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6:12 HORAS

MIÉRCOLES, 9 DE ABRIL DE 2003

Clevenger no durmió nada. Su mente seguía visitando Utah, repitiendo cada uno de sus movimientos, intentando registrar una cara que encajara con las palabras del Asesino de la Autopista. Pero no pudo enfocar ninguna. Como había dicho Roland, el asesino pudo haber estado en cualquier sitio: de paso con el coche por la escena del crimen mientras Clevenger y McCormick salían de la furgoneta de la policía estatal, en el restaurante donde habían cenado, en el aeropuerto. Y había otra razón por la que quizá su rostro no se hubiera grabado en la mente de Clevenger. No desentonaba. No tenía unas facciones raras, nada que hiciera que la gente volviera la cabeza. Un hombre de aspecto agradable que no causaba inquietud. Un hombre que era una pizarra en blanco y al que uno podía abrirle su corazón.

Fue a coger el New York Times en cuanto oyó que caía al suelo delante del loft. Se sentó y leyó la carta del Asesino de la Autopista y releyó un fragmento tres veces:

Cree que puede evitar esta lucha sumergiendo su corazón y su mente en el acto sexual. Elige a su cazadora para evitar elegir un yo verdadero, para evitar la pregunta que le obsesiona. ¿Es usted —en el fondo, en el momento más oscuro de su noche— un sanador o un cazador, mi médico o mi ejecutor?

Le ayudaré a responder a su pregunta. Porque yo soy —al contrario que usted— un hombre de palabra.

Uno a uno, le habría devuelto cada uno de los cuerpos, para que las familias se reunieran con ellos, pero me ha demostrado que no se lo merece: cuando llegó a Utah con el FBI (después de prometerme que renegaría de ellos), luego cuando me mintió acerca de mi ofrenda con la intención de que me cuestionara mi amor por mi madre, mi defensora, mi ángel.

¿Podía ser, se preguntó, que el Asesino de la Autopista no recordara lo que le había hecho a Paulette Bramberg?

Sonó el teléfono. Miró la pantalla de identificación de llamadas. El FBI. Contestó.

—Frank Clevenger.

—Soy yo —dijo Whitney McCormick—. El Times ha recibido otra carta del Asesino de la Autopista.

—Ya lo sé —dijo Clevenger—. Anoche hablé con Kyle Roland.

—¿Hablaste con Kyle Roland?

Clevenger pensaba que no tenía que contarle a McCormick el acuerdo al que había llegado con Roland para seguir con la terapia del Asesino de la Autopista. Podía ser que Kane Warner o Jake Hanley intentaran ponerle fin de nuevo.

—Quería explicarme por qué no le había ocultado la parte sobre nosotros al FBI —le dijo—. Creía que debían saber que el Asesino de la Autopista se centraba en nuestra relación.

—Kane me ha interrogado sobre ello —dijo McCormick.

—¿Qué le has dicho?

—La verdad. Que me importas.

A Clevenger le sorprendió lo mucho que le había gustado oír aquello.

—Tú a mí también —le dijo—. Por si sirve de algo.

—Sirve de mucho —dijo ella—. Quizá cuando todo esto acabe pueda demostrarte cuánto. —Hizo una pausa—. Kane quería saber si nos habíamos acostado.

—No puede preguntarte eso. Trabajas para él.

—Sí que puede si tiene motivos para creer que podría afectar a mi trabajo.

—¿Y qué ha pasado?

—He respondido a su pregunta y me ha apartado del caso. Me ha dicho que no puede confiar en que sea objetiva. Hanley le ha respaldado.

—Ayer te pusiste de su lado, no del mío. ¿Cómo pueden decir que no eres objetiva?

—Ya no importa —dijo—. He dimitido.

—¿Has dimitido? —Clevenger recordó la expresión de suficiencia en el rostro de Kane Warner cuando este casi había conseguido que él dejara el caso—. ¿Por qué les das esa satisfacción?

—No tiene nada que ver con ellos —dijo—. He pensado en lo que me dijiste en el despacho. Tenías razón. Nunca he sabido si realmente merezco este trabajo.

Quizá McCormick era más vulnerable de lo que Clevenger había imaginado. Quizá sí que le había afectado lo que le había dicho.

—¿Qué vas a hacer ahora? —le preguntó.

—Ganarme el puesto.

Clevenger oyó una mezcla de desafío e intriga en su voz que le decía que no había renunciado ni mucho menos a la investigación sobre el Asesino de la Autopista.

—Ganarte el puesto, ¿cómo? —le preguntó.

—No hay ninguna duda de que nuestro hombre mató a Sally Pierce. La carta tenía manchas de su sangre. La echaron en un buzón de Fedex a unos ochenta kilómetros de Bitter Creek. En Creston. Si está comportándose como tú dices, quizá no planeara realmente este asesinato. Quizá no estaba de paso. Quizá aún siga por la zona.

—No vayas tras él, Whitney.

Ella no respondió.

—Eres psiquiatra, no policía. No es cosa tuya intentar capturarle. Sin duda no ahora, sin el apoyo de la Agencia. Y sin duda no cuando te ve como la «cazadora».

