Capítulo 3

El lunes por la mañana estaba sentada en una sala de espera llena de mujeres demasiado grandes para cruzar las piernas, todas encajadas en butacas poco adecuadas, en el séptimo piso del Centro de Trastornos Alimentarios de la Universidad de Filadelfia, y pensé que si yo estuviera al frente del lugar pondría sofás.

—Unas cuantas preguntas —había dicho la sonriente y esquelética secretaria apostada detrás de la mesa, al tiempo que me daba un grueso fajo de formularios, una tablilla y un bolígrafo—. Allí está el desayuno —añadió con jovialidad, y señaló una pila de bollos disecados, un tubo de queso fresco desnatado y una jarra de zumo de naranja con una gruesa película de pulpa flotando encima. Cualquiera come algo aquí, pensé; huí de los bollos y me senté con los formularios bajo un cartel que rezaba: «¡Cambiar el rumbo... día a día!», con una modelo en mallas brincando a través de un campo lleno de flores, cosa que yo no haría por más esquelética que me quedara.

Nombre. Eso era fácil. Estatura. Ningún problema. Peso actual. Aj. Peso mínimo alcanzado en la edad adulta. ¿Catorce años colarían como adulta? Motivos para querer perder peso. Pensé un momento, y luego escribí: «He sido humillada en publicación nacional». Pensé un momento, y añadí: «Me gustaría sentirme más a gusto conmigo misma».

Siguiente página. Historial dietético. Pesos máximos, pesos mínimos, programas qué había seguido, cuánto había perdido, cuánto tiempo había conservado ese peso mínimo. «Haga el favor de utilizar el reverso si necesita más espacio», decía el formulario. Lo necesitaba. De hecho, a juzgar por la rápida mirada que eché a la sala, todo el mundo lo necesitaba. Una mujer llegó a pedir más papel.

Página tres. Peso de los padres. Peso de los abuelos. Peso de los hermanos. Los calculé a ojo. No eran cosas de las que se hablara en la mesa cuando la familia se reunía. ¿Me purgaba, abusaba de los laxantes, hacía ejercicio compulsivamente? Si lo hiciera, pensé, ¿tendría este aspecto?

Haga la lista de sus cinco restaurantes favoritos. Bien, esto sería fácil. Bastaba con recorrer mi calle y pasar ante cinco fabulosos lugares donde comer, un poco de todo, desde rollos de primavera a tiramisú, en menos de tres manzanas. Filadelfia aún vivía a la sombra de Nueva York, y a menudo tenía el carácter de una resentida hermana menor que nunca había conseguido la matrícula de honor o el homenaje deseado, pero el renacimiento de nuestra restauración era real, y yo vivía en el barrio que albergaba la primera crepería, el primer japonés y el primer local de cenas con espectáculo de drag queens (travestís mediocres, calamares divinos). También contábamos con las dos cafeterías obligatorias por manzana, que me habían atrapado con capuchinos y magdalenas con virutas de chocolate. No era el desayuno de los campeones, lo sabía, pero ¿qué podía hacer una chica, excepto intentar compensar, esquivando los locales de filetes con queso de cada esquina? Para colmo, Andy, el único amigo de verdad que había hecho en el periódico, era el crítico de gastronomía, y le acompañaba a menudo cuando iba a hacer sus críticas, y comía foie gras, y rillettes de liebre, y buey, y venado, y lubina al horno, en los mejores restaurantes de la ciudad, mientras Andy murmuraba en el micrófono con el cable enrollado en el cuello.

Cinco platos favoritos. Esto se estaba poniendo difícil. Los postres, en mi opinión, constituían una categoría aparte de los platos principales, y el desayuno era otra cosa muy distinta, y las cinco cosas mejores que sabía cocinar no tenían nada que ver con las cinco cosas mejores que podía comprar. El puré de patatas y el pollo asado me salían bien, pero ¿podía compararlos con las tartas de chocolate y la crème brûlée de la pastelería parisina de Lombard Street? ¿O con las hojas de parra rellenas a la plancha de Vietnam, el pollo frito de Delilah's y los brownies de Le Bus? Escribí, taché, recordé el budín de chocolate de Silk City Dinner, al horno y con crema inglesa, y tuve que empezar de nuevo.

