Capítulo 7
Las básculas del Centro de Trastornos Alimentarios de la Universidad de Filadelfia parecían carretillas de carne. Las plataformas eran cuatro veces más grandes que las básculas normales, rodeadas de barandillas. No era difícil sentirse como ganado cuando subías para pesarte, como me ocurría cada dos semanas desde septiembre.
—Esto es muy peculiar —dijo el doctor K., mientras miraba la pantalla digital de la báscula—. Has perdido cuatro kilos.
—No puedo comer —musité.
—Quieres decir que comes menos —contestó.
—No, quiero decir que cada vez que me meto algo en la boca, vomito.
Me miró fijamente y luego desvió la vista hacia la báscula. La cifra era la misma.
—Vamos a mi despacho —sugirió.
Se repitió la escena: yo en la silla, él detrás del escritorio, mi expediente, cada vez más grueso, abierto delante de él. Estaba más bronceado que la última vez, y hasta era posible que más delgado, flotando en su bata blanca. Habían pasado seis semanas desde la última vez que había visto a Bruce, y las cosas no iban como yo había esperado.
—La mayoría de pacientes ganan peso antes de que empecemos con la sibutramina —dijo—. Es una especie de último hurra. Por lo tanto, tal como he dicho, esto es muy peculiar.
—Ha pasado algo —dije. Me miró fijamente.
—¿Otro artículo?
—El padre de Bruce murió. Bruce, mi novio..., ex novio. Su padre murió el mes pasado.
El hombre miró sus manos, el expediente, y luego, al fin, posó los ojos en mí.
—Lo siento.
—Me llamó... y me lo dijo... y me pidió que fuera al funeral..., pero no me dejó quedarme. No dejó que me quedara con él. Fue tan espantoso..., y tan triste..., y el rabino dijo que el difunto iba a jugueterías, y yo me sentí tan mal...
Parpadeé para reprimir las lágrimas. El doctor K. me tendió una caja de Kleenex sin decir palabra. Se quitó las gafas y apretó el puente de su nariz con dos dedos.
—Soy una mala persona —solté. Él me dirigió una mirada bondadosa.
—¿Por qué? ¿Porque rompiste con él? Qué tontería. ¿Cómo podías saber que iba a pasar eso?
—No, ya sé que no podía. Pero ahora, es como... Lo único que deseo es estar con él, y quererle, y él no me deja, y yo me siento tan... sola...
El médico suspiró.
—El fin de una relación siempre es duro. Aunque nadie muera, aunque la separación sea de mutuo acuerdo, y no haya un tercero en discordia. Incluso si eres tú la que da el primer paso. Nunca es fácil. Siempre hace daño.
—Tengo la sensación de haber cometido una gigantesca equivocación. De no haber pensado bien las cosas. Creía saber... cómo sería estar separada de él. Pero no era cierto. No podía. Nunca imaginé algo como esto. Lo único que hago es echarle de menos...
Tragué saliva, con otro sollozo entrecortado. No podía explicarlo. Toda la vida esperando al tío que me conquistara, que comprendiera mi dolor. Creía saber lo que era el dolor, pero ahora sabía que nunca me había sentido tan mal.
El médico concentró sus ojos en un punto de la pared situado sobre mi cabeza mientras yo lloraba. Después abrió un cajón, sacó una libreta y empezó a escribir.
—¿Estoy expulsada del curso? —pregunté.
—No —dijo—. Tendrás que volver a comer antes de que pase mucho tiempo, por supuesto, pero creo que sería una buena idea que fueras a hablar con alguien.
—Oh, no —dije—. Terapia no.
Me dirigió una sonrisa torcida.
—¿Intuyo cierta antipatía?
—No, no tengo nada contra eso, pero sé que no me servirá de nada. Afronto la situación de una manera realista. Cometí una enorme equivocación. No estaba segura de que le quisiera lo suficiente, y ahora sé que sí, y su padre ha muerto y él ya no me quiere. —Enderecé la espalda y sequé mi cara—. Pero aún quiero hacer esto. De veras. Quiero sentirme bien haciendo algo. Quiero sentir que estoy haciendo algo bien.
Me sentó de nuevo en la mesa de examen, y ató con movimientos delicados un tubo de goma alrededor de mi bíceps, y luego dijo que cerrara la mano. Aparté la vista cuando clavó la aguja, pero lo hizo con tal destreza que apenas me di cuenta. Los dos miramos el frasco de cristal que se llenaba de mi sangre. Me pregunté en qué estaría pensando.
