Acto III
DON JUAN, DOÑA INÉS, DON GONZALO, BRÍGIDA, la ABADESA, la TORNERA.
Celda de DOÑA INÉS. Puerta en el fondo y a la izquierda.
Escena I
DOÑA INÉS y la ABADESA.
ABADESA.—¿Conque me habéis entendido?
DOÑA INÉS.—Sí, señora.
ABADESA.—Está muy bien;
la voluntad decisiva
de vuestro padre, tal es.
Sois joven, cándida y buena;
vivido en el claustro habéis
casi desde que nacisteis;
y para quedar en él
atada con santos votos
para siempre, ni aún tenéis,
como otras, pruebas difíciles
ni penitencias que hacer.
Dichosa mil veces vos;
dichosa, sí, doña Inés,
que no conociendo el mundo,
no le debéis de temer.
Dichosa vos, que del claustro
al pisar en el dintel,
no os volveréis a mirar
lo que tras vos dejaréis;
y los mundanos recuerdos
del bullicio y del placer,
no os turbarán, tentadores,
del ara santa a los pies;
pues ignorando lo que hay
tras esa santa pared,
lo que tras ella se queda,
jamás apeteceréis.
Mansa paloma, enseñada
en las palmas a comer
del dueño que la ha criado
en doméstico vergel,
no habiendo salido nunca
de la protectora red,
no ansiaréis nunca las alas
por el espacio tender.
Lirio gentil, cuyo tallo
mecieron sólo tal vez
las embalsamadas brisas
del más florecido mes,
aquí a los besos del aura
vuestro cáliz abriréis,
y aquí vendrán vuestras hojas
tranquilamente a caer.
Y en el pedazo de tierra
que abarca nuestra estrechez
y en el pedazo de cielo
que por las rejas se ve,
vos no veréis más que un lecho
do en dulce sueño yacer,
y un velo azul suspendido
a las puertas del Edén…
¡Ay! En verdad que os envidio,
venturosa doña Inés,
con vuestra inocente vida,
la virtud del no saber.
Mas, ¿por qué estáis cabizbaja?
¿Por qué no me respondéis
como otras veces, alegre,
cuando en lo mismo os hablé?
¿Suspiráis…? ¡Oh!, ya comprendo;
de vuelta aquí hasta no ver
a vuestra aya, estáis inquieta,
pero nada receléis.
A casa de vuestro padre
fue casi al anochecer,
y abajo en la portería
estará; yo os la enviaré,
que estoy de vela esta noche.
Conque, vamos, doña Inés,
recogeos, que ya es hora;
Mal ejemplo no me deis
a las novicias, que ha tiempo
que duermen ya; hasta después.
DOÑA INÉS.—Id con Dios, madre abadesa.
ABADESA.—Adiós, hija.
Escena II
DOÑA INÉS, sola.
DOÑA INÉS.—Ya se fue.
No sé qué tengo, ¡ay de mí!,
que en tumultuoso tropel
mil encontradas ideas
me combaten a la vez.
Otras noches complacida
sus palabras escuché,
y de esos cuadros tranquilos
que sabe pintar tan bien,
de esos placeres domésticos
la dichosa sencillez
y la calma venturosa,
me hicieron apetecer
la soledad de los claustros
y su santa rigidez.
Mas hoy la oí distraída,
y en sus pláticas hallé,
si no enojosos discursos,
a lo menos aridez.
Y no sé por qué al decirme
que podría acontecer
que se acelerase el día
de mi profesión, temblé,
y sentí del corazón
acelerarse el vaivén,
y teñírseme el semblante
de amarilla palidez.
¡Ay de mí…! Pero mi dueña,
¿dónde estará…? Esa mujer,
con sus pláticas, al cabo,
me entretiene alguna vez.
Y hoy la echo menos… Acaso
porque la voy a perder,
que en profesando, es preciso
renunciar a cuanto amé.
Mas pasos siento en el claustro;
¡oh! reconozco muy bien
sus pisadas… Ya está aquí.
Escena III
DOÑA INÉS y BRÍGIDA.
BRÍGIDA.—Buenas noches, doña Inés.
DOÑA INÉS.—¿Cómo habéis tardado tanto?
