Capítulo 8

Domingo, 19 de diciembre

La nieve sigue cayendo. Con indolencia.

Aún es temprano, pero Lydia ya no tiene sueño. Después de estirarse, pone un pie sobre la alfombra que hay junto a la cama. Su obsesión se libera del abrazo de las sábanas calientes al mismo tiempo que ella; es una amante posesiva que jamás la abandona, pase lo que pase.

Se queda quieta frente a la ventana, cuyos vidrios chorrean, llenos de vaho. El enorme jardín está triste. Siempre ha estado triste desde que…

Los rituales de la mañana se encadenan mecánicamente. Café, desayuno, cigarrillo, ducha.

Sin embargo, hoy no es un domingo cualquiera. Es el primero que va a pasar en compañía de su asesino. Disfruta de la idea y elabora el listado de las torturas del día. Porque ayer Benoît tenía derecho a un respiro… Debe tener mucho cuidado de no acabar con él demasiado rápido.

Sin embargo, tras un día de descanso, hoy Lydia se siente en plena forma. Dispuesta a pasar al nivel superior.

Sale al porche y se queda unos instantes allí, sobre la escalera de entrada, con las manos metidas en los bolsillos de su chaqueta de lana. Algunos copos, los últimos antes de que acabe la nevada, van a dar a sus pies. El silencio es casi total, todo está como amortiguado.

Vuelve a la casa y se topa con el espejo del vestíbulo.

—No me mires así —murmura—. ¿Es que tienes algo que echarme en cara?

Se le crispan los labios.

—No, no te preocupes… ¡No lo voy a matar hoy! Aún es demasiado pronto. Es muy muy pronto. Todavía va a sufrir mucho más tiempo, confía en mí. Acabará pidiéndote perdón de rodillas… Te lo aseguro.

Se arregla el pelo con manos expertas.

—Primero confesará. Después me llevará hasta ti. Y allí morirá. De la forma en que tú me digas. ¿Bajas conmigo?

Lydia dirige sus pasos hacia el sótano. Amplia sonrisa…

• • • • •

Lydia se acerca a él con paso de loba. Benoît sigue durmiendo. Arrebujado en su manta, le da la espalda. Ella le observa durante un breve rato. Ninguna duda la sacude. Tampoco ningún remordimiento.

Sólo el odio, el peso de los años… El peso de las noches enteras sin dormir.

Lydia murmura con voz dulce:

—Fíjate, aquí lo tienes… ¡Está en nuestras manos!

Coge el revólver y desliza el cañón a lo largo de los barrotes una y otra vez, de arriba abajo.

Hasta que Benoît se despierta. Lógicamente, con un dramático sobresalto.

Primera visión de la mañana: un calibre apuntándole a la cara.

Se incorpora lentamente; su rostro muestra los estigmas de una semana en el calabozo. Clava los ojos en el arma y después los alza hasta la mirada ambarina de la mujer que la sostiene.

—Buenos días, Benoît… ¡Has dormido bien, por lo que veo!

Él no responde. Uno no le responde a una pistola.

—He pasado toda la noche pensando en ti —continúa ella—. Hoy es domingo, ¿sabes?

—¿Y qué? ¿Es que vamos a ir a misa?

—¿Por qué lo dices? ¿Crees en Dios?

—No —confiesa Lorand.

—Yo tampoco. Si Dios existiera, ¿cómo habría podido engendrar a monstruos de tu calaña?

Él se refugia en el silencio, esperando estoicamente la siguiente frase.

—No, no vamos a ir a misa… pero vamos a confesarnos. Tenemos tantas cosas que decirnos, tú y yo… Aunque más bien eres tú el que tiene cosas que contarme… ¿No es así, Ben?

—Bueno… Puedo contarte que tengo hambre. ¡Y que estoy hasta el gorro de estar aquí! Por lo demás…

—Todo eso me da exactamente igual. Lo que quiero es que me hables del 6 de enero… Del 6 de enero de 1990, claro…

—¿De 1990? ¡Pues anda que no ha pasado tiempo!

