Acto II

DON JUAN, CENTELLAS, AVELLANEDA, CIUTTI, la SOMBRA de doña Inés, la ESTATUA de don Gonzalo.

Aposento de DON JUAN Tenorio. Dos puertas en el fondo a derecha e izquierda preparadas para el juego escénico del acto. Otra puerta en el bastidor que cierra la decoración por la izquierda. Ventana en el de la derecha. Al alzarse el telón están sentados a la mesa DON JUAN, CENTELLAS y AVELLANEDA. La mesa ricamente servida, el mantel cogido con guirnaldas de flores, etc. Enfrente del espectador, DON JUAN, y a su izquierda AVELLANEDA; en el lado izquierdo de la mesa, CENTELLAS, y en el de enfrente de éste, una silla y un cubierto desocupado.

Escena I

DON JUAN, el Capitán CENTELLAS, AVELLANEDA, CIUTTI y un PAJE.

DON JUAN.—Tal es mi historia, señores;

pagado de mi valor,

quiso el mismo Emperador

dispensarme sus favores.

Y aunque oyó mi historia entera,

dijo: «Hombre de tanto brío

merece el amparo mío;

vuelva a España cuando quiera»;

y heme aquí en Sevilla ya.

CENTELLAS.—¡Y con qué lujo y riqueza!

DON JUAN.—Siempre vive con grandeza

quien hecho a grandeza está.

CENTELLAS.—A vuestra vuelta.

DON JUAN.—Bebamos.

CENTELLAS.—Lo que no acierto a creer

es cómo llegando ayer

ya establecido os hallamos.

DON JUAN.—Fue el adquirirme, señores,

tal casa con tal boato,

porque se vendió a barato

para pago de acreedores.

Y como al llegar aquí

desheredado me hallé,

tal como está la compré.

CENTELLAS.—¿Amueblada y todo?

DON JUAN.—Sí;

un necio que se arruinó

por una mujer, vendiola.

CENTELLAS.—¿Y vendió la hacienda sola?

DON JUAN.—Y el alma al diablo.

CENTELLAS.—¿Murió?

DON JUAN.—De repente; y la justicia,

que iba a hacer de cualquier modo

pronto despacho de todo,

viendo que yo su codicia

saciaba, pues los dineros

ofrecía dar al punto,

cediome el caudal por junto

y estafó a los usureros.

CENTELLAS.—Y la mujer, ¿qué fue de ella?

DON JUAN.—Un escribano la pista

la siguió, pero fue lista

y escapó.

CENTELLAS.—¿Moza?

DON JUAN.—Y muy bella.

CENTELLAS.—Entrar hubiera debido

en los muebles de la casa.

DON JUAN.—Don Juan Tenorio no pasa

moneda que se ha perdido.

Casa y bodega he comprado;

dos cosas que, no os asombre,

pueden bien hacer a un hombre

vivir siempre acompañado;

como lo puede mostrar

vuestra agradable presencia,

que espero que con frecuencia

me hagáis ambos disfrutar.

CENTELLAS.—Y nos haréis honra inmensa.

DON JUAN.—Y a mí vos. ¡Ciutti!

CIUTTI.—Señor.

DON JUAN.—Pon vino al Comendador. (Señalando al vaso del puesto vacío.)

CENTELLAS.—Don Juan, ¿aún en eso piensa

vuestra locura?

DON JUAN.—¡Sí, a fe!

Que si él no puede venir,

de mí no podréis decir

que en ausencia no le honré.

CENTELLAS.—¡Ja! ¡ja! ¡ja! Señor Tenorio,

creo que vuestra cabeza

va menguando en fortaleza.

DON JUAN.—Fuera en mí contradictorio

y ajeno de mi hidalguía

a un amigo convidar,

y no guardarle el lugar

mientras que llegar podría.

Tal ha sido mi costumbre

siempre, y siempre ha de ser ésa;

y al mirar sin él la mesa,

me da en verdad pesadumbre.

Porque si el Comendador

es difunto tan tenaz

como vivo, es muy capaz

de seguirnos el humor.

CENTELLAS.—Brindemos a su memoria,

y más en él no pensemos.

DON JUAN.—Sea.

CENTELLAS.—Brindemos.

AVELLANEDA y DON JUAN.—Brindemos.

CENTELLAS.—A que Dios le dé su gloria.

DON JUAN.—Mas yo, que no creo que haya

más gloria que esta mortal,

no hago mucho en brindis tal;

mas por complaceros, ¡vaya!

Y brindo a que Dios te dé

la gloria, Comendador.