Siete páginas de historial médico. ¿Tenía soplo cardíaco, hipertensión, glaucoma? ¿Estaba embarazada? No, no y mil veces no. Seis páginas de historial emocional. ¿Comía cuando estaba disgustada? Sí. ¿Comía cuando estaba contenta? Sí. ¿Me arrojaría sobre aquellos bollos y el queso fresco de aspecto repugnante, de no ser por estar acompañada? Ya puedes apostar a que sí.

Páginas de psicología. ¿Me deprimía con frecuencia? Rodeé con un círculo «a veces». ¿Pensaba en el suicidio? Me encogí, y después rodeé con un círculo «muy poco». ¿Insomnio? No. ¿Sensación de inutilidad? Sí, aunque sabía que no era una inútil. ¿Fantaseaba en ocasiones con cortar partes carnosas o fofas de mi cuerpo? Caramba, ¿no le pasa a todo el mundo? Haga el favor de añadir alguna idea adicional. Escribí: «Soy feliz en todos los aspectos de mi vida, excepto en lo tocante a mi apariencia física». Y después añadí: «Y a mi vida amorosa».

Reí un poco. La mujer embutida en la butaca de al lado me dirigió una sonrisa vacilante. Llevaba uno de esos atuendos que siempre he considerado de gorda chic: mallas y blusa de un azul pálido, con margaritas bordadas sobre la pechera. Un atuendo bonito, aunque no barato, sino divertido y enrollado. Es como si los diseñadores de moda decidieran que, cuando la mujer alcanzaba cierto peso, ya no necesitaba trajes de chaqueta, faldas y blazers, sino chándales de fantasía, e intentaran disculparse por vestirnos como teletubis envejecidas a base de margaritas estarcidas en la pechera.

—Río para no llorar —expliqué.

—Lo he captado —dijo ella—. Soy Lily.

—Yo me llamo Candace. Cannie.

—¿Candy no?

—Creo que mis padres decidieron no darles más motivos de befa y mofa a los chicos del colegio[4] —dije. Ella sonrió. Llevaba el pelo, negro y lustroso, estirado hacia atrás y cargado de abalorios similares a palillos, y llevaba botones en forma de diamante, del tamaño de cacahuetes, en las orejas.

—¿Crees que esto funcionará? —pregunté. Encogió sus gruesos hombros.

—Seguía la dieta del phen-fen —contestó—. Esas pildoras para adelgazar. Perdí treinta y cinco kilos.

Introdujo la mano en su bolso. Yo sabía lo que se avecinaba. Las mujeres normales llevan fotos de sus hijos, sus maridos, sus segundas residencias. Las mujeres gordas llevan fotos de cuando eran más delgadas. Lily me enseñó una foto de cuerpo entero, con un vestido negro, y después de perfil, con minifalda y jersey. Tenía un aspecto tremendo.

—Phen-fen —suspiró. Su busto parecía algo gobernado por las mareas y la gravedad, ajeno a la voluntad humana—. Me iba tan bien —dijo. Una mirada nostálgica apareció en sus ojos—. Nunca tenía hambre. Era como volar.

—Las anfetas también obran esos efectos —comenté.

Lily no me escuchaba.

—El día que lo retiraron del mercado lloré. Me esforcé lo que pude, pero recuperé todo lo que había perdido en diez minutos, o al menos eso me pareció a mí. —Entornó los ojos—. Habría matado por conseguir más phen-fen.

—Pero... —empecé, vacilante—. ¿No provocaba problemas cardíacos?

Lily resopló.

—Si me dejaran elegir entre estar así de gorda y estar muerta, juro que me lo habría pensado. ¡Es ridículo! Me bastaría recorrer dos manzanas para comprar «crack», pero no puedo conseguir phen-fen de ninguna manera.