—Sí, pero… hay ciertas cosas que uno no olvida jamás, ni siquiera quince años después…

—No sé de qué me hablas.

—¡Eres un magnífico comediante, Benoît! No me sorprende que lleves tantos años engañando a tu mujer. Finges tan bien tu inocencia que podrías embaucar a cualquier público… Pero a mí no… ¡A mí no!

—¡Aparento inocencia porque soy inocente! ¿Cómo es que eso no se te ha pasado por la cabeza?

—Tus mentiras me aburren, Ben…

Lydia se retira a su silla. Protegida por las sombras, como a orillas del infierno, se enciende un cigarrillo.

—¿No tienes uno para mí? —osa decir Lorand.

—Oye, te voy a explicar cómo funciona esto… Aquí estás detenido sin derecho a abogado.

Él sonríe con tristeza.

—Te recuerdo que una detención con incomunicación son cuarenta y ocho horas como máximo. ¡Hace ya mucho que hemos rebasado el límite legal!

—Bueno, pues digamos que tu detención empieza a contar a partir de ahora.

—¿Así que después tendré derecho a un abogado? ¡Y también a un médico! Sin olvidar las dos comidas al día…

—Tú no tienes derecho a nada. Ni siquiera puedes decidir sobre tu vida o tu muerte. Supongo que eres consciente de eso.

Benoît no protesta. Se limita a continuar sentado sobre su manta de lana de color caqui.

—Bueno… —continúa ella—. Tal vez tengas razón, al fin y al cabo. Digamos que la detención con incomunicación ya ha terminado. Hay suficientes pruebas contra ti para que pasemos directamente al proceso.

—¿Dónde están los jueces?

—¡Los jueces no, el jurado! En un delito de asesinato, quien juzga es el tribunal del jurado. Ben, ¿qué te pasa? ¿Tienes lagunas en derecho o qué?

—Vale, vale… En ese caso, ¿dónde está el jurado?

—Delante de ti.

—¡Ya veo!

—¿Estás preparado?… ¡Póngase en pie el acusado!

Él le responde con un gesto. Sin demasiada delicadeza. En la penumbra, ve brillar el cañón del revólver.

—¡Póngase en pie el acusado! —vuelve a ordenarle Lydia.

Él acaba por obedecer. Junta las manos a su espalda y sigue apoyado contra la desnuda pared. Un blanco perfecto.

—Primera pregunta, señor Benoît Lorand: ¿por qué asesinó usted a Aurélia Hénaudin?

—Yo no asesiné a Aurélia Hénaudin. Yo no he asesinado a nadie.

—Respuesta incorrecta, Ben… ¿La violaste antes de matarla?

—No. Ni la violé ni la maté.

—¿Y cómo explicas que encontrara su medallón en tu casa?

—Eso es imposible.

—¿Sí? Pues estaba cuidadosamente escondido en el cobertizo de detrás de tu casa… El mismo que utilizas como trastero. ¿Sabes de lo que te hablo?

Él se queda mudo unos segundos. Parece desconcertado.

—Fue allí donde lo descubrí, dentro de una caja metálica… Justo donde me habían dicho que lo encontraría, por otra parte.

—¿Quién? ¿Quién te dijo eso?

—Eso no importa. Lo que cuenta es que tenías el colgante de Aurélia. Lo llevaba cuando desapareció, así que tú tienes que ser el culpable.

Benoît se separa del tabique y, con los brazos cruzados, empieza a pasearse arriba y abajo por detrás de la reja, gastando sus calcetines sobre el rugoso cemento.

—¡Esto es delirante!

—¿Delirante? Poseo la prueba fehaciente, Ben. ¡No puedes argumentar nada en contra de eso! Ten en cuenta que no sólo cogí el colgante de dentro de la caja. Había muchos otros objetos. Supongo que todos los que arrancaste de los cadáveres aún calientes de cada una de tus víctimas…

—¿Cada una de mis víctimas?

Ella coge una bolsa de plástico de una estantería y empieza a sacar las dichosas pruebas. Las va comentando fríamente.

