Capítulo 8

Lo intenté, pero estaba tan ensimismada en mi desdicha que me resultaba difícil hasta trabajar. Esto es lo que pensaba mientras iba sentada en un tren de cercanías camino de Nueva York y Maxi Ryder, la co-protagonista, de famosos bucles y sonados fracasos amorosos, del drama romántico del año pasado, nominado al Oscar, Temblores, en el que interpretaba a una brillante cirujana plástica que sucumbe al final a la enfermedad de Parkinson.

Maxi Ryder era inglesa, de veintisiete o veintinueve años, según la revista a la que creyeras, y había sido conocida, a principios de su carrera, como una especie de patito feo, hasta que gracias al milagro de una dieta rigurosa, el método Pilates y el sistema llamado la Zona (además, se susurraba, de una discreta cirugía plástica) había conseguido transformarse en un cisne de talla treinta y ocho. De hecho, había tenido la talla treinta y ocho desde el principio, además de belleza, pero había engordado diez kilos para el papel que la lanzó al estrellato en una película extranjera titulada Posición avanzada, encarnando a una tímida colegiala escocesa que vive una tórrida relación con la directora de su colegio. Cuando la película llegó a Estados Unidos, había adelgazado los diez kilos, teñido su pelo de castaño rojizo, despedido a su mánager inglés, fichado por la agencia más importante de Hollywood, fundado la inevitable productora (Maxi'd Out, la había llamado) y aparecido en un número extraordinario de Vanity Fair dedicado a las casas de las estrellas, ataviada tan sólo con una boa de plumas negras, aovillada seductoramente bajo el titular «La cabaña de Maxi». Maxi, en pocas palabras, había triunfado.

Pero, pese a todo su talento y belleza, continuaban dejando plantada a Maxi Ryder, de las formas más públicas que os podáis imaginar.

Había hecho el típico número veinteañero de toda estrella en ciernes que se preciara, popularizado por Julia Roberts y practicado por la generación siguiente, el cual consistía en enamorarse de sus compañeros de rodaje. Pero mientras Julia los arrastraba hacia el altar, la pobre Maxi acababa con el corazón destrozado, una y otra y otra vez. Y no ocurría con discreción. El ayudante de dirección del que se había prendado en Posición avanzada apareció en los Globos de Oro dándose el pico con una de las chicas de Los vigilantes de la playa. Su partenaire de Temblores (el mismo con el que había compartido media docena de tórridas escenas de amor, donde la química entre los dos era tan palpable que empapaban tus palomitas) le había dado la buena nueva, y al resto del mundo de paso, durante una entrevista para el programa de Barbara Walters Las diez personas más fascinantes. Y el rockero de diecinueve años con el que se había liado por despecho, se había casado en Las Vegas dos semanas después de conocer a una mujer que no era Maxi.

«Es un milagro que siga concediendo entrevistas», me había dicho la semana anterior Roberto, el publicista de Midnight Oil. Midnight Oil era una firma de relaciones públicas de Nueva York muy pequeña, algo oscura, a muy considerable distancia de las grandes agencias con las que Maxi trataba, pero entre Posición avanzada y Temblores había pasado seis semanas en Israel rodando una película de escaso presupuesto, una pieza de época sobre un kibbutz durante la Guerra de los Seis Días..., y las películas de bajo presupuesto solían contratar a agencias publicitarias modestas, y ahí fue donde Roberto entró.

El soldado de los seis días no habría llegado a las pantallas de Estados Unidos de no ser por la nominación al Oscar que Maxi había conseguido por Temblores. Y Maxi no habría hecho publicidad para la película de no ser porque había firmado un contrato antes de triunfar, lo cual significaba que había accedido a que le pagaran una miseria y a hacer propaganda de la película «del modo que los productores consideren apropiado».

Ni que decir tiene que los productores olfatearon la oportunidad de contar con un enorme fin de semana de estreno, gracias al tirón comercial de Maxi. Enviaron un avión a Australia, donde estaba rodando, para recogerla, la alojaron en el ático del Regency, en el Upper East Side, e invitaron a lo que Roberto describió como «un grupo selecto de reporteros», con el fin de que disfrutaran de veinte minutos de audiencia con ella. Y Roberto, bendito sea su corazón leal, me llamó a mí en primer lugar.

—¿Te interesa? —me preguntó.

Pues claro que sí, y Betsy se emocionó, como suele pasar cuando los directores de un diario se encuentran con una bicoca en las manos, aunque Gabby gruñó algo acerca de triunfadores efímeros y similares.

Yo era feliz. Roberto era feliz. Entonces, la jefa de publicidad de Maxi hizo acto de aparición.

Yo estaba absorta en lúgubres pensamientos ante mi escritorio, contando los días transcurridos desde la última vez que Bruce y yo habíamos hablado (diez), la duración en minutos de la conversación (cuatro) y cavilando sobre la posibilidad de concertar una cita con una numeróloga, para saber si el futuro nos deparaba algo bueno para ambos, cuando el teléfono sonó.

—Soy April, de NGH —dijo una voz ronca al otro extremo de la línea—. Tenemos entendido que está usted interesada en hablar con Maxi Ryder.

¿Interesada?

—La entrevisto el sábado a las diez de la mañana —expliqué a April—. Roberto, de Midnight Oil, concertó la cita.

—Sí, bien. Tenemos unas cuantas preguntas antes de firmar.

—¿Puede repetirme su nombre? —pregunté.

—April. De NGH.

NGH era una de las firmas de relaciones públicas más famosas e importantes de Hollywood. Era la gente a la que llamabas si eras famoso, tenías menos de cuarenta años, te encontrabas metido en algún lío desagradable y/o ilegal, y querías mantener a distancia a la prensa, excepto a la más tratable y dócil. Robert Downey contrató a NGH después de perder el conocimiento en una habitación ajena entre una bruma de heroína. Courtney Love —la viuda de Kurt Cobain— había pedido a NGH que rehiciera su imagen después de que ella se rehiciera la nariz, las tetas y los modales, de modo que suavizaron su transición desde diosa del grunge malhablada a sílfide vestida de marca. En el Examiner los llamábamos Not Gonna Happen..., no va a pasar. Por ejemplo, ¿estás a la espera de una entrevista, deseas escribir una semblanza? Not Gonna Happen. Ya puedes seguir esperando. Por lo visto, Maxi Ryder había solicitado también su ayuda.

—Queremos que nos asegure —empezó April de NGH— que su entrevista se centrará exclusivamente en el trabajo de Maxi.

—¿Su trabajo?

—Sus papeles. Sus interpretaciones. Nada de hablar de su vida privada.

—Es una celebridad —dije. Al menos, yo lo veía así—. Considero que ése es su trabajo. Ser una persona famosa.

La voz de April habría podido helar manteca caliente.

—Su trabajo es la interpretación —dijo—. Sólo recibe atención por ese trabajo.

En circunstancias normales lo habría dejado correr, apretado los dientes, sonreído y accedido a las condiciones ridiculas que hubieran querido imponerme, pero no había dormido por la noche, y la tal April me estaba poniendo de los nervios.

—¡Oh, venga ya! —dije—. Cada vez que abro la revista People la veo con una falda de raja y unas grandes gafas oscuras de cristales opacos. ¿Y ahora me viene con el cuento de que sólo quiere ser conocida como actriz?

Había esperado que April se tomara mis comentarios medio en broma medio en serio, tal como yo pretendía. Pero no fue así.

—No puede preguntar por su vida amorosa —dijo con seriedad April.

Suspiré.

—Está bien —dije—. Fantástico. Lo que sea. Hablaremos de la película.

—¿Está de acuerdo con las condiciones?

—Sí, estoy de acuerdo. Nada de vida amorosa. Nada de faldas. Nada.

—En ese caso, veré qué puedo hacer.

—¡Ya le he dicho que Roberto había concertado la entrevista!

Pero estaba hablando con una línea muerta.