(Mientras beben se oye lejos un aldabonazo, que se supone dado en la puerta de la calle.)

Mas, ¿llamaron?

CIUTTI.—Sí, señor.

DON JUAN.—Ve quién.

CIUTTI.—(Asomándose por la ventana.) A nadie se ve.

¿Quién va allá? Nadie responde.

CENTELLAS.—Algún chusco.

AVELLANEDA.—Algún menguado

que al pasar habrá llamado

sin mirar siquiera dónde.

DON JUAN.—(A CIUTTI.) Pues cierra y sirve licor.

(Llaman otra vez más recio.) Mas llamaron otra vez.

CIUTTI.—Sí.

DON JUAN.—Vuelve a mirar.

CIUTTI.—¡Pardiez!

A nadie veo, señor.

DON JUAN.—Pues, por Dios, que del bromazo

quien es no se ha de alabar.

Ciutti, si vuelve a llamar,

suéltale un pistoletazo.

(Llaman otra vez, y se oye un poco más cerca.)

¿Otra vez?

CIUTTI.—¡Cielos!

AVELLANEDA y CENTELLAS.—¿Qué pasa?

CIUTTI.—Que esa aldabada postrera

ha sonado en la escalera,

no en la puerta de la casa.

AVELLANEDA y CENTELLAS.—¿Qué dices? (Levantándose asombrados.)

CIUTTI.—Digo lo cierto,

nada más; dentro han llamado

de la casa.

DON JUAN.—¿Qué os ha dado?

¿Pensáis que sea ya el muerto?

Mis armas cargué con bala;

Ciutti, sal a ver quién es.

(Vuelven a llamar más cerca.)

AVELLANEDA.—¿Oisteis?

CIUTTI.—Por San Ginés,

que eso ha sido en la antesala.

DON JUAN.—¡Ah! Ya lo entiendo, me habéis

vosotros mismos dispuesto

esta comedia, supuesto

que lo del muerto sabéis.

AVELLANEDA.—Yo os juro, don Juan…

CENTELLAS.—Y yo.

DON JUAN.—¡Bah! Diera en ello el más topo;

y apuesto a que ese galopo

los medios para ello os dio.

AVELLANEDA.—Señor don Juan, escondido

algún misterio hay aquí.

(Vuelven a llamar más cerca.)

CENTELLAS.—¡Llamaron otra vez!

CIUTTI.—Sí,

y ya en el salón ha sido.

DON JUAN.—¡Ya! Mis llaves en manojo

habréis dado a la fantasma,

y que entre así no me pasma;

mas no saldrá a vuestro antojo,

ni me han de impedir cenar

vuestras farsas desdichadas.

(Se levanta y corre los cerrojos de la puerta del fondo, volviendo a su lugar.)

Ya están las puertas cerradas;

ahora el coco, para entrar,

tendrá que echarlas al suelo,

y en el punto que lo intente,

que con los muertos se cuente,

y apele después al cielo.

CENTELLAS.—¡Qué diablos, tenéis razón!

DON JUAN.—¿Pues no temblabais?

CENTELLAS.—Confieso

que en tanto que no dí en eso,

tuve un poco de aprensión.

DON JUAN.—¿Declaráis, pues, vuestro enredo?

AVELLANEDA.—Por mi parte nada sé.

CENTELLAS.—Ni yo.

DON JUAN.—Pues yo volveré

contra el inventor el miedo.

Mas, sigamos con la cena;

vuelva cada uno a su puesto,

que luego sabremos de esto.

AVELLANEDA.—Tenéis razón.

DON JUAN.—(Sirviendo a CENTELLAS.) Cariñena;

sé que os gusta, capitán.

CENTELLAS.—Como que somos paisanos.

DON JUAN.—(A AVELLANEDA, sirviéndole de otra botella.) Jerez a los sevillanos,

don Rafael.

AVELLANEDA.—Hais, don Juan,

dado a entrambos por el gusto;

mas, ¿con cuál brindaréis vos?

DON JUAN.—Yo haré justicia a los dos.

CENTELLAS.—Vos siempre estáis en lo justo.

DON JUAN.—Sí, a fe; bebamos.

AVELLANEDA y CENTELLAS.—Bebamos.

(Llaman a la misma puerta de la escena, fondo derecha.)

DON JUAN.—Pesada me es ya la broma;

mas veremos quién asoma

mientras en la mesa estamos.

(A CIUTTI, que se manifiesta asombrado.) ¿Y qué haces tú ahí, bergante?

