Acto II
DON JUAN Tenorio, DON LUIS Mejía, DOÑA ANA de Pantoja, CIUTTI, PASCUAL, LUCÍA y BRÍGIDA.
Tres embozados del servicio de DON JUAN.
Exterior de la casa de DOÑA ANA, vista por una esquina. Las dos paredes que forman el ángulo se prolongan igualmente por ambos lados, dejando ver en la de la derecha una reja, y en la de la izquierda una reja y una puerta.
Escena I
DON LUIS Mejía, embozado.
DON LUIS.—Ya estoy frente de la casa
de doña Ana, y es preciso
que esta noche tenga aviso
de lo que en Sevilla pasa.
No dí con persona alguna
por dicha mía… ¡Oh, qué afán!
Por ahora, señor don Juan,
cada cual con su fortuna.
Si honor y vida se juega,
mi destreza y mi valor
por mi vida y por mi honor
jugarán… mas alguien llega.
Escena II
DON LUIS, PASCUAL.
PASCUAL.—¡Quién creyera lance tal!
¡Jesús, qué escándalo! ¡Presos!
DON LUIS.—¡Qué veo! ¿Es Pascual?
PASCUAL.—Los sesos
me estrellaría.
DON LUIS.—¿Pascual?
PASCUAL.—¿Quién me llama tan apriesa?
DON LUIS.—Yo. Don Luis.
PASCUAL.—¡Válame Dios!
DON LUIS.—¿Qué te asombra?
PASCUAL.—Que seáis vos.
DON LUIS.—Mi suerte, Pascual, es esa.
Que a no ser yo quien me soy
y a no dar contigo ahora,
el honor de mi señora
doña Ana moría hoy.
PASCUAL.—¿Qué es lo que decís?
DON LUIS.—¿Conoces
a don Juan Tenorio?
PASCUAL.—Sí.
¿Quién no le conoce aquí?
Mas, según públicas voces,
estabais presos los dos.
¡Vamos, lo que el vulgo miente!
DON LUIS.—Ahora acertadamente
habló el vulgo; y juro a Dios
que a no ser porque mi primo,
el tesorero real,
quiso fiarme, Pascual,
pierdo cuanto más estimo.
PASCUAL.—¿Pues cómo?
DON LUIS.—¿En servirme estás?
PASCUAL.—Hasta morir.
DON LUIS.—Pues escucha.
Don Juan y yo en una lucha
arriesgada por demás
empeñados nos hallamos;
pero a querer tú ayudarme,
más que la vida salvarme
puedes.
PASCUAL.—¿Qué hay que hacer? Sepamos.
DON LUIS.—En una insigne locura
dimos tiempo ha; en apostar
cuál de ambos sabría obrar
peor, con mejor ventura.
Ambos nos hemos portado
bizarramente a cual más;
pero él es un Satanás,
y por fin me ha aventajado.
Púsele no sé qué pero,
Dijímonos no sé qué
sobre ello, y el hecho fue
que él, mofándose altanero,
me dijo: «Y si esto no os llena,
pues que os casáis con doña Ana,
os apuesto a que mañana
os la quito yo».
PASCUAL.—¡Esa es buena!
¿Tal se ha atrevido a decir?
DON LUIS.—No es lo malo que lo diga,
Pascual, sino que consiga
lo que intenta.
PASCUAL.—¿Conseguir?
En tanto que yo esté aquí,
descuidad, don Luis.
DON LUIS.—Te juro
que si el lance no aseguro,
no sé qué va a ser de mí.
PASCUAL.—Por la Virgen del Pilar,
¿le teméis?
DON LUIS.—No; ¡Dios testigo!
Mas lleva ese hombre consigo
algún diablo familiar.
PASCUAL.—Dadlo por asegurado.
DON LUIS.—¡Oh! Tal es el afán mío
que ni en mí propio me fío
con un hombre tan osado.
PASCUAL.—Yo os juro, por San Ginés,
que con toda su osadía,
le ha de hacer, por vida mía,
mal tercio un aragonés;
nos veremos.
DON LUIS.—¡Ay, Pascual,
que en qué te metes no sabes!
