Capítulo 17

La recepcionista de la consulta de mi padre no pareció preocupada por la larga pausa que hice antes de explicar por qué llamaba. Tenía una cicatriz, expliqué por fin, y quería que el doctor Shapiro le echara un vistazo. Di el número del móvil de Maxi, y Lois Lane —la novia de Supermán— como nombre, cosa que no despertó la curiosidad de la recepcionista. Me citó a las diez de la mañana del viernes, y me advirtió de que el tráfico podía ser brutal.

El viernes por la mañana me puse en acción a una hora muy temprana. Llevaba el pelo recién cortado (cortesía de Garth, aunque no habían pasado seis semanas, sino sólo cuatro), y en la mano derecha no exhibía el sencillo anillo de oro que había imaginado, sino un diamante de una enormidad tan impresionante, de un tamaño tan improbable, que apenas era capaz de mantener los ojos clavados en la carretera.

Maxi lo había traído del plató, tras prometer que nadie lo echaría de menos, y era el elemento perfecto para anunciar a mi padre en particular, y al mundo en general, que había triunfado.

—Deja que te haga una pregunta —empezó aquella mañana, mientras desayunábamos gofres y té de melocotón y jengibre—. ¿Por qué quieres que tu padre crea que estás casada?

Me levanté y descorrí las cortinas. Miré el agua.

—La verdad es que no lo sé. Ni siquiera sé si llevaré el anillo cuando lo vea.

—Lo habrás reflexionado a fondo —dijo Maxi—. Tú lo reflexionas todo.

Miré los anillos de mis dedos.

—Supongo que es porque dijo que nadie me querría nunca, que nadie me desearía. Tengo la sensación de que si voy a verle, embarazada y sin estar casada..., será como darle la razón.

Maxi me miró como si fuera la cosa más triste que hubiera oído en su vida.

—Pero tú sabes que eso no es cierto, ¿verdad? Sabes que mucha gente te quiere.

Respiré hondo.

—Oh, claro —dije—. Es que... con este... cuesta ser razonable. —La miré—. Cosas de la familia, ¿sabes? ¿Quién es razonable con los asuntos familiares? Sólo... quiero saber por qué hizo lo que hizo. Al menos, quiero hacerle la pregunta.

—Tal vez carezca de respuestas —dijo Maxi—. Y si las tiene, quizá no sean las que deseas oír.

—Quiero oír algo —dije con voz trémula—. Me siento como... Sólo se tiene un padre y una madre, y mi madre es... —Hice un ademán vago que indicaba el lesbianismo y una compañera de la vida impresentable. Mi dedo centelleó a la luz del sol—. Creo que debo intentarlo.

 

 

La enfermera que me condujo al cubículo tenía unos pechos tan simétricos y redondos como las dos mitades iguales de un melón cantalupo. Me tendió un esponjoso albornoz y una tablilla llena de formularios que debía rellenar.

—El doctor vendrá enseguida —dijo, mientras encendía una luz potente para iluminar mi cara, donde me había inventado una cicatriz—. Ajá —dijo, al tiempo que examinaba la cicatriz—. No parece gran cosa.

—Pero es profunda —dije—. Se ve en las fotos.

Asintió como si fuera de lo más lógico y salió de la habitación.

Me senté en una butaca beis, inventé mentiras para rellenar el formulario y lamenté no tener una cicatriz de verdad, una marca que pudiera enseñar al mundo, y a él, símbolo de lo que había padecido, de que había sobrevivido. Veinte minutos después, alguien llamó a la puerta con decisión, y mi padre entró.

—¿Qué la trae por aquí, señorita Lane? —preguntó, con los ojos clavados en la tablilla.

Yo no dije nada. Al cabo de un momento, levantó la vista. Una expresión irritada apareció en su cara, como diciendo «no me hagas perder el tiempo», una expresión que reconocí de mi infancia. Me miró durante un minuto, sin que su rostro transparentara otra cosa que fastidio. Entonces cayó en la cuenta.