BRÍGIDA.—Voy a cerrar esta puerta.
DOÑA INÉS.—Hay orden de que esté abierta.
BRÍGIDA.—Eso es muy bueno y muy santo
para las otras novicias
que han de consagrarse a Dios:
no, doña Inés, para vos.
DOÑA INÉS.—Brígida, no ves que vicias
las reglas del monasterio,
que no permiten…
BRÍGIDA.—¡Bah! ¡bah!
Más seguro así se está,
y así se habla sin misterio
ni estorbos: ¿habéis mirado
el libro que os he traído?
DOÑA INÉS.—¡Ay!, se me había olvidado.
BRÍGIDA.—¡Pues me hace gracia el olvido!
DOÑA INÉS.—¡Como la madre abadesa
se entró aquí inmediatamente!
BRÍGIDA.—¡Vieja más impertinente!
DOÑA INÉS.—¿Pues tanto el libro interesa?
BRÍGIDA.—Vaya si interesa, mucho.
¡Pues quedó con poco afán
el infeliz!
DOÑA INÉS.—¿Quién?
BRÍGIDA.—Don Juan.
DOÑA INÉS.—¡Válgame el cielo! ¡Qué escucho!
¿Es don Juan quien me le envía?
BRÍGIDA.—Por supuesto.
DOÑA INÉS.—¡Oh! Yo no debo
tomarle.
BRÍGIDA.—¡Pobre mancebo!
Desairarle así, sería
matarle.
DOÑA INÉS.—¿Qué estás diciendo?
BRÍGIDA.—Si ese Horario no tomáis,
tal pesadumbre le dais,
que va a enfermar, lo estoy viendo.
DOÑA INÉS.—¡Ah! No, no; de esa manera
le tomaré.
BRÍGIDA.—Bien haréis.
DOÑA INÉS.—¡Y qué bonito es!
BRÍGIDA.—Ya veis:
quien quiere agradar, se esmera.
DOÑA INÉS.—Con sus manecillas de oro.
¡Y cuidado, que está prieto!
A ver, a ver si completo
contiene el rezo del coro.
(Le abre y cae una carta de entre sus hojas.)
Mas ¿qué cayó?
BRÍGIDA.—Un papelito.
DOÑA INÉS.—¡Una carta!
BRÍGIDA.—Claro está;
en esa carta os vendrá
ofreciendo el regalito.
DOÑA INÉS.—¡Qué! ¿Será suyo el papel?
BRÍGIDA.—¡Vaya, que sois inocente!
Pues que os feria, es consiguiente
que la carta será de él.
DOÑA INÉS.—¡Ay, Jesús!
BRÍGIDA.—¿Qué es lo que os da?
DOÑA INÉS.—Nada, Brígida, no es nada.
BRÍGIDA.—No, no; si estáis inmutada.
(Aparte.) Ya presa en la red está.
¿Se os pasa?
DOÑA INÉS.—Sí.
BRÍGIDA.—Eso habrá sido
cualquier mareíllo vano.
DOÑA INÉS.—¡Ay! Se me abrasa la mano
con que el papel he cogido.
BRÍGIDA.—Doña Inés, válgame Dios,
jamás os he visto así;
estáis trémula.
DOÑA INÉS.—¡Ay de mí!
BRÍGIDA.—¿Qué es lo que pasa por vos?
DOÑA INÉS.—No sé… El campo de mi mente
siento que cruzan perdidas
mil sombras desconocidas,
que me inquietan vagamente;
y ha tiempo al alma me dan
con su agitación tortura.
BRÍGIDA.—¿Tiene alguna, por ventura,
el semblante de don Juan?
DOÑA INÉS.—No sé; desde que le vi,
Brígida mía, y su nombre
me dijiste, tengo a ese hombre
siempre delante de mí.
Por doquiera me distraigo
con su agradable recuerdo,
y si un instante le pierdo,
en su recuerdo recaigo.
No sé qué fascinación
en mis sentidos ejerce,
que siempre hacia él se me tuerce
la mente y el corazón;
y aquí, y en el oratorio,
y en todas partes advierto
que el pensamiento divierto
con la imagen de Tenorio.
BRÍGIDA.—¡Válgame Dios! Doña Inés,
según lo vais explicando,
tentaciones me van dando
de creer que eso amor es.
