seis
Billy Bishop estaba sentado en el banco de levantamiento de pesas que había instalado en su cuarto en el loft de Chelsea de Clevenger, escuchando a los Doors a todo volumen y mirando por las ventanas venecianas el perfil de Boston, que relucía más allá del Astillero Fitzgerald.
El banco de levantamiento de pesas, un escritorio sencillo, la cama y los componentes del equipo de música que había apilado contra la pared, con una maraña de cables interconectados, eran el único mobiliario de la habitación. Pósters de los grupos de rock Puddle of Mud, Pearl Jam y Grateful Death cubrían las paredes.
Había levantado con sumo esfuerzo noventa kilos en seis repeticiones. Se notaba el corazón acelerado y la cabeza le iba a mil por hora.
Se sentía bastante bien consigo mismo. Había ido al astillero, hablado con Peter Fitzgerald y conseguido un trabajo para empezar al día siguiente. Estaba claro que todo aquello era un favor que le hacían a Clevenger, pero al menos no lo había estropeado. Había cerrado el trato. Eso tendría que valer para algo, ¿no? Y era un trabajo bastante guapo, la verdad. Aprendería a arreglar motores de remolcador. Se haría colega de los tipos que los capitaneaban. Y le pagarían diez pavos la hora en metálico al principio, que era calderilla, pero mucho mejor que hacer de voluntario. El profesor Walsh y su secretaria reprimida, y Scott Dillard y todo Auden Prep podían irse a la mierda, atajo de cabrones hipócritas.
A Dillard y a los matones de sus amigos no les gustaba que les molieran a palos. Esa era la cuestión, lo que era bastante curioso, si tenemos en cuenta que habían sido ellos los que habían iniciado las dos peleas. Dillard se había metido con el peinado de Billy y con el piercing que llevaba en la nariz, y luego sus colegas imaginaron que se tomarían la revancha por la paliza que había recibido.
Por lo que a Billy se refería, uno no empezaba algo que no pudiera acabar. Si lo hacía, se fastidiaba y cargaba con el castigo.
Dillard y compañía, no. Ellos se habían chivado.
Se puso en pie y se dirigió al espejo que había sobre el escritorio. Estaba cachas. Su torso parecía la armadura de un gladiador: unos pectorales perfectamente definidos, un abdomen que parecía una tableta de chocolate, ni un gramo de grasa en ningún lado. Flexionó los brazos y observó cómo los bíceps se volvían duros como una roca.
Así eran todos: unos hipócritas. Pensar que Dillard le había delatado por guardar marihuana en la taquilla cuando había sido uno de sus mejores clientes. El muy cerdo había estado comprándole treinta gramos al mes hasta que había decidido empezar a meterse con las rastas de Billy; primero vacilándole, pero luego se había excedido y le había acosado de verdad. «¿Vienes de Jamaica, tío? ¿Salidito de la isla, tío?». Así que Billy le había cortado el suministro. Fuera. Ni un solo porro más. No hay que morder la mano que te da de comer.
Esa era la verdadera razón por la que Dillard había querido pelearse: se moría por un porro y no podía conseguirlo.
Billy se acercó más al espejo e inspeccionó el arete de la nariz para asegurarse de que el piercing estaba sanando bien. Luego retrocedió y se sentó en el borde del banco de levantamiento de pesas. Se puso las manos detrás de la cabeza e hizo rotar los hombros a derecha e izquierda para realizar unos estiramientos antes de iniciar la siguiente serie.
Que Walsh le hubiera expulsado por una bolsa de hierba hacía que se partiera de risa. ¿Acaso alguien podía creer en serio que el profesor no se tomaba un par de martinis todas las noches cuando llegaba a casa para soportar a su mujer de uno cincuenta y dos, piernas gordas y labios pintados de rojo brillante? ¿En qué se diferenciaba eso de fumarse un porro? ¿O de meterse una raya? ¿Solo en que el gobierno se llevaba una tajada de los beneficios que daba el alcohol? Además, el alcohol podía destrozarte el hígado o hacer que mataras a alguien si conducías borracho, mientras que la hierba y fumar un porro de vez en cuando no te hacen ningún mal.