—Unas braguitas, de talla seis años… Un par de pendientes de niña… Una muñeca, una pulsera grabada con un nombre… William. ¡Vaya! ¿También violas a los chiquillos, Ben? Creía que sólo te gustaban las chicas…

Lydia acecha cualquier reacción en el rostro del acusado. De momento, Benoît sólo finge estupor. A la perfección.

De todas formas, ella ya se lo esperaba. Lleva meses viéndole mentir y sabe hasta qué punto puede ser capaz de engañar a su gente. Hasta qué punto se le da bien.

—No puedo ocuparme de todas esas pequeñas vidas que has segado… Aunque, de alguna forma, vengando a Aurélia también vengaré al resto. Pero volvamos a lo que me interesa: secuestraste a Aurélia, ¿y después? La llevaste a un lugar apartado y…

—¡Yo no he hecho nada de eso! —se enfada Lorand—. ¡Nada de eso! ¡Jamás había visto todas esas cosas! ¡Eso no podía estar en mi casa!

—La llevaste a un lugar desierto y entonces supongo que abusaste de ella… ¿Cómo puede uno violar a una niña de once años, Ben?

Él se queda paralizado, petrificado en el horror más absoluto. Como muerto.

—No lo sé —murmura—. Puesto que no lo he hecho…

—Te resistes, es normal. Sin embargo, al final vas a tener que confesar tu crimen…

—¡Soy inocente!

—Te recuerdo que el medallón de Aurélia estaba en tu jardín. En un cobertizo que solamente utilizas tú.

—Vale… Supongamos que has encontrado todas esas cosas en mi casa… Bueno, ¡en ese caso llama a la policía! ¡Que vengan a arrestarme!

Ella estalla en una carcajada.

—¡Vamos, Ben! ¡El crimen hace mucho que ha prescrito!

—¡Mentira! —grita él—. ¡Artículo 7 del código de la Ley de Enjuiciamiento Penal, señora jueza! ¡Debería revisar el manual! El plazo de prescripción de la acción pública de los crímenes mencionados en el artículo 706-47 del presente código, o, dicho de otra forma, el homicidio o asesinato de un menor precedido o acompañado de violación, torturas o actos de barbarie, es de veinte años y no empieza a contar más que a partir de la mayoría de edad de aquéllos. ¡Veinte años a partir de la mayoría de edad de la víctima, señora jueza! Por lo tanto, ¡el crimen no ha prescrito! Aurélia nació en febrero de 1978, ¿verdad? Febrero de 1978… Lo que significa que el plazo de prescripción empieza a contar a partir de 1996. ¡La justicia todavía tiene hasta el 2016 para condenar al culpable! ¡El 2016, señora jueza!

—Sigues mintiendo.

—¡No! ¡Infórmate bien, bonita! La ley se modificó el año pasado… Venga, compruébalo…

La acusación se calla, un poco turbada. La defensa también. Después Benoît se aferra a los barrotes.

—Venga, ¿a qué esperas para llamar a la policía, Lydia?

—Eres uno de ellos, te soltarán…

—¡Si soy culpable me condenarán!

—Eres culpable. Pero soy yo quien va a juzgarte. A condenarte. A ejecutarte.

Se levanta. Deja la pistola sobre la silla.

—Se suspende la sesión.

• • • • •

Jérémy acaba de quedarse dormido. La habitual siesta del mediodía.

Gaëlle lo observa un instante. Se parece a su padre. Será guapo; seguro que cuando sea mayor se convertirá en un rompecorazones.

Como su padre.

Es una pena que no haya dado a luz a una niña…

Sale de la habitación de puntillas y se refugia en la cocina. Se sienta a la mesa frente a una taza de café y lo remueve mecánicamente con la cuchara.

Hasta que el timbre la hace sobresaltarse.

En el porche, Djamila está dando pequeños saltitos para luchar contra el frío.

Gaëlle abre la puerta y se queda esperando bajo el umbral. Sin sonreír.