—¿Cannie?

Asentí.

—Hola —le dije.

—Dios mío, ¿qué...? —Mi padre, un hombre que tenía un insulto para cada ocasión, se había quedado por una vez sin habla, gracias a Dios—. ¿Qué haces aquí?

—Concerté una cita.

Se encogió, se quitó las gafas y se pellizcó el puente de la nariz, otra pose que recordaba bien. Por lo general presagiaba un estallido de ira, o algo por el estilo.

—Desapareciste como por arte de magia —dije. Empezó a negar con la cabeza y a abrir la boca, pero no iba a permitir que hablara sin haber soltado antes mi discurso—. Ninguno de nosotros sabía dónde estabas. ¿Cómo pudiste hacer eso? ¿Cómo pudiste dejarnos plantados así? —No dijo nada. Se limitó a mirarme, como si fuera transparente, como si fuera una paciente histérica, gritando que sus muslos seguían rollizos o que el pezón izquierdo estaba más alto que el derecho—. ¿Es que no te importamos nada? ¿No tienes corazón? ¿O es una estupidez preguntar eso a alguien que se gana la vida succionando celulitis de los muslos?

Mi padre me traspasó con la mirada.

—No es necesario que te des aires de superioridad.

—No, lo que necesitaba era un padre —dije. No me había dado cuenta de lo furiosa que estaba con él hasta que lo vi, con su inmaculada bata blanca de médico, las uñas manicuradas, su bronceado y el pesado reloj de oro.

Suspiró, como si la conversación lo aburriera. Como si yo también lo aburriera.

—¿Para qué has venido?

—No he venido a buscarte, si es eso lo que preguntas. Una amiga mía tenía una cita, y la he acompañado. Vi tu foto. No ha sido muy inteligente por tu parte, ¿verdad? Para alguien que intenta esconderse.

—No intento esconderme —dijo, airado—. Eso son estupideces. ¿Te lo dijo tu madre?

—Entonces, ¿por qué ninguno de nosotros sabía dónde estabas?

—Tampoco os habría importado —murmuró, levantando la tablilla con la que había entrado.

Me quedé tan estupefacta, que no pude hablar hasta que apoyó la mano en el pomo de la puerta.

—¿Estás loco? Claro que nos habría importado... Eres nuestro padre...

Se volvió a calar las gafas. Vi sus ojos detrás de los cristales, de un castaño acuoso.

—Y ahora, todos sois personas maduras.

—¿Crees que porque somos mayores nos importa un pito lo que hiciste? ¿Crees que necesitar a los padres es algo que desechas en la madurez, como una manta de actividades o una trona?

Se irguió en toda su estatura, un metro setenta y cinco, y se arropó en la capa de autoridad que le confería su condición de médico, de una forma tan palpable como si se hubiera puesto un abrigo de invierno.

—Creo —dijo, pronunciando lenta y claramente las palabras— que montones de personas se sienten decepcionadas por la forma en que han evolucionado sus vidas.

—¿Eso es lo que quieres ser para nosotros? ¿Una decepción?

Suspiró.

—No puedo ayudarte, Cannie. No sé lo que quieres, pero te diré una cosa: no tengo nada que daros. A ninguno de vosotros.

—No queremos tu dinero...

Me miró casi con ternura.

—No estoy hablando de dinero.

—¿Por qué? —pregunté. Mi voz se quebró—. ¿De qué sirve tener hijos, si luego los abandonas? Eso es lo que no comprendo. ¿Qué hicimos...? —Tragué saliva—. ¿Qué atrocidad cometimos para que no quisieras volver a vernos?

Aun antes de terminar la frase, supe que era ridícula. Sabía que ningún hijo podía ser tan malo, tan decepcionante, tan feo, para provocar que un padre se marchara. Sabía que no era culpa nuestra. Podía deshacerme del peso, podía ser libre.