—Casi hemos terminado —dijo en voz baja, antes de extraer la aguja y apretar un trozo de gasa contra la herida.
—¿Me va a dar un caramelo? —bromeé. Lo que me dio fue una tirita, y el pedazo de papel en que había escrito dos nombres y dos números de teléfono.
—Toma —dijo—. Por cierto, Cannie, has de comer, y si descubres que no puedes, llámanos, y en ese caso sugiero que llames a uno de estos asesores.
—Soy tan enorme que, ¿cree de verdad que unos pocos días más de ayuno van a matarme?
—No es saludable —dijo muy serio—. Puede producir un efecto adverso en tu metabolismo. Sugiero que empieces con cosas fáciles... Tostadas, plátanos, gaseosa baja en calorías.
En el vestíbulo me entregó un fajo de papeles de unos ocho centímetros de grosor.
—Sigue haciendo ejercicio —dijo—. Te ayudará a sentirte mejor.
—Habla como mi madre —dije, y metí todo en el bolso.
—Cannie. —Apoyó una mano sobre mi brazo—. No te lo tomes tan a pecho.
—Lo sé —dije—, pero ojalá las cosas fueran diferentes.
—Todo irá bien —me dijo con firmeza—. Y...
Enmudeció. Parecía incómodo.
—¿Te acuerdas cuando dijiste que eras una mala persona?
—Oh —dije, avergonzada—. Lo siento. Es esta tendencia a ponerme un poco melodramática.
—No, no. Está bien. Sólo quería decirte...
Las puertas del ascensor se abrieron, y la gente que había dentro me miró. Yo miré al médico y retrocedí.
—No lo eres —dijo—. Nos veremos en clase.
Fui a casa y me arrojé sobre el teléfono. El único mensaje era de Samantha.
—Hola, Cannie, soy Sam... No, no soy Bruce, de modo que quítate esa expresión patética de la jeta y llámame si te apetece ir a dar un paseo. Te invitaré a café helado. Será fantástico. Mejor que un novio. Adiós.
Colgué el teléfono, y lo descolgué en cuanto empezó a sonar. Tal vez esta vez sea Bruce, pensé. Era mi madre.
—¿Dónde has estado? —preguntó—. Te he estado llamando sin parar.
—No dejaste ningún mensaje —señalé.
—Sabía que te pillaría tarde o temprano. ¿Córmo va todo?
—Oh, ya sabes...
Me callé. Mi madre se había esforzado desde la muerte del padre de Bruce. Había enviado una tarjeta a la familia y hecho una donación al templo. Me había llamado cada noche, e insistido en que fuera a las series de la liguilla de softball y viera a las Switch Hitters derrotar a Nine Women Out. Era una atención de la que habría podido pasar, pero sabía que su intención era buena.
—¿Caminas? —preguntó—. ¿Montas en bicicleta?
—Un poco —suspiré.
Recordé que Bruce se quejaba de que pasar el tiempo en mi casa se parecía más a una sesión de entrenamiento de triatlón que a unas vacaciones, porque mi madre siempre estaba intentando organizar una caminata, una excursión en bicicleta, un partido de baloncesto en el Centro Judío, donde inspeccionaba los progresos de mi hermano, mientras yo sudaba en una StairMaster y Bruce leía la sección de deportes en el salón social.
—Voy a dar un paseo —dije—. Saco a Nifkin cada día.
—¡Eso no es suficiente, Cannie! Deberías venir a casa. Vendrás por el Día de Acción de Gracias, ¿verdad? ¿Vendrás el miércoles?
Huy. El Día de Acción de Gracias. El año pasado, Tanya había invitado a otra pareja, ambas mujeres, por supuesto. Una de ellas no tocaba la carne, y se refería a los heterosexuales como «sementales», mientras que su novia, cuyo corte de pelo y anchos hombros la dotaban de un singular parecido con mi ligue del baile de fin de curso, no se había movido de su lado, con expresión avergonzada, y luego desapareció en el salón, donde la encontramos horas después viendo un partido de fútbol americano. Tanya, cuya adicción al Marlboro había aniquilado sus papilas gustativas, se pasó toda la comida yendo de la cocina a la mesa, trayendo un cuenco tras otro de guarniciones requemadas, recocidas y saladas en exceso, más hamburguesas de tofu para los vegetarianos. Josh se había largado el jueves por la noche, murmurando algo sobre los exámenes finales, y Lucy pasó todo el rato colgada del teléfono con un misterioso amigo, el cual, como averiguamos más tarde, estaba casado y le llevaba veinte años.
