Capítulo 7


Robert subió las escaleras de dos en dos y entró en el dormitorio conyugal. Lisa estaba colocando la ropa que su señora se había quitado para darse un baño.

—Lisa, retírate —dijo quitándose la chaqueta y tirándola sobre una silla.

La doncella hizo ademán de colocar la prenda, pero la mirada de Robert la hizo desistir y salió del cuarto con una ligera reverencia. 

Entró en el baño y se detuvo al ver a Henrietta dentro de la bañera, con la cabeza recostada en el borde mirándole con aquellos ojos transparentes. Se acercó y se arrodilló junto a la bañera.

—¿Qué tal tu día? —preguntó metiendo la mano en el agua.

—Muy bien. ¿Y el tuyo? —Henrietta no quitaba sus ojos de los de su marido.

—Normal —respondió al tiempo que hundía el brazo en el agua, mojando la manga de su camisa.

Acarició uno de sus pechos con suavidad, jugando con el agua y los remolinos que creaba alrededor de su pezón. Después hizo lo mismo con el otro provocando que el corazón de Henrietta se acelerase. 

—¿No te apetece un baño? —preguntó ella.

Robert sonrió con el deseo bailándole en los labios y se puso de pie para quitarse la ropa. Henrietta lo observó mientras se desnudaba. Conocía cada uno de sus lunares, cada pedazo de piel, todos sus músculos. Nunca se cansaba de mirarlo, de sentir su cuerpo en la yema de los dedos. Cuando entró en la bañera se quedó de pie, con el miembro viril erecto y desafiante frente a ella. Henrietta lo cogió con las manos y lo acarició con suavidad y firmeza durante unos segundos, hasta que él se metió en el agua provocando el desbordamiento parcial que se derramó sobre la tela colocada en el suelo para ese fin.

La agarró por debajo de las axilas y la hizo sentarse sobre él. El agua lo acompañaba en la penetración provocando sensaciones extraordinarias dentro de Henrietta.

—¿Te gusta así? —preguntó él sin dejar de mirarla.

—¡Oh, me gusta mucho! —respondió ella con la voz ronca.

—¿Nos cansaremos algún día? —preguntó él sin dejar de moverse dentro de ella.

Henrietta metió los dedos en su pelo y se agarró con fuerza, pero sin llegar a  hacerle daño.

—No creo que pueda cansarme de sentir esto —gimió.

—Cada día te deseo más —dijo él arrastrando las palabras—. Sueño con hacerte cosas que ni imaginas… Querría poseerte de un modo… ¡Dios! 

Ella lo miró fijamente a los ojos.

—Puedes hacerme lo que quieras —susurró con la mirada extraviada por el placer—. Soy tuya.

Robert gimió ante semejante provocación y aceleró sus movimientos. Henrietta se dejó arrastrar con él y ambos llegaron juntos al orgasmo. Un orgasmo que como tantas veces, siguió palpitando en ella mucho después de que él hubiese acabado. 



—Pareces cansada —dijo él cuando ya estaban en la cama.

—No me dejas dormir mucho —dijo ella con picardía.

Robert se colocó de lado apoyando la cabeza en su brazo doblado para poder mirarla.

—Diamond me ha dicho que Mary está trabajando bien. Se ha interesado por ella, ha hablado con sus compañeras y dicen que está tranquila —dijo.

Henrietta le sonrió agradecida.

—Está desaprovechada —dijo—. Sabe leer y escribir y es muy espabilada.

—Henrietta…

—Está bien, no abusaré de mi marido —dijo.

—Puedes abusar de mí tanto como gustes —dijo él estirándose en la cama para mostrar que volvía a estar preparado.

Ella le hizo un gesto de burla y se colocó boca abajo apoyándose en los codos. 

—No dejo de pensar qué habría pasado si hubiese acabado como ella —dijo de pronto captando toda la atención de su esposo—. He imaginado que nos arruinábamos y tú no te casabas conmigo. La enfermedad de mi madre era real y me dejaba sola. ¿Puedes verlo? Mujer, pobre y sin familia, no habría tenido derecho a decidir ni a quejarme cuando me humillaran y abusaran de mí. Menos aún si los que lo hicieran fuesen de una clase superior, como ese Brandon Williams. Sin poder elegir al hombre al que entregar mi virginidad, sin poder decidir quién me poseería. 

Robert sintió una punzada en el pecho al recordar que él la obligó a casarse y preguntándose si no se sintió así alguna vez. Al menos al principio.

—Así fue para Mary, con el agravante de llevar un hijo no deseado en las entrañas. ¡Y la echaron a la calle como a una vulgar ramera!

Robert se sintió hipnotizado por aquella pasión que desprendía su esposa, hipnotizado y aterrado.

—¿Alguna vez te sentiste así? —preguntó al fin.

Henrietta frunció el ceño sin comprender, pero percibiendo la tristeza en los ojos de su marido.

