Capítulo 10

Jueves, 23 de diciembre, 10 horas

Es muy testarudo. Un auténtico tipo duro.

Djamila pasea sus suelas de caucho sobre el linóleo a imitación de parqué de la sala de interrogatorios, frente a José Duprat, recién salido de prisión y ya de vuelta en una comisaría. Lo han pillado esta misma mañana, a las seis de la madrugada, en pleno centro de Besanzón, donde sin embargo tiene prohibición de residencia. Bien calentito en los brazos de su dulcinea. ¡Despertar violento garantizado!

Ahora está repantingado sobre la misma silla a la que está esposada una de sus muñecas.

—¿Qué es lo que has venido a hacer a Besanzón? ¡Ya sabes que no estás autorizado a quedarte aquí!

—¡Sólo he venido a echar un polvo, inspectora! ¿Es que tiene algo en contra de eso? ¿Está prohibido por el Código Penal?

—Sí, eso, ¡ahora hazte el listillo!…

—¡Quiero ver a mi abogado! —exige Duprat.

—Vendrá, a su debido tiempo.

—¡A ver si es verdad! ¡Estoy seguro de que ni siquiera le habéis llamado todavía!

—Lo siento, estamos teniendo problemas para localizarlo —se burla Fashani—. Me gustaría que me dijeras qué estabas haciendo el lunes 13 de diciembre entre las seis de la tarde y las doce de la noche.

—¡No tengo por qué deciros nada!

—Aun así, sabes que sería mucho mejor que hablaras…

—¿De qué se me acusa, exactamente?

—¿Te acuerdas del inspector jefe Benoît Lorand? El rostro del acusado se crispa.

—¡Es difícil olvidar a ese pedazo de gilipollas!

—¿Te acuerdas de haberle amenazado cuando te lo cruzaste después de que te echara el guante? José se encoge de hombros.

—Ya sabe, estaba fuera de mí… ¡Cuando estoy cabreado, soy capaz de soltar cualquier cosa! Pero ¿a qué viene esa pregunta?

De pronto, sonríe. Sus ojos se iluminan con un asomo de sagacidad.

—¡No me digas que se lo han cargado! ¿Es eso? ¿Le han borrado del mapa? ¡Genial! ¡Un madero menos!

Djamila le arrea una bofetada que casi lo tira de la silla. Él se sorprende, pero aguanta estoicamente.

—Tienes suerte de ser una mujer…

—¡Cierra el pico!

—¡A ver si te aclaras! ¿Quieres que hable o quieres que me calle?

—Dime, ¿qué hacías el día 13?

—Pues… Confieso que no lo recuerdo demasiado bien. A ver… ¡Seguro que estaba con alguna tía buena!

—Estoy a punto de perder la paciencia, Duprat…

—¡Lo que estás perdiendo es el tiempo, preciosa! Porque, aunque me alegra saber que alguien ha tenido la vista de acabar con ese cabrón, desgraciadamente, ¡no he sido yo! Me habría encantado hacerlo yo mismo, te lo aseguro… Pero ¡no he sido yo!

—¿Por qué le detestas tanto?

—¿De verdad quieres que te lo diga, guapa? Ese tipo es un sucio bastardo. ¡Y no sólo porque sea de la pasma! ¡Sino porque para trincarme se valió de unos trucos muy feos, la verdad!

—¿A qué trucos te refieres? —pregunta Djamila mientras se enciende un pitillo.

—¿No tienes uno para mí?

—Vete al carajo… ¿Qué trucos?

—Se hizo colega mío… Me hizo creer que quería currar conmigo. Me pareció un tipo limpio, así que no desconfié de él. Y después…

—Por eso has pensado en asesinarlo, ¿no es cierto?

—No niego que le habría dado un escarmiento de muy buena gana.

—¡Y eso es lo que has hecho!

—¡Eh! ¡Con calma! ¡Yo no le he puesto las manos encima a tu coleguita!

—¿Sabes? Tengo una mala noticia, José… Lorand no está muerto; sólo ha desaparecido.

Duprat vuelve a sonreír, dejando a la vista una sorprendente colección de empastes.