—Nunca más —susurré a Bruce aquella noche, mientras intentaba encontrar una postura cómoda en el sofá lleno de bultos, al tiempo que Nifkin temblaba detrás de un altavoz estéreo. El telar de Tanya ocupaba el espacio que antes había albergado mi cama, y siempre que íbamos a casa yo tenía que acampar en la sala de estar. Además, sus dos malvadas gatas, Gertrude y Altee, se turnaban en acosar a Nif.
—¿Por qué no vienes a casa a pasar el fin de semana? —preguntó mi madre.
—Estoy ocupada —contesté.
—Estás obsesionada —corrigió—. Apuesto a que estás ahí sentada, leyendo viejas cartas de amor de Bruce, con ganas de que yo cuelgue por si él llama.
Maldición. ¿Cómo lo hace?
—No —dije—. Tengo espera de llamada.
—Eso es tirar el dinero. Escucha, Cannie, es evidente que está furioso contigo. No va a volver corriendo...
—Soy consciente de eso —dije con frialdad.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—Le echo de menos.
—¿Por qué? ¿Qué echas tanto de menos?
No dije nada por un momento.
—Déjame preguntarte algo —dijo mi madre con suavidad—. ¿Has hablado con él?
—Sí. Hablamos.
La verdad era que me había desmoronado y le había llamado dos veces. Ambas llamadas habían durado menos de cinco minutos, y las dos habían terminado cuando él dijo, con mucha educación, que necesitaba hacer algo.
Mi madre insistió.
—¿Él te ha llamado?
—No mucho. No exactamente.
—¿Quién termina las llamadas? ¿Tú o él?
Esto se estaba poniendo peligroso.
—Veo que has retomado la costumbre de dar consejos heterosexuales.
—Tengo permiso —dijo mi madre alegremente—. Bien, ¿quién cuelga el teléfono?
—Depende —mentí. En realidad, era Bruce. Siempre Bruce. Era lo que Sam había dicho. Yo era patética, y lo sabía, y no podía evitarlo, lo cual era todavía peor.
—Cannie —dijo—, ¿por qué no le dejas en paz una temporada? Concédete una tregua a ti también. Ven a casa.
—Estoy ocupada —objeté, pero noté que empezaba a flaquear.
—Haremos galletas en el horno. Iremos a dar largos paseos. Haremos excursiones en bicicleta. Tal vez viajemos a Nueva York a pasar un día...
—Con Tanya, por supuesto.
Mi madre suspiró.
—Cannie —dijo—, sé que no te cae bien, pero es mi compañera... ¿No puedes intentar ser amable?
Medité.
—No. Lo siento.
—Podemos estar algunos ratos a solas como madre e hija, si lo prefieres así.
—Tal vez —dije—. Estoy ocupada, y he de ir a Nueva York el próximo fin de semana. ¿No te lo había dicho? Entrevisto a Maxi Ryder.
—¿De veras? Estaba estupenda en esa película escocesa.
—Se lo diré.
—Escucha, Cannie. No le vuelvas a llamar. Dale tiempo.
Sabía qué tenía razón, por supuesto. Porque, a) yo no era estúpida, y b) me lo había dicho Samantha, y todos los amigos y conocidos enterados de la situación, y probablemente me lo habría dicho también Nifkin, en el caso de que pudiera hablar. Pero no podía evitarlo. Me había convertido en alguien a quien habría compadecido en otra vida, alguien que buscaba señales, que analizaba pautas, que desmenuzaba cada palabra de una conversación a la caza y captura de significados ocultos, señales secretas, el trasfondo que decía: «Sí, aún te quiero, pues claro que aún te quiero».
—Me gustaría verte —le dije con timidez, durante la Conversación de Cinco Minutos número 2. Bruce suspiró.
—Creo que deberíamos esperar —dijo—. No quiero volver al redil a las primeras de cambio.
—Pero, ¿nos veremos en algún momento? —pregunté, con una voz apenas audible indigna de mí, y volvió a suspirar.
—No lo sé, Cannie. No lo sé.