Sólo que saber algo en tu cabeza no es lo mismo que sentirlo en el corazón. En aquel momento, supe que Maxi tenía razón. Las respuestas, excusas o razonamientos de mi padre no me satisfarían. Nunca serían suficientes.

Lo miré. Esperé a que me preguntara algo, qué había sido de mí. Dónde vivía, qué hacía, con quién había decidido compartir la vida. En cambio, volvió a mirarme, meneó la cabeza y se volvió hacia la puerta.

—¡Eh! —dije.

Se volvió para mirarme, y sentí un nudo en la garganta. ¿Qué quería decirle? Nada. Quería que él me preguntara cosas: cómo estás, quién eres, qué ha sido de ti, en quién te has convertido. Yo sostuve su mirada, pero él no dijo nada. Simplemente, se marchó.

No pude evitarlo. Extendí la mano hacia él, en busca de alguna señal, algo, mientras salía por la puerta. Las yemas de mis dedos rozaron la bata blanca. No dejó de andar en ningún momento. No disminuyó el paso.

 

 

Cuando regresé, guardé los anillos en su estuche de terciopelo. Me quité el maquillaje de la cara y el gel de mi pelo. Después llamé a Samantha.

—No te lo vas a creer —empecé.

—No me extrañaría —dijo—. Cuenta.

Lo hice.

—No me hizo ni una sola pregunta —concluí—. No quiso saber qué estaba haciendo allí, ni cómo me iba la vida. Creo que ni siquiera se fijó en que estaba embarazada. No le importó.

Samantha suspiró.

—Es espantoso. No puedo ni imaginar cómo te sientes.

—Me siento... —Miré el agua, y luego el cielo—. Me siento preparada para volver a casa.

 

 

Maxi asintió cuando se lo dije, entristecida, pero no me pidió que prolongara mi estancia.

—¿Has acabado el guión? —preguntó.

—Hace unos cuantos días —contesté.

Inspeccionó la cama, donde yo había esparcido mis cosas: la ropa, los libros, el osito de peluche que había comprado una tarde para el bebé en Santa Mónica.

—Ojalá hubiéramos podido hacer algo más —dijo con un suspiro.

—Hemos hecho cantidad de cosas —contesté, y ella me abrazó—. Hablaremos..., y nos «emiliaremos»..., y vendrás a verme cuando nazca el niño...

Los ojos de Maxi se iluminaron.

—Tía Maxi —anunció—. Tendrás que convencerle de que me llame tía Maxi. ¡Voy a malcriarlo a conciencia!

Sonreí para mí, cuando imaginé a Maxi tratando al pequeño Max o a la pequeña Abby como a un Nifkin de dos patas, vistiendo al niño con ropas que hicieran juego con las de ella.

—Vas a ser una tía fabulosa.

Insistió en acompañarme en coche al aeropuerto, me ayudó a facturar el equipaje, y esperó conmigo en la puerta, aunque todo el mundo, desde las azafatas hacia abajo, la miraban como si fuera el espécimen más raro del zoo.

—Esto acabará en Inside Edition —le advertí, riendo y llorando al mismo tiempo mientras nos abrazábamos por enésima vez. Maxi me besó en la mejilla, después se agachó y saludó a mi estómago.

—¿Tienes el billete? —me preguntó.

Asentí.

—¿Tienes suelto para caprichitos?

—Oh, sí —sonreí, a sabiendas de que era cierto.

—Bien, en ese caso, ya puedes irte.

Asentí, sorbí por la nariz y la abracé con fuerza.

—Eres una amiga maravillosa —le dije—. Eres la mejor.

—Cuídate —contestó—. Buen viaje. Llámame en cuanto llegues.

Asentí, sin decir nada, porque no confiaba en mi voz, di media vuelta, en dirección al pasillo, el avión y mi casa.