—¿Está desaparecido? ¿Desde el día 13? ¿Y qué te crees, que se ha pirado a las Bahamas? Si no sabéis nada de él desde ese día es que la ha palmado… ¡Alguno le habrá ajustado las cuentas y ahora mismo debe de estar descomponiéndose en alguna fosa o sirviendo de comida a los peces del río Doubs!

Djamila suspira.

—Todo lo que digas será tenido en cuenta…

—¡Para el carro, preciosa! ¡No tenéis nada en mi contra! ¡Nada de nada!

La inspectora aprieta los labios. Con gusto le endiñaría una segunda.

—Bueno, ¿qué? ¿Va a llegar mi abogado sí o no?

• • • • •

—Pronto llegará la Navidad, ya lo sabes… Y Jérémy no tendrá a su papá. Mira, puedo cortarte un dedo y una oreja y dejárselos junto al abeto… ¿Qué te parece la idea, Ben?

A estas alturas, a Benoît le cuesta tanto pensar…

Lo único que sabe es que lleva diez días vegetando en esa jaula.

Y que en diez días no ha comido más que dos mordiscos de pan y dos cafés azucarados.

Ahora que conoce esta horrible sensación se jura a sí mismo que les enviará algo de dinero a los de Acción contra el Hambre si por algún milagro consigue salir vivo de este infierno.

—¿Entonces qué, Benoît? ¿Te parece que le enviemos un regalito a tu hijo?

—Lo único que querría es poder abrazarle —dice con un hilo de voz.

—Imposible. No le volverás a abrazar nunca más… ¡No volverás a verlo nunca más!

Lorand tiene ganas de llorar, pero se contiene. Debe de ser la hora de comer; al menos eso es lo que le parece, porque en realidad hoy no hace sol suficiente para que le sirva de guía. Sólo la lluvia y una luz grisácea que le consume las retinas.

El día anterior ella ni le tocó. Sólo le machacó a preguntas. ¿Qué pasará esta tarde?…

El miedo, constante, anidado en las tripas, despliega sus monstruosos tentáculos.

Lydia, colgada de uno de los barrotes horizontales, le devora con la mirada.

—¡Apuesto a que hace mucho que no te das una ducha!

—Tengo demasiado frío —se justifica Benoît.

—¡Debilucho! —se burla la joven—. ¡Pensaba que serías más fortachón! ¿Crees que voy a soportar tener a un andrajoso maloliente en mi sótano?

Él se muerde la lengua.

—¡Así que ve a lavarte! ¡Y rapidito!

—¿Si me doy una ducha me devolverás la ropa?

Se ha acostumbrado al trueque. Ella sonríe y vuelve a sentarse en la silla.

—¡Trato hecho! Y si te afeitas hasta tendrás derecho a ropa limpia.

—De acuerdo.

Benoît no se mueve; está esperando que ella se vaya. Sin embargo, no parece dispuesta a otorgarle un mínimo de intimidad.

—¿Puedo lavarme con agua caliente?

—¡Tú sueñas! ¡A sufrir, inspector!

—¡Si me meto debajo del chorro de agua fría me moriré!

—¿Eres un hombre, sí o no?

Hasta eso está empezando a dudar ya… Ella sigue sin mover un músculo. Benoît comprende que no se marchará hasta que obtenga lo que desea.

—Quieres matarme, ¿verdad?

Lo ha dicho sin animosidad, como una simple pregunta. Ella le responde con el silencio.

—Estás completamente chalada…

—No, ¿por qué lo dices? Eres bastante agradable de ver, ¡sería tonta si me privara de esto!

Él suspira. Se levanta. La cabeza le da vueltas, como le pasa cada vez que cambia de posición. Un vértigo violento le obliga a apoyarse contra la pared.

—¿Qué te pasa, Ben? —dice Lydia, sarcástica—. ¿Te encuentras mal? ¡No me digas que te vas a desmayar!

Finalmente consigue mantenerse en pie. Se obliga a beber su ración matinal de agua. La que le mantiene con vida desde hace diez días. Lydia no se pierde detalle.

—Resultan muy atractivos todos esos hematomas que tienes por el cuerpo…

Ganas de aniquilarla. De hacerla añicos. Nunca antes había sentido tanto odio en su interior… Y el odio pesa mucho.