—¿Alguna vez te sentiste… forzada?

Ella se echó para atrás como si algo la hubiese golpeado y lo miró mostrando su enorme sorpresa.

—¿Forzada? ¿Por ti? —preguntó.

Robert la miraba con intensidad, como si temiese su respuesta.

—Amor mío —susurró acercándose y apoyando su cuerpo contra el suyo—. Nunca me sentí así. Fuiste delicado y paciente conmigo. Me enamoraste, me hiciste sentir amada…

Él escondió la cara entre sus pechos y Henrietta lo abrazó con fuerza.

—Eres el hombre más delicado y sensible. Cualquier mujer desearía compartir su vida con alguien como tú. 

Se inclinó para besarle en los labios y él respondió a ese beso con tal intensidad que la dejó sin aliento. 

 



Robert llegó a la reunión en casa de lord Dudley antes de la hora y se encontró con Brandon Williams en el salón. 

—Parece que somos los primeros —dijo lord Williams después de saludarle—. Ponte una copa, según el mayordomo Dudley vendrá enseguida.

Robert se dirigió al mueble en el que estaban las bebidas y se puso un whisky solo.

—¿Cómo está Mary? —preguntó Brandon.

Robert lo miró con desagrado.

—Sé que ha perdido a… su hijo.

—¿Te refieres a la criada? —preguntó Robert sin dejar aquella expresión molesta—. No sabía que ahora te interesases por la salud del servicio, y menos después de haberla despedido. 

—No utilices el sarcasmo conmigo, Robert. Yo fui quien te pidió que la ayudases. No le deseaba ningún mal.

—No, claro. 

—Era mi hijo —dijo Brandon en un arranque de sinceridad—. Probablemente el único que tendré.

Robert no contestó y se mantuvo inmóvil mirándole desde su asiento en el sofá. 

—Sé que me desprecias —dijo Brandon sonriendo con ironía—, no te molestes en negarlo.

—No pensaba hacerlo —respondió Robert.

—Siempre fuiste muy atrevido, Robert Worthington —dijo Brandon sonriendo—. Eso es algo que siempre me gustó de ti. Nada de subterfugios ni fingimiento.

—¿A dónde quieres llegar, Brandon?

—No lo sé —respondió muy serio—. Durante estos meses no me preocupé por esa criatura, ni por su madre, no era mi problema. Pero cuando Charles me dijo que el niño había muerto sentí una presión en el pecho y una angustia indescriptible. Necesitaba hablar con alguien y, como comprenderás, Anne no podía ser esa persona. 

—¿Y has pensado que yo sí? —preguntó Robert sorprendido.

—Tu mujer estuvo con ella —dijo—. Tengo entendido que Mary es una de sus obras de caridad.

La mandíbula de Robert se marcó prominente.

—Mi mujer se preocupó por Mary y por su hijo desde el momento en que formó parte de su vida —dijo severo—. Ella es así.

—¿Sabe quién es el padre? —preguntó, preocupado.

Robert asintió.

—Me juraste…

—Yo no se lo conté —dijo Robert—, pero no creas que me enorgullezco de guardar tu secreto.

—Lo sé, he tenido que ver el desprecio en tus ojos muchas veces. Pero no eres justo conmigo, mi matrimonio… Tú mejor que nadie deberías comprender lo difícil que es mi vida.

—No me interesan tus asuntos conyugales —le cortó Robert.

—A nadie le interesan —respondió Brandon, apenado—. Me obligaron a casarme con una mujer a la que no le gustan los hombres. ¿Sabes que la primera vez que metí mi lengua en su boca, vomitó?

Robert hizo un gesto que mostraba lo desagradable que le resultaba ser el objeto de sus confidencias.

—Ni te imaginas lo que fue el sexo entre nosotros. ¿Has estado alguna vez con una mujer que no se excita de ningún modo? Seguro que no. Por más que hagas y te esfuerces no se humedece siquiera. —Movió la cabeza y suspiró—. Lo intenté todo, pero fue inútil. 

—Te he dicho que no me interesan tus asuntos conyugales —dijo Robert perdiendo la paciencia.

—Solo contigo puedo hablar abiertamente —dijo Brandon suplicante—. ¿No sientes ni un ápice de compasión por mí? Mary… Esa niña tenía algo que me volvía loco.

Robert apartó la mirada asqueado.

—Ahora me desprecias aún más —dijo Brandon al que no pasó desapercibido su gesto.

Robert levantó una ceja al mirarle, no creía que le gustase saber lo que opinaba de él. Claro que le gustaría mucho menos conocer la opinión de Henrietta. Sonrió al pensar en lo que le diría ella si estuviese allí escuchándole.

—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó Brandon ofendido.

—No tiene nada que ver con esto —respondió.

Lord Williams entrecerró los ojos escudriñando a su interlocutor.