PASCUAL.—En apreturas más graves
me he visto, y no salí mal.
DON LUIS.—Estriba en lo perentorio
del plazo, y en ser quien es.
PASCUAL.—Más que un buen aragonés,
no ha de valer un Tenorio.
Todos esos lenguaraces,
espadachines de oficio,
no son más que frontispicio
y de poca alma capaces.
Para infamar a mujeres
tienen lengua, y tienen manos
para osar a los ancianos
o apalear a mercaderes.
Mas cuando una buena espada
por un buen brazo esgrimida
con la muerte les convida,
todo su valor es nada.
Y sus empresas y bullas
se reducen todas ellas
a hablar mal de las doncellas
y a huir ante las patrullas.
DON LUIS.—¡Pascual!
PASCUAL.—No lo hablo por vos,
que aunque sois un calavera,
tenéis la alma bien entera
y reñís bien, ¡voto a bríos!
DON LUIS.—Pues si es en mí tan notorio
el valor, mira, Pascual,
que el valor es proverbial
en la raza de Tenorio.
Y porque conozco bien
de su valor el extremo,
de sus ardides me temo
que en tierra con mi honra den.
PASCUAL.—Pues suelto estáis ya, don Luis,
y pues que tanto os acucia
el mal de celos, su astucia
con la astucia prevenís.
¿Qué teméis de él?
DON LUIS.—No lo sé;
mas esta noche sospecho
que ha de procurar el hecho
consumar.
PASCUAL.—Soñáis.
DON LUIS.—¿Por qué?
PASCUAL.—¿No está preso?
DON LUIS.—Sí que está;
mas también lo estaba yo,
y un hidalgo me fió
PASCUAL.—Mas, ¿quién a él le fiará?
DON LUIS.—En fin, sólo un medio encuentro
de satisfacerme.
PASCUAL.—¿Cuál?
DON LUIS.—Que de esta casa, Pascual,
quede yo esta noche dentro.
PASCUAL.—Mirad que así de doña Ana
tenéis el honor vendido.
DON LUIS.—¡Qué mil rayos! ¿Su marido
no voy a ser yo mañana?
PASCUAL.—Mas, señor, ¿no os digo yo
que os fío con la existencia?
DON LUIS.—Sí; salir de una pendencia,
mas de un ardid diestro, no.
Y en fin, o paso en la casa
la noche, o tomo la calle
aunque la justicia me halle.
PASCUAL.—Señor don Luis, eso pasa
de terquedad, y es capricho
que dejar os aconsejo,
y os irá bien.
DON LUIS.—No lo dejo,
Pascual.
PASCUAL.—¡Don Luis!
DON LUIS.—Está dicho.
PASCUAL.—¡Vive Dios! ¿Hay tal afán?
DON LUIS.—Tú dirás lo que quisieres,
mas yo fío en las mujeres
mucho menos que en don Juan.
Y pues lance es extremado
por dos locos emprendido,
bien será un loco atrevido
para un loco desalmado.
PASCUAL.—Mirad bien lo que decís,
porque yo sirvo a doña Ana
desde que nació, y mañana
seréis su esposo, don Luis.
DON LUIS.—Pascual, esa hora llegada
y ese derecho adquirido,
yo sabré ser su marido
y la haré ser bien casada.
Mas en tanto…
PASCUAL.—No habléis más.
Yo os conozco desde niños,
y sé lo que son cariños,
¡por vida de Barrabás!
Oíd: mi cuarto es sobrado
para los dos; dentro de él
quedad; mas palabra fiel
dadme de estaros callado.
DON LUIS.—Te la doy.
PASCUAL.—Y hasta mañana,
juntos con doble cautela
nos quedaremos en vela.
DON LUIS.—Y se salvará doña Ana.
PASCUAL.—Sea.
DON LUIS.—Pues vamos.
PASCUAL.—Teneos.
¿Qué vais a hacer?
DON LUIS.—A entrar.
PASCUAL.—¿Ya?
DON LUIS.—¿Quién sabe lo que él hará?