—Quizá eso sea lo que le da miedo.

—¿El qué?

—Que sea yo quien pudiera encontrarle. Que realmente sea la hija de mi padre.

—O quizá te esté tendiendo una trampa —dijo Clevenger—. Quizá quiera que vayas tras él.

—Sé cuidar de mí misma.

—Hay otras formas de demostrarlo sin ponerte en peligro.

—Es un consejo interesante, viniendo de ti. Tú nunca has jugado sobre seguro.

—Y lo he pagado.

—Te llamo en un par de días —dijo McCormick.

—¡Whitney!

Le colgó.

Clevenger llamó de inmediato a casa de North Anderson.

—¿Qué pasa? —le preguntó.

—La psiquiatra con la que trabajaba en el FBI, Whitney McCormick, ha dejado el trabajo.

—¿Y?

—Nos liamos. Eso es lo que ha desencadenado su dimisión. El Asesino de la Autopista debió de vernos en Utah. Escribió sobre ello en una carta al Times. La han publicado esta mañana.

—Es difícil librarse de las malas costumbres, jefe —le dijo Anderson—. Espero que la chica lo mereciera.

—Creo que se le ha metido en la cabeza intentar encontrar al Asesino de la Autopista por su cuenta, recuperar su trabajo, yo qué sé. Puede que lo único que consiga sea que la mate.

—¿Quieres que la vigile?

—Creo que va camino de Wyoming —dijo Clevenger—. Sé que es pedirte demasiado, pero yo no puedo controlarla sin que se entere. Y tengo que capear el temporal que se me viene encima aquí con los servicios sociales.

—Haré que alguien compruebe las reservas de vuelos —dijo Anderson—. Si ha reservado plaza en alguno, estaré en él.

—Te debo una.

—Ya hace tiempo que no nos debemos nada, colega.

Clevenger dedicó las tres horas siguientes a redactar el borrador de la respuesta a la carta del Asesino de la Autopista. Creía que el asesino estaba proyectando en él sus emociones al preguntarle si alguien había mostrado por Clevenger un amor puro: nadie había amado al asesino incondicionalmente, sin duda no la madre a la que llamaba su «ángel». Con los datos aportados por los cuerpos mutilados de dos mujeres de sesenta y tantos años, Clevenger decidió seguir con la teoría que se les había ocurrido a él y a Billy: al asesino lo crio una mujer que podía ser dulce un momento y violenta al siguiente. Él estaba imitando aquella dinámica: intimaba con sus víctimas y luego las degollaba.

Había llegado la hora de aumentar la presión psicológica. Si el asesino creía de verdad que el cuerpo de Paulette Bramberg no estaba más terriblemente desfigurado que el resto, era porque tenía la capacidad de romper realmente con la realidad. Psicosis. Y si Clevenger podía provocar esa fractura, la capacidad del asesino de razonar, planear una estrategia y evitar ser atrapado quedaría obliterada.

La versión definitiva de su carta estaba diseñada para demoler los mecanismos de defensa del Asesino de la Autopista, para desenmascarar la locura que ardía debajo:

Gabriel:

Quieres saber si he experimentado el amor verdadero, pero la pregunta es mejor planteártela a ti. Los cuerpos encontrados en Utah y Wyoming dejan claro que diriges tu ira hacia la mujer que dices adorar: tu madre. ¿Por qué si no perderías el control de un modo tan absoluto con mujeres de su edad? ¿Por qué si no la herida más espeluznante que has infligido —a la mujer que mataste en Wyoming— la dirigirías a sus órganos reproductores?

¿Recuerdas acaso haber matado a Paulette Bramberg? ¿O tu mente está tan ciega al maltrato que sufriste de la mano de tu madre que no puede soportar contemplar la destrucción que infliges a los demás en su lugar?

Cuando volviste a casa después de la fiesta de cumpleaños en el parque, no fue tu padre quien te pegó. Fue tu madre, la mujer a la que tienes idealizada como tu sufrida defensora, la belleza que imaginas encogida de miedo en una esquina, lanzándote un beso. ¡Qué ilusión más hermosa!

Tu madre te dio esa fiesta de cumpleaños, luego se volvió contra ti y te castigó por habértela dado, te partió el labio, destrozó tus regalos. ¿Cómo podía tu mente joven dar sentido a esa dicotomía: bondad y crueldad en la misma persona? ¿Qué otra cosa podías hacer sino dividirla en dos: la madre perfecta que te quería por encima de todo y la madre demoníaca que te torturaba?

Las dos eran la misma persona. Te quería y te odiaba, te cuidaba y te maldecía, te mimaba y te pegaba.

¿De qué otra forma te aterrorizaba, Gabriel? ¿Qué más te hizo para que llegaras a separar por completo tu sensibilidad e inteligencia de tu agresividad, de modo que la agresividad flotó libremente, incontrolada por la razón, no moderada por la empatía, y el Asesino de la Autopista la incorporó a su persona?