DOÑA INÉS.—¿Amor has dicho?
BRÍGIDA.—Sí, amor.
DOÑA INÉS.—No, de ninguna manera.
BRÍGIDA.—Pues por amor lo entendiera
el menos entendedor;
mas vamos la carta a ver:
¿En qué os paráis? ¿Un suspiro?
DOÑA INÉS.—¡Ay! Que cuanto más la miro
menos me atrevo a leer.
(Lee.) «Doña Inés del alma mía».
Virgen santa, ¡qué principio!
BRÍGIDA.—Vendrá en verso, y será un ripio
que traerá la poesía.
Vamos, seguid adelante.
DOÑA INÉS.—(Lee.) «Luz de donde el sol la toma,
hermosísima paloma
privada de libertad,
si os dignáis por estas letras
pasar vuestros lindos ojos,
no los tornéis con enojos
sin concluir, acabad».
BRÍGIDA.—¡Qué humildad y qué finura!
¿Dónde hay mayor rendimiento?
DOÑA INÉS.—Brígida, no sé qué siento.
BRÍGIDA.—Seguid, seguid la lectura.
DOÑA INÉS.—(Lee.) «Nuestros padres de consuno
nuestras bodas acordaron,
porque los cielos juntaron
los destinos de los dos.
Y halagado desde entonces
con tan risueña esperanza,
mi alma, doña Inés, no alcanza
otro porvenir que vos.
De amor con ella en mi pecho
brotó una chispa ligera,
que han convertido en hoguera
tiempo y afición tenaz.
Y esta llama, que en mí mismo
se alimenta, inextinguible,
cada día más terrible
va creciendo y más voraz».
BRÍGIDA.—Es claro; esperar le hicieron
en vuestro amor algún día,
y hondas raíces tenía
cuando a arrancársele fueron.
Seguid.
DOÑA INÉS.—(Lee.) «En vano a apagarla
concurren tiempo y ausencia,
que doblando su violencia,
no hoguera ya, volcán es;
y yo, que en medio del cráter
desamparado batallo,
suspendido en él me hallo
entre mi tumba y mi Inés».
BRÍGIDA.—¿Lo veis, Inés? Si ese Horario
le despreciáis, al instante
le preparan el sudario.
DOÑA INÉS.—Yo desfallezco.
BRÍGIDA.—Adelante.
DOÑA INÉS.—(Lee.) «Inés, alma de mi alma,
perpetuo imán de mi vida,
perla sin concha escondida
entre las algas del mar;
garza que nunca del nido
tender osastes el vuelo
al diáfano azul del cielo
para aprender a cruzar,
si es que a través de esos muros
el mundo apenada miras,
y por el mundo suspiras,
de libertad con afán,
acuérdate que al pie mismo
de esos muros que te guardan,
para salvarte te aguardan
los brazos de tu don Juan».
(Representa.) ¿Qué es lo que me pasa, ¡cielo!,
que me estoy viendo morir?
BRÍGIDA.—(Aparte.) Ya tragó todo el anzuelo.
Vamos, que está al concluir.
DOÑA INÉS.—(Lee.) «Acuérdate de quien llora
al pie de tu celosía,
y allí le sorprende el día
y le halla la noche allí;
acuérdate de quien vive
sólo por ti, ¡vida mía!,
y que a tus pies volaría
si le llamaras a ti».
BRÍGIDA.—¿Lo veis? Vendría.
DOÑA INÉS.—¡Vendría!
BRÍGIDA.—A postrarse a vuestros pies.
DOÑA INÉS.—¿Puede?
BRÍGIDA.—¡Oh, sí!
DOÑA INÉS.—¡Virgen María!
BRÍGIDA.—Pero acabad, doña Inés.
DOÑA INÉS.—(Lee.) «Adiós, oh luz de mis ojos;
adiós, Inés de mi alma;
medita, por Dios, en calma
las palabras que aquí van;
y si odias esa clausura
que ser tu sepulcro debe,
manda, que a todo se atreve
por tu hermosura don Juan».
(Representa DOÑA INÉS.) ¡Ay! ¿Qué filtro envenenado
me dan en este papel,
que el corazón desgarrado
me estoy sintiendo con él?