Esta vez, la sección de primera clase estaba más abarrotada que en el viaje de ida. Un tío más o menos de mi edad y del mismo peso, de cabello rubio rizado y ojos de un azul brillante, se sentó a mi lado, mientras yo me esforzaba en abrocharme el cinturón de seguridad (esta vez mucho más tenso). Nos saludamos con un cabeceo. Después, extrajo un fajo de documentos legales, de aspecto importante, con «Confidencial» estampado en todos ellos, y yo saqué mi Entertainment Weekly. Miró de soslayo mi lectura y suspiró.

—¿Celoso? —pregunté.

Sonrió, asintió y sacó un rollo de caramelos del bolsillo.

—¿Te apetece un Mentó? —preguntó.

—¿De veras son tan buenos? —pregunté, y cogí uno.

El hombre miró el rollo, me miró y se encogió de hombros.

—Es una buena pregunta —dijo.

Me recliné en el asiento. No estaba mal, medité, y debía tener un buen trabajo, o al menos eso insinuaba la documentación. Eso era lo que necesitaba: un tipo normal con un buen trabajo, un tipo que viviera en Filadelfia, leyera libros y me adorara. Eché otra mirada al señor Mentó y sopesé la idea de darle mi tarjeta..., y entonces oí la voz de mi madre, y la voz de Samantha, las dos convergiendo en mi cabeza al mismo tiempo en un único grito desesperado: ¿Estás loca?

Tal vez en otra vida, decidí, mientras me subía la manta hasta la barbilla. Claro que ésa saldría perfecta. Tal vez mi padre no volvería a ser mi padre, tal vez mi madre seguiría unida eternamente a Tanya, la Horrible Lesbiana. Tal vez mi hermana siempre sería inestable, y tal vez mi hermano no aprendería nunca a sonreír. Pero aún podría encontrar cosas buenas en el mundo. Y algún día, me dije, antes de caer dormida, quizás encontraría otra persona a la que amar.

—Amor —susurré al bebé. Y entonces, cerré los ojos.

 

 

Si deseas algo con todas tus fuerzas, nos enseñan los cuentos de hadas, al final lo obtienes. Pero pocas veces tal como lo habías imaginado, y los finales no siempre son felices. Durante meses, había deseado a Bruce, soñado con Bruce, conjurado el recuerdo de su rostro delante de mí mientras me dormía, incluso cuando no lo intentaba. Al final, era casi como si hubiera deseado que cobrara forma, y al soñar con él tan a menudo y con tanta intensidad, no tuvo otro remedio que materializarse ante mí.

Sucedió tal como Samantha había predicho.

«Volverás a verle —me había dicho aquella mañana, varios meses antes, cuando le conté que estaba embarazada—. He visto suficientes culebrones para garantizártelo.»

Bajé del avión, bostecé para destaparme los oídos, y allí, en la zona de espera que había delante de mí, bajo un letrero que indicaba «Tampa/St. Petes», estaba Bruce. Noté que mi corazón aleteaba, pensando que había venido a buscarme, hasta que le vi acompañado de una chica que yo nunca había visto. Bajita, pálida, con melena de paje. Tejanos claros, camisa Oxford amarillo pálido. Vulgar, ropa vulgar, facciones vulgares y cuerpo vulgar. Nada destacable, salvo sus cejas hirsutas. Mi sustituta, supuse.

Me quedé petrificada, paralizada por la horrible coincidencia, la indignante desgracia. Pero si tenía que ocurrir, sería en este lugar, el gigantesco y despiadado Aeropuerto Internacional de Newark, donde viajeros procedentes de Nueva York, Nueva Jersey y Filadelfia coincidían en busca de vuelos transatlánticos o vuelos interiores baratos.

Durante unos cinco segundos permanecí como anestesiada, y recé para que no me vieran. Intenté deslizarme pegada al borde de la sala, con la idea de que podría llegar a la escalera mecánica, coger mis bolsas y escapar. Pero en aquel momento, los ojos de Bruce se encontraron con los míos, y comprendí que era demasiado tarde.