Se tumbó en el banco de levantamiento de pesas y agarró la barra que tenía encima de la cabeza. Había añadido discos de cinco kilos a cada lado, con lo que subiría a los cien kilos. Respiró hondo y retiró la barra de los ganchos. La bajó hasta el pecho. Luego expulsó todo el aire de los pulmones y volvió a subir la barra. Hasta arriba. Hizo otra repetición, realizó con dificultad una tercera. En la cuarta, le temblaron los pectorales por el esfuerzo que le suponía controlar la barra mientras la bajaba. Sintió como si sus brazos fueran a ceder. Pero buscó en lo más profundo de su interior e imaginó que la barra quería subir, que la gravedad funcionaba al revés, que lo único que tenía que hacer era trabajar con ella. Cerró los ojos, estiró el cuello y empujó con todas sus fuerzas, apretando los dientes al subir la barra, extendiendo los brazos, aguantando el peso estable una fracción de segundo antes de dejar que rebotara en los ganchos de acero.
—Muy bonito —gritó Clevenger por encima de la música, justo desde fuera de la puerta.
Billy se incorporó, respirando con dificultad, cubierto de sudor.
Clevenger señaló con la cabeza el equipo de música.
—¿Te importa bajar eso?
Billy se dirigió hacia el aparato y bajó el volumen.
—Podrías haberme ayudado —dijo volviéndose a Clevenger—. Casi no lo consigo.
—No, no es cierto —dijo Clevenger. Entró en el cuarto—. Ni por asomo.
—Cien kilos —dijo Billy—. Cuatro repeticiones.
—Un nuevo record —dijo Clevenger—. Felicidades. —Señaló con la cabeza el móvil de Billy que estaba en el suelo junto al banco—. Te he llamado mientras volvía del aeropuerto.
—No lo he oído —dijo Billy.
Clevenger asintió.
—He ido a hablar con Peter Fitzgerald —dijo Billy—. Empiezo a trabajar mañana.
—Bien —dijo Clevenger, en un tono reservado.
—Diez pavos la hora —dijo Billy, inyectando más entusiasmo a su voz del que sentía, con la esperanza de que la energía lograra que la discusión obviara mencionar el test toxicológico—. Y resulta que los tipos que llevan los remolcadores son…
—Háblame del test toxicológico —dijo Clevenger.
—No he podido ir —dijo Billy automáticamente. Cogió su camiseta—. Iré mañana —dijo, y se la puso—. Será lo primero que haga.
—¿Qué quiere decir que no «has podido» ir?
—Cuando he terminado en el astillero eran como las cuatro y media, y le había prometido a Casey, esa chica nueva que he conocido, que la llamaría. Estuve hablando con ella hasta las cinco y cuarto, cinco y media, y ya era tan tarde que he pensado que el análisis podría esperar.
—¿Por qué no has ido a hacerte el test antes de ir al astillero, como habíamos acordado? —le preguntó Clevenger.
—Por un millón de cosas —contestó Billy.
—¿Un millón…?
—¿Quieres que te diga la verdad? He dormido hasta el mediodía, luego he salido a hacer footing para despejarme la cabeza, he almorzado y todo eso. Luego he empezado a preocuparme por si la clínica estaría llena de gente y no llegaba a tiempo de hablar con Peter. Pero puedo ir mañana por la mañana sin problemas.
Clevenger sabía lo suficiente sobre las personas que consumían drogas —él incluido— para saber que siempre evitaban entregar sus fluidos corporales, para ganar tiempo y que su cuerpo se desintoxicara, para que sus riñones y su hígado eliminaran la verdad.
—¿Por qué no vamos ahora? —le preguntó—. Podemos pasar por el laboratorio que mi colega Brian Strasnick tiene en Lynn. El centro médico de Willow Street. Pasa ahí media noche.
—Le dije a Casey que quedaría con ella —dijo Billy.
—Queda con ella después —dijo Clevenger, intentando mantener el control.
Billy sonrió y negó con la cabeza.
—No le va a gustar que…
—Me importa una mierda lo que le guste —le espetó Clevenger—. Habíamos acordado que irías al Mass General a hacerte un test toxicológico y que luego irías a la entrevista en el astillero. Y me has fallado. Así que vas a venir conmigo a Lynn ahora mismo.
—Porque no confías en mí —dijo Billy, intentando parecer herido.
—Porque no has cumplido tu parte del pacto —dijo Clevenger.
Billy negó con la cabeza. A la mierda, pensó. Quizá la máquina de ese tal Strasnick fuera una porquería. Quizá tuviera la oportunidad de añadir agua a su orina y diluir los metabolitos de la droga hasta concentraciones inapreciables. Si nada de eso funcionaba, aún podría salir una noche más con Casey antes de que se armara la gorda con Clevenger.
—Vale —dijo—. Vamos.
—¿Qué tal te ha ido en Quantico? —le preguntó Billy, en cuanto se subieron a la camioneta de Clevenger.