PASCUAL.—Vuestros celosos deseos
reprimid, que ser no puede
mientras que no se recoja
mi amo don Gil de Pantoja
y todo en silencio quede.
DON LUIS.—¡Voto a…!
PASCUAL.—¡Eh! Dad una vez
breves treguas al amor.
DON LUIS.—¿Y a qué hora ese buen señor
suele acostarse?
PASCUAL.—A las diez;
y en esa calleja estrecha
hay una reja; llamad
a las diez, y descuidad
mientras en mí.
DON LUIS.—Es cosa hecha.
PASCUAL.—Don Luis, hasta luego, pues.
DON LUIS.—Adiós, Pascual, hasta luego.
Escena III
DON LUIS, solo.
DON LUIS.—Jamás tal desasosiego
tuve. Paréceme que es
esta noche hora menguada
para mí… y no sé qué vago
presentimiento, qué estrago
teme mi alma acongojada.
Por Dios que nunca pensé
que a doña Ana amara así,
ni por ninguna sentí
lo que por ella… ¡Oh! Y a fe
que de don Juan me amedrenta,
no el valor, mas la ventura.
Parece que le asegura
Satanás en cuanto intenta.
No, no; es un hombre infernal,
y téngome para mí
que si me aparto de aquí
me burla, pese a Pascual.
Y, aunque me tenga por necio,
quiero entrar; que con don Juan
las precauciones no están
para vistas con desprecio.
(Llama a la ventana.)
Escena IV
DON LUIS y DOÑA ANA.
DOÑA ANA.—¿Quién va?
DON LUIS.—¿No es Pascual?
DOÑA ANA.—¡Don Luis!
DON LUIS.—¡Doña Ana!
DOÑA ANA.—¿Por la ventana
llamas ahora?
DON LUIS.—¡Ay, doña Ana,
cuán a buen tiempo salís!
DOÑA ANA.—¿Pues qué hay, Mejía?
DON LUIS.—Un empeño
por tu beldad con un hombre
que temo.
DOÑA ANA.—¿Y qué hay que te asombre
en él, cuando eres tú el dueño
de mi corazón?
DON LUIS.—Doña Ana,
no lo puedes comprender
de ese hombre sin conocer
nombre y suerte.
DOÑA ANA.—Será vana
su buena suerte conmigo;
ya ves, sólo horas nos faltan
para la boda, y te asaltan
vanos temores.
DON LUIS.—Testigo
me es Dios que nada por mí
me da pavor mientras tenga
espada, y ese hombre venga
cara a cara contra ti.
Mas como el león audaz,
y cauteloso y prudente
como la astuta serpiente…
DOÑA ANA.—¡Bah! Duerme, don Luis, en paz,
que su audacia y su prudencia
nada lograrán de mí,
que tengo cifrada en ti
la gloria de mi existencia.
DON LUIS.—Pues bien, Ana, de ese amor
que me aseguras en nombre,
para no temer a ese hombre,
voy a pedirte un favor.
DOÑA ANA.—Di; mas bajo, por si escucha
tal vez alguno.
DON LUIS.—Oye, pues.
Escena V
DOÑA ANA y DON LUIS, a la reja derecha; DON JUAN y CIUTTI, en la calle izquierda.
CIUTTI.—Señor, por mi vida que es
vuestra suerte buena y mucha.
DON JUAN.—Ciutti, nadie como yo;
ya viste cuán fácilmente
el buen Alcaide prudente
se avino, y suelta me dio.
Mas no hay ya en ello que hablar;
¿mis encargos has cumplido?
CIUTTI.—Todos los he concluido
mejor que pude esperar.
DON JUAN.—¿La beata…?
CIUTTI.—Esta es la llave
de la puerta del jardín,
que habrá que escalar al fin;
pues como usarced ya sabe,
las tapias de este convento
no tienen entrada alguna.
DON JUAN.—¿Y te dio carta?
CIUTTI.—Ninguna;
me dijo que aquí al momento
iba a salir de camino;
que al convento se volvía,
y que con vos hablaría.
DON JUAN.—Mejor es.
CIUTTI.—Lo mismo opino.