Se inclinó, susurró algo a la chica, que volvió la cabeza antes de que pudiera verla bien. Después, Bruce cruzó la explanada en dirección a mí, con una camiseta roja contra la que me había refrotado un centenar de veces y unos pantalones cortos azules que recordaba haberle visto ponerse, o quitarse, con la misma frecuencia. Envié una veloz oración de gracias por el corte de pelo de Garth, por mi bronceado, por mis pendientes de diamantes, y experimenté una punzada de desdicha por no llevar el anillo de diamantes. Sabía que todo era superficial, pero confié en tener buen aspecto. Tan bueno como podía exhibir una embarazada de siete meses y medio después de un vuelo de seis horas.

Y entonces, Bruce se plantó delante de mí, pálido y solemne.

—Eh, Cannie —dijo. Sus ojos se posaron en mi estómago como atraídos por un imán—. Así que...

—Exacto —repliqué con frialdad—. Estoy embarazada.

Me erguí en toda mi estatura y sujeté con fuerza la jaula de Nifkin. Ntfkin, por supuesto, había olido a Bruce, y trataba de salir para saludarle. Oí que su cola rebotaba contra las paredes mientras lloriqueaba.

Bruce alzó los ojos hacia el tablón informativo digital situado sobre la puerta que yo acababa de cruzar.

—¿Vienes de Los Ángeles? —preguntó, demostrando que leía tan bien como antes de separarnos.

Asentí de nuevo, y esperé que no se fijara en mis rodillas temblequeantes.

—¿Qué haces aquí? —pregunté.

—Vacaciones —contestó—. Nos vamos a pasar el fin de semana a Florida.

Nos, pensé con amargura, y le miré. No había cambiado. Tal vez un poco más delgado, con las mismas hebras grises en su coleta, pero el mismo Bruce de siempre, el mismo olor, la misma sonrisa, las zapatillas de baloncesto con los cordones atados a medias.

—Bien por ti —dije.

Bruce no mordió el anzuelo.

—¿Has ido a Los Ángeles por trabajo?

—Tenía algunas reuniones en la costa —dije. Siempre había deseado decir eso a alguien.

—¿El Examiner te envió a California?

—No. Eran reuniones sobre mi guión.

—¿Vendiste tu guión? —Parecía contento de verdad—. ¡Eso es fantástico, Cannie!

No dije nada, sino que me limité a fulminarle con la mirada. De todo lo que necesitaba de él (amor, apoyo, dinero, el simple reconocimiento de mi existencia, de que nuestro hijo existía, y de que a él le importaba), sus felicitaciones eran lo último.

—Yo... lo siento —articuló por fin.

Me enfurecí al instante. Será impresentable, pensé, aparecer en el aeropuerto para llevarse de vacaciones a la señorita Paje, tartamudear sus patéticas disculpas, como si pudieran borrar los meses de silencio, las preocupaciones que me habían asaltado, la angustia de echarle de menos y calcular cómo iba a mantener a un hijo sin ayuda. Y también estaba furiosa por su autosuficiencia. Le importábamos una higa, el niño y yo. Nunca había llamado, nunca había preguntado, nunca se había preocupado. Nos había abandonado, a los dos. ¿A quién me recordaba esto?

Supe en aquel momento que no estaba furiosa con él, sino con mi padre, por supuesto, el Abandonador Original, el autor de todas mis inseguridades y miedos. Pero mi padre se hallaba a cuatro mil quinientos kilómetros de distancia, dándome la espalda para siempre. De haber sido capaz de retroceder un paso y mirarle con detenimiento, habría visto que Bruce era un tío como tantos otros, incluida la hierba, la coleta y la vida perezosa, incluida la tesina que nunca terminaría, la librería que nunca había construido, la bañera que nunca había limpiado. Los tíos como Bruce abundaban tanto como los calcetines de algodón blancos que se vendían en paquetes de seis en el Wal-Mart, aunque no tan limpios, y me bastaría con aparecer en un concierto de Phish y sonreír para adquirir otro.

