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30 DE ENERO DE 2003, POR LA MAÑANA
CANAAN, VERMONT
El doctor Craig Ellison estaba sentado en el sillón de piel almohadillado detrás de su mesa de caoba. Era un hombre de aspecto amable, acababa de cumplir los sesenta y tenía un aro de cabello blanco y manchas de la vejez en el cuero cabelludo. Llevaba gafas de cerca, un traje gris sencillo, una camisa amarillo claro y una corbata azul a rayas. Su despacho albergaba todos los símbolos de su profesión: una alfombra oriental de tonos oscuros, títulos enmarcados de la Universidad de Pensilvania y de la Escuela de Medicina de Rochester, un sofá de analista, docenas de figuritas primitivas y minúsculas, que recordaban a las de Freud. Miró al otro lado de la mesa.
—Confío en que haya tenido un viaje sin contratiempos.
—Todo ha ido sobre ruedas.
—Perfecto. —Ellison miró por encima de las gafas—. Su currículum dice que vive en Miami. ¿Ha venido en coche desde allí?
—El mes pasado trabajé al norte del estado de Nueva York. En Medina. Cerca del canal Erie. En el centro médico Saint Augustine.
Ellison sonrió.
—Me sorprende que cambiara la playa por la montaña.
—Me encanta hacer excursiones a pie —dijo Jonah.
—Eso lo explica todo. He llamado a una docena de agencias de colocación para que me consiguieran a un psiquiatra infantil; a todas desde que nuestro doctor Wyatt se jubiló.
—Ya no hay muchos médicos interesados en hacer suplencias —dijo Jonah.
—¿Por qué será? —preguntó Ellison.
—Cada vez se gradúan menos residentes de psiquiatría. Los salarios de los permanentes están subiendo. Se gana casi lo mismo en una plaza fija que viajando.
Ellison sonrió con ironía.
—¿Veinte mil al mes?
—Dieciséis, diecisiete mil, contando las desgravaciones —dijo Jonah—. En los dos últimos años, dos tercios de los psiquiatras de la agencia Medflex han aceptado plazas fijas en alguno de los hospitales que les han asignado.
Ellison le guiñó un ojo.
—De eso podemos hablar. He revisado sus cartas de recomendación. Nunca había visto nada igual. El doctor Blake le llama «el mejor psiquiatra» con el que ha trabajado. Resulta que yo fui residente con Dan Blake cuando él estaba en Harvard. No es de los que reparte elogios falsos.
—Gracias —dijo Jonah—. Pero me sentiría inquieto si dejara de ir de un sitio a otro.
—Quizá podríamos convencerle para que se quedara más de seis semanas.
—Nunca lo hago —dijo Jonah. Esa era su norma. Seis semanas como máximo, luego se marchaba a otro lugar. Si te quedabas más tiempo, la gente empezaba a querer conocerte. Empezaban a estrechar demasiado el cerco.
—Supongo que no tiene familia —dijo Ellison.
—No. —Jonah dejó que la palabra flotara en el aire, disfrutando de su sonido escueto y contento de poder responder con tanta rotundidad. Porque no solo había renunciado a tener mujer e hijos. Había roto totalmente con su familia de origen, cortado todos los vínculos con todos los parientes y amigos de la infancia, iba a la deriva, un hombre solo en el planeta. Señaló con la cabeza una fotografía en blanco y negro que había en un marco de plata sobre la mesa de Ellison. Dos niños reían en un columpio mientras una mujer atractiva con el pelo al viento les empujaba—. ¿Son suyos? —le preguntó.
Ellison miró la fotografía.
—Sí —contestó, con una mezcla de orgullo y melancolía—. Ahora ya son mayores. Conrad está acabando la residencia de cirugía en UCLA. Jessica es abogada especialista en propiedad inmobiliaria aquí en la ciudad. Son buenos chicos. He tenido suerte.
Ellison no había mencionado a la mujer de la foto. Jonah intuyó que ella era la causa de la tristeza que había en su voz, una tristeza por la que Jonah se sintió irresistiblemente atraído.
—¿Es su esposa? —le preguntó.
Ellison volvió a mirarle.
—Elizabeth. Sí. —Una pausa—. Falleció.
—Lo siento —dijo Jonah. Notó que la herida emocional de Ellison era reciente—. ¿Hace poco?
—Poco menos de un año. —Apretó los labios—. A mí me parece reciente.
—Lo comprendo —dijo Jonah.