¿Qué sentimientos dormidos
son los que revela en mí;
qué impulsos jamás sentidos,
qué luz, que hasta hoy nunca vi?
¿Qué es lo que engendra en mi alma
tan nuevo y profundo afán?
¿Quién roba la dulce calma
de mi corazón?
BRÍGIDA.—Don Juan.
DOÑA INÉS.—¡Don Juan dices…! ¿Conque ese hombre
me ha de seguir por doquier?
¿Sólo he de escuchar su nombre,
sólo su sombra he de ver?
¡Ah! Bien dice: juntó el cielo
los destinos de los dos,
y en mi alma engendró este anhelo
fatal.
BRÍGIDA.—¡Silencio, por Dios!
(Se oyen dar las ánimas.)
DOÑA INÉS.—¿Qué?
BRÍGIDA.—Silencio.
DOÑA INÉS.—Me estremezco.
BRÍGIDA.—¿Oís, doña Inés, tocar?
DOÑA INÉS.—Sí; lo mismo que otras veces,
las ánimas oigo dar.
BRÍGIDA.—Pues no habléis de él.
DOÑA INÉS.—¡Cielo santo!
¿De quién?
BRÍGIDA.—¿De quién ha de ser?
De ese don Juan que amáis tanto,
porque puede aparecer.
DOÑA INÉS.—¡Me amedrentas! ¿Puede ese hombre
llegar hasta aquí?
BRÍGIDA.—Quizá,
porque el eco de su nombre
tal vez llega adonde está.
DOÑA INÉS.—¡Cielos! ¿Y podrá…?
BRÍGIDA.—¡Quién sabe!
DOÑA INÉS.—¿Es un espíritu, pues?
BRÍGIDA.—No; mas si tiene una llave…
DOÑA INÉS.—¡Dios!
BRÍGIDA.—Silencio, doña Inés;
¿no oís pasos?
DOÑA INÉS.—¡Ay! Ahora
nada oigo.
BRÍGIDA.—Las nueve dan,
suben… se acercan… señora…
Ya está aquí.
DOÑA INÉS.—¿Quién?
BRÍGIDA.—Él.
DOÑA INÉS.—¡Don Juan!
Escena IV
DOÑA INÉS, DON JUAN y BRÍGIDA.
DOÑA INÉS.—¿Qué es esto? ¿Sueño… deliro?
DON JUAN.—¡Inés de mi corazón!
DOÑA INÉS.—¿Es realidad lo que miro,
o es una fascinación…?
Tenedme, apenas respiro…
Sombra… ¡huye por compasión!
¡Ay de mí…!
(Desmáyase DOÑA INÉS, y DON JUAN la sostiene. La carta de DON JUAN queda en el suelo abandonada por DOÑA INÉS al desmayarse.)
BRÍGIDA.—La ha fascinado
vuestra repentina entrada,
y el pavor la ha trastornado.
DON JUAN.—Mejor, así nos ha ahorrado
la mitad de la jornada.
¡Ea! No desperdiciemos
el tiempo aquí en contemplarla,
si perdernos no queremos.
En los brazos a tomarla
voy, y cuanto antes, ganemos
ese claustro solitario.
BRÍGIDA.—¡Oh! ¿Vais a sacarla así?
DON JUAN.—¿Necia, piensas que rompí
la clausura temerario,
para dejármela aquí?
Mi gente abajo me espera;
sígueme.
BRÍGIDA.—¡Sin alma estoy!
¡Ay! Este hombre es una fiera;
nada le ataja ni altera…
Sí, sí; a su sombra me voy.
Escena V
La ABADESA, sola.
ABADESA.—Jurara que había oído
por estos claustros andar;
hoy a doña Inés velar
algo más la he permitido,
y me temo… mas no están
aquí. ¿Qué pudo ocurrir
a las dos para salir
de la celda? ¿Dónde irán?
¡Hola! Yo las ataré
corto para que no vuelvan
a enredar y me revuelvan
a las novicias… sí a fe.
Mas siento por allá fuera
pasos. ¿Quién es?
Escena VI
La ABADESA y la TORNERA.
TORNERA.—Yo, señora.
ABADESA.—¡Vos en el claustro a esta hora!