 

 

Dos semanas después, cuando me fui por fin a la entrevista, era una mañana gris y lluviosa de finales de noviembre, el tipo de día en que parece que todo quisque con medios y dinero ha huido de la ciudad y se ha largado a las Bahamas, o a su casa de campo de los Montes Poconos, y las calles están pobladas de la gente que ha quedado tirada: mensajeros con la cara picada de viruela, chicas negras con trenzas, chicos blancos en bicicleta de aspecto piojoso. Secretarias. Turistas japoneses. Un tipo con una verruga en la barbilla de la que brotan dos pelos, pelos largos y rizados que le llegan casi al pecho. Sonrió y los acarició cuando nos cruzamos. Mi día de suerte.

Durante el paseo de veinte manzanas hasta la parte alta de la ciudad intenté no pensar en Bruce y procuré que mi pelo no se mojara demasiado. El vestíbulo del hotel Regency era enorme, de mármol, sumido en un bendito silencio y flanqueado de espejos, lo cual me permitió apreciar, desde tres ángulos diferentes, el grano que había florecido en mi frente.

Había llegado con adelanto, de modo que decidí explorar. La tienda de regalos del hotel contenía el típico surtido de albornoces hinchados de precio, cepillos de dientes a cinco dólares y revistas en muchos idiomas, una de las cuales resultó ser el Moxie de noviembre. La cogí y busqué la columna de Bruce. «Sumergirse —leí—. Las aventuras orales de un hombre.» Ja! Las «aventuras orales» no había sido el punto fuerte de Bruce. Tenía un problema de salivación excesiva. En un momento de debilidad, con varios margaritas encima, me referí a él como «el bidet humano». Así de mal iba al principio. Él no lo iba a mencionar bajo ningún concepto, por supuesto, pensé con altivez, ni tampoco que yo había sido la única chica con la que había intentado esa maniobra en particular. Leí su columna. «Una vez oí que mi novia se refería a mí como el bidet humano», rezaba la frase destacada. ¿Entonces lo había oído? Enrojecí.

—¿Va a comprar la revista, señorita? —preguntó la mujer del mostrador. Lo hice, además de un paquete de chicles y una botella de agua de cuatro dólares. Después aparqué en un mullido sofá del gélido vestíbulo y empecé:

                                                   Sumergirse

 

Cuando yo tenía quince años y era virgen, cuando utilizaba ortodoncia y los calzoncillos ceñidos que mi madre me compraba, mis amigos y yo nos desternillábamos de risa con un número del famoso cómico Sam Kinison.

«“¡Mujeres!” —vociferaba, mientras se echaba el pelo sobre, el hombro y deambulaba sobre el escenario como un pequeño animal atrapado, cubierto con una boina—. ¡Decidnos lo que queréis! ¿Por qué —decía, y doblaba una rodilla en tono suplicante—, por qué es tan DIFÍCIL decir SI, ASI es, eso está BIEN, o NO, ESO NO? ¡DECIDNOS QUÉ QUERÉIS!», gritaba, y el público aullaba: ¡LO HAREMOS!»

Reíamos sin saber por qué nos poníamos tan histéricos. ¿Por qué era tan difícil?, nos preguntábamos. El sexo, en la medida en que lo habíamos experimentado, no implicaba demasiado misterio. Enjabonar, enjuagar, repetir. Ése era nuestro repertorio. Sin alharacas, sin estropicios, sin la menor confusión.

Cuando C. se abrió de piernas, y luego se abrió con los dedos...

Oh..., Dios... mío, pensé. Era como si hubiera colocado un espejo entre mis piernas y transmitido la imagen a todo el mundo. Tragué saliva y seguí leyendo.

... Experimenté una compasión absoluta y total por todos los hombres que habían agitado el puño en solidaridad con el lamento de Kinison. Lo mejor que se me ocurrió es que era como mirar una cara sin facciones. Pelo, estómago y manos por encima, muslos cremosos a izquierda y derecha, pero delante de mí, un misterio, curvas, pliegues y prominencias que no se parecían en nada a la pornografía que había visto desde los quince años. O tal vez se trataba de la proximidad. O tal vez eran mis nervios. Enfrentarse a un misterio es algo aterrador.

«Dime lo que quieres —le susurré, y recuerdo que su cabeza me pareció muy lejana en aquel momento—. Dime lo que quieres y lo haré.»

Pero entonces comprendí que, si me decía lo que quería, admitiría que..., bien, que sabía lo que quería. Que alguien más había contemplado este corazón extraño e inescrutable, había aprendido la geografía, había desentrañado sus secretos. Y pese a que yo sabía que había tenido otros amantes, eso me parecía diferente, más íntimo. Ella había permitido que alguien la mirara ahí, así. Y yo, como era hombre y ex oyente de Sam Kinison, por añadidura, resolví transportarla al paraíso, hacerla maullar como una gatita saciada, borrar hasta el último recuerdo de El Que Había Estado Antes.

Un corazón extraño e inescrutable, resoplé. El Que Había Estado Antes. ¡Que alguien me traiga una pala!

Y ella lo intentó, y yo también. Hizo una demostración con sus dedos, con palabras, con presiones suaves, jadeos y suspiros. Y lo intenté. Pero una lengua no es como un dedo. Mi perilla la enloquecía, pero de la forma opuesta a como deseaba enloquecer. Y cuando la oí hablar por teléfono y referirse a mí como el «Bidet Humano», bien, pensé que lo mejor sería remitirme a lo que sabía hacer mejor.

¿Alguno de nosotros sabe lo que hacemos? ¿Lo sabe algún hombre? Pregunto a mis amigos, y al principio todos se carcajean y juran que han de bajar a sus mujeres del techo. Los invito a cerveza, no paro de llenar sus vasos, y al cabo de unas horas obtengo la verdad más perfecta: no tenemos ni idea. Ni uno de nosotros.

—Ella dice que se corre —dice Eric en tono plañidero—, pero yo no sé si es verdad, tío...

—No está tan claro —dice George—. ¿Cómo lo podemos saber?

Ahí está la cuestión. ¿Cómo lo podemos saber? Somos hombres. Necesitamos pruebas palpables (incluso líquidas), necesita-mos diagramas y manuales, necesitamos que nos expliquen el misterio.

Y cuando cierro los ojos, la veo aquella primera vez, inmóvil, tensa como las alas de un ave diminuta, toda rosada, con sabor a mar, repleta de vidas diminutas, cosas que nunca veré, y mucho menos comprenderé. Ojalá pudiera. Ojalá lo hubiera hecho.

—Muy bien, Jacques Cousteau —murmuré, y me puse en pie con un esfuerzo. Cuando cerraba los ojos aún podía verme, había escrito. Bien, ¿qué significaba eso? ¿Y cuándo lo había escrito? Tal vez, a fin de cuentas, aún había esperanza. Quizá le llamaría más tarde. Quizá todavía existía una oportunidad.

Subí a la suite del piso veinte, donde una variedad de publicistas jóvenes, pálidos como larvas, ataviados con una amplia gama de pantalones de lycra negros, bodys negros y botas negras estaban sentados en sofás y fumaban.

—Soy Cannie Shapiro, del Philadelphia Examiner —dije a la que estaba sentada bajo una figura en cartón a tamaño natural de Maxi Ryder, con traje de faena militar y un Uzi en la mano.

La Chica Larva pasó con languidez varias páginas llenas de nombres.

—No te encuentro —dijo.

Cojonudo.

—¿Está Roberto?

—Ha salido un momento —dijo, señaló la puerta con un movimiento elegante.

—¿Ha dicho cuándo volverá?

La chica se encogió de hombros, como si hubiera agotado su vocabulario.

Eché un vistazo a las páginas, intenté leer al revés. Allí estaba mi nombre: «Candace Shapiro». Tachado con una gruesa raya negra. «NGH», decía la nota al margen.