¡Listo! Trae otro manjar;

(Vase CIUTTI.)

mas me ocurre en este instante

que nos podemos mofar

de los de afuera, invitándoles

a probar su sutileza,

entrándose hasta esta pieza

y sus puertas no franqueándoles.

AVELLANEDA.—Bien dicho.

CENTELLAS.—Idea brillante.

(Llaman fuerte, fondo derecha.)

DON JUAN.—¡Señores! ¿A qué llamar?

Los muertos se han de filtrar

por la pared; adelante.

(La ESTATUA de don Gonzalo pasa por la puerta, sin abrirla y sin hacer ruido.)

Escena II

DON JUAN, CENTELLAS, AVELLANEDA y la ESTATUA de don Gonzalo.

CENTELLAS.—¡Jesús!

AVELLANEDA.—¡Dios mío!

DON JUAN.—¡Qué es esto!

AVELLANEDA.—Yo desfallezco. (Cae desvanecido.)

CENTELLAS.—Yo expiro. (Cae lo mismo.)

DON JUAN.—¡Es realidad, o deliro!

Es su figura… su gesto.

ESTATUA.—¿Por qué te causa pavor

quien convidado a tu mesa

viene por ti?

DON JUAN.—¡Dios! ¿No es ésa

la voz del Comendador?

ESTATUA.—Siempre supuse que aquí

no me habías de esperar.

DON JUAN.—Mientes, porque hice arrimar

esa silla para ti.

Llega, pues, para que veas

que, aunque dudé en un extremo

de sorpresa, no te temo,

aunque el mismo Ulloa seas.

ESTATUA.—¿Aún lo dudas?

DON JUAN.—No lo sé.

ESTATUA.—Pon, si quieres, hombre impío,

tu mano en el mármol frío

de mi estatua.

DON JUAN.—¿Para qué?

Me basta oírlo de ti;

cenemos, pues; mas te advierto…

ESTATUA.—¿Qué?

DON JUAN.—Que si no eres el muerto,

lo vas a salir de aquí.

¡Ea! Alzad. (A CENTELLAS y a AVELLANEDA.)

ESTATUA.—No pienses, no,

que se levanten, don Juan,

porque en sí no volverán

hasta que me ausente yo.

Que la divina clemencia

del Señor para contigo,

no requiere más testigo

que tu juicio y tu conciencia.

Al sacrílego convite

que me has hecho en el panteón,

para alumbrar tu razón

Dios asistir me permite.

Y heme que vengo en su nombre

a enseñarte la verdad;

y es: que hay una eternidad

tras de la vida del hombre.

Que numerados están

los días que has de vivir,

y que tienes que morir

mañana mismo, don Juan.

Mas, como esto que a tus ojos

está pasando, supones

ser del alma aberraciones

y de la aprensión antojos,

Dios en su santa clemencia

te concede todavía

un plazo hasta el nuevo día

para ordenar tu conciencia.

Y su justicia infinita

por que conozcas mejor,

espero de tu valor

que me pagues la visita.

¿Irás, don Juan?

DON JUAN.—Iré, sí;

mas me quiero convencer

de lo vago de tu ser

antes que salgas de aquí. (Coge una pistola.)

ESTATUA.—Tu necio orgullo delira,

don Juan; los hierros más gruesos

y los muros más espesos

se abren a mi paso; mira.

(Desaparece la ESTATUA sumiéndose por la pared.)

Escena III

DON JUAN, AVELLANEDA y CENTELLAS.

DON JUAN.—¡Cielos! ¡Su esencia se trueca

el muro hasta penetrar

cual mancha de agua que seca

el ardor canicular!

¿No me dijo: «El mármol toca

de mi estatua»? ¿Cómo, pues,

se desvanece una roca?

¡Imposible! Ilusión es.

Acaso su antiguo dueño

mis cubas envenenó,

y el licor tan vano ensueño

en mi mente levantó.

Mas si estas que sombras creo

espíritus reales son

que por celestial empleo

llaman a mi corazón,

entonces, para que iguale

su penitencia don Juan

con sus delitos, ¿qué vale

el plazo ruin que le dan…?

¡Dios me da tan sólo un día…!

Si fuese Dios en verdad,

a más distancia pondría

su aviso a mi eternidad.

«Piensa bien que al lado tuyo

me tendrás…», dijo de Inés

la sombra; y si bien arguyo,

pues no la veo, sueño es.

(Transparéntase en la pared la SOMBRA de doña Inés.)

Escena IV

DON JUAN, la SOMBRA de doña Inés, CENTELLAS y AVELLANEDA dormidos.

SOMBRA.—Aquí estoy.

DON JUAN.—¡Cielos!