No creo que busques víctimas. Creo que buscas consuelo, amor, el tipo de unión completa que fantaseabas tener con ella. Pero era un espejismo entonces y es un espejismo ahora. Que te recuerden ese hecho vuelve a encender la ira primitiva que sentiste de niño, la furia absoluta que siente el bebé cuando apartan sus labios hambrientos del pecho de su madre.

Clevenger decidió escribir otra línea dirigida a alguien que pudiera recordar haber tenido una interacción extraña, íntima, con un perfecto desconocido:

Solo cuando alguien satisface tu necesidad titánica de intimidad puedes dejar marchar a esa persona. Solo cuando alguien conecta de inmediato y de manera intensa —de un modo que él o ella no es probable que olvide— te sientes lo bastante bien alimentado como para renunciar a tu banquete de sangre.

No cogiste ninguna muestra de sangre de Paulette Bramberg ni de Sally Pierce. Con ellas, tu violencia fue absoluta e incontrolada, posiblemente del todo inconsciente, puesto que manaba de esa fuente oscura que te niegas incluso a reconocer: el odio que sientes hacia la mujer que te trajo al mundo.

El dolor de cabeza y en la mandíbula, el dolor de estómago, son las formas que tiene tu cuerpo de reaccionar a la represión de la verdad: no tenías a nadie que te defendiera cuando eras niño. Eras del todo vulnerable a los cambios de humor de la mujer de la cual dependías para obtener amor. Cuando te lo daba, te sentías vivo. Cuando te lo negaba, te sentías muerto. Y al recorrer las autopistas, estás huyendo de la verdad que supone que ella fuera las dos cosas: tu ángel y tu demonio.

La razón por la que te centras en mi relación con Whitney McCormick es que las relaciones hombre-mujer siempre te han parecido dañinas, llenas de peligros. Porque en tu mente una mujer no es nunca lo que parece. Detrás de cada palabra amable, de cada caricia, de cada momento apasionado, acecha el demonio impredecible que temías de niño: el demonio que equivocadamente recuerdas como tu padre.

¿Llegaste a conocer a tu padre, Gabriel? ¿Puedes recordar su cara? ¿Su voz? ¿Tienes alguna posesión que le perteneciera? ¿Te has preguntado alguna vez por qué no? ¿Adónde ha ido? ¿Se esfumó en el aire?

¿Por qué tu madre te llamo «pequeño bastardo», que literalmente significa niño sin padre?

Quería que el Asesino de la Autopista se enfrentara a la verdad induciéndole a hacerse una imagen mental de esta:

Deja esta carta un momento, cierra los ojos y vuelve a imaginar la escena que describiste en tu casa. Pon el rostro de tu madre en la persona que te golpeaba, te reprendía, destrozaba tus juguetes. ¿Puedes siquiera soportar hacerlo? Y una vez que hayas puesto ese rostro en tu agresor, ¿puedes apartarlo de ahí? Tal vez lo mantiene ahí fijo de forma permanente la realidad, la verdad que el Asesino de la Autopista no soportó ver jamás: que tu madre era, como tú, la luz y las tinieblas, el bien y el mal, el cielo y el infierno.

Las palabras de Jung que citaste deberían hablarte ahora:

«La triste verdad es que la auténtica vida del hombre consiste en un complejo de oposiciones inexorables: día y noche, nacimiento y muerte, felicidad y desgracia, bien y mal. Ni siquiera estamos seguros de que uno prevalecerá sobre el otro, de que el bien vencerá al mal o la alegría derrotará a la tristeza. La vida es un campo de batalla. Siempre lo fue y siempre lo será, y si no fuera así, la existencia llegaría a su fin».

Záfate de tus ilusiones. Permítete ser el chico herido por una madre violenta y esquizofrénica, en lugar de la personificación viviente de su enfermedad. Abraza las partes de ti que murieron cuando eras niño y dejarás de anhelar ver cómo mueren los demás. Contempla con atención y detenidamente qué fue asesinado en tu interior y el Asesino de la Autopista morirá como un vampiro al ver la brillante luz de la verdad.

Cada día que sigas enfermo refleja en efecto mis limitaciones como sanador, pero también representa tus limitaciones como ser humano y como cristiano. Si no logramos detener al Asesino de la Autopista, mis aptitudes como médico serán cuestionadas. Pero el riesgo que corres tú es mayor: el veredicto final de tu alma.

Eres tú quien está perdido en el amor ciego por una mujer, Gabriel, no yo. Contémplala como la persona que era y serás libre.

Leyó la carta unas cuantas veces antes de firmarla. Iba a por su lado más visceral. Había aprendido que era la única forma de dar un paso de gigante hacia delante, en una investigación o en psicoterapia. Los auténticos grandes avances llegaban cuando te dejabas llevar por completo por tu intuición. Pero cuando aceptabas una apuesta así, no había vuelta atrás. O lograbas comunicarte con el paciente y cambiabas su vida, o le perdías; a veces por aquella sesión, a veces para siempre. Y Clevenger no se hacía ilusiones: perder a Gabriel significaba que otras personas perderían la vida.