—Creo que ha ido bastante bien —dijo Clevenger. Deseaba que Billy no indagara más, por dos razones. Primero, estaba demasiado enfadado como para hablar de temas triviales. Segundo, y más importante, quería mantener a Billy alejado de su trabajo como psiquiatra forense, para evitar proporcionarle una dieta continua de asuntos tenebrosos.
—¿Qué caso quieren que lleves?
—Un caso de asesinato.
—¿El del Asesino de la Autopista? —preguntó Billy emocionado—. ¿No sería fantástico que trabajaras en ese caso?
—Me han pedido que no hable de la reunión —dijo Clevenger con tirantez. Miró a Billy, vio que se quedaba abatido—. Con nadie.
—Claro —dijo Billy.
—Es lo que quieren.
—Pero les has dicho que a North no le escondes nada.
Clevenger sintió que Billy trataba de buscar su puesto. Una parte de él no quería tener nada que ver con Clevenger y la otra quería acercarse tanto como le fuera posible. Acercarse más que a nadie. Y quizá, si Billy se hubiera sometido al test toxicológico, Clevenger le habría contado algo más de la reunión. Nada demasiado truculento. Nada que estuviera clasificado de verdad. Solo algo que le hiciera saber que Clevenger le tenía confianza. Pero hacerlo ahora, sería enviar un mensaje equivocado. Billy tenía que aprender que la confianza era algo que se ganaba.
—Hace mucho tiempo que North no me falla —dijo.
Billy apartó la vista y miró por la ventana del copiloto.
Condujeron en silencio durante los siguientes minutos, camino a la ruta 16 Este pasando por Revere, mientras Clevenger se preguntaba en qué estaría pensando Billy, imaginando que probablemente estaría menos concentrado en el test toxicológico que en si acabaría el test a tiempo para coger el tren en Lynn y verse con su novia en el centro comercial North Shore a dieciséis kilómetros, en Peabody; había quedado con ella justo antes de salir del loft. Quizá estaría preguntándose si en Tower Records tendrían un CD que quería o si tenía suficiente dinero para pagar una habitación en el Motel 6, que estaba al final de la calle del centro comercial.
Pero Billy no estaba pensando en nada de eso. Durante esos dos minutos que pasaron en silencio, mirando por la ventana, pensó en cómo sería abrir la puerta y saltar de la camioneta. Imaginó una mezcla poderosa de pánico y placer justo antes de chocar contra la carretera, gran parte de ese placer se derivaría de lo horrorizado que se quedaría Clevenger. Oyó el chirrido de los frenos al detener el coche en el arcén, el sonido de sus pasos mientras Clevenger corría hacia donde Billy descansaba boca abajo, sangrando sobre el pavimento. Y aunque Billy no podía explicarse del todo la satisfacción que sentiría al volverse y ver el dolor y el pánico en el rostro de Clevenger, sabía que estaba conectada con el hecho de que Clevenger no estaba dispuesto a hacerle tanto daño a él como él estaba dispuesto a hacérselo a sí mismo. Esa era su forma de escurrir el bulto, de jugar sus bazas, aunque no pudiera decir a qué juego jugaban él y Clevenger, aunque se le escapara por completo el hecho de que el autocontrol de Clevenger era algo llamado amor y que su propia carencia de él era algo llamado odio hacia sí mismo.
Billy Bishop podía rendir culto a su cuerpo y a su pelo y al pequeño aro dorado que llevaba en la nariz, y a las letras azul verdosas y la calavera pirata que se había tatuado en la espalda. Podía dárselas de que peleaba bien, que era un buen jugador de fútbol americano y que atraía como un imán a las chicas guapas. Pero esa vanidad tan solo era una defensa de cómo se sentía en su interior: feo, totalmente corrompido, merecedor de todas las palizas que había recibido y que recibiera en su vida. Como casi todos los niños maltratados, en lo más profundo de su alma, le había otorgado el beneficio de la duda a su maltratador, al hombre de la correa.
Pero Billy no acabó tirado en el asfalto. Cuando los dos minutos de silencio llegaron a su fin, saltó en otra dirección. Se volvió hacia Clevenger.
—No hace falta que me haga el test —dijo.
—Sí que vas a hacértelo —dijo Clevenger.
—Puedo decirte qué saldrá.
Clevenger miró a Billy y vio que hablaba en serio. Dio un volantazo, entró en el aparcamiento de un Dunkin’Donuts y metió la camioneta en una plaza.
—De acuerdo. ¿Qué saldrá?
—Marihuana —dijo Billy, resistiendo el impulso de sonreír—. Me fumé un par de porros que no pude vender en el colegio.