—La gente dice eso —dijo Ellison—, pero sobrevivir a la mujer que amas… es algo que hay que vivir en carne propia para comprenderlo. No se lo desearía ni a mi peor enemigo.
Jonah permaneció en silencio.
—Estuvimos casados treinta y siete años —dijo Ellison—. Juntos, cuarenta y uno. No tengo queja alguna.
Jonah asintió con la cabeza, pero sabía que el hecho de que Ellison hubiera formulado una negación como esa significaba que tenía muchas quejas, ninguna de las cuales tenía que ver con la mortalidad en sí, con el hecho horrible de que nuestra vida y la de las personas a las que queremos sea efímera y exquisitamente frágil, que cualquiera de nosotros pueda dejar de existir sin previo aviso, que amar a alguien, donde sea, cuando sea, nos haga infinitamente vulnerables en todo momento.
Aquel pensamiento transportó a Jonah fuera del despacho de Ellison. Se hallaba con la madre de Anna Beckwith cuando esta cogió el teléfono, un policía estatal al otro lado de la línea, a punto de darle una mala noticia. Una noticia impensable. Habían encontrado muerta a su hija cerca del coche, en un bosque al lado de la autopista. Jonah se imaginó abrazando a la señora Beckwith mientras lloraba. Le acariciaba el pelo. Le susurraba al oído: «Anna no está muerta. Una parte de ella está viva. Dentro de mí».
—¿Doctor Wrens? —Estaba diciendo Ellison, inclinándose un poco hacia delante en su silla.
—Sí —dijo Jonah.
Ellison miró por encima de las gafas otra vez.
—¿Le he perdido por un momento?
—Estaba pensando en estar cuarenta y un años con la misma mujer. Debió de quererla muchísimo.
Ellison se aclaró la garganta y se recostó en la silla.
—¿No ha estado casado?
Jonah le había hecho exactamente la misma pregunta a Anna Beckwith. «¿No ha estado casada?». Miró a Ellison con recelo, y se preguntó si el amable doctor podría estar telegrafiándole que estaba al corriente del horror que Jonah había cometido. Pero era imposible, y Jonah atribuyó su preocupación al eco mental de una conciencia que se sentía culpable. Porque sentía culpa; cada vez más con cada vida que quitaba.
—Estuve casado poco tiempo —dijo—. Era joven.
—Todos hemos sido jóvenes —dijo Ellison—. ¿No estaba preparado para comprometerse?
Jonah negó con la cabeza.
—Estaba preparado.
—No lo estaba ella —dijo Ellison.
Jonah bajó la mirada a su regazo, tiró nervioso de la pernera derecha de su pantalón, luego volvió a mirar a Ellison.
—De hecho, murió —dijo, optando por palabras más duras que el «falleció» de Ellison.
Ellison se quedó pálido.
—Por si le sirve de algo —dijo Jonah—, y confío en que será discreto, sí que sé por lo que ha pasado. Yo mismo lo he pasado.
—Lo siento muchísimo —dijo Ellison, frunciendo el ceño—. Lo que he dicho debe de haberle parecido…
—La verdad —le interrumpió Jonah—. Solo alguien que haya pasado por lo que hemos pasado nosotros podría comprenderlo.
Ellison asintió con la cabeza.
—Se llamaba Anna —dijo Jonah, y dejó que sus ojos se perdieran en una esquina de la mesa de Ellison—. Nos conocimos en un baile en la Universidad Monte Holyoke, en Massachusetts. —Cerró los ojos un momento, luego los abrió y sonrió como si un recuerdo agradable le hubiera reconfortado—. Había elegido una universidad de chicas porque era tímida, extremadamente tímida, en realidad. Tenía dos hermanos mayores que se burlaban de ella sin parar. Se pasaron de verdad cuando tenía once años, justo a tiempo de infligirle el mayor daño psicosexualmente hablando. Pero se llenó de fuerzas después de que nos comprometiéramos. Floreció en todos los sentidos. Parecía que necesitaba ese tipo de seguridad. —Volvió a mirar a Ellison directamente a los ojos—. Seguridad —dijo, meneando la cabeza con incredulidad—. Tenía veintitrés años cuando murió.
—Dios mío —dijo Ellison. Se quedó callado un momento—. ¿Le importa que le pregunte de qué murió?
Jonah sabía que era muy probable que una mujer que había muerto a la edad de Elizabeth, la esposa de Ellison, hubiera sido víctima de un cáncer. Una afección cardiaca también era posible. Y nunca podía descartarse un accidente de coche.