En aquel preciso momento, Roberto entró.

—Cannie —dijo—, ¿qué haces aquí?

—Dímelo tú —contesté, y forcé una sonrisa—. Lo último que supe de ti es que iba a entrevistar a Maxi Ryder.

—Oh, Dios —dijo—. ¿Nadie te ha llamado?

—¿Para qué?

—Maxi decidió, humm, limitar las entrevistas para la prensa. Sólo recibirá al Times. Y a USA Today.

—Bien, nadie me lo dijo. —Me encogí de hombros—. Estoy aquí. Betsy espera un artículo.

—Cannie, lo siento muchísimo...

No lo sientas, idiota, pensé. ¡Haz algo!

—..., pero no puedo hacer nada.

Le dediqué mi mejor sonrisa. Mi sonrisa más encantadora, complemento de la expresión determinada que anunciaba «trabajo para un periódico muy importante».

—Roberto —dije—, tenía previsto hablar con ella. Hemos reservado el espacio. Contamos con ese artículo. Nadie me llamó..., y he venido hasta aquí en sábado, que es mi día libre...

Roberto empezó a retorcerse las manos.

—... y me sentiría muy agradecida si pudiera tener una entrevista de un cuarto de hora con ella.

Ahora Roberto se retorcía las manos y se mordisqueaba el labio al mismo tiempo, aparte de desplazar su peso de un pie al otro. Muy mala señal.

—Escucha —dije en voz baja, y me incliné hacia él—, he visto todas sus películas, incluso las que han salido directamente en vídeo. Soy una experta en Maxi. ¿No hay nada que podamos hacer?

Vi que empezaba a vacilar, y entonces sonó el móvil que llevaba sujeto al cinturón.

—¿April? —dijo.

April, me comunicó, moviendo los labios en silencio. Roberto era un encanto, pero corto de entendederas.

—¿Puedo hablar con ella? —susurré, pero Roberto ya había vuelto a enfundar su teléfono.

—Dice que no estaban seguros de tu, hum, docilidad.

—¿Cómo? Roberto, accedí a todas sus condiciones...

Estaba elevando la voz. Las larvas del sofá empezaban a parecer alarmadas. Al igual que Roberto, el cual se iba deslizando hacia el vestíbulo.

—Déjame hablar con April —supliqué, al tiempo que extendía mi mano hacia su móvil. Roberto negó con la cabeza—. Roberto —dije, y oí que mi voz se quebraba, imaginándome la sonrisa satisfecha de Gabby cuando volviera a la oficina con las manos vacías—. ¡No puedo volver sin un reportaje!

—Escucha, Cannie, lo siento muchísimo...

Estaba temblando como un flan. Saltaba a la vista. Fue entonces cuando una mujer menuda, con botas de piel negra de tacón alto se acercó desde el otro extremo del vestíbulo de mármol. Llevaba un móvil en una mano, un walkie-talkie en la otra, y una expresión muy seria en su cara meticulosamente maquillada, sin la menor arruga. Habría podido ser una joven de veintiocho años muy madura, o una mujer de cuarenta y cinco con un cirujano plástico estupendo. No cabía la menor duda de que se trataba de April.

Me examinó (mi grano, mi mala leche, mi vestido negro y las sandalias del verano pasado, mucho menos elegante que cualquier cosa exhibida por las larvas del sofá) con una mirada fría y despectiva. Después se volvió hacia Roberto.

—¿Algún problema? —preguntó.

—Ésta es Candace —dijo Roberto, y me señaló con un ademán débil—. Del Examiner.

April me miró. Sentí que el grano aumentaba de tamaño mientras me miraba.

—¿Algún problema? —repitió.

—No, hasta hace unos minutos —dije, y me esforcé por mantener la calma—. Tenía una entrevista concertada para las dos. Roberto me dice que ha sido cancelada.

—Exacto —dijo April con placidez—. Hemos decidido limitar nuestras entrevistas impresas a los periódicos importantes.

—El Examiner tiene una tirada de setecientos mil ejemplares los domingos, el día en que tenemos previsto publicar el reportaje —dije—. Somos la cuarta ciudad más grande de la Costa Este. Y nadie se molestó en anunciarme que habían cancelado la entrevista.

—Eso es responsabilidad de Roberto —dijo April, al tiempo que le traspasaba con la mirada.

Era una noticia nueva para Roberto, pero no iba a contradecir a la Chica del Látigo.

—Lo siento —murmuró en mi dirección.

—Agradezco las disculpas —dije—, pero como ya he dicho a Roberto, tenemos un hueco en el periódico del domingo, y he echado por la borda mi día de fiesta.

Lo cual no era técnicamente cierto. Siempre aparecían noticias nuevas, como April debía saber, y los huecos se llenaban. Y en cuanto a lo de echar por la borda mi día libre, siempre que tenía un billete gratis para Nueva York encontraba algo que hacer en la ciudad.

Pero yo estaba furiosa. ¡El morro de esta gente, tratarme con semejante grosería, y encima pasar de todo sin disimularlo!

—¿No hay manera de que me pueda conceder unos minutos, ya que estoy aquí?

April adoptó un tono mucho menos plácido.

—Ya va con retraso, y esta tarde se reintegra al rodaje. En Australia —subrayó, como si una ignorante como yo jamás hubiera oído hablar de ese lugar—. Además —continuó, mientras abría una libreta pequeña—, ya hemos concertado una entrevista telefónica con su jefa.

¿Mi jefa? Era inconcebible que Betty me hiciera esto, y encima sin decírmelo.

—Con Gabby Gardiner —concluyó April.

Me quedé de una pieza.

—¡Gabby no es mi jefa!

—Lo siento —dijo April, sin demostrarlo en lo más mínimo—, pero ése es el trato.

Volví a la suite y me desplomé en una silla situada junto a la ventana.

—Escuche —dije—, he venido, y estoy segura de que convendrá conmigo en que sería mejor para todos nosotros celebrar una entrevista en persona, aunque fuera rápida, con alguien que ha visto todas las películas de Maxi e invertido mucho tiempo en preparar esto, que por teléfono. No me importa esperar.

April se quedó inmóvil un momento.

—¿He de llamar a seguridad? —preguntó, por fin.

—No veo por qué —contesté—. Me quedaré sentada aquí hasta que la señorita Ryder acabe de hablar con quien sea, y si sucede que le sobran uno o dos minutos antes de volver corriendo a Australia, haré la entrevista que me prometieron. —Cerré los puños para que no viera que me temblaban las manos, y jugué mi última carta—. Por supuesto, si diera la casualidad de que la señorita Ryder no me puede conceder unos pocos minutos, escribiré un folio sobre lo que me ha pasado aquí. Por cierto, ¿cuál es su apellido?

April me traspasó con la mirada. Roberto se acercó a ella, paseó la mirada entre nosotras, como si estuviéramos jugando un partido de tenis muy veloz. Yo clavé la vista en April.

—Es imposible —dijo.

—Un apellido muy interesante —dije—. ¿Es uno de esos especiales de Ellis Island?[9]

—Lo siento —dijo, por la que iba a ser la última vez—, pero la señorita Ryder no va a hablar con usted. Usted se mostró sarcástica conmigo por teléfono...

—¡Ay, la reportera sarcástica! ¡Si no sabe lo que es eso!

—... y la señorita Ryder no necesita el tipo de atención que usted dispensa...

—Lo cual me parece de perlas —exploté—, pero ¿no pudo uno de sus lacayos, lameculos o internos haber tenido la cortesía de llamar antes de darme el palizón de venir hasta aquí?

—Roberto debía hacerlo —repitió.

—Bien, pues no lo hizo —dije, y me crucé de brazos. Tablas. Sus ojos me fulminaron durante un minuto. Yo sostuve su mirada. Roberto se había apoyado contra la pared, y temblaba. Las larvas se habían puesto de pie y en fila, y nos miraban.

