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23 DE ENERO DE 2003

RUTA 90 ESTE, A 60 KM DE ROME, NUEVA YORK

La Sinfonía n.º 10 de Mahler sonaba en el estéreo del BMW X5, pero ni siquiera aquella música serena lograba calmar a Jonah. La ira le encendía la piel. El volante le quemaba las palmas de las manos. El corazón le palpitaba con fuerza, bombeando más y más sangre con cada latido, inundándole la aorta, congestionándole las arterias carótidas, sentía como si la cabeza fuera a estallarle dentro del cráneo, en algún punto de los lóbulos temporales del cerebro. En el último recuento, su respiración había aumentado a dieciocho inspiraciones por minuto. Sentía que una resaca mareante de oxígeno le succionaba hacia el interior.

Su ansia de matar siempre empezaba así y Jonah siempre pensaba que podría controlarla, someterla recorriendo una larga autopista, de la misma forma en que su abuelo había domado a potros fibrosos en las llanuras del rancho de Arizona donde Jonah había pasado sus años de adolescencia. Tan astuta era su psicopatología que le engañaba para que pensara que él era más fuerte que ella, que la bondad que había en él podía dominar el mal. Lo creía incluso ahora, que había dejado atrás diecisiete cadáveres esparcidos por las autopistas.

«Tú sigue conduciendo y ya está», se dijo apretando los dientes.

Empezó a nublársele la vista, en parte porque la tensión le había subido vertiginosamente, en parte por la hiperventilación, en parte por el miligramo de Haldol que había tomado hacía una hora. A veces, esta medicación antipsicótica adormecía a la bestia. A veces, no.

Entrecerrando los ojos en la noche, vio el brillo distante de unos pilotos rojos. Pisó el acelerador, desesperado por acortar la distancia entre él y un compañero viajero, como si el ímpetu de otro —de un hombre normal y decente— pudiera guiarle a través de la oscuridad.

Echó un vistazo al reloj de neón naranja del salpicadero, vio que eran las 3:02, y recordó una frase de Fitzgerald:

En una verdadera noche oscura del alma siempre son las tres de la mañana.

La frase pertenecía al relato El Crack-Up, un título adecuado para describir lo que le estaba sucediendo a él: en sus defensas psicológicas se abrían unas buenas fisuras, que se iban separando hasta formar hendiduras mayores que luego se colaban una dentro de la otra hasta crear un agujero negro enorme que se lo tragaba y luego le devolvía a la vida como un monstruo.

Jonah había leído todo lo que F. Scott Fitzgerald había escrito, porque las palabras eran hermosas, los lugares eran hermosos y la gente era hermosa, incluso con sus defectos. Y quería pensar en sí mismo exactamente de esa forma, creer que era una creación imperfecta de un dios perfecto, que era digno de redención.

A sus treinta y nueve años, era físicamente perfecto. Su rostro sugería honradez y seguridad: pómulos altos, frente prominente, mentón fuerte con una hendidura sutil. Los ojos, claros y de un azul pálido, complementaban a la perfección su pelo ondulado, gris plateado, que le llegaba a los hombros y llevaba agradablemente despeinado. Medía uno ochenta y seis y era de constitución ancha, tenía los brazos largos y musculados y un torso en forma de V que terminaba en una cintura de setenta y nueve centímetros. Tenía los muslos y las pantorrillas duros propios de un escalador.

Sin embargo, de todos sus rasgos, lo que primero suscitaba el comentario de las mujeres eran sus manos. La piel era bronceada y suave, y cubría los tendones perfectos que iban de los nudillos a la muñeca. Las venas eran lo bastante visibles como para insinuar fuerza física, sin ser tan visibles como para sugerir un carácter destructivo. Los dedos eran largos y elegantes y terminaban en unas uñas suaves y traslúcidas a las que sacaba brillo cada mañana. Dedos de pianista, le decían algunas mujeres. Dedos de cirujano, le decían otras.

«Tienes las manos de un ángel», le había dicho una amante entre jadeos mientras Jonah deslizaba un dedo en su boca.

«Las manos de un ángel». Jonah se las miró, los nudillos blancos, aferrándose al volante. Estaba a cuarenta y cinco metros del coche que tenía delante, pero sintió que sucumbía en su carrera contra el mal. El labio superior había empezado a temblarle. El sudor le corría por el cuello y los hombros.

