Acto I

DON JUAN, el Capitán CENTELLAS, don Rafael de AVELLANEDA, un ESCULTOR, la SOMBRA de doña Inés.

Panteón de la familia Tenorio. El teatro representa un magnífico cementerio, hermoseado a manera de jardín. En primer término, aislados y de bulto, los sepulcros de DON GONZALO de Ulloa, de DOÑA INÉS y de DON LUIS Mejía, sobre los cuales se ven sus estatuas de piedra. El sepulcro de DON GONZALO a la derecha, y su estatua de rodillas; el de DON LUIS a la izquierda, y su estatua también de rodillas; el de DOÑA INÉS en el centro, y su estatua al pie. En segundo término otros dos sepulcros en la forma que convenga; y en tercer término y en puesto elevado el sepulcro y la estatua del fundador, DON DIEGO Tenorio, en cuya figura remata la perspectiva de los sepulcros. Una pared llena de nichos y lápidas circuye el cuadro hasta el horizonte. Dos llorones a cada lado de la tumba de DOÑA INÉS, dispuestos a servir de la manera que a su tiempo exige el juego escénico. Cipreses y flores de todas clases embellecen la decoración, que no debe tener nada horrible. La acción se supone en una tranquila noche de verano, y alumbrada por una clarísima luna.

Escena I

El ESCULTOR, disponiéndose a marchar.

ESCULTOR.—Pues señor, es cosa hecha;

el alma del buen don Diego

puede, a mi ver, con sosiego

reposar muy satisfecha.

La obra está ya rematada

con cuanta suntuosidad

su postrera voluntad

dejó al mundo encomendada.

Y ya quisieran, ¡pardiez!,

todos los ricos que mueren

que su voluntad cumplieren

los vivos, como esta vez.

Mas ya de marcharme es hora;

todo corriente lo dejo,

y de Sevilla me alejo

al despuntar de la aurora.

¡Ah, mármoles que mis manos

pulieron con tanto afán!

Mañana os contemplarán

los absortos sevillanos;

y al mirar de este panteón

las gigantes proporciones,

tendrán las generaciones

la nuestra en veneración.

Mas yendo y viniendo días,

se hundirán unas tras otras,

mientra en pie estaréis vosotras,

póstumas memorias mías.

¡Oh, frutos de mis desvelos,

peñas a quien yo animé,

y por quienes arrostré

la intemperie de los cielos!

El que forma y ser os dio

va ya a perderos de vista;

velad mi gloria de artista,

pues viviréis más que yo.

Mas… ¿quién llega?

Escena II

El ESCULTOR y DON JUAN, que entra embozado.

ESCULTOR.—Caballero…

DON JUAN.—Dios le guarde.

ESCULTOR.—Perdonad,

mas ya es tarde, y…

DON JUAN.—Aguardad

un instante, porque quiero

que me expliquéis…

ESCULTOR.—¿Por acaso

sois forastero?

DON JUAN.—Años ha

que falto de España ya,

y me chocó el ver al paso,

cuando a esas verjas llegué,

que encontraba este recinto

enteramente distinto

de cuando yo lo dejé.

ESCULTOR.—¡Ya lo creo! Como que esto

era entonces un palacio,

y hoy es panteón el espacio

donde aquél estuvo puesto.

DON JUAN.—¡El palacio hecho panteón!

ESCULTOR.—Tal fue de su antiguo dueño

la voluntad, y fue empeño

que dio al mundo admiración.

DON JUAN.—¡Y, por Dios, que es de admirar!

ESCULTOR.—Es una famosa historia,

a la cual debo mi gloria.

DON JUAN.—¿Me la podéis relatar?

ESCULTOR.—Sí; aunque muy sucintamente,

pues me aguardan.

DON JUAN.—Sea.

ESCULTOR.—Oíd

la verdad pura.

DON JUAN.—Decid,

que me tenéis impaciente.

ESCULTOR.—Pues habitó esta ciudad

y este palacio, heredado,

un varón muy estimado

por su noble calidad.

DON JUAN.—Don Diego Tenorio.

ESCULTOR.—El mismo.

Tuvo un hijo este don Diego

peor mil veces que el fuego,

un aborto del abismo.

Un mozo sangriento y cruel,

que con tierra y cielo en guerra,

dicen que nada en la tierra

fue respetado por él.