Se quita el pantalón y los calzoncillos y se mete en el plato de la ducha intentando olvidar que es objeto de una vigilancia exhaustiva.

Cuando el gélido chorro le cae encima, no puede evitar soltar un grito. Tiene que darse prisa. Sobre todo no tardar, bajo pena de caer muerto.

En tres minutos se ha lavado y secado. Ha batido un récord.

—¿Qué tal? —le pregunta a ella anudándose la toalla alrededor de la cintura—. ¿Te ha gustado el espectáculo? ¿Has disfrutado haciendo de voyeur?

Ella se encoge de hombros.

—No ha estado mal… ¡Aunque ha sido un poco rápido!

—¿Ahora puedes darme mi ropa? —le ruega mientras se esfuerza por reprimir el castañeteo de los dientes.

Ella rebusca en la bolsa de deporte. Le lanza lo estrictamente necesario a través de los barrotes. Unos tejanos cuyos bolsillos ha revisado con cuidado, una camisa y el resto. Benoît se viste a toda velocidad.

—Eran las últimas prendas limpias. Voy a tener que comprarte más… ¡Mira, es una buena idea como regalo de Navidad!

—¡Muy amable! —refunfuña Benoît.

¡Loca de atar! Incurable. ¡El mismísimo Sigmund Freud se tiraría de los pelos!

Intenta volver a entrar en calor caminando. Confía en que le dé también un jersey. Aunque en realidad sabe que no conseguirá nada más.

—Bueno, ¿y si charlamos un rato tú y yo? —le propone Lydia—. Le he prometido a Aurélia que tendría tu confesión para antes de Navidad… ¡No querría decepcionarla!

Él se queda quieto.

—Pensaba que estaba muerta…

Se atreve a enfrentarse a su mirada. A sus ojos de reflejos preciosos, idénticos a los de un gato salvaje. O a los de una leona. Unos ojos que parecen prenderse fuego en ese preciso instante.

De repente se pone a gritar. De forma aterradora. Benoît se acurruca y deja de respirar. Ese grito de histeria le deja todavía más helado de lo que ya estaba. Después, sin dejar de aullar, Lydia empieza a golpear los barrotes con los pies, con las manos. Con una violencia inaudita. Él se pone en pie rápidamente y se refugia lo más lejos posible del volcán en erupción.

El estallido dura unos dos o tres minutos. Y, por fin, se acaba. Sin aliento, Lydia se apoya contra la barandilla de la escalera.

Un extraño silencio se adueña del sótano. Benoît está paralizado contra la pared, con la boca entreabierta.

—Me las pagarás —escupe ella—. ¡Lo vas a pagar muy caro!

—Lydia… Yo no quería que te pusieras así, te lo juro… Perdóname. Sólo quería que me hablaras… ¡Que me dijeras qué es lo que sientes!

—¡Pues lo que has visto es lo que siento! ¿Estás contento?

—Vale, tranquilízate… Tranquilízate, te lo ruego…

Al segundo después, Lydia ya se ha ido.

• • • • •

—Aunque sea él, no hablará nunca… —suspira Djamila—. No es el tipo de tíos que desembucha…

—Tampoco es el tipo de tío que se carga a un poli —añade Fabre—. A mí no me lo parece…

—¡Por el momento no tenemos otra cosa! —le recuerda Fashani con voz tajante.

Djamila no soporta a ese hombre, no hay nada que hacer. El comisario Moretti, también presente, alza la mirada al cielo ante esas continuas refriegas, dignas de un patio de guardería.

• • • • •

Lydia se deja caer sobre la silla y se enciende un cigarrillo. Se da cuenta de que le tiemblan ligeramente los dedos. Es la primera vez que sus manos la traicionan.

Él está tiritando de la cabeza a los pies. Enseguida se pone a andar otra vez.

—¿Y qué más da? Aunque ella ya no esté aquí…

—¿Es que hablas con una muerta? —ataca Lorand—. ¿Te das cuenta de lo que eso significa?

—¡Calla! —le ordena Lydia—. Cierra el pico, si no…

Benoît prefiere callarse. Es inútil enardecer su furor.

Pronto ya no tiene fuerzas suficientes para continuar con la caminata y vuelve a la sucia manta, esperando la continuación del calvario con algo parecido a la resignación.