—Oh.

No se me ocurrió nada más que decir.

—¿Nunca has probado el phen-fen?

—No. Sólo Weight Watchers.

Mis palabras provocaron un coro de lamentos, y todas las mujeres que me rodeaban pusieron los ojos en blanco.

—¡Weight Watchers!

—Qué chorrada.

—Pero una chorrada cara.

—Ponerse en fila para que un ser esquelético te pese...

—Y las balanzas nunca estaban equilibradas —dijo Lily, jaleada por un coro de entusiastas seguidoras.

La flaca del escritorio compuso una expresión preocupada. ¡Las gordas se rebelaban! Sonreí, cuando imaginé que invadíamos la sala como un ejército de obesas con pantalones elásticos, derribábamos las básculas, la máquina de medir la tensión, arrancábamos de las paredes las gráficas que relacionaban la estatura con el peso, y obligábamos a todas las empleadas esqueléticas a comérselas, mientras nosotras devorábamos los bollos y el queso fresco desnatado.

—¿Candace Shapiro?

Un médico alto de voz muy profunda me estaba llamando. Lily estrechó mi mano.

—Buena suerte —susurró—. ¡Si guarda muestras de phen-fen, cógelas!

El médico era un cuarentón delgado (por supuesto), cuyas sienes empezaban a teñirse de gris, de grandes ojos castaños, que me estrechó la mano con energía. También era extremadamente alto. Incluso con mis Doc Martens de suela gruesa apenas le llegaba a los hombros, lo cual significaba que debía de medir cerca de dos metros. Su nombre sonaba como doctor Krushelevsky, sólo que con más sílabas.

—Puede llamarme doctor K. —dijo, con su voz tan absurdamente lenta y profunda.

Yo esperaba que renunciara a imitar a Barry White y hablara como una persona normal, pero no lo hizo, por lo cual deduje que aquella era su voz auténtica. Me senté, con el bolso apretado contra mi pecho, mientras él pasaba las páginas de mi formulario, se demoraba en algunas respuestas, reía sin disimulos de otras. Paseé la vista a mi alrededor, con el propósito de relajarme. Su despacho era encantador. Sofás de piel, un escritorio repleto de cosas, pero sin exagerar, una alfombra de aspecto oriental cubierta de columnas de libros, papeles, revistas, y un compacto de televisión y vídeo en una esquina, y una nevera pequeña con una cafetera encima en otra esquina. Me pregunté si alguna vez dormía aquí..., si el sofá se convertía en una cama. Era el tipo de lugar que te daba ganas de habitar.

—¿Humillada en una publicación nacional? —leyó en voz alta—. ¿Qué pasó?

—Huy —dije—. No querrá saberlo.

—Sí, de veras. Creo que nunca había leído una respuesta tan curiosa.

—Bien, mi novio —me encogí—. Ex novio. Perdón. Escribe una columna en Moxie...

—«¿Bueno en la cama?» —preguntó el médico.

—Pues sí. Me gusta pensar eso.

El médico se ruborizó.

—No... Quiero decir...

—Sí, es la columna que Bruce escribe. No me diga que la lee.

Si un dietista cuarentón la había leído, cabía suponer que todos mis conocidos también.

—De hecho, la recorté. Pensé que a nuestras pacientes les haría gracia.

—¿Cómo? ¿Por qué?

—Bien, se trata de un análisis bastante preciso de..., de...

—¿Una chica gorda?

El médico sonrió.

—No la llamaba así en ningún momento.

—Pero casi.

—¿Ha venido a causa del artículo?

—En parte.

El médico me miró.

—Bien, sobre todo por eso —continué—. Es que... Nunca me había considerado... así. Una mujer rolliza. O sea, sé que soy... rolliza..., y sé que debería adelgazar. O sea, no soy ciega, ni ajena a la cultura, ni a las expectativas de los norteamericanos respecto de sus mujeres...

—¿Ha venido a causa de las expectativas norteamericanas?