Abrió mucho los ojos e invocó el rostro de su última víctima en sus últimos momentos, con la esperanza de que la imagen de aquel joven le serenara, igual que el recuerdo de las arcadas y los vómitos pueden desembriagar a un alcohólico y convertir en repugnante la botella que le llama seductoramente con la promesa de que en ella encontrará alivio y liberación.

Habían pasado casi dos meses, pero Jonah aún veía la mandíbula boquiabierta de Scott Carmady, la incredulidad total reflejada en sus ojos. Porque, ¿cómo puede un viajero cansado, que se cree afortunado al ver que alguien se para a ayudarle con su Chevy averiado en la cuneta de un tramo desierto de la autopista de Kentucky, asimilar el dolor primitivo en su garganta rajada o la cálida sangre que le empapa la camisa? ¿Cómo puede entender el hecho de que su vida, con todo el ímpetu de las esperanzas y los sueños de un veinteañero, está deteniéndose en seco? ¿Cómo puede comprender el hecho de que el hombre bien vestido que le ha herido de muerte es el mismo hombre que ha dedicado su tiempo a arrancar la batería del coche, pero que también ha aguardado quince minutos junto a él para asegurarse de que no volverá a estropearse?

¡Y qué minutos! Carmady le había revelado cosas de las que no había hablado con nadie: la impotencia que le hacía sentir su sádico jefe, la rabia que se apoderaba de él por seguir con su esposa infiel. Abrirse a él le había hecho sentir mejor de lo que se había sentido en mucho, mucho tiempo. Se había desahogado.

Jonah recordó que una súplica había sustituido a la incredulidad que había visto en los ojos del hombre moribundo. No era una súplica que respondía a un «¿por qué?» grandioso, existencial. No era la típica última escena de una película. No. La súplica era puramente un grito de ayuda. Por eso, cuando Carmady extendió el brazo hacia Jonah, no fue para atacarle, ni para defenderse, sino simplemente para no desplomarse.

Jonah no se había apartado de su víctima, sino que se había acercado más. La había abrazado. Y a medida que la vida se escurría del cuerpo de Carmady, Jonah sintió que la ira se escurría del suyo propio y que la sustituía una calma magnífica, una sensación de unidad con el universo. Y susurró su propia súplica al oído del hombre: «Por favor, perdóname».

A Jonah se le llenaron los ojos de lágrimas. La carretera serpenteaba delante de él. Si Carmady hubiera estado dispuesto a revelar más, a desprenderse de las últimas capas de sus defensas emocionales, para proporcionarle a Jonah las razones por las cuales su jefe y su esposa podían tratarle tan injustamente, qué trauma le había hecho débil, quizá seguiría vivo. Pero Carmady se había negado a hablar de su infancia, se había negado en redondo, como un hombre que se guarda para él toda la carne; que no la comparte con Jonah, que está muerto de hambre.

Muerto de hambre, como ahora.

Su estrategia estaba fracasando. Había creído de verdad que invocar los recuerdos de su último asesinato mantendría a raya al monstruo que llevaba dentro, pero había sucedido todo lo contrario. El monstruo le había engañado. El recuerdo de la calma que había sentido al tener la muerte entre sus manos y la historia vital de otro hombre en su corazón había hecho que ansiara aquella calma con cada célula de su cerebro frenético.

Vislumbró la indicación de un área de descanso, a ochocientos metros. Se irguió, diciéndose que podía ir allí, tragar un miligramo más o dos de Haldol y echarse a dormir. Como un vampiro, casi siempre se alimentaba de noche; solo quedaban tres horas para que despuntara el día.

Se desvió de la ruta 90 y accedió al área de descanso. Había otro coche aparcado allí, un Saab azul metálico modelo antiguo, con la luz interior encendida. Jonah aparcó a tres plazas de distancia. ¿Por qué no diez?, se reprobó. ¿Por qué tentar a la bestia? Agarró el volante con más fuerza aún, las uñas se le clavaron en el pulpejo de la mano y casi se abrió la piel. La fiebre le producía unos escalofríos que le subían por el cuello y le recorrían el cuero cabelludo. Su tórax luchaba con dolor por contener los pulmones llenos.