—Hola. ¿Te interrumpo?

—Entra.

Otra vez en la cocina. Otra taza de café más.

—He venido para ver si necesitabas algo —explica la inspectora.

Gaëlle se encoge de hombros.

—No, estoy bien.

—¿Ya han llegado los padres de Benoît?

—Sí, ayer. Pero no he querido que se quedaran.

—¿Y eso?

—Prefiero estar sola… Están a la vuelta de la esquina, en casa de la tía de Benoît. Vienen una vez al día a ver cómo estamos.

—¿Y tus padres?

Gaëlle le dirige una sonrisa maliciosa.

—¿Te refieres a los servicios sociales? Djamila casi se atraganta con el café. Se disculpa penosamente.

—Lo siento. Benoît no me lo había dicho nunca…

—No me gusta que lo sepa todo el mundo… Además, vosotros dos tampoco es que tuvierais una relación especialmente estrecha, ¿no?

—No, la verdad es que no…

—¿Hay alguna novedad en la investigación?

—¿Puedo fumar?

—Prefiero que no —responde Gaëlle—. Es por el pequeño… Es asmático.

—Oh, perdona… En cuanto a la investigación, sí, tenemos una pista. Estamos buscando a un tipo al que tu marido metió en la trena hace tres años… Y que le amenazó… Se llama José Duprat. Salió de prisión hace un mes y hemos pensado que tal vez…

—¿Dónde está ahora?

—Por desgracia, no lo sabemos. Pero le pillaremos. Es cuestión de días.

—Benoît ya casi lleva una semana desaparecido…

—Lo sé. No lo olvidamos, créeme… Nosotros también le echamos de menos.

—No me extraña… Es un buen policía…

—Un policía excelente —confirma Fashani.

—Y también es un buen amante… ¿verdad, Djamila?

La mano de la inspectora se queda paralizada sobre la taza de porcelana. Permanece unos segundos con la boca abierta, en un gesto un tanto cómico. Pese a todo, intenta negar la evidencia en un esfuerzo grotesco.

—¿Por qué dices eso? ¡Estás loca!

—¡No hace falta que me tomes por una idiota! ¿Es que te crees que tengo una venda en los ojos?

—Pero…

Aparece un destello de goce en el fondo de las pupilas de Gaëlle. Una sonrisa cruel en sus labios. Djamila deja finalmente su taza sobre la mesa.

—Te aseguro que…

—¡Cállate! —le ordena Gaëlle con voz gélida—. No vale la pena ni que lo intentes. Sé que Benoît se ha acostado contigo. No sé cuándo ni dónde. Ni cuántas veces. De hecho, me importa un bledo.

—Sólo fue una vez —asegura la inspectora—. Yo… Lo siento muchísimo, no es algo que suela hacer, pero…

Gaëlle se acerca hasta la ventana y se queda allí quieta, dándole la espalda a su rival.

—Sé perfectamente que Benoît me engaña.

—Ah… Y… ¿y él sabe que tú lo sabes?

—No. Por supuesto que no… Y ahora márchate de mi casa.

—Sí, ya me voy… Yo… lo siento por…

—Puedes guardarte tus disculpas —le corta Gaëlle—. Encuentra a mi marido, es todo lo que te pido. Haz tu trabajo.

—Me voy… Aunque… de hecho, había venido para pedirte que nos dieras tu autorización… Deberíamos inspeccionar las cosas de Benoît cuanto antes… En especial su escritorio.

—No veo de qué podría serviros eso.

—Nunca se sabe… Puede que…

—De acuerdo, ningún problema.

Djamila da media vuelta y se vuelve por donde ha venido. Mientras se apresura por llegar a la puerta, siente la mirada de Gaëlle clavándosele en la espalda como un dardo. La había subestimado.

Gaëlle se sirve otro café y se enciende un pitillo.

Sí, lo sabe.

Sí, lo ha sufrido.

Pero ahora ya está mejor. Ya casi no siente dolor.

• • • • •

La vista se ha reanudado hace unos pocos minutos.