Pero Bruce, al contrario que mi padre, estaba delante de mí..., y distaba mucho de ser inocente. Al fin y al cabo, él también me había abandonado, ¿no?

Dejé a Nifkin en el suelo y me volví hacia Bruce, y sentí que todos los años de furia se concentraban en mi pecho y ascendían hasta la garganta.

—¿Que lo sientes? —escupí.

Retrocedió un paso.

—Lo siento —dijo, con una voz tan triste como si lo estuvieran destripando—. Sé que tendría que haberte llamado, pero... Es que...

Entorné los ojos. Dejó caer las manos.

—Era demasiado —susurró—. Con la muerte de mi padre y toda la pesca.

Puse los ojos en blanco para explicar lo que opinaba de su excusa, y para dejar claro que él y yo no íbamos a intercambiar tiernos recuerdos de Bernard Guberman, o de lo que fuera, en mucho tiempo.

—Sé que eres fuerte —dijo—. Sabía que te lo montarías bien.

—Bueno, por fuerza, ¿verdad, Bruce? No me dejaste muchas alternativas.

—Lo siento —repitió Bruce, cada vez más desdichado—. Espero que... seas feliz.

—Noto los buenos deseos que irradian de ti —repliqué—. Ah, espera. Me he equivocado. Es efecto de la hierba.

Tuve la sensación de que una parte de mí se había separado de mi cuerpo, flotaba hasta el cielo y contemplaba el desarrollo de la escena, aterrorizada... y muy triste. Canute, oh, Cannie, murmuró una vocecilla, no es esta persona la que despierta tu furia.

—¿Sabes una cosa? —le pregunté—. Siento lo de tu padre. Era un hombre. Tú no eres más que un chico de pies grandes y vello facial. Nunca serás nada más que eso. Nunca serás más que un escritor de tercera fila en una revista de segunda división, y que Dios te ayude cuando no puedas vender más recuerdos de nuestra relación.

La novieta se materializó a su lado y le cogió la mano. Yo seguí hablando.

—Nunca serás tan bueno como yo, y tú siempre sabrás que yo he sido lo mejor que te ha pasado en la vida.

La novieta intentó decir algo, pero yo no me iba a callar.

—Siempre serás un cretino con un montón de cintas en cajas de zapatos. El tipo de los periódicos enrollados. El tipo con los piratas de Grateful Dead. El bueno de Bruce. Pero esa forma de ser fatiga después de segundo de carrera. Envejece, de la misma forma que envejeces tú. No mejora, como tu escritura. ¿Sabes una cosa más? —Avancé un paso, de forma que nuestros pies casi se tocaron—. Nunca vas a terminar la tesina. Y siempre vas a vivir en Nueva Jersey.

Bruce estaba pasmado. Boquiabierto, literalmente. No le favorecía, teniendo en cuenta su barbilla huidiza y la red de arrugas alrededor de los ojos.

La novieta me miró.

—Déjanos en paz —dijo con voz chillona.

Mis nuevos zapatos Manolo Blahnik me concedían siete centímetros más, y me sentía como una amazona, poderosa, indiferente a esa cosilla insignificante que apenas me llegaba a los hombros.

La miré como diciendo «cierra el pico y deja hablar a la gente inteligente», técnica que había perfeccionado durante años con mis hermanos. Me pregunté si alguna vez habría oído hablar de las pinzas para depilar, Claro que, a juzgar por el modo en que me miraba, tal vez se estaba preguntando si yo había oído hablar alguna vez de las dietas..., o del control de natalidad. Descubrí que me importaba un pimiento.

—Creo que no estaba hablando contigo —dije, y tomé prestada una frase de la Marcha «Recupera la noche», fechada hacia 1989—. No creo en culpar a la víctima.

Eso devolvió a Bruce a la realidad. Apretó la mano de la chica con más fuerza.

—Déjala en paz —dijo.