—Quiero estar delgada. —Me miró, expectante—. Bueno, más delgada, al menos.

Pasó las hojas del formulario.

—Sus padres son gordos —dijo.

—Bueno..., más o menos. Mi mamá está un poco entrada en carnes. A mi padre hace años que no le veo. Cuando se fue tenía un poco de barriga, pero... —Hice una pausa. La verdad era que no sabía dónde vivía mi padre, y cuando hablaban de él, nunca sabía qué decir—. No tengo ni idea de cuál será su aspecto en este momento.

El médico levantó la vista.

—¿No le ve?

—No.

Garrapateó una nota.

—¿Cómo son sus hermanos?

—Los dos delgados —suspiré—. Yo soy la única de los tres que salió obesita.

El médico rió.

—«Que salió obesita.» Nunca había oído esa expresión.

—Sí, bueno. Tengo un millón más.

Pasó más páginas.

—¿Es usted reportera?

Asentí. Volvió hacia atrás.

—Candace Shapiro... He visto su nombre.

—¿De veras?

Qué sorpresa. La mayoría de los civiles se saltaban los nombres de los autores de artículos.

—A veces escribe sobre televisión. —Asentí—. Es usted muy graciosa. ¿Le gusta su trabajo?

—Me encanta mi trabajo —contesté, y lo dije en serio. Cuando no estaba obsesionada por la tensión a la que me sentía sometida, el estar expuesta a la mirada pública por ser una reportera, la lucha entre camaradas por conseguir nuevos reportajes y soñar con la tienda de bollos, me lo pasaba de coña—. Es muy divertido. Interesante, fascinante..., todo eso.

Escribió algo en el expediente.

—¿Y usted cree que su peso afecta a la calidad de su trabajo..., al dinero que gana, a sus ascensos?

Pensé por un momento.

—No. Bien, a veces, algunas de las personas a las que entrevisto..., bueno, son delgadas, y yo no, y me pongo un poco celosa, o me pregunto si piensan que soy perezosa o algo por el estilo, y cuando escribo los artículos he de ir con cuidado, para que mis sentimientos no influyan en lo que digo sobre ellas. Pero soy una buena profesional. La gente me respeta. Hay quien me teme incluso. Y es un periódico sindicado, de modo que no tengo problemas económicos.

El hombre rió, siguió pasando las hojas y se detuvo en la página de psicología.

—¿Hizo terapia el año pasado?

—Unas ocho semanas.

—¿Puedo preguntar por qué?

Medité un momento. No es fácil confesar a alguien a quien acabas de conocer que tu madre ha anunciado, a los cincuenta y seis años, que es gay. Sobre todo a alguien que parecía un James Earl Jones delgado y blanco, y a quien le haría tanta gracia que lo repetiría en voz alta. Incluso más de una vez.

—Asuntos familiares —dije, por fin.

Se limitó a mirarme.

—Mi madre había iniciado... una nueva relación, que avanzaba muy deprisa, y yo me sentía un bicho raro.

—¿Ayudó la terapia?

Pensé en la mujer que me había asignado mi mutua, una mujer tímida con rizos a lo Annie la Huerfanita, con gafas sujetas alrededor del cuello y que parecía un poco asustada de mí. Tal vez escuchar lo de mi madre recién convertida al lesbianismo y lo de mi padre ausente, antes de transcurridos cinco minutos de sesión, fue demasiado para ella. Siempre tenía ese aspecto de estar encogida, como si temiera que en cualquier momento me precipitara sobre su mesa, apartara de un manotazo la caja de Kleenex e intentara estrangularla.

—Supongo que sí. El principal punto de la terapeuta era que no puedo cambiar lo que otros miembros de mi familia hacen, pero sí puedo cambiar la forma de reaccionar ante sus actos.

Garabateó algo en mi expediente. Probé una inclinación sutil para verlo, pero tenía la página ladeada en un ángulo difícil.

—¿Fue un buen consejo?