SOMBRA.—Medita

lo que al buen Comendador

has oído, y ten valor

para acudir a su cita.

Un punto se necesita

para morir con ventura:

elígele con cordura,

porque mañana, don Juan,

nuestros cuerpos dormirán

en la misma sepultura.

(Desaparece la SOMBRA.)

Escena V

DON JUAN, CENTELLAS y AVELLANEDA.

DON JUAN.—Tente, doña Inés, espera;

y si me amas en verdad,

hazme al fin la realidad

distinguir de la quimera.

Alguna más duradera

señal dame, que segura

me pruebe que no es locura

lo que imagina mi afán,

para que baje don Juan

tranquilo a la sepultura.

Mas ya me irrita, por Dios,

el verme siempre burlado,

corriendo desatentado

de varias sombras en pos.

¡Oh! Tal vez todo esto ha sido

por estos dos preparado,

y mientras se ha ejecutado

su privación han fingido.

Mas, por Dios, que, si es así,

se han de acordar de don Juan.

¡Eh! don Rafael, capitán,

ya basta: alzaos de ahí.

(DON JUAN mueve a CENTELLAS y a AVELLANEDA, que se levantan como quien vuelve de un profundo sueño.)

CENTELLAS.—¿Quién va?

DON JUAN.—Levantad.

AVELLANEDA.—¿Qué pasa?

Hola, ¿sois vos?

CENTELLAS.—¿Dónde estamos?

DON JUAN.—Caballeros, claro vamos.

Yo os he traído a mi casa,

y temo que a ella al venir

con artificio apostado

habéis sin duda pensado

a costa mía reír;

mas basta ya de ficción,

y concluid de una vez.

CENTELLAS.—Yo no os entiendo.

AVELLANEDA.—¡Pardiez!

Tampoco yo.

DON JUAN.—En conclusión:

¿nada habéis visto ni oído?

AVELLANEDA y CENTELLAS.—¿De qué?

DON JUAN.—No finjáis más.

CENTELLAS.—Yo no he fingido jamás,

señor don Juan.

DON JUAN.—¡Habrá sido

realidad! ¿Contra Tenorio

las piedras se han animado,

y su vida han acortado

con plazo tan perentorio?

Hablad, pues, por compasión.

CENTELLAS.—¡Voto va Dios! ¡Ya comprendo

lo que pretendéis!

DON JUAN.—Pretendo

que me deis una razón

de lo que ha pasado aquí,

señores, o juro a Dios

que os haré ver a los dos

que no hay quien me burle a mí.

CENTELLAS.—Pues ya que os formalizáis,

don Juan, sabed que sospecho

que vos la burla habéis hecho

de nosotros.

DON JUAN.—¡Me insultáis!

CENTELLAS.—No, por Dios; mas si cerrado

seguís en que aquí han venido

fantasmas, lo sucedido

oíd cómo me he explicado.

Yo he perdido aquí del todo

los sentidos, sin exceso

de ninguna especie, y eso

lo entiendo yo de este modo.

DON JUAN.—A ver, decídmelo, pues.

CENTELLAS.—Vos habéis compuesto el vino,

semejante desatino

para encajarnos después.

DON JUAN.—¡Centellas!

CENTELLAS.—Vuestro valor

al extremo por mostrar,

convidasteis a cenar

con vos al Comendador.

Y para poder decir

que a vuestro convite exótico

asistió, con un narcótico

nos habéis hecho dormir.

Si es broma, puede pasar;

mas a ese extremo llevada,

ni puede probarnos nada,

ni os la hemos de tolerar.

AVELLANEDA.—Soy de la misma opinión.

DON JUAN.—¡Mentís!

CENTELLAS.—Vos.

DON JUAN.—Vos, capitán.

CENTELLAS.—Esa palabra, don Juan…

DON JUAN.—La he dicho de corazón.

Mentís; no son a mis bríos

menester falsos portentos,

porque tienen mis alientos

su mejor prueba en ser míos.

AVELLANEDA y CENTELLAS.—Veamos. (Ponen mano a las espadas.)

DON JUAN.—Poned a tasa

vuestra furia, y vamos fuera,

no piense después cualquiera

que os asesiné en mi casa.

AVELLANEDA.—Decís bien… mas somos dos.

CENTELLAS.—Reñiremos, si os fiáis,

el uno del otro en pos.

DON JUAN.—O los dos, como queráis.

CENTELLAS.—¡Villano fuera, por Dios!

Elegid uno, don Juan,

por primero.

DON JUAN.—Sedlo vos.

CENTELLAS.—Vamos.

DON JUAN.—Vamos, capitán.