—Anna murió de cáncer —se la jugó Jonah. Quiso poner a prueba los límites de su intuición—. De ovarios —añadió.
—De mama —dijo Ellison, en referencia a su propia pérdida.
Casi, pensó Jonah. De ovarios. De mama. Ninguno de los dos eran finales cortos o carentes de dolor. Ellison había visto el infierno y ahora creía que Jonah también lo había visto.
—La gente te dice que lo superarás —dijo Jonah—, a su debido tiempo, con otra relación, después de suficientes domingos por la mañana rezando las oraciones suficientes, pero no creo que lo consiga jamás.
Ellison le miró como a un hermano de sangre.
—Yo tampoco —dijo.
Jonah tragó saliva con esfuerzo y se quedó callado varios segundos para dejar que el pegamento de su vínculo emocional se secase. Cuando por fin habló, lo hizo con el tono de un hombre que de nuevo daba carpetazo conscientemente al recuerdo de una gran tragedia.
—Bueno, pues… bien —dijo—. Seguimos con…
—Seguimos —dijo Ellison.
—Hábleme del pabellón —dijo Jonah—. ¿En qué puedo ser de ayuda?
—Ya ha sido de ayuda —dijo Ellison. Sonrió a Jonah—. Gracias.
Jonah asintió solemnemente.
—Pero en lo que respecta al pabellón… —dijo Ellison, centrándose de nuevo—, como ya sabe, tenemos veinte camas. Por lo general, estamos al completo y hay una lista de espera. Somos la única unidad de internamiento de psiquiatría en cuatrocientos kilómetros a la redonda. En Canaan y las ciudades de alrededor viven obreros, la mayoría trabajan en la industria maderera. Los padres suelen haber cursado estudios secundarios, como mucho. Abunda el alcoholismo, como cabría esperar dado nuestro escenario. También hay una buena cantidad de consumo ilícito de drogas. Cocaína. Heroína. Todo lo cual lleva al abuso y al abandono. Y diría que tenemos más casos de depresión de los que nos corresponderían.
—Será por la crudeza del invierno —dijo Jonah.
—Posiblemente. O puede que solo sea el reflejo de una población que tiene un estatus socioeconómico por debajo de la media. —Ellison hizo una pausa—. Lo que puedo decirle es que los chicos que vienen aquí, probablemente igual que sucede en otras unidades en las que ha trabajado, tienen enfermedades mentales muy graves. Depresión aguda, esquizofrenia, drogodependencia. Las compañías de seguros rechazarían su solicitud de admisión por mucho menos. Y por aquí no hay ni una sola familia que pueda pagar un ingreso optativo.
—Me gusta trabajar con pacientes que están muy enfermos —dijo Jonah.
—Entonces le gustará trabajar aquí —dijo Ellison.
—¿Las guardias nocturnas son cada tres días?
—Exacto. Trabajará con Michelle Jenkins y Paul Plotnik. Le prometo que estarán encantados de verle. Han estado repartiéndose los casos del doctor Wyatt, que no eran pocos. Era muy popular.
—Espero estar a su altura.
—Estoy convencido de que así será —dijo Ellison. Miró una agenda que había abierta encima de la mesa—. Entonces, ¿empezará el día 3, como estaba planeado?
—Puedo empezar hoy —dijo Jonah, inquieto no solo por enmendar su carácter destructivo, sino también por nutrirse de las historias tortuosas que tanto necesitaba.
—¿Qué tal ayer? —dijo Ellison sonriendo. Se levantó—. Le enseñaré el lugar. —Se quedó callado un momento—. Ahora que lo pienso, a las doce tenemos reunión. Normalmente la doctora Jenkins o el doctor Plotnik me presentan el caso. Yo entrevisto al paciente delante del personal y veo si puedo sonsacarle algo que ellos no han podido, sacar un conejo de la chistera, como se suele decir. —Ellison le guiñó un ojo—. Hoy le toca a Plotnik. ¿Por qué no me sustituye? Será una buena forma de que el personal empiece a conocer su estilo.
—Será un honor —dijo Jonah—. Gracias.
—Deme las gracias cuando las enfermeras y los asistentes sociales hayan acabado de acribillarle a preguntas —dijo Ellison—. Les encanta arremeter contra mí en mis evaluaciones clínicas. Dudo que sean más amables con usted.
—Dígales que pregunten tranquilamente —dijo Jonah—. Me lo tomaré como un ritual de transición.