Me estremecí por dentro, cuando recordé que Tanya se había mudado a las seis semanas de que mi madre y ella empezaran a salir, y su primer acto de toma de posesión consistió en sacar todos los muebles de lo que había sido mi dormitorio y sustituirlos por sus abigarrados potingues bronceadores y libros de autoayuda, más su telar de dos toneladas. A modo de agradecimiento, tejió a Nifkin un pequeño jersey a rayas. Nifkin lo utilizó una vez, y luego lo devoró.

—Imagino que sí. O sea, la situación no es perfecta, pero digamos que me estoy acostumbrando.

—Bien, estupendo —dijo, y cerró mi expediente—. La cuestión es ésta, Candace.

—Cannie —rectifiqué—. Sólo me llaman Candace cuando estoy en apuros.

—Cannie, pues. Estamos llevando a cabo un estudio, que durará un año, de una droga llamada sibutramina, que funciona un poco como el phen-fen. ¿Has utilizado phen-fen alguna vez?

—No —dije—, pero hay una señora en el vestíbulo que lo echa mucho de menos.

Volvió a sonreír. Observé que tenía un hoyuelo en la mejilla izquierda.

—Me doy por avisado —dijo—. Bien, la sibutramina es menos agresiva que el phen-fen, pero su efecto es el mismo, y consiste básicamente en engañar a tu cerebro para que piense que estás llena durante más tiempo. La buena noticia es que carece de los peligros para la salud y las complicaciones potenciales que se han asociado con el phen-fen. Estamos buscando mujeres que sobrepasen en un treinta por ciento su peso ideal, como mínimo...

—... y tiene el placer de informarme de que cumplo los requisitos —dije con amargura.

El hombre sonrió.

—Los estudios ya realizados demuestran que los pacientes pierden entre un cinco y un diez por ciento de peso en un año.

Efectué unos rápidos cálculos. Perder el diez por ciento de peso no me iba a acercar al peso que yo deseaba.

—¿Eso te decepciona?

¿Estaba de broma? ¡Era frustrante! Teníamos la tecnología para sustituir corazones, poner septuagenarios en la Luna, facilitar erecciones a viejos pedorros, ¿y la ciencia moderna sólo podía descargarme de un diez por ciento de peso?

—Creo que es mejor que nada —dije.

—El diez por ciento es muchísimo mejor que nada —dijo con absoluta seriedad—. Los estudios demuestran que perder tan sólo cuatro kilos obra efectos radicales en la tensión y el colesterol.

—Tengo veintiocho años. Mi tensión y mi colesterol están bien. No estoy preocupada por mi salud. —Oí que mi voz se alzaba—. Quiero estar delgada. Necesito estar delgada.

—Candace... Cannie...

Respiré hondo y apoyé la frente en las manos.

—Lo siento.

Apoyó una mano sobre mi brazo. Me sentó bien. Era un truco que debían de haberle enseñado en la Facultad de Medicina: si la paciente se pone histérica ante la perspectiva de perder muy poco peso, apoya una mano con suavidad sobre su brazo... Aparté el brazo.

—Escucha —dijo—, para ser realistas, teniendo en cuenta tu herencia genética y tu constitución, es posible que nunca puedas ser una persona delgada. Pero eso no es lo peor del mundo.

No levanté la cabeza.

—Ah, ¿no?

—No estás enferma. No sufres ningún dolor...

Me mordí el labio. El tío no tenía ni idea. Recuerdo cuando tenía catorce años o así, unas vacaciones de verano en la playa, paseando por una acera con mi hermana, mi hermana esbelta, Lucy. Llevábamos gorras de béisbol, pantalones cortos, trajes de baño y sandalias. Comíamos cucuruchos de helado. Si cerraba los ojos, podía ver el aspecto de mis piernas bronceadas en contraste con los pantalones blancos, revivir la sensación del helado al fundirse en mi lengua. Una dama canosa de aspecto bondadoso se nos había acercado con una sonrisa. Pensé que diría algo así como que le recordábamos a sus nietas, o que le hacíamos añorar a su hermana y lo bien que lo habían pasado juntas. En cambio, saludó con un cabeceo a mi hermana, se acercó a mí y señaló el helado.