Contra su voluntad, en cierto modo, volvió la cabeza y vio a una mujer en el asiento del conductor del Saab, con un gran mapa extendido sobre el volante. Tendría unos cuarenta y cinco años. De perfil, la belleza había pasado por alto su rostro: la nariz un poco grande, el mentón un poco débil. Las patas de gallo sugerían que era alguien que se preocupaba por todo. Llevaba el pelo corto y arreglado. Tenía puesta una chaqueta de piel negra. Un móvil descansaba en el salpicadero delante de ella.

Con solo mirarla, a Jonah se le despertó el ansia. Un ansia voraz. Ahí estaba una mujer viva, que respiraba, a menos de seis metros de él, con un pasado y un futuro únicos. Ninguna otra persona había vivido exactamente las mismas experiencias o había tenido exactamente los mismos pensamientos. Lazos invisibles la unían a sus padres y abuelos, quizá a sus hermanos, quizá a un marido o a amantes. Quizá a sus hijos. A amigos. Su cerebro contenía datos que había ido reuniendo al elegir y decidirse por qué leer y mirar y escuchar de entre intereses y habilidades que eran partes místicas e inconmensurables de ella. De ella, un ser humano distinto a cualquier otro. Albergaba preferencias y odios, miedos y sueños y (esto, más que cualquier cosa) traumas que eran suyos y solo suyos a menos que se pudiera lograr con paciencia que los compartiera.

Jonah sintió que unos pinchazos de dolor estallaban en sus ojos. Apartó la mirada y se quedó con la vista fija en la autopista casi un minuto entero, con la esperanza de que otro coche aminorara la marcha y entrara en el área de descanso. Pero no llegó nadie.

¿Por qué siempre parecía tan fácil? Casi concertado de antemano. Nunca acechaba a sus víctimas; siempre se las encontraba. ¿Estaba el universo disponiéndolo todo para que se alimentara de la fuerza vital de los demás? ¿Iba en su búsqueda la gente que se cruzaba en su camino? ¿Necesitaban inconscientemente morir tanto como él necesitaba matar? ¿Quería Dios llevárselos al cielo? ¿Era él una especie de ángel? ¿Un ángel de la muerte? En su boca, notó que la saliva empezaba a espesarse. El dolor punzante que sentía en la cabeza aumentó más allá de la jaqueca, más allá de cualquier migraña. Sintió como si tuviera una docena de taladros dentro del cráneo que intentaban salir al exterior, por la frente, por las sienes, por los oídos, por el paladar, por los labios.

Pensó en suicidarse, un impulso que le visitaba antes de cualquier asesinato. La navaja plegable que llevaba en el bolsillo podría acabar con su sufrimiento de una vez por todas. Pero solo había llevado a cabo intentos precarios de poner fin a su vida. Laceraciones superficiales en las muñecas. Cinco o diez pastillas, en lugar de cincuenta o cien. Un salto desde una ventana en un segundo piso estando borracho con el que solo se fracturó el peroné de la pierna derecha. Eran gestos suicidas, nada más. En el fondo, Jonah quería vivir. Aún creía que podía reparar el daño que había hecho a lo largo de su vida. Debajo de la aversión que sentía por sí mismo, en lo más profundo de su ser, aún se quería de la forma incondicional con que rezaba por que Dios le quisiera.

Encendió la luz interior del BMW y tocó brevemente la bocina, asqueado por tener que ocultar el primer hilo pegajoso de su telaraña venenosa. La mujer dio un respingo, luego le miró. Él se inclinó hacia ella y levantó un dedo, casi con timidez, después bajó la ventanilla del copiloto hasta cerca de la mitad, como si no estuviera seguro de poder confiar en ella.

La mujer dudó, luego bajó su ventanilla.

—Disculpe —dijo Jonah. Su voz era aterciopelada y grave y sabía que tenía un efecto casi hipnótico. La gente parecía no cansarse nunca de escucharle. Raras veces le interrumpían.

La mujer sonrió, pero estaba tensa, y no dijo nada.