—Oh, Jesús —suspiré—. Como si os estuviera haciendo algo a cualquiera de los dos. Para tu información —dije a la novieta—, le escribí una carta cuando descubrí que estaba embarazada. Una sola carta. Y no volveré a hacerlo. Tengo dinero por un tubo, y un empleo mejor que el de él, por si se olvidó decírtelo cuando te contó nuestra historia, y me va a ir de coña. Espero que seáis muy felices juntos. —Recogí a Nifkin, agité mi espectacular peinado y pasé como una flecha junto a un guardia de seguridad—. Yo registraría su equipaje —dije, en voz lo bastante alta para que Bruce me oyera—. Seguro que lleva algo de matute.

Y después, todavía embarazada, fui a mear al lavabo.

Las rodillas me fallaban y tenía las mejillas al rojo vivo. Ja, pensé. ¡Ja!

Abrí la puerta del cubículo. Y allí estaba la novieta, con los brazos cruzados sobre su pecho esquelético.

—¿Sí? —pregunté con cortesía—. ¿Algún comentario?

Torció la boca. Observé que tenía un hueco entre los dientes.

—Te crees muy lista —dijo—. Él nunca te quiso de verdad. Me lo dijo.

Estaba alzando la voz. Cada vez más chillona. Parecía un animalito disecado, de esos que balan cuando lo estrujas.

—Mientras que tú —dije— eres el verdadero amor de su vida.

En el fondo de mi corazón, sabía que no me estaba peleando con ella, pero no podía evitarlo.

Su labio se torció, literalmente, como el de Nifkin cuando jugaba con sus juguetes esponjosos.

—¿Por qué no nos dejas en paz? —siseó.

—¿Dejaros en paz? —repetí—. ¿Dejaros en paz? Te has aficionado a ese sonsonete, y no lo entiendo. No os estoy haciendo nada. Vivo en Filadelfia, por el amor de Dios...

Y entonces, lo vi. Algo en su cara, y supe qué era.

—Sigue hablando de mí, ¿verdad? —pregunté.

Abrió la boca para decir algo. Decidí que no tenía ganas de oírlo. De pronto, me sentí muy cansada. Ardía en deseos de dormir en mi cama, en casa.

—No —empezó ella.

—No tengo tiempo para esto —la interrumpí—. Mi vida es mi vida.

Intenté avanzar, pero ella estaba justo al lado del lavabo, y no me dejó pasar.

—Apártate —dije.

—No. ¡Escúchame!

Apoyó las manos sobre mis hombros, con la intención de inmovilizarme, y me empujó un poco. Al instante, mi pie resbaló en un charco de agua. El tobillo se dobló bajo mi cuerpo. Caí de lado y me golpeé el estómago contra el borde del lavabo.

Sentí un gran dolor, y me encontré caída de espaldas, caída en el suelo, con el tobillo torcido en un ángulo que no presagiaba nada bueno, y ella se erguía sobre mí, jadeando como un animal, con las mejillas teñidas de rojo.

Me incorporé, con las palmas de las manos apoyadas sobre el suelo, quise agarrarme al lavabo, y de repente sentí un calambre lacerante. Cuando bajé los ojos, vi que estaba sangrando. No mucho, pero... Bien, nunca te gusta ver sangre por debajo de tu estómago, cuando sólo te falta un mes y medio para parir.

Conseguí ponerme en pie. Me dolía tanto el tobillo que tenía ganas de vomitar, y noté que resbalaba sangre por mi pierna.

La miré. Ella me devolvió la mirada, y bajó la vista hacia la sangre. Entonces, se llevó una mano a la boca, dio media vuelta y salió corriendo.

Se me empezaba a nublar la vista, y oleadas de dolor recorrían mi estómago. Había leído cosas al respecto. Sabía lo que significaba, y sabía que era demasiado pronto, que tenía problemas.

—Socorro —intenté decir, pero nadie me oyó—. Socorro... —repetí, el mundo se tiñó de gris, y luego de negro.