El auditorio del hospital Canaan Memorial era un anfiteatro que parecía reformado hacía poco, con alfombras nuevas color gris oscuro, dos centenares de asientos plegables con un tapizado precioso color perla y una serie de apliques en la pared que arrojaban columnas de luz sobre las paredes rosas, en las que colgaban aquí y allá grabados de serenos paisajes de montaña. Pinos nevados. Nubes pasajeras. Un arroyo helado.
Cuando Jonah llegó con Craig Ellison, hombres y mujeres estaban entrando lentamente. Un atril y una mesa de roble color miel presidían la sala. Detrás de la mesa había dos sillones de orejas tapizados situados uno frente al otro.
Jonah había estado en docenas de auditorios iguales que aquel, todos ellos diseñados en gran parte como él se había diseñado a sí mismo —de la ropa a los manierismos y a cómo elegía las palabras— para acoger y reconfortar a los demás con el fin de que se sintieran lo bastante seguros como para hablar de sus pensamientos más oscuros. A los demonios que acechaban en el interior de las personas —esos nauseabundos habitantes de la mente grotescamente desfigurados, que se ven arrastrados a la clandestinidad por el indescriptible holocausto emocional de lo que denominamos vida cotidiana— también se les podía asustar con facilidad, se les podía hacer volver rápidamente al laberinto del inconsciente, donde tal vez estuvieran totalmente perdidos y solos y desesperados por que los tocaran, pero al menos en su aislamiento estaban a salvo del tipo de palizas, físicas o emocionales, reales o imaginarias, que habían encajado durante la luz del día. Las madres manipuladoras, los padres violentos, los mentores lascivos, los amigos traidores, los matrimonios sin amor, los abuelos muertos, los padres muertos, los hermanos muertos, los hijos muertos, la muerte que esperaba pacientemente: todos aguardaban a que les llegara el turno. Lo que necesitaban era la seguridad sosegada que proporcionan los colores pastel y las sombras tenues, las vistas infinitas y los cielos despejados, una voz aterciopelada como la de Jonah, una mirada azul claro como la suya.
Sin embargo, tales cosas solo podían llegar a un nivel superficial del inconsciente, lo que dejaba intactas las patologías más graves. El nivel al que Jonah podía llegar era mucho más profundo, el rincón más remoto de la mente más oscura. Y el ingrediente secreto que explicaba por encima de cualquier otro la magia que podía obrar con los pacientes era sencillo: la presencia palpable de sus propios demonios. Aquellos que albergaban pensamientos impensables sabían en su interior que habían encontrado a un espíritu semejante, alguien que entendía la tortura especial que supone vivir roto en pedacitos, algunos de los cuales eran tan afilados que tocarlos significaría sangrar eternamente.
—Ahí está uno de sus cómplices —le dijo Ellison a Jonah, señalando con la cabeza a una mujer de aspecto exótico y pelo oscuro lacio y largo, de treinta y cuatro a treinta y nueve años, que estaba con un pequeño grupo al otro extremo de la sala—. La doctora Jenkins. Se la presentaré.
Jonah siguió a Ellison hasta la mujer.
—Disculpa —dijo Ellison, tocándole el brazo por detrás.
Jenkins se dio la vuelta. Llevaba un traje de chaqueta y pantalón negro sencillo pero de corte elegante, con una camiseta de cuello redondo color verde lima.
—¿Cómo estás, Craig? —le dijo. Saludó a Jonah asintiendo con la cabeza, luego miró de nuevo a Ellison.
—Estoy bien —contestó Ellison.
—Hoy Paul tiene un buen rompecabezas para ti —dijo—. Un niño de nueve años. Apenas habla. El pobre no ha pronunciado más de diez palabras desde que ingresó. —Le guiñó un ojo a Jonah—. Vamos a ver qué puede hacer el jefe con él.
Jonah miró los ojos color ámbar de Jenkins, el blanco brillaba junto a su pelo lustroso. El contorno creciente de sus ojos y el modo en que descansaban en un ángulo sutil encima de los pómulos sugerían que podía ser medio asiática, igual que la piel tostada y el cuello largo y gracioso. Cuando sonreía, en sus mejillas aparecían unos hoyitos, que la convertían en una belleza más accesible que intocable.
—¿Cuáles han sido? —preguntó Jonah.
—¿Disculpe? —dijo Jenkins.
—Las palabras —dijo Jonah—. ¿Qué diez palabras ha dicho el niño?
Jenkins sonrió.
—No creí necesario preguntarlo. Debería haberlo hecho.
Ellison se rio entre dientes.
