Capítulo 4


—¿Vais a ir a montar hoy? —Robert miró a su esposa y después a su hermana.

Marjorie sonrió.

—No, hoy tenemos que ir a ver a madame Burjois, vamos a probarnos los vestidos para la fiesta de lady Williams.

—Tu tendrás que probarte el traje que te ha estado haciendo tu sastre —dijo Henrietta buscando sus ojos.

Robert asintió, pero siguió sin mirarla. Su esposa llevaba días intentando sonsacarle de qué iba a ir vestido y se divertía eludiendo su curiosidad. 

—Tranquila, ya me he hecho las pruebas —dijo escondiendo su sonrisa.

Henrietta sintió una punzada de deseo al recordar las noches que habían hablado, desnudos y satisfechos, de aquella fiesta. La Fancy Dress Party de los Williams era una tradición entre la alta sociedad londinense, acudía lo más selecto de la ciudad y sus alrededores. Miró a su hermana con cierta pena, no iba a poder asistir y estaba segura de que en otra época eso la habría mortificado sobremanera. Claro que ahora su sufrimiento por la muerte de Lawrence eclipsaba cualquier otra pena. 

John, el mayordomo, se acercó a Henrietta y le dijo algo susurrando.

—¿Qué ocurre? —preguntó Robert frunciendo el ceño.

—Discúlpeme el señor —dijo haciendo una inclinación—. Es el hijo de Mary, parece que está enfermo y la señora me ordenó que la avisase siempre que Mary necesitara algo.

—Mary no tiene a nadie —dijo Henrietta a modo de explicación.

—Te tiene a ti —dijo su marido sin disimular su desagrado por el tema—. Le has proporcionado una casa e hiciste que Diamond le buscase un trabajo en la fábrica. La has enseñado a leer y a escribir… 

—Robert, ya hemos hablado muchas veces de este tema y me diste libertad para hacer lo que considerase justo —dijo ella mirándole con dulzura.

—¿Quién es Mary? —preguntó Lidia y después bebió de su zumo.

—Mary era una criada —explicó Marjorie al ver que nadie decía nada—. Se marchó de aquí y ahora trabaja en la fábrica. 

—Se marchó para casarse, supongo —dijo Lidia—. ¿Y qué le pasa a su hijo?

—Está enfermo —dijo Henrietta poniéndose de pie—. Voy a ir a verlo. Me llevaré a Lisa. John dígale a Gladys que prepare una cesta con alimentos. Y que preparen el coche.

Robert salió del comedor detrás de ella y la agarró de la cintura para que se detuviese.

—No sabes lo que le ocurre a ese niño —dijo preocupado—. Podría ser contagioso…

—Tendré cuidado —dijo ella agarrándose a sus brazos.

—Ahora debes tener más cuidado.

—Tranquilo, haré que avisen al doctor Fisk. Sé que debo pensar en él —dijo tocándose el vientre.

—O ella —respondió Robert y después la besó en los labios.


Cuando Robert regresó al salón se encontró a Lidia discutiendo con Marjorie.

—¿Qué ocurre? —preguntó contrariado.

—¿Mi hermana está cuidado de una… una…? ¡No sé cómo llamarla! —Lidia parecía furiosa.

Robert miró a Marjorie preguntándole con la mirada. 

—Me preguntó con quién estaba casada —respondió su hermana—, es la hermana de Henrietta y no me gusta mentir.

—¿Cómo puedes permitirlo? —dijo Lidia, escandalizada—. ¿Es que tú…?

Robert suspiró, eso era lo que temía que pensaran todos, pero Henrietta no quería hacerle caso.

—No, yo no soy el padre si es eso lo que estás pensando —dijo—. Tu hermana la ayuda porque tiene un concepto de la justicia muy elevado y no puede soportar las miserias humanas. Si por ella fuese no habría pobres en el mundo.

—Pero ¿y su reputación? ¿Qué va a pensar todo el mundo? ¿Lo sabe mamá?

Robert la miró incrédulo.

—¿Lady Margaret? ¡No! —exclamó.

Lidia se puso de pie y dejó la servilleta sobre la mesa.

—Esto es inaudito. El comportamiento de Henrietta puede dañarnos a todos. ¿Qué clase de marido eres tú que permite que se arriesgue su buen nombre? ¡Ah, no, yo no pienso permitirlo, no mientras esté bajo vuestro techo!