—Sé que sería… mm… pedirle demasiado… pero mm… —Jonah balbuceó a propósito, para mostrarse inseguro—. Mi mm… móvil… —dijo, encogiéndose de hombros y sonriendo— ha muerto. —Levantó el teléfono. Era plateado y parecía caro. Alargó el brazo y giró la muñeca para mirar la hora en su brillante Cartier, con un zafiro cabujón en el centro. Sabía que la mayoría de las personas confiaban en la gente que tenía dinero o bien porque creían que los ricos no necesitaban robarles, o porque suponían que los ricos valoraban demasiado las normas de la sociedad para infringirlas—. Soy médico —prosiguió Jonah. Meneó la cabeza con incredulidad—. He salido del hospital hace cuatro minutos y ya me están llamando. Me preguntaba si podría, mm… dejarme su teléfono.

—Tengo la batería casi… —empezó a decir la mujer que, por la voz, parecía incómoda.

—Le pagaría la llamada —dijo Jonah. Aquel ofrecimiento era su forma de saltarse el buen criterio de la mujer transformando su petición de usar su teléfono en la pregunta de si debería cobrarle por ello. Una persona generosa lo ofrecería gratis, lo que, por supuesto, significaba que primero tendría que prestarlo.

—Tenga —dijo ella—. Por las noches y los fines de semana me sale gratis.

—Gracias. —Jonah se bajó del coche, fue hacia la puerta de la mujer y se detuvo a una distancia respetuosa. En parte para desencadenar su instinto de protección, en parte para descargar la energía eléctrica que le recorría el cuerpo, empezó a mover los pies deprisa y meneó la cabeza y los hombros, como si tuviera mucho frío.

Ella alargó el brazo y le entregó el teléfono.

Jonah se puso de cara a ella, para dejar que tomara nota del abrigo de ante acolchado color chocolate, el jersey de cuello alto azul cielo, los pantalones de franela gris con pinzas. No llevaba nada negro. Todo era suave al tacto. Marcó un número al azar y se acercó el teléfono al oído.

—Puede hablar en su coche, si quiere —le dijo la mujer.

Jonah sabía que la invitación de la mujer de que se llevara el teléfono al coche reflejaba su deseo inconsciente de que la llevara a ella al coche. También sabía que cuanto más correcto fuera, más libre se sentiría ella para fantasear con él y más vulnerables serían sus límites personales.

—Ya ha sido de lo más amable —le dijo Jonah—. Será solo un momento.

La mujer asintió con la cabeza, volvió a mirar el mapa y subió la ventanilla.

Jonah habló alto para asegurarse de que la mujer lo escuchaba. Las palabras resonaban en su oído.

—Soy el doctor Wrens —dijo, y guardó silencio—. ¿Fiebre? ¿Qué temperatura tiene? —Volvió a guardar silencio—. Adminístrele ampicilina intravenosa para empezar y espere a ver cómo reacciona. —Asintió con la cabeza—. Por supuesto. Dígale a su marido que la veré mañana a primera hora. —Fingió apagar el teléfono y llamó con suavidad a la ventanilla.

La mujer la bajó.

—¿Todo bien?

Era obvio que había terminado de usar el teléfono. Su pregunta significaba que quería algo más de él, aunque Jonah dudaba que la mujer fuera capaz de expresar con palabras qué era ese algo más. Sintió una presión en la entrepierna.

—Todo bien —contestó—. Muchísimas gracias. —Alargó el teléfono y esperó a que la mujer cogiera el otro extremo para hablar, a que tuvieran esa mínima conexión—. Tal vez pueda devolverle el favor —le dijo. Esperó otro instante antes de soltar el teléfono—. Parece que no sabe muy bien adónde se dirige.

La mujer se rio.

—Parezco perdida —dijo.

Jonah se rio con ella; una risa juvenil, contagiosa, que rompió el hielo de una vez por todas. La bestia estaba totalmente bajo control. El dolor que sentía en la cabeza se filtró por los dientes y la mandíbula.

—¿Dónde intenta ir, si no le importa que se lo pregunte? —Se frotó las manos y soltó una bocanada de aire helado.

—A Eagle Bay —dijo.

Eagle Bay era una pequeña ciudad junto al ferrocarril de los Adirondacks, cerca de la zona de acampada del río Moose. Jonah había ido de excursión cerca del monte Panther.

—Es fácil —dijo—. Le dibujaré un mapa. —Había elegido la palabra «dibujar» para evocar la imagen de la inocencia, de un niño grande inofensivo casi incapaz de escribir, no digamos ya de tramar y planear algo.

—Se lo agradecería mucho —dijo.