Quimerista, seductor

y jugador con ventura,

no hubo para él segura

vida, ni hacienda, ni honor.

Así le pinta la historia,

y si tal era, por cierto

que obró cuerdamente el muerto

para ganarse la gloria.

DON JUAN.—¿Pues cómo obró?

ESCULTOR.—Dejó entera

su hacienda al que la empleara

en un panteón que asombrara

a la gente venidera.

Mas con condición, que dijo,

que se enterraran en él

los que a la mano cruel

sucumbieron de su hijo.

Y mirad en derredor

los sepulcros de los más

de ellos.

DON JUAN.—¿Y vos sois quizás

el conserje?

ESCULTOR.—El escultor

de estas obras encargado.

DON JUAN.—¡Ah! ¿Y las habéis concluido?

ESCULTOR.—Ha un mes; mas me he detenido

hasta ver ese enverjado

colocado en su lugar;

pues he querido impedir

que pueda el vulgo venir

este sitio a profanar.

DON JUAN.—(Mirando.) ¡Bien empleó sus riquezas

El difunto!

ESCULTOR.—¡Ya lo creo!

Miradle allí.

DON JUAN.—Ya le veo.

ESCULTOR.—¿Le conocisteis?

DON JUAN.—Sí.

ESCULTOR.—Piezas

son todas muy parecidas,

y a conciencia trabajadas.

DON JUAN.—¡Cierto que son extremadas!

ESCULTOR.—¿Os han sido conocidas

las personas?

DON JUAN.—Todas ellas.

ESCULTOR.—¿Y os parecen bien?

DON JUAN.—Sin duda,

según lo que a ver me ayuda

el fulgor de las estrellas.

ESCULTOR.—¡Oh! Se ven como de día

con esta luna tan clara.

Esta es mármol de Carrara. (Señalando a la de DON LUIS.)

DON JUAN.—¡Buen busto es el de Mejía!

¡Hola! Aquí el Comendador

se representa muy bien.

ESCULTOR.—Yo quise poner también

la estatua del matador

entre sus víctimas; pero

no pude a manos haber

su retrato. Un Lucifer

dicen que era el caballero

don Juan Tenorio.

DON JUAN.—¡Muy malo!

Mas, como pudiera hablar,

le había algo de abonar

la estatua de don Gonzalo.

ESCULTOR.—¿También habéis conocido

a don Juan?

DON JUAN.—Mucho.

ESCULTOR.—Don Diego

le abandonó desde luego

desheredándole.

DON JUAN.—Ha sido

para don Juan poco daño

ése, porque la fortuna

va tras él desde la cuna.

ESCULTOR.—Dicen que ha muerto.

DON JUAN.—Es engaño;

vive.

ESCULTOR.—¿Y dónde?

DON JUAN.—Aquí, en Sevilla.

ESCULTOR.—¿Y no teme que el furor

popular…?

DON JUAN.—En su valor

no ha echado el miedo semilla.

ESCULTOR.—Mas cuando vea el lugar

en que está ya convertido

el solar que suyo ha sido,

no osará en Sevilla estar.

DON JUAN.—Antes ver tendrá a fortuna

en su casa reunidas

personas de él conocidas,

puesto que no odia a ninguna.

ESCULTOR.—¿Creéis que ose aquí venir?

DON JUAN.—¿Por qué no? Pienso, a mi ver,

que donde vino a nacer

justo es que venga a morir.

Y pues le quitan su herencia

para enterrar a éstos bien,

a él es muy justo también

que le entierren con decencia.

ESCULTOR.—Sólo a él le está prohibida

en este panteón la entrada.

DON JUAN.—Trae don Juan muy buena espada,

y no sé quién se lo impida.

ESCULTOR.—¡Jesús! ¡Tal profanación!

DON JUAN.—Hombre es don Juan que, a querer,

volverá el palacio hacer

encima del panteón.

ESCULTOR.—¿Tan audaz ese hombre es

que aún a los muertos se atreve?

DON JUAN.—¿Qué respetos gastar debe

con los que tendió a sus pies?

ESCULTOR.—¿Pero no tiene conciencia

ni alma ese hombre?