—Tú no necesitas eso, querida —dijo—. Deberías estar a régimen.

Recordaba cosas como ésa. Toda una vida de groserías, todas esas pequeñas heridas que llevaba por el mundo como piedras cosidas en los bolsillos. El precio que pagabas por ser una Mujer Rolliza. Tú no necesitas eso. No sufres ningún dolor, había dicho el tío. Menudo chiste.

El médico carraspeó.

—Vamos a hablar un momento de motivaciones.

—Oh, estoy muy motivada. —Levanté la cabeza, forcé una sonrisa torcida—. ¿No se da cuenta?

Me devolvió la sonrisa.

—También estamos buscando gente que cuente con la motivación adecuada. —Cerró mi expediente y cruzó las manos sobre su estómago inexistente—. Ya lo sabrás, pero la gente que consigue un éxito prolongado con el control de su peso es la que decide perder peso por sí misma. No por sus parejas, por sus padres, o porque la reunión del instituto se acerca, o porque se avergüenzan de algo que alguien escribió.

Nos miramos en silencio.

—Me gustaría saber —continuó— si se te ocurre algún motivo para perder peso, aparte del hecho de que en este preciso momento estás enfadada y disgustada.

—No estoy enfadada —dije, enfadada.

Él no sonrió.

—¿Se te ocurre algún otro motivo?

—Soy desdichada —solté de sopetón—. Me siento sola. Nadie me va a pedir que salgamos con este aspecto. Voy a morir sola, y mi perro va a devorar mi cara, y nadie nos encontrará hasta que el olor se cuele por debajo de la puerta.

—Todo eso me parece muy improbable —dijo con una sonrisa.

—Usted no conoce a mi perro —dije—. ¿He sido aceptada? ¿Voy a recibir medicamentos? ¿Puedo empezar a tomarlos ya?

El médico sonrió.

—Seguiremos en contacto. —Me levanté. Se puso un estetoscopio alrededor del cuello y dio unos golpecitos sobre la mesa de examen—. Te sacarán sangre cuando salgas. Voy a auscultar tu corazón un momento. Súbete aquí, por favor.

Me senté muy tiesa sobre el papel blanco crujiente que cubría la mesa y cerré los ojos cuando apoyó las manos sobre mi espalda. La primera vez que un hombre me tocaba con cierta deferencia o dulzura desde Bruce. Pensar en eso me llenó los ojos de lágrimas. No lo hagas, pensé enfurecida, no llores ahora.

—Aspira —dijo el doctor K. con calma. Si sospechaba lo que estaba pasando, no lo manifestó—. Muy bien... Retén el aire... y espira.

—¿Sigue en su sitio? —pregunté, al tiempo que miraba su cabeza y me inclinaba, cuando apoyó el estetoscopio bajo mi pecho izquierdo. Y entonces, antes de que pudiera contenerme—: ¿Suena como si estuviera roto?

El hombre se incorporó y sonrió.

—Sigue en su sitio. No está roto. De hecho, suena como un corazón fuerte y sano. —Me ofreció la mano—. Creo que todo irá bien. Seguiremos en contacto.

En el vestíbulo, Lily, la mujer con la camisa a margaritas, seguía encajada en su asiento, con la mitad de un bollo en equilibrio sobre una rodilla.

—¿Y bien? —preguntó.

—Me informarán cuando corresponda —dije.

Tenía un trozo de papel en su mano. No me sorprendió ver que era una fotocopia de «Querer a una mujer rolliza», de Bruce Guberman.

—¿Has visto esto? —me preguntó.

Asentí.

—Es muy bueno —dijo—. Este tío ha dado en el blanco. —Se removió justo lo que le permitía la butaca y me miró a los ojos—. ¿Te imaginas a la idiota que dejó escapar a ese mirlo blanco?