Pero un «no lo sé» no era un «no», razoné, y en cuanto tuviera la oportunidad de estar con él, de decirle cuánto lo sentía, de demostrarle lo mucho que podía darle, lo mucho que deseaba estar de nuevo con él..., bien, me aceptaría de nuevo. Pues, claro que sí. ¿Acaso no había sido él el primero en decir «te quiero» tres años atrás, cuando nos abrazamos en mi cama? ¿Y no era él quien siempre hablaba de matrimonio, siempre se detenía en nuestros paseos para admirar bebés, siempre me desviaba hacia los escaparates de las joyerías cuando paseábamos por Sansom Street, me besaba el dedo anular y me aseguraba que siempre estaríamos juntos?
Era inevitable, intentaba decirme. Es una simple cuestión de tiempo.
—Déjame preguntarte algo —empecé.
Andy, el crítico de gastronomía, se enderezó las gafas sobre la nariz y murmuró en su manga.
—Las paredes están pintadas de verde claro, con molduras doradas —dijo en voz baja—. Muy francés.
—Es como estar dentro de un huevo de Fabergé —comenté, mientras paseaba la vista a mi alrededor.
—Como estar dentro de un huevo de Fabergé —repitió Andy. Oí un clic apenas audible cuando desconectó la grabadora oculta en su bolsillo.
—Explícame cómo sois los hombres —dije.
—¿Podemos elegir nuestros platos antes? —replicó Andy. Era nuestro trato habitual: primero la comida, y después mis preguntas sobre los hombres y la vida conyugal. Hoy íbamos a probar la última crepería inaugurada en vistas a una posible crítica.
Andy examinó la carta.
—Me interesan el paté, los caracoles, las verduras con pera y gorgonzola tibio, y el hojaldre con setas, como entrantes —ordenó—. Tú puedes elegir la crep que más te guste como plato principal, excepto la de queso.
—¿Ellen? —conjeturé.
Andy asintió. Por una de esas supremas ironías de la vida, la mujer de Andy, Ellen, poseía el paladar menos aventurero de todos los tiempos. Evitaba salsas, especias, la mayoría de cocinas étnicas, y siempre analizaba las cartas con el ceño fruncido, a la búsqueda desesperada de cosas como pechugas de pollo al horno, o purés de patatas que no llevaran trufa, ajo ni elementos extraños. Su velada ideal, me confesó en una ocasión, consistía en películas de alquiler y waffles congelados «con esa especie de jarabe que no lleva nada de arce». Andy la adoraba..., incluso cuando fastidiaba sus comidas de trabajo pidiendo otra ensalada César o pescado a la plancha.
El camarero se acercó para llenar nuestras copas de agua.
—¿Alguna duda? —preguntó, arrastrando las palabras.
A juzgar por sus modales espontáneos, más la pintura azul incrustada bajo sus uñas, lo clasifiqué como camarero de día, artista de noche. Parecía poseído por una indiferencia gigantesca, suprema, inasequible al desaliento. Presta atención, intenté comunicarle por telepatía. No lo logré.
Yo pedí los caracoles y la crep de gambas, tomate y espinacas a la crema. Andy eligió el paté y la ensalada, y una crepé con setas, queso de cabra y almendras tostadas. Pedimos una copa de vino blanco para cada uno.
—Bien —dijo Andy, mientras el camarero se alejaba en dirección a la cocina—, ¿en qué puedo ayudarte?
—¿Cómo es posible que ellos...? —empecé. Andy levantó la mano.
—¿Estamos hablando en abstracto o en concreto?
—Se trata de Bruce —confesé.
Andy puso los ojos en blanco. Bruce no le caía nada bien..., desde la primera y última comida profesional a la que había acudido. Bruce era todavía peor que Ellen. «Un maníaco vegetariano —me había comunicado Andy al día siguiente, en el trabajo—, es la peor pesadilla de un crítico de gastronomía.» Encima de no encontrar nada que le apeteciera, Bruce había logrado inclinar tanto la carta hacia la vela de nuestra mesa que le prendió fuego, lo cual provocó que tres camareros y el sumiller vinieran al rescate de Andy, al cual encerraron en el lavabo de caballeros para preservar su anonimato. «Es difícil pasar inadvertido —indicó con cautela al día siguiente— cuando te rocían con un extintor de incendios.»
—Sólo quiero saber —dije—, o sea, lo que no entiendo...
—Escúpelo, Cannie —me azuzó Andy.
El camarero volvió, depositó mis caracoles delante de Andy, el paté de Andy delante de mí, y se marchó a toda prisa.
—Perdón —le llamé—. ¿Podría traerme un poco más de agua, por favor, cuando tenga tiempo?