—Llama a seguridad —dijo por fin April, y giró en redondo. Volvió la cara hacia mí—. Escriba lo que le dé la gana. Nos importa un huevo.

Y con eso, se fueron: Roberto, que me dirigió una última mirada de disculpa, las larvas, todas con botas negras, y April, así como todas las posibilidades de entrevistar a Maxi Ryder. Seguí sentada hasta que se amontonaron en el ascensor. Sólo entonces me permití llorar.

 

 

En general, los lavabos de los vestíbulos de hotel son espléndidos lugares donde desmoronarse. La gente que se aloja en el hotel casi siempre utiliza el baño de su habitación. La gente de la calle no siempre sabe que pueden entrar en el vestíbulo del hotel más elegante, y utilizar los lavabos sin que nadie los moleste. Además, los cuartos de baño suelen ser elegantes y espaciosos, con toda clase de complementos, desde laca para el pelo y tampones hasta toallas para secarse las lágrimas y las manos. A veces, hasta encuentras un sofá donde derrumbarte.

Atravesé el vestíbulo con paso lento, me colé en el ascensor y entré por la puerta dorada que ponía «Señoras» con letras trabajadas, y me encaminé al cubículo de los minusválidos para gozar de paz, silencio y soledad, y de camino me apoderé de dos toallas dobladas con primor.

—¡Que le den por el culo a Maxi Ryder! —siseé, y cerré la puerta de golpe, me senté y apreté los puños contra los ojos.

—¿Eh? —dijo una voz familiar, por encima de mi cabeza—. ¿Por qué?

Alcé la vista. Una cara asomaba por encima del cubículo.

—¿Por qué? —preguntó de nuevo Maxi Ryder.

Era tan adorable en persona como en la pantalla, con sus enormes ojos azules, su piel cremosa algo moteada de pecas, su cascada de rizos castaño rojizos, al parecer más lustrosos y brillantes que cualquier cabello humano normal. Sostenía un delgado cigarrillo en una diminuta mano surcada por venas azules, y mientras yo la miraba, dio una generosa bocanada y expulsó el humo hacia el techo.

—No fume aquí —le advertí. Fue lo primero que se me ocurrió—. Se dispararán las alarmas.

—¿Me ha maldecido porque estoy fumando?

—No. La he maldecido porque me ha dejado plantada.

—¿Cómo?

Dos pies calzados con zapatillas repiquetearon sobre el mármol y se detuvieron ante mi excusado.

—Abra —dijo, al tiempo que llamaba con los nudillos—. Quiero una explicación.

Bajé la tapa del asiento. ¡Primero April, y ahora esto! Me incliné hacia delante y abrí la puerta a regañadientes. Maxi me esperaba con los brazos cruzados sobre el pecho, en busca de respuestas.

—Soy del Philadelphia Examiner —empecé—. En teoría, iba a entrevistarla. Su pequeña celadora de las SS me dijo, después de pegarme la paliza de hacerme todo el viaje hasta aquí, que la entrevista había sido cancelada y concedida en cambio a esa mujer de mi oficina que es... —tragué saliva— vomitiva —concluí—. De modo que ha arruinado mi día. Para no hablar de la sección dominical. —Suspiré—. Pero supongo que no es culpa de usted, así que lo siento. No tendría que haberla maldecido.

—Maldita April —dijo Maxi—. No me dijo nada.

—No me sorprende.

—Me estoy escondiendo —dijo Maxi Ryder, y lanzó una risita nerviosa—. De April, en realidad.

En persona, su voz era suave, refinada. Vestía téjanos acampanados y una camiseta rosa de cuello curvo. Llevaba el pelo recogido en un moño alto, en apariencia sencillo, pero que habría debido costar a su peluquera media hora de trabajo, adornado con horquillas diminutas y relucientes en forma de mariposa. Como la mayoría de estrellas jóvenes que yo había conocido, era delgada hasta extremos sobrenaturales. Se podían distinguir los huesos de las muñecas y los antebrazos, y la tracería azul pálido de las venas de su cuello.

Se había aplicado un lápiz de tono escarlata a sus labios sensuales. Se había pintado con esmero los ojos. Y sus mejillas estaban surcadas de lágrimas.

—Siento lo de su entrevista —dijo.

—No ha sido culpa suya —repetí—. ¿Qué la trae por aquí? ¿No tiene cuarto de baño en su habitación?

—Oh —dijo, y exhaló un suspiro largo y estremecido—. Ya sabe.

—Bien, como no soy una estrella del cine delgada, rica y en la cumbre del éxito, no lo sé.

Una comisura de su boca se elevó apenas, y luego descendió hasta formar un tembloroso óvalo escarlata.

—¿Le han partido alguna vez el corazón? —preguntó con voz temblorosa.

—La verdad es que sí —contesté.

Cerró los ojos. Unas pestañas de una longitud imposible se posaron sobre sus mejillas pecosas, y surgieron lágrimas por debajo.

—Es insoportable —dijo—. Sé que suena...

—No, no. Sé a qué se refiere. Sé lo que siente.

Le tendí una de las toallas dobladas que había cogido antes de entrar. La tomó, y luego me miró. Era una prueba, pensé.

—Mi casa está llena de cosas que él me regaló —empecé, y ella asintió vigorosamente, con todos los rizos agitándose.

—Eso es —dijo—, exacto.

—Y hace daño mirarlas, y hace daño tirarlas.

Maxi se derrumbó en el suelo del cuarto de baño y apoyó la mejilla contra la fría pared de mármol. Tras un momento de vacilación, me senté a su lado, sorprendida por lo absurdo de la situación, que sería el preludio de un gran artículo: «Maxi Ryder, una de las jóvenes actrices más aclamadas de su generación, está llorando en el suelo de un lavabo».

—Mi madre siempre dice que es mejor haber amado y perdido que no haber amado nunca —dije.

—¿Te lo crees? —preguntó.

Sólo tuve que pensar un momento.

—No. Creo que ni siquiera ella se lo cree. Ojalá no le hubiera querido nunca. Ojalá no le hubiera conocido nunca. Porque pienso que, pese a lo bien que lo pasamos, no vale la pena sentirse así.

Guardamos silencio unos instantes, codo con codo.

—¿Cómo te llamas?

—Candace Shapiro. Cannie.

—¿Cómo se llamaba él?

—Bruce. ¿Y tú?

—Soy Maxi Ryder.

—Lo sé. Quería decir, ¿cómo se llamaba él?

Hizo una mueca horrible.

—¡No me digas que no lo sabes! ¡Todo el mundo lo sabe! Entertainment Weekly publicó todo un artículo. ¡Con diagrama incluido!

—Bien, me prohibieron explícitamente que lo mencionara.

Para colmo había más de un candidato, pero no me pareció prudente decirlo.

—Kevin —susurró.

Podía ser Kevin Britton, su pareja de Temblores.

—¿Todavía Kevin?

—Todavía Kevin, siempre Kevin —dijo con tristeza, al tiempo que buscaba otro cigarrillo—. Kevin, al que no puedo olvidar, incluso después de probarlo todo. Bebida..., drogas..., trabajo..., otros hombres...

Joder. De pronto, me sentí muy inocente.

—¿Qué haces?

Sabía lo que me estaba preguntando.

—Oh, ya sabes. Lo mismo que tú, probablemente. —Apoyé una mano sobre mi frente, como si estuviera cansada del mundo—. Empecé huyendo a mi isla privada con Brad Pitt, intenté olvidar el dolor comprando ranchos de llamas en Nueva Inglaterra...

Me pellizcó el brazo. Cuando cerró el puño, sonó como una bocanada de aire.

—¡En serio! Tal vez sea algo que no se me había ocurrido.

—Más cosas que no funcionan. Baños, duchas, excursiones en bicicleta...

—No puedo hacer excursiones en bicicleta —dijo.

—¿Debido a los paparazzi?

—No. Nunca aprendí.