¿Qué es esto, hermana Tornera?
TORNERA.—Madre Abadesa, os buscaba.
ABADESA.—¿Qué hay? Decid.
TORNERA.—Un noble anciano
quiere hablaros.
ABADESA.—Es en vano.
TORNERA.—Dice que es de Calatrava
caballero; que sus fueros
le autorizan a este paso,
y que la urgencia del caso
le obliga al instante a veros.
ABADESA.—¿Dijo su nombre?
TORNERA.—El señor
don Gonzalo Ulloa.
ABADESA.—¿Qué
puede querer…? Ábrale,
hermana, es Comendador
de la Orden, y derecho
tiene en el claustro de entrada.
Escena VII
La ABADESA y DON GONZALO, después.
ABADESA.—¿A una hora tan avanzada
venir así…? No sospecho
qué pueda ser… mas me place,
pues no hallando a su hija aquí,
la reprenderá, y así
mirará otra vez lo que hace.
Escena VIII
La ABADESA, DON GONZALO y la TORNERA, a la puerta.
DON GONZALO.—Perdonad, madre Abadesa,
que en hora tal os moleste;
mas para mí, asunto es éste
que honra y vida me interesa.
ABADESA.—¡Jesús!
DON GONZALO.—Oíd.
ABADESA.—Hablad, pues.
DON GONZALO.—Yo guardé hasta hoy un tesoro
de más quilates que el oro,
y ese tesoro es mi Inés.
ABADESA.—A propósito…
DON GONZALO.—Escuchad.
Se me acaba de decir
que han visto a su dueña ir
ha poco por la ciudad
hablando con el criado
de un don Juan, de tal renombre,
que no hay en la tierra otro hombre
tan audaz y tan malvado.
En tiempo atrás se pensó
con él a mi hija casar,
y hoy, que se la fui a negar,
robármela me juró.
Que por el torpe doncel
ganada la dueña está,
no puedo dudarlo ya;
debo, pues, guardarme de él;
y un día, una hora quizás
de imprevisión le bastara
para que mi honor manchara
ese hijo de Satanás.
He aquí mi inquietud cuál es;
por la dueña, en conclusión,
vengo; vos la profesión
abreviad de doña Inés.
ABADESA.—Sois padre, y es vuestro afán
muy justo, Comendador;
mas ved que ofende a mi honor.
DON GONZALO.—No sabéis quién es don Juan.
ABADESA.—Aunque le pintáis tan malo,
yo os puedo decir de mí,
que mientra Inés esté aquí,
segura está, don Gonzalo.
DON GONZALO.—Lo creo; mas las razones
abreviemos: entregadme
esa dueña, y perdonadme
mis mundanas opiniones.
Si vos de vuestra virtud
me respondéis, yo me fundo
en que conozco del mundo
la insensata juventud.
ABADESA.—Se hará como lo exigís.
Hermana Tornera, id pues
a buscar a doña Inés
y a su dueña.
(Vase la TORNERA.)
DON GONZALO.—¿Qué decís,
señora? O traición me ha hecho
mi memoria, o yo sé bien
que esta es hora de que estén
ambas a dos en su lecho.
ABADESA.—Ha un punto sentí a las dos
salir de aquí, no sé a qué.
DON GONZALO.—¡Ay! Por qué tiemblo no sé.
Mas, ¡qué veo, Santo Dios!
Un papel… me lo decía
a voces mi mismo afán.
(Leyendo.) «Doña Inés del alma mía…»
Y la firma de don Juan.
Ved… ved… esa prueba escrita.
Leed ahí… ¡Oh! Mientras que vos
por ella rogáis a Dios,
viene el diablo y os la quita.
Escena IX
La ABADESA, DON GONZALO y la TORNERA.
TORNERA.—Señora…
ABADESA.—¿Qué?
TORNERA.—Vengo muerta.
DON GONZALO.—Concluid.
TORNERA.—No acierto a hablar…
He visto a un hombre saltar
por las tapias de la huerta.
DON GONZALO.—¿Veis? Corramos; ¡ay de mí!
ABADESA.—¿Dónde vais, Comendador?
DON GONZALO.—¡Imbécil! Tras de mi honor,
que os roban a vos de aquí.