A Clevenger se le cayó el alma a los pies. Durante unos segundos se sintió totalmente impotente, estúpido por haber intentado hacerle de padre a un chico cuando él mismo no había tenido un padre. ¿A quién intentaba salvar? ¿A Billy? ¿A él? ¿Por qué no admitía simplemente que juntos no tenían remedio, que no se podía sacar un clavo con otro clavo?
—¿Cuánta has…?
—No es lo único que saldría —dijo Billy.
Clevenger exhaló el aire y se preguntó qué vendría a continuación.
—Marihuana… —prosiguió Billy, observando cómo la palabra parecía herir de nuevo a Clevenger—, y cocaína… y esteroides.
Clevenger pudo ver por su tono de voz que Billy había tenido la intención de herirle, que intentaba atraerle de la única forma que sabía: negativamente, a través de la confrontación. Y aquello le recordó que rescatar a Billy siempre le había parecido como correr un maratón. Al menos, la oposición que el departamento de servicios sociales había mostrado a que adoptara a Billy le había ayudado a comprender ese punto. Más de la mitad de los chicos adoptados a la edad de Billy, con historias como la suya, acababan viviendo en la calle, en la cárcel o muertos antes de cumplir los veinte. Ganar la batalla por su alma significaba cogerle de la mano mientras extirpaba despacio, a conciencia, sus demonios. Significaba luchar durante años, perder muchas batallas.
—¿Y qué piensas que deberíamos hacer? —preguntó.
Billy se encogió de hombros, seguía mirando fijamente a Clevenger a los ojos.
—Piensas que es trabajo mío decidirlo —dijo Clevenger, principalmente a sí mismo.
Billy giró la cabeza y miró por el parabrisas.
Clevenger hizo lo mismo.
—Está la reacción estándar «Estás castigado» —dijo—, que no funcionará, si quieres saber mi opinión. Creo que serías bastante feliz encerrado en el loft un mes con tus pesas y el equipo de música, dejando entrar a chicas a hurtadillas. —Hizo una pausa—. También está lo de «Vete de casa, estás solo, a menos que ingreses en un programa de treinta días». Y ese modo de pensar tiene cierto mérito. El rollo del «amor estricto» puede funcionar. Pero es arriesgado con alguien como tú. Estás tan descontento contigo mismo que quizá en la calle te sentirías como en casa. Podrías pensar que te lo mereces. Y yo no quiero eso para ti. La verdad es que no podría soportarlo. —Miró a Billy para ver si aceptaba la pipa de la paz que le estaba ofreciendo. No lo hizo—. Otros padres simplemente llaman a la poli —prosiguió—. Dejan que el fiscal del distrito consiga una condena contra su hijo por posesión de drogas y esperan que el juez lo meta en Narcóticos Anónimos y le someta a tests toxicológicos como parte del trato para conseguir la condicional. —Se encogió de hombros—. No tiene por qué ser siempre una mala idea. La posibilidad de que te caiga una sentencia de cárcel puede hacer que te resulte más difícil pasártelo bien colocándote.
—O más emocionante —dijo Billy, con la mirada aún fija al frente.
Clevenger se volvió hacia Billy, vio la expresión de suficiencia de su rostro. Y justo en ese momento le habría sentado muy bien cogerle del cuello y golpearle la cabeza contra el parabrisas, para borrarle aquella sonrisita de los labios de un plumazo, para enseñarle que por muy duro que creyera que era, había gente mucho más dura que él. Quizá esa fuera la lección que Billy tenía que aprender, la que nadie había sido capaz de enseñarle en el patio de Auden Prep.
Pero a medida que Clevenger sentía que la ira aumentaba en su interior, que se le aceleraba el corazón, que se le tensaba la mandíbula, se dio cuenta de que una paliza era lo que Billy andaba buscando. De manera inconsciente, intentaba resucitar la relación que había tenido con su padre, esta vez asignando a Clevenger el papel del maltratador. Clevenger meneó la cabeza, y pensó en lo mucho que tardaba el pasado en morir. Estaba tan solo a un error —un bofetón, un puñetazo— de convertirse en su propio padre, con lo que se completaría el viaje patológico de ser víctima a convertirse en maltratador. Era algo seductor, aquella obsesión por repetir roles. La única salida era expresar la dinámica, en lugar de actuar sobre ella.
—Claro que —dijo— hay padres que simplemente pierden los nervios y les dan una paliza de muerte a sus hijos.
Billy le miró.
—Me importa una mierda. Adelante, si es eso lo que quieres.
—Eso es lo que tú quieres.
Billy puso los ojos en blanco.
—Yo estuve en la misma situación que tú —dijo Clevenger.