—Al fin y al cabo, todo esto es culpa tuya —le acusa la voz infernal—. Es culpa tuya que me vea obligada a hablar con una desaparecida…

—No, Lydia. No es cosa mía en absoluto… Te equivocas desde el principio.

—Era tan guapa…

—Tan guapa como tú, me imagino… Puesto que era tu hermana.

Ella se queda helada.

—Porque era tu hermana, ¿verdad? —continúa Benoît—. No veo quién más podría ser… Teniendo en cuenta la fecha de nacimiento del medallón. Y, si no me equivoco, no os llevabais muchos años, ¿no?

Lydia se ha quedado muda. Se conforma con clavar una mirada de profunda aversión sobre su débil víctima.

—Aunque también puede ser que te lo hayas inventado todo… ¡Estás como una cabra! Esa Aurélia que dices a lo mejor no ha existido nunca… Recuerdo que hace quince años desapareció una niña, pero no me acuerdo de cómo se llamaba. ¡Así que tal vez todo esto no sea más que una divagación de tu mente enferma! En serio, Lydia, deberías buscar ayuda.

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—Ya lo sé —responde el de París—. Pero…

—Amenazó de muerte al inspector Lorand, ¿no? —interviene Moretti—. ¡Y salió de la trena una semana antes de su desaparición! No son pocos los elementos que nos encaminan a investigar en esa dirección. ¿Habéis examinado ya sus cosas?

—Sí —contesta Djamila—. Pero no hemos encontrado absolutamente nada.

—¡Intentad hacer hablar a su amiguita! —ordena el jefe—. Si realmente ha matado a Lorand, ese cabrón seguro que se ha hecho el gallito. ¡A lo mejor ella sí que suelta la información!

—De acuerdo, jefe —acata Djamila—. Me encargaré de la chica esta tarde. Fabre, tome usted el relevo con Duprat.

—¡A sus órdenes, inspectora!

Fashani le despelleja con la mirada antes de irse. No logra aceptar la idea de que ahora ese intruso es quien dirige la investigación. Aunque tiene que admitir algo en su favor: Fabre no farda de ello ni se aprovecha.

Djamila abandona la jefatura de policía durante la hora de comer. Tiene ganas de tomar el aire; necesita respirar después de pasarse horas y horas recluida en la sala de interrogatorios.

«Estar encerrado es terrible», piensa.

Las zancadas se suceden. El ritmo es constante.

No está paseando tranquilamente, más bien anda deprisa. Siempre le ha gustado caminar para despejar la mente. Puede hacer un kilómetro tras otro sin casi darse cuenta. Djamila es muy atlética.

Ya ha dejado atrás la avenida de la Gare d’Eau y sigue avanzando hacia delante, con las manos metidas en los bolsillos. A su derecha, el río Doubs traza tranquilamente su ruta inmemorial. Djamila tiene la curiosa sensación de ir más rápido que él. Le echa un vistazo a la isla de los Grands Bouez y se dirige hacia la pasarela que permite cruzar al otro lado.

Definitivamente, no tiene hambre. Así que decide continuar su periplo por el camino de Mazagran, al otro margen del río, bajo la protección benevolente del fuerte de Chaudanne. Es el mismo camino que sigue cuando hace jogging, casi cada tarde después del trabajo. Le encanta este oasis de vegetación justo en el corazón de la ciudad. Esta ciudad que tanto ama a pesar de que no haya nacido en ella. Tal vez porque ha sido testigo de sus emociones más intensas.

Todavía recuerda el día en que llegó a Besanzón tras aceptar el puesto de inspectora. El día en que su destino se cruzó con el de Lorand.

Se para en un banco. Un poco cansada. Frente al agua en calma, Djamila no consigue encauzar el torrente de sus recuerdos.

La sonrisa de Benoît emerge en medio de un breve claro concedido por el perezoso astro rey. Se acuerda perfectamente de todo.

Al principio él no hizo nada. Se comportó como un colega, un superior en la jerarquía bastante agradable y atento. Ni misógino, ni machista, ni racista.

No, al principio él no hizo nada. Nada para que ella se enamorara de él. Tan sólo era él mismo. Y con eso había suficiente…

No fue hasta pasado un año cuando empezó a mirarla de otra forma.