—¿De veras? Bruce, mi ex novio, tampoco sabía...

Enmudecí.

—Dios, ¿no odias eso?

—¿La manera en que cosas sin la menor relación te recuerdan a la persona que intentas olvidar? Sí. Lo odio. —La miré. Con el rostro enmarcado por el mármol de la pared parecía preparada para un primer plano. Mientras yo debía tener la cara toda llena de manchurrones y la nariz moqueante. No era justo, pensé—. ¿Tú qué haces?

—Invertir —dijo al instante Maxi—. Administrar mi dinero. Y también el dinero de mis padres. —Suspiró—. Administraba el dinero de Kevin. Ojalá hubiera anunciado que iba a plantarme. Le habría hundido hasta tal punto en Planet Hollywood, que aparecería de estrella invitada en las series de la Warner sólo para pagar el alquiler.

Miré a Maxi con renovado respeto.

—Así que... —Me devané los sesos en busca del vocabulario apropiado—. ¿Por Internet?

Negó con la cabeza.

—No. No tengo tiempo para estar colgada del ordenador todo el día. Elijo valores y busco oportunidades de invertir. —Se levantó y estiró, con las manos apoyadas sobre sus caderas inexistentes—. Compro bienes raíces.

Mi respeto se estaba convirtiendo en admiración.

—¿Casas, quieres decir?

—Sí. Las compro, contrato a alguien para que las restaure, las vendo con beneficios, o vivo en ellas una temporada, entre película y película.

Sentí que mis dedos se deslizaban hacia el bolígrafo y la libreta, casi por voluntad propia. Maxi como magnate de bienes raíces era algo que nunca había leído en los innumerables perfiles que había ojeado.

—Oye —probé—, ¿crees...? Bien, ya sé que dijeron que estabas ocupada, pero tal vez... ¿podríamos hablar unos minutos, para que pueda escribir un artículo?

—Claro. —Maxi se encogió de hombros y miró a su alrededor, como si se diera cuenta por primera vez de que estábamos en un cuarto de baño—. Salgamos de aquí, ¿quieres?

—¿No tenías que ir a Australia? Eso me dijo April.

Maxi parecía exasperada.

—No me voy hasta mañana. April es una mentirosa.

—Me lo imaginaba —dije.

—No, de veras... Ah, ya sé. Estás bromeando. —Sonrió—. Me olvido de cómo es la gente.

—Bien, por lo general, son más grandes que tú.

Suspiró, se miró y dio una calada al cigarrillo.

—Cuando cumpla los cuarenta —dijo—, juro que voy a dejar esto, y voy a construir una fortaleza en una isla, con un foso y verjas electrificadas, y voy a dejar que mi pelo se tiña de gris, y comeré flanes hasta que me salgan catorce papadas.

—Eso no fue lo que dijiste a Mirabella —indiqué—. Dijiste que querías aparecer en una película de calidad al año, y educar a tus hijos en una granja.

Enarcó una ceja.

—¿Leíste eso?

—He leído todo sobre ti —contesté.

—Mentiras. Todo mentiras —dijo, casi con júbilo—. Hoy, por ejemplo. He de ir a un lugar llamado Mooma...

—Moomba —corregí.

—... y tomar unas copas con Matt Damon, o con Ben Affleck. O tal vez con los dos. Hemos de aparentar mucho secretismo y encanto, y alguien llamará a Page 6, ya sabes, la sección del chismorreo del New York Post, y nos fotografiarán, y luego iremos a algún restaurante que tal vez April reservó para cenar, sólo que no puedo cenar, Dios nos asista, porque siempre me fotografían con algo en la boca, o con la boca abierta, o de una manera capaz de sugerir que con la boca hago algo más que besar hombres...

—...y fumar.

—Eso tampoco. El lobby del cáncer, ya sabes. Así me quité de encima a April. Le dije que necesitaba fumar un cigarrillo.

—De modo que quieres pasar de ir de copas y a cenar con Ben..., o Matt...

—La cosa no termina ahí. Se supone que luego he de ir a bailar a un bar con nombre de cerdos...

—¿Hogs and Heifers?[10]

—Eso es. Bailar hasta una hora intempestiva, y después, y sólo después, se me permitirá dormir un poco. Y eso después de quitarme el sujetador y bailar en la barra haciéndolo girar por encima de mi cabeza.

—Caramba. ¿De veras han pensado en todo eso para ti?

Sacó un papel arrugado del bolsillo. No cabía duda: 4 de la tarde, Moomba; 7 de la tarde, Tandoor; ¿11?, Hogs and Heifers. Buscó en otro bolsillo y sacó un wonderbra muy pequeño de encaje negro. Se envolvió la mano con el wonderbra y empezó a darle vueltas sobre su cabeza, al tiempo que meneaba las caderas como parodiando a una bailarina de striptease.

—Hasta me obligaron a practicar —dijo—. Si fuera por mí, dormiría todo el día.

—Yo también. Y miraría Iron Chef.

Maxi compuso una expresión de perplejidad.

—¿Qué es eso?

—Hablas como alguien que nunca ha estado sola el viernes por la noche. Es ese programa de televisión sobre un millonario solitario que tiene tres chefs...

—Los Chefs de Hierro —conjeturó Maxi.

—Exacto. Cada semana sostienen batallas culinarias con otro chef que va a desafiarlos, y el millonario excéntrico les da un ingrediente principal con el que han de cocinar, y la mitad de las veces es algo todavía vivo, como un calamar o una anguila gigante...

Maxi estaba sonriendo, y asentía, como si ardiera en deseos de ver el primer episodio. O quizá sólo estaba actuando, me recordé. Al fin y al cabo, era su trabajo. Tal vez se mostraba tan emocionada y cordial, y bueno, amable, cada vez que conocía a alguien nuevo, y luego olvidaba su existencia en cuanto empezaba la siguiente película.

—Es divertido —concluí—. Y también gratis. Más barato que alquilar una película. Anoche lo grabé, y voy a verlo cuando llegue a casa.

—Nunca estoy en casa los viernes o los sábados —dijo Maxi con tristeza.

—Bien, yo casi siempre. Créeme, no te pierdes gran cosa.

Maxi Ryder me sonrió.

—Cannie —dijo—, ¿sabes lo que de verdad me apetece hacer?

 

 

Y así fue como acabé en el balneario Día de Felicidad, desnuda hasta la cintura, al lado de una de las más aclamadas estrellas cinematográficas de mi generación, hablando sobre mi frustrada vida amorosa, mientras un hombre llamado Ricardo esparcía Arcilla Verde Activa sobre mi espalda.

Maxi y yo nos habíamos escapado por la puerta trasera del hotel y cogido un taxi para ir al balneario, donde la recepcionista nos informó muy estirada de que estaba completo aquel día, de que tenían las semanas siguientes reservadas al completo, hasta que Maxi se quitó las gafas de sol y mantuvo contacto visual durante tres segundos, con lo cual el servicio mejoró en un tres mil por ciento.

—Esto es fantástico —le dije por quinta vez.

Y es que en realidad lo era. La cama estaba protegida con media docena de toallas, y cada una era tan gruesa como mi colcha. Una música relajante sonaba de fondo, y pensé que se trataba de un CD, hasta que abrí los ojos el tiempo suficiente para ver que había una mujer de verdad con un arpa de verdad en un rincón, medio oculta tras unas cortinas diáfanas.

Maxi asintió.

—Espera a que empiecen con las duchas y los masajes de sal. —Cerró los ojos—. Estoy tan cansada —murmuró—. Lo único que deseo es dormir.

—Yo no puedo dormir —le dije—. O sea, empiezo, pero luego despierto...

—... y la cama está muy vacía.

—Bien, de hecho, tengo un perrito, así que la cama no está vacía.

—¡Me encantaría tener un perro! Pero no puedo. Demasiados viajes.

—Puedes venir a pasear con Nifkin cuando quieras.