DON JUAN.—¿Y los caballos?
CIUTTI.—Con silla
y freno los tengo ya.
DON JUAN.—¿Y la gente?
CIUTTI.—Cerca está.
DON JUAN.—Bien, Ciutti; mientras Sevilla
tranquila en sueño reposa
creyéndome encarcelado,
otros dos nombres añado
a mi lista numerosa.
¡Ja, ja!
CIUTTI.—Señor.
DON JUAN.—¿Qué?
CIUTTI.—Callad.
DON JUAN.—¿Qué hay, Ciutti?
CIUTTI.—Al doblar la esquina
en esa reja vecina
he visto un hombre.
DON JUAN.—Es verdad;
pues ahora sí que es mejor
el lance; ¿y si es ése…?
CIUTTI.—¿Quién?
DON JUAN.—Don Luis.
CIUTTI.—Imposible.
DON JUAN.—¡Toma!
¿No estoy yo aquí?
CIUTTI.—Diferencia
va de él a vos.
DON JUAN.—Evidencia
lo creo, Ciutti; allí asoma
tras de la reja una dama.
CIUTTI.—Una criada tal vez.
DON JUAN.—Preciso es verlo, pardiez,
no perdamos lance y fama.
Mira, Ciutti; a fuer de ronda,
tú con varios de los míos,
por esa calle escurríos
dando vuelta a la redonda
a la casa.
CIUTTI.—Y en tal caso
cerrará ella.
DON JUAN.—Pues con eso,
ella ignorante y él preso,
nos dejará franco el paso.
CIUTTI.—Decís bien.
DON JUAN.—Corre, y atájale,
que en ello el vencer consiste.
CIUTTI.—¿Mas si el truhán se resiste?
DON JUAN.—Entonces de un tajo rájale.
Escena VI
DON JUAN, DOÑA ANA y DON LUIS.
DON LUIS.—¿Me das, pues, tu asentimiento?
DOÑA ANA.—Consiento.
DON LUIS.—¿Complácesme de ese modo?
DOÑA ANA.—En todo.
DON LUIS.—Pues te velaré hasta el día.
DOÑA ANA.—Sí, Mejía.
DON LUIS.—Páguete el cielo, Ana mía,
satisfacción tan entera.
DOÑA ANA.—Porque me juzgues sincera,
consiento en todo, Mejía.
DON LUIS.—Volveré, pues, otra vez.
DOÑA ANA.—Sí, a las diez.
DON LUIS.—¿Me aguardarás, Ana?
DOÑA ANA.—Sí.
DON LUIS.—Aquí.
DOÑA ANA.—Y tú estarás puntual, ¿eh?
DON LUIS.—Estaré.
DOÑA ANA.—La llave, pues, te daré.
DON LUIS.—Y dentro yo de tu casa,
venga Tenorio.
DOÑA ANA.—Alguien pasa.
A las diez.
DON LUIS.—Aquí estaré.
Escena VII
DON JUAN y DON LUIS.
DON LUIS.—Mas se acercan. ¿Quién va allá?
DON JUAN.—Quien va.
DON LUIS.—De quien va así, ¿qué se infiere?
DON JUAN.—Que quiere…
DON LUIS.—¿Ver si la lengua le arranco?
DON JUAN.—El paso franco.
DON LUIS.—Guardado está.
DON JUAN.—¿Y yo soy manco?
DON LUIS.—Pidiéraislo en cortesía.
DON JUAN.—¿Y a quién?
DON LUIS.—A don Luis Mejía.
DON JUAN.—Quien va, quiere el paso franco.
DON LUIS.—¿Conocéisme?
DON JUAN.—Sí.
DON LUIS.—¿Y yo a vos?
DON JUAN.—Los dos.
DON LUIS.—¿Y en qué estriba el estorballe?
DON JUAN.—En la calle.
DON LUIS.—¿De ella los dos por ser amos?
DON JUAN.—Estamos.
DON LUIS.—Dos hay no más que podamos
necesitarla a la vez.
DON JUAN.—Lo sé.
DON LUIS.—¡Sois don Juan!
DON JUAN.—¡Pardiez!