DON JUAN.—Tal vez no;

que al cielo una vez llamó

con voces de penitencia,

y el cielo en trance tan fuerte

allí mismo le metió,

que a dos inocentes dio,

para salvarse, la muerte.

ESCULTOR.—¡Qué monstruo, supremo Dios!

DON JUAN.—Podéis estar convencido

de que Dios no le ha querido.

ESCULTOR.—Tal será.

(Aparte.) ¿Y quién será el que a don Juan

abona con tanto brío?

Caballero, a pesar mío,

como aguardándome están…

DON JUAN.—Idos, pues, enhorabuena.

ESCULTOR.—He de cerrar.

DON JUAN.—No cerréis,

y marchaos.

ESCULTOR.—¿Mas no veis…?

DON JUAN.—Veo una noche serena

y un lugar que me acomoda

para gozar su frescura,

y aquí he de estar a mi holgura,

si pesa a Sevilla toda.

ESCULTOR.—(Aparte.) ¿Si acaso padecerá

de locura desvaríos?

DON JUAN.—(Dirigiéndose a las estatuas.) Ya estoy aquí, amigos míos.

ESCULTOR.—¿No lo dije? Loco está.

DON JUAN.—Mas, ¡cielos!, ¿qué es lo que veo?

¡O es ilusión de mi vista,

o a doña Inés el artista

aquí representa creo!

ESCULTOR.—Sin duda.

DON JUAN.—¿También murió?

ESCULTOR.—Dicen que de sentimiento

cuando de nuevo al convento

abandonada volvió

por don Juan.

DON JUAN.—¿Y yace aquí?

ESCULTOR.—Sí.

DON JUAN.—¿La visteis muerta vos?

ESCULTOR.—Sí.

DON JUAN.—¿Cómo estaba?

ESCULTOR.—¡Por Dios,

que dormida la creí!

La muerte fue tan piadosa

con su cándida hermosura,

que la envió con frescura

y las tintas de la rosa.

DON JUAN.—¡Ah! Mal la muerte podría

deshacer con torpe mano

el semblante soberano

que un ángel envidiaría.

¡Cuán bella y cuán parecida

su efigie en el mármol es!

¡Quién pudiera, doña Inés,

volver a darte la vida!

¿Es obra del cincel vuestro?

ESCULTOR.—Como todas las demás.

DON JUAN.—Pues bien merece algo más

un retrato tan maestro.

Tomad.

ESCULTOR.—¿Qué me dais aquí?

DON JUAN.—¿No lo veis?

ESCULTOR.—Mas… caballero…

¿por qué razón…?

DON JUAN.—Porque quiero

yo que os acordéis de mí.

ESCULTOR.—Mirad que están bien pagadas.

DON JUAN.—Así lo estarán mejor.

ESCULTOR.—Mas vamos de aquí, señor,

que aún las llaves entregadas

no están, y al salir la aurora

tengo que partir de aquí.

DON JUAN.—Entregádmelas a mí,

y marchaos desde ahora.

ESCULTOR.—¿A vos?

DON JUAN.—A mí; ¿qué dudáis?

ESCULTOR.—Como no tengo el honor…

DON JUAN.—Ea, acabad, escultor.

ESCULTOR.—Si el nombre al menos que usáis

supiera…

DON JUAN.—¡Viven los cielos!

Dejad a don Juan Tenorio

velar el lecho mortuorio

en que duermen sus abuelos.

ESCULTOR.—¡Don Juan Tenorio!

DON JUAN.—Yo soy,

y si no me satisfaces,

compañía juro que haces

a tus estatuas desde hoy.

ESCULTOR.—(Alargándole las llaves.) Tomad.

(Aparte.) No quiero la piel

dejar aquí entre sus manos.

Ahora que los sevillanos

se las compongan con él.

(Vase.)

Escena III

DON JUAN, solo.

DON JUAN.—Mi buen padre empleó en esto

entera la hacienda mía;

hizo bien; yo al otro día

la hubiera a una carta puesto.

(Pausa.)

No os podréis quejar de mí,

vosotros a quien maté;

si buena vida os quité,

buena sepultura os dí.

¡Magnífica es en verdad

la idea del tal panteón!

Y… siento que el corazón

me halaga esta soledad.

¡Hermosa noche…! ¡Ay de mí!

¡Cuántas como ésta tan puras

en infames aventuras

desatinado perdí!