Jonah notó que ya había debilitado lo suficiente sus defensas como para dar un paso más. La mujer media carecía de la determinación interna de proteger sus límites, excepto si se encontraba ante un peligro obvio. Y aquella mujer no podía verle como una amenaza inminente. Era guapo y hablaba bien. Parecía rico. Era médico. Le habían llamado del hospital para que ayudara a alguien que sufría. A una mujer que sufría. Y ahora quería ayudarla a ella.

Jonah se dirigió hacia la parte delantera del Saab, protegiéndose del frío con los brazos. Rodear el coche por detrás, salir del campo de visión de la mujer, podría hacer que la mujer recelara. Esperó junto a la puerta del copiloto, sin hacer ningún gesto hacia ella. Cuanto menos manifiesta fuera su petición de que le dejara entrar, mayores serían sus posibilidades.

La mujer pareció dudar, de nuevo, su rostro registraba lo que parecía una lucha clásica entre el instinto de supervivencia y la búsqueda de la confianza en uno mismo. Ganó la confianza en sí misma. Alargó la mano hacia el asiento del copiloto y empujó la puerta para abrirla.

Jonah subió al coche. Extendió la mano. Temblaba.

—Jonah Wrens —dijo—. Ahí fuera debemos de estar a veinte grados bajo cero, con este viento.

—Anna —dijo ella, estrechándole la mano—. Anna Beckwith. —Pareció confusa cuando le soltó, probablemente porque la mano de Jonah estaba cálida y húmeda, no fría.

—¿Tiene un bolígrafo y un papel, Anna Beckwith? —le preguntó Jonah. Decir su nombre haría que parecieran menos desconocidos.

Beckwith alargó el brazo detrás del asiento de Jonah, buscó en su bolso y encontró un rotulador y una agenda de cuero. Pasó las hojas hasta encontrar una que estuviera en blanco y le entregó la libreta abierta y el rotulador.

Jonah observó que Beckwith no llevaba ni anillo de compromiso ni alianza. No olía a perfume. Empezó a anotar indicaciones al azar, a ninguna parte. «Sigue la 90 Este hasta la salida 54, la ruta 9 Oeste…».

—Supongo que no es de por aquí —le dijo.

La mujer negó con la cabeza.

—De Washington D. C.

—¿Va a esquiar? —le preguntó sin dejar de escribir.

—No —contestó ella.

—¿De excursión?

—Voy a visitar a alguien.

—Qué bien. —Jonah la miró un instante—. ¿A su novio? —le preguntó con naturalidad. Se puso a escribir otra vez.

—A mi compañera de cuarto en la universidad.

No tiene novio, pensó Jonah. No lleva alianza. Ni perfume. Ni pintalabios. Y su conducta y su tono no insinuaban lo más mínimo que pudiera ser homosexual.

—A ver, deje que adivine… —dijo—. El Monte Holyoke.

—¿Por qué ha dicho una universidad de chicas? —preguntó Beckwith.

Jonah la miró.

—He visto la pegatina del Monte Holyoke en la luna trasera cuando he entrado con el coche.

La mujer volvió a reír; una risa fácil que denotaba que sus últimos miedos habían desaparecido.

—Curso del 78.

Jonah hizo el cálculo. Beckwith tenía cuarenta y cinco o cuarenta y seis años. Podría haberle preguntado qué había estudiado en Holyoke o si la universidad estaba cerca de casa o lejos. Pero las respuestas a estas preguntas no le darían acceso a su alma.

—¿Por qué eligió una universidad de chicas? —le preguntó en cambio.

—La verdad es que no lo sé —contestó ella.

—Usted la eligió —dijo para presionarla, ofreciéndole una sonrisa cálida para suavizar sus palabras.

—Me sentía más cómoda.

«Me sentía más cómoda». Jonah estaba en el umbral del mundo interno, emocional, de Beckwith. Necesitaba comprar el tiempo suficiente para cruzarlo.

—¿Conoce la ruta 28? —le preguntó.

—No —dijo Beckwith.