Salió del comedor como una exhalación y encontró a Henrietta en el hall de la casa dando instrucciones al servicio de las cosas que quería llevarse.

—Henrietta, abandona esa estúpida idea ahora mismo —dijo plantándose frente a ella.

Su hermana la miró frunciendo el ceño. Terminó de hablar con el mayordomo y cuando éste se alejó se volvió a Lidia.

—¿De qué estás hablando? —dijo con serenidad.

—No puedes ayudar a una… mujer como esa. 

Henrietta no pudo disimular su decepción.

—Mary, se llama Mary. Su hijo está enfermo y no tiene a nadie a la que acudir.

—Pero no es cosa tuya —dijo rotunda—. Robert me ha asegurado que no es el padre y yo le creo.

—No, no es hijo de Robert —dijo Henrietta con firmeza—, pero es el hijo de alguien. De un hombre con clase y posición social que la utilizó y la dejó tirada cuando se cansó de ella. 

—¿Y qué tienes tú que ver en eso? —preguntó ella.

Henrietta suspiró moviendo la cabeza con pesar.

—El día en el que ninguna mujer juzgue a otra como tú estás juzgando a Mary, ese día habrá esperanza para nosotras. —Había fuego en su mirada—. Ojalá que algún día sea más importante la víctima que el verdugo y cuando un hombre mancille a una mujer se le señale a él y no a ella. 

—Ella lo dejó meterse en su cama —dijo Lidia con desprecio—. Es lo que hacen algunas para tratar de conseguir el lugar que no les corresponde. 

Henrietta empalideció.

—¿El lugar que les corresponde? —dijo tratando de contener su enfado sin demasiado éxito—. ¿Y qué has hecho tú o qué he hecho yo para merecer estar a este lado? ¡Dime! ¿Cuáles son nuestros méritos?

—¿De qué estás hablando? ¿Que méritos ni mandangas? ¡Nosotras somos hijas de un prohombre y por nuestras venas corre sangre azul! —exclamó Lidia.

—¿Sangre azul? ¡Oh, Lidia, a veces me dan ganas…! 

—¡No tienes ni idea de cómo son algunas de esas criadas! —el tono de lady Roswell había subido demasiado—. Tendrías que ver cómo algunas se insinuaban con Lawrence, haciéndose las simpáticas y atendiéndole con excesivo esmero. Estoy segura de que a alguna le habría gustado ocupar mi lugar en su cama.

—¿Y no es también cierto que algunos caballeros las seducen haciéndolas creer que las aman?

—Eres demasiado inocente, Henrietta —dijo Lidia con sarcasmo—. Siempre has sido una soñadora.

Su hermana sintió que la irá la inflamaba.

—Sí, lo soy, me lo han dicho muchas veces. ¿Pero sabes con qué sueño? Pues con que algún día el mundo sea un lugar mejor para nosotras en el que podamos decidir. En el que se nos escuche y nuestra opinión le importe a alguien.

—Vas a provocar que todo el mundo piense que ese niño es de tu marido —dijo Lidia—. Todos los actos tienen consecuencias, Henrietta, piensa muy bien lo que haces, no vayas a tener que arrepentirte. Aquí no estás tú sola, también estamos Marjorie y yo.

Lidia se dio la vuelta y se alejó airada de su hermana. Henrietta la vio alejarse con un sentimiento de impotencia absoluto. Para ella era mucho más duro aceptar la cerrazón de una mujer, que el autoritarismo de cualquier hombre.



Lidia se ofreció a acompañar a Marjorie a la modista para probarse el traje del baile. La hermana de Robert se lo agradeció de corazón, aunque estaba convencida de que la hermana de Henrietta habría salido de aquella casa con cualquier excusa. A Marjorie le resultaba más que evidente lo mucho que Lidia se aburría con su nueva vida. 

Cuando llegaron a la tienda de madame Bourjois Lidia tomó asiento mientras Marjorie entraba al probador acompañada por dos empleadas de madame Bourjois. Mientras esperaba entró una anciana dama acompañada por una doncella, y la dueña de la tienda acudió presurosa a recibirla.

—Lady  Stewart —dijo haciéndole una ligera reverencia—, qué placer tenerla aquí.

—No se moleste en adularme, madame Bourjois, ya sabe que solo compro en su tienda —respondió la señora caminando apoyada en su bastón—. Me sentaré ahí, junto a esa hermosa joven.