¡Cuántas al mismo fulgor

de esa luna transparente,

arranqué a algún inocente

la existencia o el honor!

Sí; después de tantos años

cuyos recuerdos espantan,

siento que aquí se levantan (Señalando a la frente.)

pensamientos en mí extraños.

¡Oh! Acaso me los inspira

desde el cielo, en donde mora,

esa sombra protectora

que por mi mal no respira.

(Se dirige a la estatua de DOÑA INÉS, hablándola con respeto.) ¡Mármol en quien doña Inés

en cuerpo sin alma existe,

deja que el alma de un triste

llore un momento a tus pies!

De azares mil a través

conservé tu imagen pura;

y pues la mala ventura

te asesinó de don Juan,

contempla con cuánto afán

vendrá hoy a tu sepultura.

En ti nada más pensó

desde que se fue de ti;

y desde que huyó de aquí,

sólo en volver meditó.

Don Juan tan sólo esperó

de doña Inés su ventura,

y hoy que en pos de su hermosura

vuelve el infeliz don Juan,

mira cuál será su afán

al dar con tu sepultura.

Inocente doña Inés,

cuya hermosa juventud

encerró en el ataúd

quien llorando está a tus pies;

si de esa piedra a través

puedes mirar la amargura

del alma que tu hermosura

adoró con tanto afán,

prepara un lado a don Juan

en tu misma sepultura.

Dios te crió por mi bien,

por ti pensé en la virtud,

adoré su excelsitud,

y anhelé su santo Edén.

Sí; aún hoy mismo en ti también

mi esperanza se asegura,

y oigo una voz que murmura

en derredor de don Juan

palabras con que su afán

se calma en tu sepultura.

¡Oh, doña Inés de mi vida!

Si esa voz con quien deliro

es el postrimer suspiro

de tu eterna despedida;

si es que de ti desprendida

llega esa voz a la altura,

y hay un Dios tras de esa anchura

por donde los astros van,

dile que mire a don Juan

llorando en tu sepultura.

(Se apoya en el sepulcro, ocultando el rostro; y mientras se conserva en esta postura, un vapor que se levanta del sepulcro oculta la estatua de DOÑA INÉS. Cuando el vapor se desvanece, la estatua ha desaparecido. DON JUAN sale de su enajenamiento.)

Este mármol sepulcral

adormece mi vigor,

y sentir creo en redor

un ser sobrenatural.

Mas… ¡cielos! ¡El pedestal

no mantiene su escultura!

¿Qué es esto? Aquella figura

¿fue creación de mi afán?

Escena IV

DON JUAN y la SOMBRA de doña Inés. El llorón y las flores de la izquierda del sepulcro de DOÑA INÉS se cambian en una apariencia, dejando ver dentro de ella, y en medio de resplandores, la SOMBRA de doña Inés.

SOMBRA.—No; mi espíritu, don Juan,

te aguardó en mi sepultura.

DON JUAN.—(De rodillas.)

¡Doña Inés! ¡Sombra querida,

alma de mi corazón,

no me quites la razón

si me has de dejar la vida!

Si eres imagen fingida,

sólo hija de mi locura,

no aumentes mi desventura

burlando mi loco afán.

SOMBRA.—Yo soy doña Inés, don Juan,

que te oyó en su sepultura.

DON JUAN.—¿Conque vives?

SOMBRA.—Para ti;

mas tengo mi purgatorio

en ese mármol mortuorio

que labraron para mí.

Yo a Dios mi alma ofrecí

en precio de tu alma impura;

y Dios, al ver la ternura

con que te amaba mi afán,

me dijo: «Espera a don Juan

en tu misma sepultura.

Y pues quieres ser tan fiel

a un amor de Satanás,

con don Juan te salvarás,

o te perderás con él.

Por él vela; mas si cruel

te desprecia tu ternura,

y en su torpeza y locura

sigue con bárbaro afán,

llévese tu alma don Juan

de tu misma sepultura».

DON JUAN.—(Fascinado.)¡Yo estoy soñando quizás

con las sombras de un Edén!

SOMBRA.—No; y ve que si piensas bien,

a tu lado me tendrás;

mas si obras mal, causarás

nuestra eterna desventura.

Y medita con cordura

que es esta noche, don Juan,

el espacio que nos dan

para buscar sepultura.