Los dos ya en la calle estamos.
DON LUIS.—¿No os prendieron?
DON JUAN.—Como a vos.
DON LUIS.—¡Vive Dios!
¿Y huisteis?
DON JUAN.—Os imité.
¿Y qué?
DON LUIS.—Que perderéis.
DON JUAN.—No sabemos.
DON LUIS.—Lo veremos.
DON JUAN.—La dama entrambos tenemos
sitiada; y estáis cogido.
DON LUIS.—Tiempo hay.
DON JUAN.—Para vos perdido.
DON LUIS.—¡Vive Dios que lo veremos!
(DON LUIS desenvaina su espada; mas CIUTTI, que ha bajado con los suyos cautelosamente hasta colocarse detrás de él, lo sujeta.)
DON JUAN.—Señor don Luis, vedlo, pues.
DON LUIS.—Traición es.
DON JUAN.—La boca… (A los suyos que le tapan a DON LUIS.)
DON LUIS.—¡Oh!
DON JUAN.—Sujeto atrás,
más.
(Le sujetan los brazos.)
La empresa es, señor Mejía,
como mía.
(A los suyos.) Encerrádmele hasta el día.
(A DON LUIS.) La apuesta está ya en mi mano.
Adiós, don Luis; si os la gano,
traición es, mas como mía.
Escena VIII
DON JUAN, solo.
DON JUAN.—Buen lance, ¡viven los cielos!
¡Estos son los que dan fama!
Mientras le soplo la dama,
él se arrancará los pelos
encerrado en mi bodega.
¿Y ella…? Cuando crea hallarse
con él… ¡ja! ¡ja!… ¡Oh! y quejarse
no puede; limpio se juega.
A la cárcel le llevé,
y salió; llevome a mí,
y salí; hallarnos aquí
era fuerza… ya se ve,
su parte en la grave apuesta
defendía cada cual.
Mas con la suerte está mal
Mejía, y también pierde ésta.
Sin embargo, y por si acaso,
no es demás asegurarse
de Lucía, a desgraciarse
no vaya por poco el paso.
Mas por allí un bulto negro
se aproxima… y, a mi ver,
es el bulto una mujer.
¿Otra aventura? Me alegro.
Escena IX
DON JUAN y BRÍGIDA.
BRÍGIDA.—¿Caballero?
DON JUAN.—¿Quién va allá?
BRÍGIDA.—¿Sois don Juan?
DON JUAN.—¡Por vida de…!
¡Si es la beata! Y a fe
que la había olvidado ya.
Llegaos; don Juan soy yo.
BRÍGIDA.—¿Estáis solo?
DON JUAN.—Con el diablo.
BRÍGIDA.—¡Jesucristo!
DON JUAN.—Por vos lo hablo.
BRÍGIDA.—¿Soy yo el diablo?
DON JUAN.—Creoló.
BRÍGIDA.—¡Vaya! ¡Qué cosas tenéis!
Vos sí que sois un diablillo…
DON JUAN.—Que te llenará el bolsillo
si le sirves.
BRÍGIDA.—Lo veréis.
DON JUAN.—Descarga, pues, ese pecho.
¿Qué hiciste?
BRÍGIDA.—Cuanto me ha dicho
vuestro paje… ¡Y qué mal bicho
es ese Ciutti!
DON JUAN.—¿Qué ha hecho?
BRÍGIDA.—¡Gran bribón!
DON JUAN.—¿No os ha entregado
un bolsillo y un papel?
BRÍGIDA.—Leyendo estará ahora en él
doña Inés.
DON JUAN.—¿La has preparado?
BRÍGIDA.—¡Vaya! Y os la he convencido
con tal maña y de manera,
que irá como una cordera
tras vos.
DON JUAN.—¿Tan fácil te ha sido?
BRÍGIDA.—¡Bah! Pobre garza enjaulada,
dentro la jaula nacida,
¿qué sabe ella si hay más vida
ni más aire en que volar?
Si no vio nunca sus plumas
del sol a los resplandores,
¿qué sabe de los colores
de que se puede ufanar?
