. No se trata de una dulce melodía, sino más bien de una corneta que aúlla a voz en grito. Arremete contra el tronco de un árbol para intentar cerrarle el pico a esa mierda de móvil. Da varios golpes desesperados. Sin éxito.

Empieza a correr de nuevo, intentando alejarse lo máximo posible.

Y de repente la luz le golpea en plena cara.

El estruendo ensordecedor de la detonación, el dolor que le derriba en el fragor de la batalla, un berrido que desgarra la noche ciega.

Lydia se acerca a él e ilumina la escena del crimen. Benoît se contorsiona en el suelo mientras gime de dolor. La bala le ha penetrado en el hombro derecho; siente que le han arrancado el brazo.

—¡En pie!… ¡Vamos, puerco de mierda, levanta! ¡Si no, te meto otra en la pierna!

Cogiéndole del cuello del abrigo, Lydia le obliga a levantarse antes de crucificarlo contra un árbol y plantarle el cañón bajo la mandíbula.

—¿Creías que ibas a poder darme esquinazo, gilipollas? Eso tiene pinta de hacer mucho daño… Pero no lo bastante para mi gusto… ¿Dónde está Aurélia?

—¡Yo no sé nada!

Lydia aprieta la palma de la mano contra la herida abierta y le arranca otro aullido.

—¡Te he preguntado que dónde está!

—No lo sé… ¡Yo no fui quien la mató!

Lydia le propina un puñetazo en toda la herida; él se dobla en dos.

—¡Te mentí! ¡Para que no tocaras a mi mujer y a mi hijo! —gime él—. Pero ¡no fui yo! No fui yo… Yo no sé dónde está…

Lydia se da cuenta de que va a perder el conocimiento de un momento al otro.

—Ya arreglaremos este asunto en casa… Nos volvemos al coche… ¡Camina! ¡Camina!

Vuelven a ponerse en marcha. Benoît siente la pistola contra sus vértebras, se cae al suelo varias veces.

Grita socorro. Allí, en el corazón de un desierto vegetal.

La sanción es inmediata. Un golpe de culata en lo alto de la espalda le envía de nuevo a tierra. Lydia le obliga a levantarse una y otra vez.

Sus fuerzas disminuyen paso tras paso. Respiración tras respiración.

Pero eso no es lo peor.

Lo peor es esta aterradora certeza.

Esta vez, lo sabe, va a morir.

Como un perro.

• • • • •

Lydia le empuja violentamente al interior de la jaula. Benoît pierde el equilibrio y cae de rodillas. El ángel torturador sigue allí. Con el rostro tumefacto, acerbo. Con una barra de hierro entre las manos.

—¡Voy a hacer que lamentes este desastroso intento de fuga, cabronazo!

Benoît sigue teniendo las muñecas esposadas, por supuesto.

—¡Soy inocente! ¡Yo no asesiné a tu hermana! ¿Cuándo lo vas a entender de una puñetera vez?

—Hace unas pocas horas confesabas lo contrario…

—¡Lo único que quería era salvar a mi mujer y a mi hijo!

—¿Por qué continúas luchando? Sé que fuiste tú… Y tendrías que haberme enseñando dónde está Aurélia… ¡Jamás deberías haberme golpeado o intentado escaparte! ¡Porque voy a hacer que se te pasen las ganas de repetirlo, créeme!

Un impacto en la espalda le envía contra el suelo.

Después, un diluvio de golpes e insultos. Lydia vomita quince años de odio reprimido.

Benoît se hace el muerto; si Lydia continúa, pronto ya no tendrá necesidad de fingir.

• • • • •

A varios kilómetros de allí, en pleno centro de la ciudad, el comisario Moretti da rienda suelta a su vicio.

Apaga su insaciable sed de victoria en compañía de otros tres tahúres inveterados, igual de concentrados que él.

Pero la suerte no le sonríe, tampoco esta noche. Lleva ya varias horas jugando a crédito. Y la suma aumenta de forma irremediable.

Entre sus dedos, unas cuantas cartas sin valor. Otra vez una mala mano. Por mucho que sea un astuto estratega, con una combinación de palos tan pobre no puede hacer milagros.

Por fin, abandona, hacia las tres de la mañana. Al día siguiente volverá a estar irascible, agotado. Como casi siempre.

Volcará su mal humor en sus subordinados.

Como siempre.

¡Una de las ventajas de ser el jefe!

Antes de que abandone el lugar del naufragio, el organizador de la reunión privada le refresca la memoria. La cuenta es excesiva; Moretti le asegura que le pagará antes de que acabe la semana.

Se sube el cuello de la cazadora y se sumerge en la noche benefactora para llegar hasta su berlina.

Va a tener que conseguir el dinero, otra vez. Pero ahora ya sabe de dónde sacarlo.

Ha encontrado una mina, un filón.

Sí, ella pagará. Todo lo que él quiera, hasta que no le quede una sola perra en el bolsillo.

Moretti se siente tranquilo: por fin es rico.

Porque su silencio vale tanto como el oro.