Sin embargo, la acusación permanece en silencio.

Iluminada por los últimos destellos del día, Lydia se conforma con observar la silueta fatigada del acusado, que se aferra desesperadamente a los barrotes metálicos de su jaula.

—Lydia… Quiero proponerte un trato…

—¡Yo no hago tratos con cabrones como tú!

—¡Escúchame, por favor! Oí hablar de esa desaparición… El nombre no me dijo nada al principio, pero ahora lo recuerdo. Sucedió en los alrededores de Osselle, ¿verdad? Si me liberas te doy mi palabra de que no te denunciaré por haberme secuestrado… Y te ayudaré a encontrar al culpable… Al verdadero culpable. Haré todo lo que esté en mis manos, te lo juro por mi hijo.

—¿Tan poco te importa tu hijo? En cualquier caso, ¡tu palabra carece de valor para mí! ¿Es que me has tomado por una retrasada? ¿En serio crees que voy a abrir esta reja y dejarte salir para que te abalances sobre mí y me mates una vez más?

—¿Cómo que una vez más? Creía que fue Aurélia la que…

—¡Calla!

Él da un largo suspiro. Ella cruza las piernas y se enciende un cigarrillo.

—Todo esto no te conduce a nada, Lydia. ¡El culpable no soy yo!

—Sí que lo eres.

Nuevo silencio.

—¿Quién te dijo que el medallón estaba escondido en mi jardín?

—Ni idea.

—¿Ni idea? ¿Acaso fue el Espíritu Santo? ¿O es que a lo mejor oyes voces?

—La persona que te denunció se mantuvo en el anonimato.

—¿Una carta? Recibiste una carta anónima, ¿es eso? Lydia asiente con la cabeza.

—¿Y nunca se te ha ocurrido que tal vez alguien quisiera tenderme una trampa?

—Sé que eres un mentiroso profesional, pero ¡ahí te has pasado, Ben! Tienes demasiada imaginación… Y, además, hay más cosas aparte del colgante…

—¿Ah, sí? ¿Qué más?

—En los años noventa tú vivías, igual que hoy, muy cerca del lugar de la desaparición… Éramos casi vecinos. Unas pocas decenas de kilómetros, como mucho. Corrígeme si me equivoco…

—¿Y qué? Que viviera a medio centenar de kilómetros del lugar de la desaparición no significa que…

—¡Para ya! ¡Todas las pruebas están en tu contra! Estás perdiendo el tiempo… ¡Sería mejor que te declararas culpable! ¡La defensa debería cambiar de estrategia!

—¡La acusación también debería hacerse algunas preguntas! ¿No te parece extraño recibir una carta así quince años después de que se cometiera el crimen?

—No. Esa persona te conoce, eso es evidente. Y ha descubierto tu verdadero rostro. Tu rostro de asesino… Por eso quiere que se haga justicia. Quiere ayudarme. Aurélia sólo me tiene a mí, así que es lógico que me hiciera llegar la carta.

Lorand lanza una fuerte patada a la reja que, sin embargo, apenas tiembla.

—¡Tranquilícese un poco, inspector!

—¡Todo eso no son más que gilipolleces! —chilla él—. ¡Estás completamente chalada! ¡Tú sola te lo has inventado todo! ¡La carta, el colgante…!

—Olvidas que aquí el único mentiroso eres tú…

Otro golpe violento en los barrotes. Y un grito de rabia que resuena contra las paredes de la celda. Lydia siente un ligero estremecimiento. La impresión de que lo que acaba de rugir no es un hombre, sino una bestia demoníaca.

—Vaya, parece que estás al borde de un ataque de nervios, Ben…

—¡Cierra el pico de una vez!

Lydia se empieza a reír mientras se dirige hacia la escalera.

—¡Yo no soy un asesino! —se desgañita Lorand—. Pero ¡te juro que a ti sí que te voy a matar! ¡Te estrangularé! ¡Te partiré tu precioso y delicado cuello!

—Que tenga felices pesadillas, inspector. Hasta mañana…