Como si la hubiera dejado en sazón todo ese tiempo para después volverla todavía más loca. Loca por él.

Como si hubiera dejado madurar un fruto para después poder recogerlo sin ningún esfuerzo.

Como si hubiera dejado que la presa se agotara para después poder capturarla con una simple dentellada.

Una noche, después, dos, después tres. Tórridas.

El fuego aún sigue ahí, en su vientre y en su corazón.

Las falsas esperanzas, las promesas de confianza.

La ruptura, brutal.

La caída. Sin amortiguar.

Ella se le declaró. Le declaró su debilidad, su pasión cegadora.

Le suplicó que continuara con ella. Lo recuerda.

Recuerda que él se rio. Se burló sin el menor pudor de ese amor que ella le ofrecía en bandeja de plata. Pisoteó sin remordimientos a la mujer que se postraba a sus pies.

Djamila aprieta los puños. Un transeúnte se la queda mirando. El motivo: está llorando.

Se seca las lágrimas con un gesto brusco.

La herida sigue abierta, tanto en su alma como en su cuerpo.

Sangra.

Hemorragia sentimental.

Echa de menos a Benoît. Le echará de menos siempre. Sin embargo, le odia. Con un ardor del que no se sabía capaz.

Se acerca al río, acompaña con la vista el rumbo de una barcaza de turistas y se desvía luego hacia un bote perezoso. Todavía caen algunas lágrimas más al cauce del río.

Después Djamila retoma su camino.

Se juró que se lo haría pagar…

• • • • •

Le acaricia la sien con delicadeza. Desciende suavemente por el cuello, el hombro, el brazo…

A través de la tela, Lydia percibe con placer sus temblores de bestia acorralada y agonizante. Le pasa los dedos por debajo de la camisa y siente cómo le late el corazón. Demasiado rápido.

Por el miedo o el dolor. Sin duda, por los dos.

¿Llorará?

¿Suplicará? ¿Se arrepentirá? Confesar sería lo mejor.

Sin embargo, por el momento, Lydia se conforma con sus quejidos de animal herido.

Está de rodillas junto a Benoît. Él sigue tumbado en el suelo, de costado, con las muñecas esposadas a la espalda.

Intentando digerir las cuatro descargas sucesivas que acaba de encajar. Y eso que esta vez ha escapado al gas paralizante. Lydia no ha necesitado utilizarlo; le ha lanzado las descargas a quemarropa, mientras dormía imprudentemente apoyado contra la reja. Despertar fulgurante asegurado.

—No me vuelvas a tratar jamás de loca, Ben… Jamás vuelvas a insinuar que me he inventado esta historia… ¿Lo has entendido?

Él ni siquiera tiene fuerzas para responder.

Lydia le coge de los pelos y le acerca los labios al oído.

—¿Lo has entendido?

Un sí deformado emerge del cuerpo atormentado de Benoît. Ella sonríe, satisfecha. Le suelta la cabeza y deja que caiga insensible sobre el hormigón.

—Vamos bien, Ben… ¡Muy bien! Venga, háblame de Aurélia, por favor…

Ese «por favor» tiene algo de aterrador.

Lydia continúa mimando a su víctima muda y paralizada, acariciando sus mejillas rasuradas.

—Mañana es la cena de Nochebuena, Ben… Entonces podrás ver hasta qué punto es doloroso pasar las navidades lejos de las personas a las que quieres. Podrás sufrir lo mismo que yo llevo sufriendo quince largos años.

Lydia estira las piernas y ayuda a Benoît a que apoye la nuca sobre sus muslos.

Él abre los ojos y se encuentra con los de ella. Los vuelve a cerrar al instante.

—Ya veo que no tienes muchas ganas de hablar, Benoît. Descansa…

Se inclina y le besa la frente fruncida.

—Volveré mañana.

Se levanta. Él se queda de nuevo sobre el suelo. Inerte.

Lydia vuelve a cerrar la puerta de la jaula y le contempla todavía un instante, a través de los barrotes. Después sube los escalones lentamente.

Una vez en el salón, se sirve un vaso de licor y se deja caer sobre el viejo sofá.

Justo frente a Aurélia.