Prólogo
Impresión extraña.
Como una resaca la mañana después de una cogorza. Excepto porque no consigue acordarse de la noche anterior… Caos de neuronas.
Por fin, sus ojos se abren por completo. Se da cuenta de que está tumbado en el suelo, directamente sobre el sucio cemento. Una mezcla de efluvios importuna sus pulmones; ¿pintura, detergente, cresol, gasolina? Desagradable. ¡Sobre todo de buena mañana! Aunque… ¿seguro que es por la mañana?
Mi casa no huele así normalmente…
Primera certeza: no estoy en mi cuarto.
Pero entonces, ¿dónde?
Sus párpados aspiran una y otra vez al cerrarse. Él se opone con todas sus fuerzas.
En el techo, una pintura blanca que se cae a trozos.
A la izquierda, una pared de cemento desnudo, como el suelo; con un hueco bastante oscuro justo en el centro, donde le parece distinguir una pila de porcelana blanca…
Enfrente, un tragaluz protegido por una cuadrícula de hierro oxidado; más allá, se intuye la presencia del tímido sol. La única luz del cuarto proviene de allí.
Gira la cabeza hacia la derecha, lo que le provoca un dolor asesino en las cervicales. Y entonces se da cuenta…
Los barrotes.
Intenta levantarse. Se tambalea, todo le da vueltas… A cuatro patas primero, después de rodillas y, finalmente, de pie. Un vistazo rápido: no reconoce nada.
Prueba a dar algunos pasos, se tropieza con las barras metálicas que le rodean, intenta abrir la reja… Lucha contra el tirador de la puerta con la energía de un abortón y los movimientos de un borracho. No sirve de nada.
Encerrado.
Su corazón va saliendo poco a poco del letargo. Empieza a latir fuerte. Muy fuerte.
En un reflejo estúpido busca su arma. Para sentirse mejor. Sin embargo, su pistolera está vacía. Aterradoramente vacía.
Segunda certeza: estoy de mierda hasta el cuello…
Más allá de los barrotes que le retienen prisionero, una inquietante penumbra le hace frente. A pesar de todo, puede distinguir unas mugrientas estanterías llenas de cartones, de botellas vacías y de tarros. Herramientas colgadas de las paredes; aún más cartones, incluso por el suelo; una escalera. Eso es todo cuanto logra ver desde donde se encuentra.
Un garaje o un sótano. Un caserón. Un agujero de ratas, en cualquier caso.
Pero ¿qué mierda hago yo aquí, joder?
En el hueco de la pared, una parodia de cuarto de baño: un lavabo, un plato de ducha y un cagadero alineados.
Prefiere volver a sentarse, su equilibrio todavía es precario. Hay una manta tirada en el suelo. Se deja caer encima y apoya la espalda contra la pared, frente a la reja que continúa en ángulo recto hacia su derecha.
Realiza un esfuerzo titánico para espabilar a su cerebro. Intenta recordar cómo ha ido a parar ahí. Pero no lo consigue.
Mente en blanco.
Se registra los bolsillos del abrigo, los de los tejanos. Ahí también, el vacío. Ni teléfono móvil ni cartera ni llaves. Ni pistola. Ningún rastro.
Y una terrible migraña.
Se acaricia la nuca y observa, como atontado, la sangre coagulada que mancha las yemas de sus dedos. Mierda, estoy herido…
Tiene el pantalón hecho un asco, el abrigo también. Sin duda le han arrastrado por el suelo.
Intenta recordar, una vez más. En el lugar de su memoria sólo hay un queso de gruyer. Algunas imágenes, muy confusas, sin pies ni cabeza.
—¡Joder! ¿Qué es lo que me pasa?
—¿Algún problema, señor inspector? ¿Dolor de cabeza, tal vez?…
Da un respingo. La voz ha venido de la oscuridad. Aguza la mirada y distingue una forma al fondo del inmenso sótano, al otro lado de la infranqueable separación.
—¿Quién…? ¿Quién es usted?
—¿No lo recuerda?
De pronto, esa voz… Una cascada de imágenes brota brutalmente de su mente.
Una mujer. Pelirroja, bastante atractiva. Sí, ahora lo recuerda. Vagamente…
La acompañó a su casa… Pero ¿dónde la conoció? De eso no se acuerda. Compartieron una copa, él la tomó entre sus brazos… Después, el agujero negro.
¿Cómo se llamaba?
Se acerca a los barrotes, se agarra a ellos con las dos manos. Hace un intento.
—¿Lydia?
—¡Veo que va recuperando la memoria, inspector!
¡Bravo! ¡No me he equivocado de nombre!
—Lydia… ¿Por qué me ha encerrado aquí dentro? ¿A qué viene este estúpido juego?
La silueta se aleja de las sombras y se desliza suavemente hacia él, pero se queda a un metro y medio de la frontera.
Ahora sí la reconoce. Alta, con estilo. De melena larga y piel clara. Y sobre los labios, una funesta sonrisa.
—¡Esta comedia ya ha durado bastante, Lydia!… Ahora mismo va a abrir esta reja y… Para empezar dígame dónde diablos está mi pistola.
—Su arma está ahora en mis manos. Igual que su vida…