Lo dije incluso a sabiendas de que era muy improbable que Maxi se dejara caer para tomar un capuchino helado y dar un paseo por el parque canino del sur de Filadelfia, todo eso mientras Ricardo me daba la vuelta con delicadeza y empezaba a untarme la región delantera, algo deliciosamente inverosímil.

—¿Qué vas a hacer, Maxi? —pregunté—. ¿Te vas a saltar toda la agenda?

—Creo que sí —dijo—. Quiero vivir un día y una noche como una persona normal.

No me pareció el momento adecuado para señalar que las personas normales no se gastaban mil dólares en una sola sesión de balneario.

—¿Qué más quieres hacer?

Maxi meditó.

—No lo sé. Ha pasado tanto tiempo... ¿Qué harías si tuvieras un día libre en Nueva York?

—¿Si fuera tú o si fuera yo?

—¿Cuál es la diferencia?

—Bien, ¿cuento con recursos ilimitados y soy famosa, o solamente soy yo?

—De entrada, pongamos que eres tú.

—Hmmm. Bien, iría a la taquilla de Times Square e intentaría comprar una entrada a mitad de precio de algún espectáculo de Broadway para esta noche. Después iría a la tienda Steve Madden de Chelsea y miraría qué hay en venta. Entraría en todas las galerías, compraría seis pasadores por un dólar en el mercadillo de Columbus, cenaría en Virgil's y me iría al espectáculo.

—¡Eso suena fantástico! ¡Vamos a hacerlo! —Maxi se incorporó, desnuda, cubierta de barro, con algo espeso que resbalaba del pelo, y se quitó las rodajas de pepino de los ojos—. ¿Dónde están mis zapatos? —Se miró—. ¿Dónde está mi ropa?

—Túmbate —reí. Maxi obedeció.

—¿Qué es Steve Madden?

—Una enorme zapatería. Entré una vez y había rebajas para tallas pequeñas. Todas las tallas por debajo del cuarenta estaban a mitad de precio. Creo que fue el día más feliz de mi vida, en lo tocante a calzado.

—Eso suena maravilloso —dijo Maxi en tono soñador—. Bien, ¿y qué es Virgil's?

—Un asador —dije—. Hacen chuletas grandes, pollo frito, bizcochos con mantequilla de arce..., pero tú eres vegetariana, ¿verdad?

—Sólo de puertas afuera. Me encantan las chuletas.

—¿Crees que podemos hacerlo? ¿No te va a reconocer la gente? ¿Qué pasará con April? —La miré con timidez—. No es que quiera presionarte ni nada por el estilo, pero si pudiéramos hablar de tu película un rato..., para que pueda escribir mi artículo y mi directora no me mate.

—Por supuesto —dijo Maxi—. Pregúntame todo lo que quieras.

—Más tarde. No quiero aprovecharme.

—¡Oh, adelante! —Lanzó una risita alegre, y empezó a escribir mi artículo—. «Maxi Ryder está desnuda en un balneario del centro, envuelta en extractos aromáticos, y medita sobre su amor perdido.»

Me apoyé en un codo para poder mirarla.

—¿Quieres hablar de tu vida amorosa? Era lo único que preocupaba a April. Quería que los periodistas te hicieran tan sólo preguntas relacionadas con tu trabajo.

—Pero el meollo de ser actor consiste en coger tu vida, tu dolor, y conseguir que trabaje para ti. —Exhaló un profundo suspiro—. Todas las cosas sirven a un propósito. Sé que si alguna vez me llaman para interpretar a una mujer despreciada..., digamos, abandonada públicamente en un programa de entrevistas..., estaré preparada.

—¿Crees que eso es malo? Mi ex novio escribe la columna de sexo para hombres de Moxie.

—¿De veras? —preguntó—. Yo salí en Moxie el otoño pasado. «Maxi en Moxie». Fue una estupidez. ¿Tu ex escribe sobre ti?

Suspiré.

—Soy su tema favorito. No es nada divertido.

—¿Qué? —preguntó Maxi—. ¿Ha hablado de algo personal?

—Sí. De mi peso, para empezar.

Maxi se incorporó de nuevo.

—¿«Querer a una mujer rolliza»? ¿Ésa eras tú?

Maldita sea. ¿Es que todo el mundo había leído aquella capullada?

—Ésa era yo.

—Caramba. —Maxi me miró, aunque imaginé que no era para calcular mi peso—. La leí en el avión —explicó en tono de disculpa—. No suelo leer Moxie, pero el vuelo era muy largo, me aburría y me leí los ejemplares de los tres últimos meses...

—No tienes por qué disculparte —dije—. Estoy segura de que mucha gente lo ha leído.

Se tumbó de nuevo.

—¿Era el que llamaste «el bidet humano»? —preguntó.

Bajo el barro, me ruboricé de nuevo.

—Pero nunca en su cara —dije.

—Bien, podría ser peor. A mí me dejaron plantada en el especial de Barbara Walters.

—Lo sé. Lo vi.

Nos quedamos en silencio mientras los ayudantes eliminaban el barro de nuestros cuerpos con media docena de mangueras. Me sentí como un animal doméstico muy mimado, muy exótico..., o como un corte de carne especialmente caro. Después, nos cubrieron con una capa de sal, nos restregaron, nos ducharon de nuevo, luego nos envolvieron en albornoces calientes y nos enviaron a cuidados faciales.

—Creo que lo tuyo fue peor que lo mío —razoné, mientras dejábamos que nuestras mascarillas de arcilla se secaran—. Quiero decir, cuando Kevin habló de acabar con una larga relación, todo el mundo supo que se refería a ti, pero con el artículo, las únicas personas que sabían la identidad de C. eran...

—Todos tus conocidos —terminó Maxi.

—Sí. Más o menos —suspiré.

Entre las algas, la sal, la música Nueva Era y las manos suaves, mojadas en aceite de almendra, de Charles el masajista, me sentía como envuelta en una nube deliciosa, a kilómetros por encima del mundo, lejos de teléfonos que no sonaban, compañeros de trabajo resentidos y publicistas presumidas. Lejos de mi peso..., tanto que ni siquiera estaba preocupada por lo que pensaran Charles y Cía., mientras frotaban, aceitaban y me daban la vuelta. Sólo estábamos yo y la tristeza, pero incluso eso no me pesaba demasiado. Sólo estaba allí, igual que mi nariz, igual que la cicatriz que tenía encima del ombligo, recuerdo de haberme rascado una costra de varicela cuando tenía seis años. Otro aspecto más de mí.

Maxi agarró mi mano.

—Somos amigas, ¿verdad?

Por un momento, pensé que no lo decía en serio, que era una versión de las amistades de seis semanas que entablaba en los platos de sus películas. Pero me daba igual.

Apreté su mano a modo de respuesta.

—Sí —dije—. Somos amigas.

 

 

—¿Sabes lo que pienso? —preguntó Maxi.

Alzó un solo dedo. Al instante, se materializaron cuatro vasos más de tequila delante de nosotras, cada uno pagado, sin duda, por cuatro diferentes adoradores. Cogió un vaso y me miró. Yo hice lo mismo, y sorbí tequila. Dejé el vaso sobre la barra, y me encogí cuando noté la quemadura. Al final, habíamos terminado en Hogs and Heifers. Habíamos comido tarde en Virgil's, donde nos habíamos atizado chuletas, pollo a la barbacoa, budín de plátano y tarta de queso. Después, nos habíamos comprado seis pares de zapatos cada una en la zapatería Steve Madden, con el razonamiento de que, aunque nos sintiéramos gordas, nuestros pies no. Después, fue el turno del Beauty Bar, donde habíamos comprado toda clase de cosméticos (yo me decidí por la sombra de ojos color arena y crema correctora. Maxi arrasó con todo lo que brillaba). El total ascendió a una cifra mucho más elevada de lo que había pensado gastar en zapatos o maquillaje durante algunos años, pero pensé, ¿cuándo será la próxima vez que vaya de compras con una estrella de cine?