No cuenta la pobrecilla
diez y siete primaveras,
y aún virgen a las primeras
impresiones del amor,
nunca concibió la dicha
fuera de su pobre estancia,
tratada desde la infancia
con cauteloso rigor.
Y tantos años monótonos
de soledad y convento
tenían su pensamiento
ceñido a punto tan ruin,
a tan reducido espacio
y a círculo tan mezquino,
que era el claustro su destino
y el altar era su fin.
«Aquí está Dios», la dijeron;
y ella dijo: «Aquí le adoro».
«Aquí está el claustro y el coro».
Y pensó: «No hay más allá».
Y sin otras ilusiones
que sus sueños infantiles,
pasó diez y siete abriles
sin conocerlo quizá.
DON JUAN.—¿Y está hermosa?
BRÍGIDA.—¡Oh! como un ángel.
DON JUAN.—Y la has dicho…
BRÍGIDA.—Figuraos
si habré metido mal caos
en su cabeza, don Juan.
La hablé del amor, del mundo,
de la corte y los placeres,
de cuánto con las mujeres
erais pródigo y galán.
La dije que erais el hombre
por su padre destinado
para suyo; os he pintado
muerto por ella de amor,
desesperado por ella,
y por ella perseguido,
y por ella decidido
a perder vida y honor.
En fin, mis dulces palabras
al posarse en sus oídos,
sus deseos mal dormidos
arrastraron de sí en pos;
y allá dentro de su pecho
han inflamado una llama
de fuerza tal, que ya os ama
y no piensa más que en vos.
DON JUAN.—Tan incentiva pintura
los sentidos me enajena,
y el alma ardiente me llena
de su insensata pasión.
Empezó por una apuesta,
siguió por un devaneo,
engendró luego un deseo,
y hoy me quema el corazón.
Poco es el centro de un claustro;
¡al mismo infierno bajara,
y a estocadas la arrancara
de los brazos de Satán!
¡Oh, hermosa flor cuyo cáliz
al rocío aún no se ha abierto!
A trasplantarte va al huerto
de sus amores don Juan.
¡Brígida!
BRÍGIDA.—Os estoy oyendo,
y me hacéis perder el tino;
yo os creía un libertino
sin alma y sin corazón.
DON JUAN.—¿Eso extrañas? ¿No está claro
que en un objeto tan noble
hay que interesarse doble
que en otros?
BRÍGIDA.—Tenéis razón.
DON JUAN.—Conque ¿a qué hora se recogen
las madres?
BRÍGIDA.—Ya recogidas
estarán. ¿Vos prevenidas
todas las cosas tenéis?
DON JUAN.—Todas.
BRÍGIDA.—Pues luego que doblen
a las ánimas, con tiento
saltando al huerto, al convento
fácilmente entrar podéis
con la llave que os he enviado;
de un claustro obscuro y estrecho
es, seguid bien derecho,
y daréis con poco afán
en nuestra celda.
DON JUAN.—Y si acierto
a robar tan gran tesoro,
te he de hacer pesar en oro.
BRÍGIDA.—Por mí no queda, don Juan.
DON JUAN.—Ve y aguárdame.
BRÍGIDA.—Voy, pues,
a entrar por la portería,
y a cegar a sor María
la tornera. Hasta después.
(Vase BRÍGIDA, y un poco antes de concluir esta escena, sale CIUTTI, que se para en el fondo esperando.)
Escena X
DON JUAN y CIUTTI.
DON JUAN.—¡Pues señor, soberbio envite!
Muchas hice hasta esta hora,
mas, por Dios, que la de ahora
será tal que me acredite.
Mas ya veo que me espera
Ciutti. ¡Lebrel!
(Llamándole.)
CIUTTI.—Aquí estoy.
DON JUAN.—¿Y don Luis?
CIUTTI.—Libre por hoy
estáis de él.
DON JUAN.—Ahora quisiera
ver a Lucía.
CIUTTI.—Llegar
podéis aquí. (A la reja derecha.)
Yo la llamo,
y al salir a mi reclamo
la podéis vos abordar.
DON JUAN.—Llama, pues.