—No pasa nada —dijo Jonah—. Se lo dibujaré todo. —Sin pensarlo, trazó una línea hacia arriba de la página, luego otra más pequeña que la cortaba formando un ángulo cercano a los noventa grados. Advirtió la cruz rudimentaria en la página y se lo tomó como un símbolo de que Dios seguía con él. Después de todo, ¿no había absorbido Jesucristo el dolor de los demás? ¿Y no era ese el objetivo de Jonah? ¿Su ansia? ¿La cruz que llevaba?—. ¿Por qué un campus mixto iba a hacer que se sintiera incómoda? —le preguntó a Beckwith.

Ella no respondió.

Jonah la miró, vio un nuevo titubeo en su rostro.

—Perdone que sea indiscreto. Mi hija está pensando en ir a Holyoke —mintió.

—¿Tiene una hija?

—Parece sorprendida.

—No lleva alianza.

Beckwith le había estado examinando. Estaba acercándose. Jonah sintió que su ritmo cardiaco y su respiración empezaban a ralentizarse.

—Su madre y yo nos divorciamos cuando Caroline tenía cinco años —dijo. Entonces le entregó a Beckwith aquel talismán, prestado del alma de Scott Carmady, que ahora formaba parte de la suya—: Mi esposa me era infiel. Me quedé más tiempo del que hubiera debido.

Aquella revelación inventada fue la licencia que necesitaba Anna Beckwith para empezar a revelar su verdadero yo.

—Siempre fui tímida con los chicos —dijo—. Estoy convencida de que esa fue la razón por la que elegí Holyoke.

—No ha estado casada —dijo Jonah.

—Lo dice con mucha seguridad —dijo Beckwith alegremente.

Jonah siguió dibujando su mapa carente de coherencia, no quería interrumpir el torrente de emociones que fluía entre ellos.

—Era una suposición —dijo.

—Pues ha supuesto bien.

—Yo tampoco era exactamente de los que se casan —dijo.

—Tenía dos hermanos —le contó Beckwith—. Mayores los dos. Quizá eso… no lo sé.

Jonah percibió todo un mundo en la forma como Beckwith había dicho la palabra «mayores». Había resentimiento e impotencia en ella, y algo más. Vergüenza.

—Se reían de usted —dijo Jonah. No pudo resistir mirarla otra vez. Observó que su rostro perdía su máscara de madurez y se volvía abierto e inocente y hermoso. La cara de una niña pequeña. Pensó para sí que jamás podría matar a un niño. Y con aquel pensamiento, la jaqueca pasó a ser un dolor sordo.

—Me tomaban bastante el pelo —dijo.

—¿Cuántos años tenía?

—¿Cuando peor fue? —Se encogió de hombros—. ¿Diez? ¿Once?

—¿Y ellos?

—Catorce y dieciséis.

De repente, Beckwith se puso nerviosa, igual que las otras víctimas de Jonah, como si no comprendiera por qué compartía aquellas intimidades con un desconocido. Pero Jonah necesitaba escuchar más. Así que continuó preguntando.

—¿Qué cosas la llamaban? —Jonah cerró los ojos, esperaba que su herida emocional rezumara el antídoto dulce para su violencia.

—Me llamaban… —Calló—. No quiero entrar en eso. —Soltó un largo suspiro—. Si pudiera darme las indicaciones, se lo agradecería mucho.

Jonah la miró.

—En el colegio, a mí los niños me llamaban «mariquita», «nenaza», cosas así. —Otra mentira.

La mujer meneó la cabeza con incredulidad.

—Pues por lo que parece, no le ha ido nada mal —dijo—. Ahora nadie le llamaría mariquita.

—Es muy amable por su parte. —Jonah miró por la ventana, como si le hubiera dolido recordar sus traumas de infancia.

—Me llamaban… «coñito» —dijo Beckwith.

Jonah se volvió hacia ella. Se estaba poniendo roja.

—Ya sé que no es el fin del mundo ni nada por el estilo —prosiguió—, pero era algo constante, no me dejaban en paz.

Ahora Jonah estaba con la Beckwith de once años, observándola con su falda plisada de lana azul marino, la camisa blanca adecuada, los calcetines blancos, los mocasines de cuero barato. No era casualidad que sus hermanos le tomaran el pelo con más intensidad a medida que se aproximaba a la pubertad, época en que se centrarían, conscientemente o no, en sus bragas y los suaves pliegues de piel que había debajo. Y Jonah intuyó que había habido sucesos más graves por cómo Beckwith había dicho «no me dejaban en paz». Aquello sonaba a palabra en clave para abuso sexual. Jonah se la quedó mirando, con la esperanza de que desnudaría su psique y se bañaría con él en la cálida piscina de su sufrimiento.