Todo el cuerpo del camarero pareció que suspirara cuando cogió la jarra.
Una vez llenas nuestras copas, Andy y yo nos cambiamos los platos, y yo esperé a que describiera y probara el plato antes de continuar.
—Bien, es como si, de acuerdo, ya sé que fui yo quien quiso tomarse un respiro, y ahora le echo de menos, y este dolor...
—¿Es un dolor agudo y puntual, o sordo y constante?
—¿Te estás burlando de mí?
Andy me miró a los ojos, sus ojos castaños desorbitados e inocentes detrás de sus gafas con montura de oro.
—Bien, tal vez un poco —dijo por fin.
—Me ha olvidado por completo —gruñí, mientras pinchaba un caracol—. Como si nunca le hubiera importado..., como si yo no hubiera significado nada para él.
—Estoy confuso —dijo Andy—. ¿Quieres que vuelva, o sólo estás preocupada por tu herencia?
—Ambas cosas. Sólo quiero saber... —Tragué un sorbo de vino para reprimir las lágrimas—. Sólo quiero saber que he significado algo.
—El que esté actuando como si no hubieras significado nada no quiere decir que sea cierto —razonó Andy—. Es puro teatro.
—¿Tú crees?
—Ese tío te adoraba —dijo Andy—. No fingía.
—Pero ¿por qué ni siquiera quiere hablar conmigo ahora? ¿Cómo puede ser tan...?
Acuchillé el aire con una mano para indicar un final violento y terminante.
Andy suspiró.
—Para algunos tíos, es así.
—¿Para ti lo es? —pregunté.
Pensó unos momentos, y luego asintió.
—Para mí, cuando algo acababa, era para siempre.
Vi por encima de su hombro que nuestro camarero se acercaba..., nuestro camarero, más otros dos camareros, seguidos por un hombre moreno de aspecto angustiado que llevaba un delantal sobre el traje. El encargado, supuse. Lo cual significaba aquello que Andy más temía: alguien le había reconocido.
—¡Monsieur! —empezó el hombre del traje, mientras nuestro camarero servía nuestros segundos, otro llenaba nuestras copas de agua y un tercero limpiaba las escasas migas de nuestra mesa—. ¿Está todo a su gusto?
—Todo bien —dijo Andy con voz débil, mientras Camarero Uno colocaba cubiertos nuevos junto a nuestros platos, Camarero Dos disponía mantequilla y pan en el centro de la mesa, y Camarero Tres se apresuraba a encender la vela.
—Avísenos si necesita algo, por favor. ¡Lo que sea! —concluyó el encargado.
—Lo haré —dijo Andy, mientras los tres camareros se ponían en fila y nos miraban, con aspecto angustiado y algo resentido, antes de retroceder hasta las esquinas del restaurante, desde las cuales no dejaron de observar todos nuestros movimientos.
A mí me dio igual.
—Creo que he cometido un error —dije—. ¿Has roto alguna vez con alguien, y pensado después que te habías equivocado?
Andy negó con la cabeza, y me ofreció sin palabras un pedazo de su crep.
—¿Qué debería hacer?
Masticó, con aspecto pensativo.
—No sé si son setas naturales. Podrían ser de lata, o congeladas.
—Estás cambiando de tema —gruñí—. Eres... Oh, Dios. Soy un coñazo, ¿verdad?
—Nunca —dijo Andy con lealtad.
—Sí que lo soy. Me he convertido en una de esas horribles personas que hablan siempre de su ex novio, hasta que nadie las aguanta y se quedan más solas que la una...
—Cannie...
—... y empiezan a beber solas, y hablan con sus animales domésticos, cosa que yo hago, por cierto... Oh, Dios —dije, y fingí a medias que me derrumbaba sobre el plato de pan—. Qué desastre.
El encargado se acercó a toda prisa.
—¡Madame! —exclamó—. ¿Se encuentra bien?
Me enderecé, y sacudí migas de pan de mi jersey.
—No pasa nada —dije. El hombre se alejó, y yo me volví hacia Andy—. ¿Desde cuándo me he convertido en una madame? —pregunté con pesar—. Juro que la última vez que fui a un restaurante francés, me llamaron mademoiselle.
—Animo —dijo Andy, y me pasó los restos del paté—. Vas a encontrar a alguien mucho mejor que Bruce, y no será vegetariano, y serás feliz, y yo seré feliz, y todo irá de maravilla.