Capítulo Seis

 

 

FELICIA MIRÓ EL diseño de alfombra navajo que brillaba, húmedo y colorista, bajo el sol de última hora de la tarde. El viejo porche de madera había cobrado nueva vida.

—¡Me alegro de haber acabado el trabajo! —dijo Zelda mientras metía los botes de pintura en el maletero—. ¡Tengo las rodillas destrozadas!

La constatación de que el trabajo estaba hecho, trajo a la mente de Felicia la imagen de Harry.

—Tengo una cita esta noche —dijo.

—¡Cómo! ¿Has mantenido eso en secreto todo el día? ¿Cómo has podido?

—¿Acaso me has dado ocasión de decir nada?

—No puedo creerlo. Una cita. ¿Quién es el afortunado? ¿Uno de los técnicos del trabajo? No te he visto mirando a nadie.

—Estoy demasiado ocupada para mirar a nadie. De todas formas, sólo se trata de Harry.

Zelda se quedó mirando a su amiga.

—¿Sabes qué? Creo que voy a ir corriendo a decirle a Thea que se dé prisa con tu horóscopo. Tal vez vayas a tener problemas.

—¿Qué tipo de problemas puede traerme Harry?

—Problemas de corazón —dijo Zelda enfáticamente—. Me pasaré a primera hora de la mañana para enterarme de todo.

—No, ni hablar. Tengo trabajo atrasado.

—¿Vas a mantener esta gran aventura amorosa en secreto?

—Vamos de picnic. Te contaré lo que hicieron las hormigas, te lo prometo —extendió la mano—. Divide el dinero. Tengo que pasarme por Von’s de camino a casa. Si quiero comer algo que no sea fiambre, tendré que ponerlo yo.

—Supongo que lo único que pone Harry son las velas... y su cuerpo.

En aras de su amistad, Felicia contuvo la lengua.

Felicia descubrió que estaba poniendo entre interrogantes todo pensamiento que tenía sobre Harry. Sin embargo, sentía una gran atracción hacia él. No sabía muy bien cómo tomárselo.

Sin embargo, allí estaba, sentada junto a él, con cierta sensación de excitación.

Harry habló, sacándola de sus ensueños.

—Me siento como si me hubiera tocado la lotería y tú fueras el primer premio.

Ella enarcó una ceja.

—¿Con qué frecuencia sales con chicas, Harry?

—Tuve dos citas con mi mujer antes de casarnos... fue una de esas cosas de visto y no visto. Y no he tenido muchas oportunidades desde entonces, que digamos. Entre el servicio militar, la policía y los cursos de Derecho en los ratos libres... sin mencionar el tiro, ha pasado un año y medio de mi vida.

El coche en el que estaban era un Ford Thunderbird de 1952, amarillo con la capota dura. Felicia no sabía mucho de coches, pero estaba segura de que el Thunderbird era un clásico... y que costaba una fortuna.

—Estás sin trabajo, pero no eres ningún miserable, a juzgar por este coche —dijo Felicia.

—Mi madre consiguió este coche a cambio de un par de camas de unos hippies allá por los sesenta. Me lo regaló por mi dieciséis cumpleaños. Estaba hecho un desastre, pero lo he ido arreglando poco a poco... —dio unos golpecitos en el salpicadero—. La buena de Bessie. Ha estado a mi lado en los momentos buenos y en los malos. Sobre todo malos. Pero no estoy exactamente sin trabajo. Hago un poco de todo para mantenerme a flote.

—Eres un hombre de muchos talentos.

Siguieron recorriendo las calles en agradable silencio hasta llegar a la Colorado Street. Harry disminuyó la marcha.

—Mira allí —dijo, señalando con el dedo—. ¿Te acuerdas de los estrangulamientos de Hillside? Aquella vieja tienda de tapicería es donde Bianchi y Bono se cargaron a algunas de las mujeres.

Felicia sintió un sobresalto.

—¿Trabajabas en casos como ése?

—Sí —su expresión se hizo más dura—. Nunca llegué a habituarme a la destrucción.

—Esa es una forma curiosa de decirlo.

—Curiosa no... exacta. Eso es lo que hace el crimen... destruye a personas, destruye cosas hermosas... —le lanzó una fugaz mirada a Felicia—. Pero olvidemos el crimen. Cuéntame todo de ti. Empezando por tu nacimiento —hizo una breve pausa y se la quedó mirando reflexivamente—. ¿Es una frase muy tópica? La leí en uno de esos libros para aprender a llevar una conversación.

—No necesitas libros. Lo haces muy bien por tu cuenta.

—Entonces habla —dijo él—. ¿Has estado casada alguna vez?

—No.

—¿Enamorada?

Ella titubeó.

—Quizá una vez o dos.

—¿Quizás? ¿No lo sabes?

—Nos fuimos separando. Nunca he... siempre me faltaba algo.

Había una profunda melancolía en su voz, una vulnerabilidad que conmovió a Harry. Sentía un nudo en la garganta cada vez que miraba a Felicia, y se maldijo a sí mismo por ser un estúpido romántico.