—¿Y aparte de los insultos? —le preguntó.

Beckwith le devolvió la mirada, el color fue abandonando sus mejillas.

—¿En qué otro sentido sus hermanos fueron crueles con usted, Anna?

Ella negó con la cabeza.

—¿Intentaron mirarla?

—Tengo que marcharme, de verdad —dijo.

—La tocaron —dijo Jonah.

De repente, la pequeña Beckwith desapareció y la Beckwith de cuarenta y cinco años ocupó con rigidez su lugar.

—Sinceramente, no creo que sea de su…

Jonah quería a la niña pequeña. Necesitaba a la niña pequeña.

—Puedes contármelo —le dijo—. Puedes contarme lo que sea.

—No —le contestó ella.

Jonah casi escuchó que un pestillo cerraba la casa y lo dejaba fuera.

—Por favor —le dijo.

—Necesito que se vaya —le dijo Beckwith.

—No deberías sentirte incómoda conmigo —le dijo Jonah. Le costaba respirar—. Ya he oído de todo. —Intentó esbozar una sonrisa forzada, pero sabía que su expresión debía de parecer más rapaz que tranquilizadora.

Beckwith lo miró de reojo, luego tragó saliva con fuerza, como si por fin hubiera visto que estaba en compañía de un loco.

A Jonah empezaba a dolerle mucho la cabeza.

—¿Dónde estaba tu padre? —le preguntó, y oyó que la ira reveladora se filtraba en su voz—. ¿Dónde estaba tu madre?

—Por favor —dijo Beckwith—. Déjeme marchar. —Pero no intentó escapar.

—¿Por qué no te ayudaron? —preguntó Jonah. Notó que la saliva le goteaba por la comisura de la boca y vio en el rostro de Beckwith que ella también lo había visto.

—Si me deja marchar, yo… —empezó a suplicar.

Los taladros que había dentro del cráneo de Jonah empezaron a rechinar de nuevo.

—¿Qué te hicieron esos pequeños cabrones? —gritó Jonah.

—Ellos… —Beckwith se echó a llorar.

Jonah se inclinó sobre ella y acercó la boca a su oído.

—¿Qué te hicieron? —Le exigió—. No te avergüences. No fue culpa tuya.

El rostro de Beckwith se contrajo con el mismo pánico y confusión que se había apoderado de Scott Carmady, una incredulidad horrorizada por lo que estaba sucediendo.

—Por favor —dijo con un grito ahogado—. Por favor, Dios mío…

A Jonah, su súplica le pareció a la vez insoportable y excitante, una ventana terrible e irresistible para el demonio que llevaba dentro. Apretó su mejilla contra la de Beckwith.

—Dímelo —le susurró al oído. Notó cómo las lágrimas de Beckwith resbalaban por su cara. Y él también se echó a llorar. Porque se dio cuenta de que solo había una forma de entrar en su alma.

Se metió la mano en el bolsillo delantero para coger la navaja. La abrió con clemencia sin que ella la viera. Luego colocó un pulgar debajo de su barbilla y le echó suavemente la cabeza hacia atrás. La mujer no se resistió. Jonah pasó la hoja deprisa por cada una de sus arterias carótidas, cortándolas limpiamente. Y se quedó mirando cómo Beckwith se marchitaba como una flor de tres días.

La sangre empezó a gotear por las mejillas de Jonah, mezclándose con sus lágrimas. Ya no podía decir si se trataba de su sangre o de la de Beckwith, si eran sus lágrimas o las de ella. En aquel momento puro y final, todas las fronteras entre él y su víctima se evaporaban. Quedaba libre de la esclavitud de su propia identidad.

Rodeó con sus brazos a Beckwith, atrayéndola con fuerza hacia él, gimiendo mientras descargaba la semilla de la vida entre los muslos de ambos, uniéndolos para siempre. La abrazó mientras su frenesí se convertía en agotamiento, hasta que sintió que sus músculos se relajaban con los de ella, que su corazón se ralentizaba con el de ella, que su cabeza se despejaba con la de ella, hasta que estuvo completamente en paz consigo mismo y con el universo.