—¿Sabes lo que pienso? —repitió Maxi.

—¿Qué?

—Creo que tenemos muchas cosas en común. Es la cuestión del cuerpo.

La miré con los ojos entornados.

—¿Eh?

—Nuestros cuerpos nos gobiernan —anunció, y bebió un sorbo de una cerveza que alguien le había enviado. Me pareció muy profundo. Tal vez porque estaba profundamente borracha—. Estás aprisionada en un cuerpo que, en tu opinión, los hombres no desean...

—En este momento, es algo más que una teoría —dije, pero Maxi no estaba dispuesta a interrumpir su monólogo.

—Y tengo miedo de que si empiezo a comer así, dejaré de tener este aspecto, y nadie me deseará. Peor aún —dijo, con los ojos brillantes entre la bruma del cigarrillo—, nadie me pagará. Así que yo también estoy atrapada. Pero son las percepciones lo que realmente nos tienen atrapadas. Tú crees que necesitas perder algunos kilos para que alguien te quiera. Yo creo que, si engordo, nadie me querrá. Lo que en realidad necesitamos —dijo, mientras daba un puñetazo sobre la barra para subrayar sus palabras— es dejar de pensar en nosotras como cuerpos y empezar a pensar en nosotras como personas.

La miré con admiración.

—Essso es muy profundo.

Maxi tomó un largo sorbo de cerveza.

—Lo dijo Ophra[11].

Di otro trago.

—Ophra es profunda, pero debo decir que, considerándolo todo, preferiría estar atrapada en tu cuerpo antes que en el mío. Al menos, podría llevar biquini.

—¿Es que no te das cuenta? Las dos estamos encarceladas. Prisioneras de la Carne.

Lancé una risita. Maxi pareció ofenderse.

—¿No estás de acuerdo?

—No —resoplé—, es que creo que Prisioneras de la Carne suena a título de película porno.

—Estupendo —dijo Maxi cuando paró de reír—. Pero tengo razón.

—Por supuesto que sí. Sé que no debería sentirme como lo hago por culpa de mi aspecto. Quiero vivir en un mundo en que se juzgue a la gente por quien es, no por su talla. —Suspiré—. Pero ¿sabes lo que deseo aún más que eso? —Maxi me miró expectante. Yo vacilé, y me zampé otro tequila—. Quiero olvidar a Bruce.

—También tengo una teoría sobre eso —anunció Maxi con aire triunfal—. Mi teoría es que el odio funciona.

Entrechocó su vaso con el mío. Bebimos y pusimos al revés los vasos sobre la pegajosa barra, bajo los sujetadores oscilantes que en otro tiempo habían acogido los pechos de famosas.

—No puedo odiarle —dije con tristeza.

De pronto, experimenté la sensación de que mis labios estaban formando palabras a medio metro de mi cara, como si hubieran decidido independizarse y huir a pastos más verdes. Era un conocido efecto colateral que aparecía cuando disfrutaba de excesivas libaciones. Eso, y una sensación líquida en los codos, rodillas y muñecas, como si mis articulaciones se estuvieran descuajaringando. Cuando me emborrachaba, empezaba a recordar cosas. Y en este momento, como Grateful Dead estaba sonando en la gramola tragaperras {Cassidy, me pareció), me acordé de cuando fuimos a recoger a George, el amigo de Bruce, para ir a un concierto de los Dead, y mientras estábamos esperando nos metimos en el estudio y le practiqué una veloz y ávida mamada bajo la cabeza disecada de un ciervo fija a la pared. Mi cuerpo estaba sentado en Hogs and Heifers, pero en mi cabeza yo estaba de rodillas delante de él, con las manos agarrando sus nalgas, sus rodillas apretadas contra mi pecho, mientras temblaba y jadeaba que me quería, y pensaba que yo estaba hecha para esto, sólo y exclusivamente para esto.

—Pues claro que puedes —insistió Maxi, arrancándome del sótano y devolviéndome al presente empapado de tequila—. Cuéntame lo peor de él.

—Era muy desaliñado.

Maxi arrugó la nariz de una forma adorable.

—Eso no es tan malo.

—¡No tienes ni idea! Era muy peludo, y nunca limpiaba la ducha, pero de vez en cuando cogía un montón de sus asquerosos pelos mojados y llenos de espuma jabonosa y los aparcaba en un rincón de la bañera. La primera vez que lo vi, chillé.

Tomamos otro trago. Las mejillas de Maxi resplandecían un poco, y sus ojos centelleaban.

—Además —continué—, tenía unas uñas repugnantes. —Eructé con la mayor delicadeza posible sobre la palma de mi mano—. Eran amarillas, gruesas y mal cortadas...

—Hongos —diagnosticó Maxi.

—Y luego estaba su minibar —dije, volcándome en la disección—. Cada vez que sus padres iban en avión, le traían botellines de vodka y whisky. Los guardaba en una caja de zapatos, y cuando alguien venía a tomar una copa, decía: «Tómate algo del minibar». —Hice una pausa y reflexioné—. Claro que eso era más bien simpático.

—Eso iba a decir yo —aprobó Maxi.

—Pero me irritó pasado un tiempo. Es decir, llegaba yo con un terrible dolor de cabeza, sólo quería un poco de vodka con tónica, y se iba directo al minibar. Creo que era demasiado tacaño para abrir una botella de su propiedad.

—Dime, ¿de veras era tan bueno en la cama?

Traté de apoyar la cabeza en la mano, pero el codo no me obedeció, y casi me di con la cabeza en la barra. Maxi se rió de mí. El camarero frunció el ceño. Pedí un vaso de agua.

—¿Quieres saber la verdad?

—No, quiero que me mientas. Soy una estrella de cine. Todos lo hacen.

—La verdad —dije—. La verdad es que...

Maxi estaba riendo, y se acercó más.

—Venga, Cannie, dímelo.

—Bien, tenía ganas de intentar cosas nuevas, cosa que yo agradecía...

—Venga, nada de edito..., editoriales... —Cerró los ojos y la boca—. Nada de rollos. He hecho una simple pregunta. ¿Era bueno?

—La verdad... —probé de nuevo—. La verdad es que era muy... pequeña.

Maxi abrió los ojos de par en par.

—¿Quieres decir... abajo?

—Pequeña —repetí—. Diminuta. Microscópica. ¡Infinitesimal! —Perfecto. Si era capaz de pronunciar esa palabra, quería decir que no estaba tan cocida—. Cuando no estaba dura, quiero decir. Cuando estaba dura, el tamaño era muy normal. Pero cuando estaba alicaída, era como si se hubiera hundido dentro de su cuerpo, y era así de pequeña...

Intenté decirlo, pero estaba riendo a carcajadas.

—¿Qué? Venga, Cannie. Para de reír. Siéntate recta. ¡Dímelo!

—Como una bellota peluda —articulé por fin.

Maxi lanzó un aullido. Brotaron lágrimas de sus ojos, y de pronto me encontré a su lado, con la cabeza sobre su regazo.

—¡Una bellota peluda! —repitió.

—¡Shhh! —la acallé, mientras intentaba incorporarme.

—¡Una bellota peluda!

—¡Maxi!

—¿Qué? ¿Crees que va a oírme?

—Vive en Nueva Jersey —dije muy seria.

Maxi se subió a la barra e hizo bocina con las manos.

—Atención, clientes del bar —gritó—. Bellota Peluda reside en Nueva Jersey.

—¡Si no vas a enseñarnos las tetas, bájate de la barra! —gritó un tío borracho con sombrero de vaquero. Maxi le hizo un corte de mangas con elegancia y bajó.

—Casi podría ser un nombre propio —dijo—. Harry Acorn[12]. Harry A. Corn.

—No se lo puedes decir a nadie. A nadie.

—No te preocupes. No lo haré. Además, dudo seriamente de que el señor Corn se mueva en los mismos círculos.