—El tuyo es un matrimonio de conveniencia —dijo—, y encima tuviste que conformarte con la hermana fea. ¿No has tenido tentaciones con alguna de tus criadas? ¿No has hecho ninguna visita a las habitaciones del servicio? Quizá incluso con Mary…

Robert lo taladró con la mirada y había tanto desprecio en ella que Brandon Williams se echó hacia atrás tratando de esquivarla.

—No vuelvas a hablar de mi esposa —dijo Robert amenazador.

Brandon abrió mucho los ojos, sin poder disimular su sorpresa.

—¿Tú esposa te satisface en la cama? —preguntó fuera de toda convención.

—He dicho que no hables de ella, ¡y menos de ese modo! —se acercó furibundo.

—¡Sí que te satisface! —exclamó admirado—. No podía imaginarme que… 

Robert lo agarró de la camisa con una expresión peligrosa en su rostro y si en ese momento no se hubiese abierto la puerta para dejar entrar al resto de invitados a la comida, habría ocurrido algo muy desagradable. 

—No sabes cómo te envidio —susurró Brandon Williams alejándose de él.  



—Lo que quieren es quitarnos lo que es nuestro —lord Dudley hizo un gesto a un lacayo para que le sirviese más vino—. ¿No es eso siempre lo que buscan?

—Cada cierto tiempo ocurre lo mismo —dijo el reverendo Cerveaux.

—Pues esta vez no les va a salir bien —comentó Archie Hutton—. Si dejan el trabajo no les va a resultar tan fácil volver a él. Esta vez tenemos un plan.

Robert los observaba sin decir nada, mientras William Harvey lo miraba a él con atención tratando de adivinar sus pensamientos. 

—Quieren sueldos más altos —dijo adelantándose a su amigo—, quizá deberíamos plantearnos una pequeña subida.

—¿Ahora tenemos que dar cuenta a nuestros obreros de lo que decidimos gastar o ahorrar? —dijo el señor Hutton malhumorado—. Lo que vamos a hacer es decirles que no solo no subiremos los sueldos ni un penique, sino que es posible que tengamos que bajarlos por culpa del descenso en la producción. 

—El capital es nuestro, las fábricas son nuestras —dijo Brandon Williams—, nosotros decidimos lo que se hace en ellas.

Robert observaba a aquellos hombres con un creciente sentimiento de desprecio. Sabían lo poco que poseían sus trabajadores, y mientras se alimentaban por encima de sus necesidades, se llevaban sus lujosas copas a la boca y bebían aquellos caros vinos traídos de allende los mares, hablaban de quitarles el sustento a familias que apenas tenían un mendrugo de pan y tocino con que alimentarse. 

—Espero que hayáis traído los nombres de los cabecillas… —dijo Archibald Hutton.

—Opino que deberíamos reunirnos con ellos y valorar sus exigencias antes de ponernos a cortar cabezas —dijo Robert.

Hutton lo miró sorprendido.

—No lo dices en serio.

Lord Worthington levantó una de sus cejas.

—¿Te parece que hablo en broma?

Todos los presentes observaban a los dos hombres, esperando a estar seguros de quién iba ganando antes de tomar partido. 

—Nuestros intereses son los mismos que los suyos —dijo Robert acaparando la  atención del grupo— y seríamos estúpidos si no lo viésemos. Lo único importante es que las fábricas no paren, que la producción no pare.

—¿Y cómo vas a conseguir eso? ¿Crees que cada vez que los obreros piden que se les aumente el sueldo debemos ceder? ¡Nosotros somos los dueños y solo nosotros decidimos qué hacer en nuestras fábricas! —exclamó lord Dudley enfadado.

Robert templó sus nervios.

—Es cierto que la producción se ha estancado, pero ellos saben que no lo es que haya bajado. Debemos tratarlos con respeto… 

—Esos estúpidos desagradecidos no atienden a razones. Nos amenazan con hacer huelga porque querrían quitarnos todo lo que tenemos. Les gustaría que fuésemos sus esclavos, quedarse con nuestras tierras y nuestras fábricas. —Lord Dudley se había puesto rojo y la saliva se acumulaba en la comisura de sus labios—. Nos tienen rencor y desean vengarse de nosotros por lo que tenemos. Son unos malnacidos.

—Esos estúpidos son los que mantienen nuestras fábricas en funcionamiento —dijo Robert tratando de contener su enfado—. Y no serían tan estúpidos si les dejaseis estudiar.

Lord Dudley dio un golpe en la mesa y se puso de pie.

—¡Hasta aquí hemos llegado! ¡Estudiar los obreros! ¡Si tu padre levantara la cabeza! —exclamó fuera de sí—. Está claro que no has sacado ni un ápice de su carácter. 

—Creo que será mejor que me marche antes de que diga algo de lo que tenga que arrepentirme —dijo Robert poniéndose de pie—. Buenas tardes, caballeros.

Lord Worthington abandonó la habitación sin que nadie tratase de impedírselo.