Adiós, pues; y en la ardua lucha

en que va a entrar tu existencia,

de tu dormida conciencia

la voz que va a alzarse escucha,

porque es de importancia mucha

meditar con sumo tiento

la elección de aquel momento

que, sin poder evadirnos,

al mal o al bien ha de abrirnos

la losa del monumento.

(Se cierra la apariencia; desaparece DOÑA INÉS, y todo queda como al principio del acto, menos la estatua de DOÑA INÉS, que no vuelve a su lugar. DON JUAN queda atónito.)

Escena V

DON JUAN, solo.

DON JUAN.—¡Cielos! ¿Qué es lo que escuché?

¡Hasta los muertos así

dejan sus tumbas por mí!

Mas, sombra, delirio fue.

Yo en mi mente lo forjé;

la imaginación le dio

la forma en que se mostró,

y ciego, vine a creer

en la realidad de un ser

que mi mente fabricó.

Mas nunca de modo tal

fanatizó mi razón

mi loca imaginación

con su poder ideal.

Sí; algo sobrenatural

vi en aquella doña Inés

tan vaporosa, a través

aun de esa enramada espesa;

mas… ¡bah!, circunstancia es ésa

que propia de sombra es.

¿Qué más diáfano y sutil

que las quimeras de un sueño?

¿Dónde hay nada más risueño,

más flexible y más gentil?

¿Y no pasa veces mil

que, en febril exaltación,

ve nuestra imaginación

como ser y realidad

la vacía vanidad

de una anhelada ilusión?

¡Sí, por Dios; delirio fue!

Mas su estatua estaba aquí.

Sí; yo la vi y la toqué,

y aun en albricias le dí

al escultor, no sé qué.

¡Y ahora sólo el pedestal

veo en la urna funeral!

¡Cielos! ¿La mente me falta,

o de improviso me asalta

algún vértigo infernal?

¿Qué dijo aquella visión?

¡Oh! Yo la oí claramente,

y su voz triste y doliente

resonó en mi corazón.

¡Ah! ¡Y breves las horas son

del plazo que nos augura!

¡No, no; de mi calentura

delirio insensato es!

Mi fiebre fue a doña Inés

quien abrió la sepultura.

¡Pasad y desvaneceos;

pasad, siniestros vapores

de mis perdidos amores

y mis fallidos deseos!

¡Pasad, vanos devaneos

de un amor muerto al nacer;

no me volváis a traer

entre vuestro torbellino

ese fantasma divino

que recuerda a una mujer!

¡Ah!, estos sueños me aniquilan,

mi cerebro se enloquece…

¡y esos mármoles parece

que estremecidos vacilan!

(Las estatuas se mueven lentamente, y vuelven la cabeza hacia él.)

¡Sí, sí; sus bustos oscilan,

su vago contorno medra…!

Pero don Juan no se arredra.

¡Alzaos, fantasmas vanos,

y os volveré con mis manos

a vuestros lechos de piedra!

No; no me causan pavor

vuestros semblantes esquivos;

jamás, ni muertos ni vivos,

humillaréis mi valor.

Yo soy vuestro matador,

como al mundo es bien notorio;

si en vuestro alcázar mortuorio

me aprestáis venganza fiera,

daos prisa, que aquí os espera

otra vez don Juan Tenorio.

Escena VI

DON JUAN, el Capitán CENTELLAS y AVELLANEDA.

CENTELLAS.—¿Don Juan Tenorio? (Dentro.)

DON JUAN.—(Volviendo en sí.) ¿Qué es eso?

¿Quién me repite mi nombre?

AVELLANEDA.—(Saliendo.) ¿Veis a alguien? (A CENTELLAS.)

CENTELLAS.—(Saliendo.) Sí; allí hay un hombre.

DON JUAN.—¿Quién va?

AVELLANEDA.—Él es.

CENTELLAS.—(Yéndose a DON JUAN.) Yo pierdo el seso

con la alegría. ¡Don Juan!

AVELLANEDA.—¡Señor Tenorio!

DON JUAN.—¡Apartaos,

vanas sombras!

CENTELLAS.—Reportaos,

señor don Juan… Los que están

en vuestra presencia ahora,

no son sombras, hombres son,

y hombres cuyo corazón

vuestra amistad atesora.