—Buenos días —dijo Lidia poniéndose de pie—. Soy Lidia Roswell.

La mujer tenía el rostro surcado de arrugas, pero sus ojos de un azul claro conservaban un brillo que los dotaba de fuerza. Sus ademanes eran severos, pero la expresión de su rostro parecía esconder una perenne sonrisa. Tenía el pelo plateado recogido en un perfecto entramado dotado de la máxima distinción.

—Vaya, así que tú eres la preciosa viuda de la que todos hablan —dijo la anciana sentándose en el mismo diván que ocupaba Lidia—. Pero siéntate, siéntate.

Lidia obedeció sintiendo el extraño magnetismo que emanaba de la anciana. 

—Le presento a la condesa Isabella Stewart —dijo madame Bourjois.

La anciana asintió mirándola a los ojos apoyada en su bastón. 

—Una adorable criatura, sí señor —dijo.

Lidia se sonrojó ligeramente mostrándose todavía más hermosa. Marjorie apareció en ese momento con su vestido para la fiesta. Cuando vio a lady Stewart hablando con Lidia enrojeció por completo.

—Lady Stewart —musitó al tiempo que hacía una reverencia.

—¡Marjorie! —exclamó la anciana—. ¿Ese es tu disfraz para la fiesta de los Williams? Intentaré no desvelar tu secreto frente a mi nieto William, no quiero que se pierda la sorpresa por nada del mundo. ¿De qué se supone que vas disfrazada? Porque yo no puedo quitar los ojos de esos horribles pantalones que llevas y a los que no sé qué nombre debo darles. 

—Voy vestida de Luis XIV —dijo con timidez.

—¡Oh! Claro, claro —dijo la anciana—. Espero que mi nieto no decida vestirse como María Antonietta. No necesito esa clase de emociones a mi edad. 

—Ese era Luis XVI —dijo Marjorie bajando la voz.

La condesa la miró con el ceño fruncido y  la sorpresa en los ojos. No estaba muy acostumbrada a que nadie le replicase.

—¿Usted acudirá a esa fiesta? —preguntó Lidia rápidamente.

—¡Por supuesto, querida! A una anciana como yo le quedan ya pocas distracciones, no es cuestión de perderse una que dará tan buen material de charla para reuniones futuras. Eso sí, no imagines que voy a disfrazarme, alguna ventaja tiene que tener ser vieja. ¿Qué opinas del disfraz de la joven Worthington?

—Creo que ha perdido una ocasión excelente de llevar un traje magnífico que realzase su belleza —dijo Lidia con una sonrisa.

Marjorie miró a Lidia completamente confundida. La hermana de Henrietta era un misterio para ella, tan pronto parecía querer ser su amiga como le clavaba un puñal por la espalda. Sin darse cuenta se irguió y colocó una mano en su cintura en una pose muy poco convencional en una joven. 

—No cabe duda de que causará sensación —dijo lady Stewart sonriendo.

Lidia se volvió a mirar a Marjorie y se sorprendió de la seguridad y firmeza que mostraban sus ojos.


—Mi nieto habla mucho de ti —dijo lady Stewart cuando se despedían—. Dice que te gusta la pintura.

—¡Oh! Soy muy mediocre, no se vaya a pensar…

—Siempre me ha maravillado la gente que cree que debe prevenir a los demás contra sí misma —la interrumpió la anciana.

Marjorie la miró confundida.

—¿Si crees que pintas mal, por qué lo haces? ¿No crees que deberías emplear tu tiempo en algo que se te dé bien? ¿O eres de esas personas ociosas que se dedican a matar moscas?

—Creo que lo que ocurre es que Marjorie no ha tenido una buena influencia en su educación —intervino Lidia.

La anciana se volvió a mirar a la viuda de Lawrence Roswell.

—¿Insinúa usted que su hermana no es una buena influencia?

—No he querido decir eso…

—¿Cree que ahora que vive usted con ella podrá «influir» en esta jovencita con mejores resultados?

Lidia se sintió confusa por el tono empleado.

—Quiero decir…

—Me alegra haber tenido este encuentro, ahora tendré algo de que hablar mientras tomo el té con las aburridas amistades de mi hija. 

La anciana hizo un gesto despidiéndolas, dando por terminada la charla.