—¿De qué situación hablas? —preguntó Billy.
Clevenger volvió a mirar por el parabrisas.
—De intentar demostrar lo fuerte que era sobreviviendo a una paliza tras otra. Primero de mi padre. Luego, cuando se marchó, le encontré un sustituto bastante bueno. Casi me maté con la cocaína y el alcohol.
—¿Tú? —dijo Billy—. ¿Tomabas cocaína?
Clevenger entrecerró los ojos en la noche.
—Aliviaba el dolor. Esa es la parte obvia. Pero hacía algo más. Mantenía vivo el sueño de mi padre. El sueño de que tenía un padre que se preocupaba por mí.
—No lo pillo —dijo Billy.
—Siempre que me maltratara a mí mismo —dijo Clevenger mirándole—, siempre que no mereciera algo mejor, podía creer que me quería. A mí, al que siempre la jodía. A mí, al adicto. Al mentiroso. Qué más daba que el viejo fuera un borracho fracasado. Qué más daba que echara mano del cinturón cuando se cabreaba conmigo. No era que no me lo mereciera. Lo único que tenía que hacer era mirarme en el espejo para ver que sí que me lo merecía.
Billy le estaba escuchando con más atención.
—Sientes un dolor muy grande cuando te das cuenta de que eres una persona que vale la pena, Billy —prosiguió Clevenger—. Que vale la pena de verdad, quiero decir, por tu corazón, no por tu pelo o tu cara o tu cuerpo. Porque entonces empiezas a sentir cuánto te dolía que te quitaran esa convicción a patadas, cuánto sufrías antes de desprenderte por fin de todo eso. Empiezas a entender lo que cuesta tener un padre que no te quiere. Y entonces empiezas a sufrir de verdad.
—O a apagarte —dijo Billy.
Aquel comentario cogió a Clevenger por sorpresa.
—Todo el mundo te dice siempre cómo deberías hacer frente a las cosas —dijo Billy—. Como si eso fuera a hacerte feliz. Pero ¿quién puede asegurarte que eso no va a empeorarlo todo, incluso hacer que pierdas el control?
Clevenger asintió con la cabeza. Billy tenía razón. Si bajabas la guardia y te enfrentabas a tus demonios, siempre había la posibilidad de que te ganaran.
—No voy a mentirte —le dijo—. Hay gente a quien le pasa. A veces el dolor es demasiado grande para soportarlo. Pero a la gente que se une, como podríamos hacerlo tú y yo, no le sucede tan a menudo. Si estuvieras dispuesto a contármelo cuando te apetezca tomar drogas, en lugar de consumirlas, si tú y yo pudiéramos hablar más cuando estés deprimido en vez de colocado, acabaríamos derrotando todo esto.
—Pero no eres mi loquero —dijo Billy.
Clevenger se preguntó durante un momento si Billy por fin estaba pidiendo ver a un terapeuta, algo que le había estado instando a hacer. Pero entonces se dio cuenta de que Billy pedía otra cosa.
—No —le dijo—, no soy tu terapeuta. Estoy intentando ser un padre para ti. —Observó que Billy tragaba saliva con fuerza, lo que significaba que o bien le había emocionado lo que Clevenger había dicho o que lo fingía—. Así que dime adónde te llevo, campeón. Tú decides. Puedo dejarte en el centro comercial, llevarte de vuelta al loft o pasar por el laboratorio de Strasnick. Elijas lo que elijas, sigo estando contigo al cien por cien.
—¿Por qué tendríamos que ir al laboratorio? —preguntó Billy—. Ya te he dicho lo que va a salir en el test toxicológico.
—Aún es demasiado pronto para que te tome la palabra en eso. Podrías estar consumiendo un montón de drogas más. Si no pasamos por el laboratorio, aún tendré que preocuparme por si sé de verdad a qué nos enfrentamos. Y preferiría que no fuera así.
Billy miró por la ventana del copiloto. Pensó en lo mucho que le debía a Clevenger en realidad. Pensó que lo que Clevenger le había dicho tenía sentido; los puntos que podía entender, en cualquier caso. Pero sobre todo pensó en cómo había largado todo lo que consumía, exceptuando el éxtasis que tomaba de vez en cuando. Y llevaba una semana sin comerse una pastilla. Así que estaba seguro de que no saldría en el test toxicológico. Y ya le había dicho a Casey que no podría llegar al centro comercial hasta la noche. Así que en resumidas cuentas, no tenía nada que perder si daba un poco de su sangre y su orina. Se volvió hacia Clevenger.
—Vamos al laboratorio —dijo.