A la luz de las estrellas

os hemos reconocido,

y un abrazo hemos venido

a daros.

DON JUAN.—Gracias, Centellas.

CENTELLAS.—Mas… ¿qué tenéis? Por mi vida

que os tiembla el brazo, y está

vuestra faz descolorida.

DON JUAN.—La luna tal vez lo hará. (Recobrando su aplomo.)

AVELLANEDA.—Mas, don Juan, ¿qué hacéis aquí?

¿Este sitio conocéis?

DON JUAN.—¿No es un panteón?

CENTELLAS.—¿Y sabéis

a quién pertenece?

DON JUAN.—A mí;

mirad a mi alrededor,

y no veréis más que amigos

de mi niñez, o testigos

de mi audacia y mi valor.

CENTELLAS.—Pero os oímos hablar:

¿con quién estabais?

DON JUAN.—Con ellos.

CENTELLAS.—¿Venís aún a escarnecellos?

DON JUAN.—No; los vengo a visitar.

Mas un vértigo insensato

que la mente me asaltó,

un momento me turbó;

y a fe que me dio un mal rato.

Esos fantasmas de piedra

me amenazaban tan fieros,

que a mí acercado no haberos

pronto…

CENTELLAS.—¡Ja! ¡ja! ¡ja! ¿Os arredra,

don Juan, como a los villanos,

el temor de los difuntos?

DON JUAN.—No a fe; contra todos juntos

tengo aliento y tengo manos.

Si volvieran a salir

de las tumbas en que están,

a las manos de don Juan

volverían a morir.

Y desde aquí en adelante

sabed, señor capitán,

que yo soy siempre don Juan,

y no hay cosa que me espante.

Un vapor calenturiento

un punto me fascinó,

Centellas, mas ya pasó;

cualquiera duda un momento.

AVELLANEDA y CENTELLAS.—Es verdad.

DON JUAN.—Vamos de aquí.

CENTELLAS.—Vamos, y nos contaréis

cómo a Sevilla volvéis

tercera vez.

DON JUAN.—Lo haré así.

Si mi historia os interesa,

a fe que oírse merece,

aunque mejor me parece

que la oigáis de sobremesa.

¿No opináis…?

AVELLANEDA y CENTELLAS.—Como gustéis.

DON JUAN.—Pues bien; cenaréis conmigo,

y en mi casa.

CENTELLAS.—Pero digo:

¿es cosa de que dejéis

algún huésped por nosotros?

¿No tenéis gato encerrado?

DON JUAN.—¡Bah! Si apenas he llegado;

no habrá allí más que vosotros

esta noche.

CENTELLAS.—¿Y no hay tapada

a quien algún plantón demos?

DON JUAN.—Los tres solos cenaremos.

Digo, si de esta jornada

no quiere igualmente ser

alguno de éstos. (Señalando a las estatuas de los sepulcros.)

CENTELLAS.—Don Juan,

dejad tranquilos yacer

a los que con Dios están.

DON JUAN.—¡Hola! ¿Parece que vos

sois ahora el que teméis

y mala cara ponéis

a los muertos? ¡Mas, por Dios,

que ya que de mí os burlasteis

cuando me visteis así,

en lo que penda de mí

os mostraré cuánto errasteis!

Por mí, pues, no ha de quedar;

y, a poder ser, estad ciertos

que cenaréis con los muertos,

y os los voy a convidar.

AVELLANEDA.—Dejaos de esas quimeras.

DON JUAN.—¿Duda en mi valor ponerme,

cuando hombre soy para hacerme

platos de sus calaveras?

Yo a nada tengo pavor;

(Dirigiéndose a la ESTATUA de don Gonzalo, que es la que tiene más cerca.)

tú eres el más ofendido:

mas, si quieres, te convido

a cenar, Comendador.

Que no lo puedas hacer

creo, y es lo que me pesa;

mas, por mi parte, en la mesa

te haré un cubierto poner.

Y a fe que favor me harás,

pues podré saber de ti

si hay más mundo que el de aquí

y otra vida, en que jamás,

a decir verdad, creí.

CENTELLAS.—Don Juan, eso no es valor:

locura, delirio es.

DON JUAN.—Como lo juzguéis mejor;

yo cumplo así. Vamos, pues.

Lo dicho, Comendador.