—Vive en Nueva Jersey —repetí, y Maxi rió hasta que le salió tequila por la nariz.

—O sea, básicamente —dijo, una vez que dejó de moquear—, estás colgada de un tío con la polla pequeña que te trataba mal.

—No me trataba mal —dije—. Era muy dulce... y atento... y...

Pero ella no me estaba escuchando.

—Los dulces y atentos van a cinco céntimos la docena. Y también, lamento informarte, las pollas pequeñas. Puedes conseguir algo mejor.

—He de superarlo.

—¡Pues supéralo! ¡Insisto!

—¿Cuál es el secreto?

—¡El odio! —dijo Maxi—. ¡Ya te lo he dicho antes!

Pero no podía odiarle. Quería, pero no podía.

Contra mi voluntad, recordé algo tremendamente tierno. Una vez, cerca de Navidad, le dije que fingiera ser Papá Noel, y yo fingí que había ido al centro comercial para hacerme una foto. Me apoyé en su regazo, con cuidado de plantar bien los pies en el suelo para apoyar todo mi peso sobre él, y le susurré al oído: «¿Es verdad que Papá Noel sólo viene/se corre una vez al año?»[13] Rió como un loco, y lanzó una exclamación ahogada cuando apoyé una mano en su pecho y le hice caer en la cama y me acurruqué contra él mientras me ofrecía una versión espontánea y desafinada de All I Want for Christmas Is You.

—Toma —dijo Maxi, al tiempo que metía en mi mano un vaso de tequila—. Medicina.

Lo bebí de un trago. Maxi me agarró por la barbilla y me miró a los ojos. Me dio la impresión de que veía dos Maxis: ojos azules, cascada de pelo, distribución de pecas geométricamente perfecta, la barbilla un pelín demasiado puntiaguda, para no ser perfecta, sino dotada de un atractivo sobrecogedor. Parpadeé, y volvió a convertirse en una sola persona. Maxi me estudió con atención.

—Aún le quieres —dijo.

Agaché la cabeza.

—Sí —susurré.

Soltó mi barbilla. Mi cabeza golpeó en la barra. Maxi me levantó cogiéndome de los pasadores. El camarero parecía preocupado.

—Creo que ya ha bebido bastante —dijo. Maxi no le hizo caso.

—Tal vez deberías llamarle —dijo.

—No puedo —contesté, y de pronto tomé conciencia de que estaba muy borracha—. Me pondré en ridículo.

—Hay cosas peores que ponerse en ridículo.

—¿Como qué?

—Perder a alguien a quien amas porque eres demasiado orgullosa para llamar y arreglar las cosas —dijo—. Eso es peor. Bien, ¿cuál es su número?

—Maxi...

—Dame el número.

—Es una pésima idea.

—¿Por qué?

—Porque... —Suspiré, y noté que toda el tequila se apretujaba contra mi cráneo—. Porque ¿y si él no me quiere?

—En ese caso, es mejor que lo sepas de una vez por todas. Podemos intervenir como cirujanos y cauterizar la herida. Yo te enseñaré los poderes curativos del odio. —Me ofreció el teléfono—. Bien. El número.

Cogí el teléfono. Era una cosa diminuta, un juguete, del tamaño de mi pulgar. Lo desdoblé con cuidado, forcé la vista y tecleé los números con el pulgar.

Descolgó al primer timbrazo.

—¿Hola?

—Eh, Bruce. Soy Cannie.

—Holaaaa —dijo poco a poco, como sorprendido.

—Sé que esto es un poco raro, pero estoy en Nueva York, en este bar, y nunca adivinarías con quién...

Hice una pausa para tomar aliento. Él no dijo nada.

—He de decirte algo...

—Eh, Cannie...

—No, sólo quiero, sólo necesito... Has de escuchar. Escucha —articulé por fin. Las palabras salieron a borbotones—. Romper contigo fue un error. Ahora lo sé. Lo siento, Bruce..., y te echo mucho de menos, y cada día es peor, y sé que no lo merezco, pero si pudieras concederme otra oportunidad, sería muy buena contigo...

Oí los muelles que chirriaban cuando cambió de postura en la cama. Y la voz de alguien al fondo. Una voz femenina.

Eché un vistazo al reloj de pared, detrás de los sujetadores oscilantes. Era la una de la mañana.

—Te he interrumpido —dije como una estúpida.

—Eh, Cannie, no es el mejor momento...

—Pensé que necesitabas espacio —dije—, debido a la muerte de tu padre. Pero no es así, ¿verdad? Se trata de mí. Tú no me quieres.

Oí el ruido de algo que caía, y una conversación lejana entre murmullos. Habría puesto la mano sobre el receptor.

—¿Quién es ella? —chillé.

—Escucha, ¿cuándo te va bien que te llame? —preguntó Bruce.

—¿Vas a escribir sobre ella? —grité—. ¿Va a tener una inicial en tu maravillosa y fabulosa columna? ¿Es buena en la cama?

—Cannie —dijo Bruce poco a poco—, deja que te llame yo.

—No. No te preocupes. No es necesario —dije, y empecé a apretar botones hasta que encontré el de colgar.

Le devolví el teléfono a Maxi, que me miraba muy seria.

—Eso no tiene buena pinta —dijo.

Sentí que la sala daba vueltas. Sentí ganas de vomitar. Sentí que nunca más sería capaz de sonreír, que en algún lugar de mi corazón siempre iba a ser la una de la mañana, y estaría llamando al hombre que amaba y habría otra mujer en su cama.

—¿Cannie? ¿Me oyes? Cannie, ¿qué debo hacer?

Levanté mi cabeza de la barra. Me froté los ojos con el puño. Emití un profundo suspiro estremecido.

—Darme más tequila —dije—, y enseñarme a odiar.

 

 

Más tarde (mucho más tarde), en el taxi de regreso al hotel, apoyé la cabeza en el hombro de Maxi, sobre todo porque no podía sostenerla erguida. Sabía que había llegado al punto en que no tenía nada que perder, nada de nada. O tal vez era que ya había perdido lo más importante. ¿Y qué más daba?, pensé. Busqué en mi bolso la copia, algo mojada de tequila, de mi guión, que había embutido un millón de años antes, con la idea de que revisaría las escenas finales en el tren de vuelta.

—Toma —dije arrastrando las palabras, y metí el guión en las manos de Maxi.

—¿Es para mí? —gorjeó Maxi, como si interpretara una escena en que aceptaba un regalo de un extraño—. La verdad, Cannie, no deberías hacerlo.

—No —dije, mientras un breve rayo de lucidez se abría paso entre la niebla de alcohol—. No, probablemente no, pero voy a hacerlo.

Maxi, mientras tanto, pasaba las páginas con gestos ebrios.

—¿Qué essss?

Hipé y pensé, ya que hemos llegado hasta aquí, ¿para qué mentir?

—Es un guión que yo he escrito. Pensé que tal vez te gustaría leerlo, en el avión, por ejemplo, si te aburres otra vez. —Hipé un poco más—. No quiero imponer...

Los párpados de Maxi estaban a media asta. Metió el guión en su mochilita negra, doblando las primeras páginas.

—No te preocupes por eso.

—No has de leerlo si no quieres —dije—. Y si lo lees y no te gusta, dímelo. No te preocupes por herir mis sentimientos. —Suspiré—. Todo el mundo lo hace.

Maxi se inclinó y me envolvió en un desmañado abrazo. Sentí que los huesos de sus codos se me clavaban cuando me aferró con fuerza.

—Pobre Cannie —dijo—. No te preocupes. Yo voy a cuidar de ti.

La miré, tan dudosa como borracha.

—¿De veras?

Asintió con violencia, y los ricitos se agitaron alrededor de su cara.

—Yo cuidaré de ti —repitió—, si tú cuidas de mí. Si eres mi amiga, nos cuidaremos la una a la otra.