—Michelle Jenkins, te presento a Jonah Wrens, el médico de la agencia Medflex del que te hablé.
—Eso he pensado —dijo Jenkins, extendiendo la mano—. Mi salvador.
Jonah le estrechó la mano. Era suave y delicada, de dedos largos y graciosos, una mano que rivalizaba con la suya. Observó que llevaba un anillo de compromiso con un diamante de cuatro o cinco quilates en el dedo corazón. Probablemente no había tenido tiempo de que le midieran el anillo desde la pedida. O quizá no estuviera comprometida, y el anillo fuera una reliquia que le había regalado su abuela.
—Puede que llamarme salvador sea ir demasiado lejos —dijo Jonah.
—No es usted quien ha estado de guardia una noche sí y la otra también durante siete meses —dijo ella, ladeando la cabeza de un modo femenino y maravilloso. Le soltó la mano—. Una guardia cada tres días va a ser el paraíso. —Miró a Ellison—. Me has exprimido.
—Nadie lo diría, a juzgar por tu aspecto —dijo Ellison con una pequeña reverencia.
—Ve a que te revisen las gafas —dijo Jenkins. Miró detrás de Ellison—. Ha llegado Paul.
Jonah se volvió y vio que se acercaba un hombre que llevaba un blazer azul oscuro y pantalones caquis arrugados.
—Paul Plotnik —dijo Ellison—. El tercer mosquetero.
Plotnik, un hombre enjuto de unos cincuenta y cinco años, pelo ralo y rebelde y hombros estrechos y caídos, se unió al grupo. Las mangas del blazer azul le quedaban un poco cortas. Tenía una mancha en los pantalones por encima de la rodilla izquierda.
—Hoy tienes un caso difícil —le dijo a Ellison, con un leve ceceo. Miró rápidamente a Jonah, luego a Jenkins y, después, otra vez a Ellison—. Un niño de diez años. Apenas habla. Casi ni se mueve. Oye voces, diría yo. Quizá ve visiones.
—Cuéntaselo al doctor Jonah Wrens, de Medflex —le dijo Ellison, señalando a Jonah con la cabeza—. Le he pedido que hoy me sustituya.
—Magnífico —dijo Plotnik. Estrechó la mano de Jonah, con demasiada fuerza—. He oído hablar mucho de usted. ¿Cuándo ha llegado?
—Hoy mismo —contestó Jonah—. Vaya apretón de manos. —Observó que el lado izquierdo del rostro de Plotnik flaqueaba un poco. Había tenido una apoplejía leve. Eso explicaba el ceceo.
—Ya me lo han dicho. Ya me lo han dicho —dijo Plotnik, que al final le soltó.
—El doctor Ellison le ha puesto a trabajar deprisa —le dijo Jenkins a Jonah—. Una prueba de fuego.
—No me importa —le dijo Jonah. Le sostuvo la mirada. ¿O era ella quien se la sostenía?—. Rescáteme si ve que me quedo atrapado entre las llamas. —Escuchó sus propias palabras mientras las pronunciaba, oyó cómo conjugaban protección, pasión sexual y peligro. «Rescáteme. Atrapado. Llamas». No había planeado expresar un mensaje tan potente.
—Lo haré —dijo Jenkins, su voz, un susurro seductor.
Ellison levantó una ceja.
—Muy bien, pues, ¿por qué no vamos empezando? —dijo Plotnik, esbozando una sonrisa nerviosa—. Comprobemos qué se puede comprar hoy en día con veinte mil dólares al mes.
Jonah se echó a reír.
—Paul, eso ha estado fuera de lugar —dijo Ellison.
—Era un chiste —dijo Plotnik, cogiéndose las manos en el aire—. Un chiste. Nada más.
—No me ha sentado mal.
—El doctor Ellison no ha levantado la liebre —le dijo Plotnik a Jonah—. Es muy discreto. Una vez estudié la posibilidad de trabajar para Medflex. Me fijé en lo que pagan.
—Y decidió no marcharse de aquí —dijo Jonah.
—Craig me ofreció veintidós mil al mes —dijo Plotnik, y soltó una carcajada.
—Ni en sueños —dijo Jenkins.
—¿Por qué no empezamos? —dijo Ellison.
—Créame —le dijo Plotnik a Jonah—. Nadie espera que resuelva el caso. El chico lleva ya casi tres semanas en la unidad. Consiga que enlace dos palabras seguidas, y será un héroe. —Se giró sobre sus talones y se dirigió al atril que había delante de la sala.