CIUTTI.—La seña mía
sabe bien para que dude
en acudir.
DON JUAN.—Pues si acude,
lo demás es cuenta mía.
(CIUTTI llama a la reja con una seña que parezca convenida. LUCÍA se asoma a ella, y al ver a DON JUAN se detiene un momento.)
Escena XI
DON JUAN, LUCÍA y CIUTTI.
LUCÍA.—¿Qué queréis, buen caballero?
DON JUAN.—Quiero.
LUCÍA.—¿Qué queréis? Vamos a ver.
DON JUAN.—Ver.
LUCÍA.—¿Ver? ¿Qué veréis a esta hora?
DON JUAN.—A tu señora.
LUCÍA.—Idos, hidalgo, en mal hora:
¿quién pensáis que vive aquí?
DON JUAN.—Doña Ana Pantoja, y
quiero ver a tu señora.
LUCÍA.—¿Sabéis que casa doña Ana?
DON JUAN.—Sí, mañana.
LUCÍA.—¿Y ha de ser tan infiel ya?
DON JUAN.—Sí será.
LUCÍA.—¿Pues no es de don Luis Mejía?
DON JUAN.—¡Ca! otro día.
Hoy no es mañana, Lucía;
yo he de estar hoy con doña Ana,
y si se casa mañana,
mañana será otro día.
LUCÍA.—¡Ah! ¿En recibiros está?
DON JUAN.—Podrá.
LUCÍA.—¿Qué haré si os he de servir?
DON JUAN.—Abrir.
LUCÍA.—¡Bah! ¿Y quién abre este castillo?
DON JUAN.—Ese bolsillo.
LUCÍA.—¡Oro!
DON JUAN.—Pronto te dio el brillo.
LUCÍA.—¿Cuánto?
DON JUAN.—De cien doblas pasa.
LUCÍA.—¡Jesús!
DON JUAN.—Cuenta, y di: ¿esta casa
podrá abrir ese bolsillo?
LUCÍA.—¡Oh! Si es quien me dora el pico…
DON JUAN.—Muy rico. (Interrumpiéndola.)
LUCÍA.—¿Sí? ¿Qué nombre usa el galán?
DON JUAN.—Don Juan.
LUCÍA.—¿Sin apellido notorio?
DON JUAN.—Tenorio.
LUCÍA.—¡Ánimas del purgatorio!
¿Vos don Juan?
DON JUAN.—¿Qué te amedrenta,
si a tus ojos se presenta
muy rico don Juan Tenorio?
LUCÍA.—Rechina la cerradura.
DON JUAN.—Se asegura.
LUCÍA.—¿Y a mí quién? ¡Por Belcebú!
DON JUAN.—Tú.
LUCÍA.—¿Y qué me abrirá el camino?
DON JUAN.—Buen tino.
LUCÍA.—¡Bah! Id en brazos del destino…
DON JUAN.—Dobla el oro.
LUCÍA.—Me acomodo.
DON JUAN.—Pues mira cómo de todo
se asegura tu buen tino.
LUCÍA.—¡Dadme algún tiempo, pardiez!
DON JUAN.—A las diez.
LUCÍA.—¿Dónde os busco, o vos a mí?
DON JUAN.—Aquí.
LUCÍA.—¿Conque estaréis puntual, eh?
DON JUAN.—Estaré.
LUCÍA.—Pues yo una llave os traeré.
DON JUAN.—Y yo otra igual cantidad.
LUCÍA.—No me faltéis.
DON JUAN.—No en verdad;
a las diez aquí estaré.
Adiós, pues, y en mí te fía.
LUCÍA.—Y en mí el garboso galán.
DON JUAN.—Adiós, pues, franca Lucía.
LUCÍA.—Adiós, pues, rico don Juan.
(LUCÍA cierra la ventana. CIUTTI se acerca a DON JUAN a una seña de éste.)
Escena XII
DON JUAN y CIUTTI.
DON JUAN.—(Riéndose.) Con oro nada hay que falle;
Ciutti, ya sabes mi intento:
a las nueve, en el convento;
a las diez, en esta calle.