—He elegido un sitio fantástico para nuestro picnic. Arriba en las colinas.

Se refería a Beverly Hills. Felicia no había estado nunca en aquel dominio exclusivo de los ricos y famosos, así que no dijo nada mientras Harry se internaba por Benedict Canyon.

—Mira aquella casa —dijo él—. Allí fue donde Charles Manson y sus prosélitos asesinaron a Sharon Tate, Abigail Folger, la heredera del café, y a tres más.

Felicia se estremeció. Ya había casi oscurecido y aquella conversación sobre crímenes la asustaba. ¿Qué sabía realmente sobre Harry Pritchard?

—No me gusta oír hablar de esas cosas. Es macabro. Me estás asustando.

—Maldita sea. Lo siento —parecía realmente pesaroso—. Es que de lo que más sé es de crímenes... —puso el coche en primera—. Nos acercamos al punto del picnic.

—¿No está muy solitaria esta zona?

—No creas.

—No tengo hambre, Harry. Regresemos. Podemos hacer el picnic en el jardín'.

—¿No tendrás miedo de mí?

—No creo que esta gira por lugares de crímenes famosos sea muy divertida.

—Estás a salvo conmigo. Piensa en mí como tu caballero andante.

—De eso se trata. No me apetece encontrarme en ninguna situación de la que haya que salvarme.

—¿Crees que soy de ese tipo de tíos?

—Estoy empezando a preguntármelo. ¿Adónde vamos, por cierto?

—Te dije que tenía un trabajo que hacer antes del picnic.

—Bueno, pues háblame del trabajo —dijo ella, en tono lleno de suspicacia.

—Ya hemos llegado casi —dijo él, internándose por lo que a Felicia le pareció una carretera privada.

Al final de la carretera rodeada de arbustos descuidados, se veía una casa enorme y sombría a pesar de la luz de la luna.

—¿Vamos a hacer un picnic aquí? Parece la finca de alguien.

—Lo es —dijo él, aparcando junto a unos rododendros.

Felicia experimentó un escalofrío.

—Está demasiado oscuro aquí. ¿Y en qué consiste tu trabajo?

—Quédate aquí sentada un minuto —dijo él en voz baja, sin apartar los ojos de la casa.

Fue al maletero del coche y sacó varias cosas. Extendió la manta en el suelo, clavó las velas en la tierra blanda y las encendió. Hecho aquello, ayudó a Felicia a salir del coche.

—¿No es bonito?

Aparte del resplandor de las velas, Felicia no veía nada.

—No.

Se sentó con las piernas cruzadas en la manta, mirando a su alrededor con ojos inquietos.

—¿Qué has traído? —le preguntó Harry, inspeccionando los sándwiches que ella había preparado—. ¿Rosbif? Me encanta el rosbif.

—¿Quién vive en la casa, Harry? Veo una luz en el piso de arriba.

—Creía que nunca lo preguntarías. ¿Quieres conocerla? —se dirigió al coche e hizo sonar el claxon ensordecedoramente—. Saldrá dentro de un minuto.

El césped de delante de la casa se iluminó de pronto.

—Es tu madre quien vive aquí, ¿no? —dijo Feliria, cayendo de pronto en la cuenta—. No hacía falta que recurrieras a métodos tan retorcidos para traerme aquí. Bastaba con que me lo hubieras pedido.

Harry empezaba a arrepentirse de haber involucrado a Felicia en su trabajo. En un principio lo había visto como una aventura, algo diferente. Pero de pronto, ya no estaba tan seguro de que fuese una buena idea.

Las puertas de madera tallada de la casa se abrieron de pronto, y una anciana apareció en la puerta con una escoba en la mano.

—¿Quién anda por ahí?

—Sólo somos Felicia y yo —gritó Harry.

La anciana dio unos pasos titubeantes hada ellos.

—¿Quién?

—Harry, seguramente le has dado a la pobre un susto de muerte —dijo Felicia, poniéndose de pie y dirigiéndose hacia la mujer.

—Felicia... vuelve aquí—le ordenó Harry, cogiéndola del brazo—. Espera aquí, por favor.

La anciana llevaba dos vestidos, y el reborde de uno salía por debajo del otro. Aferró con fuerza el palo de la escoba mientras se acercaba a ellos.

—¿Quién diablos es usted? Salga inmediatamente de mi propiedad.

Harry avanzó, mirando de la mujer a un papel que acababa de sacar del bolsillo.

—¿No es usted la señora... ? —masculló un apellido que sonó sospechosamente parecido al suyo propio.

—Soy Elvira McMahon y éstas son mis tierras. Lárguese inmediatamente.

Harry pareció perplejo.

—Pero... —extendió el papel—... mire, aquí dice que...

La anciana le quitó el papel con brusquedad.

—Me importa un pimiento lo que diga... ¡Fuera!

—Claro, señora McMahon —cogiendo a Felicia por el codo, Harry se dio la vuelta con celeridad.

Se puso a enrollar la manta.

—Acabo de entregarle una citación. Nos vemos en los tribunales.

—¿Tribunales? ¿Pero qué está haciendo...? —la mujer miró el papel.

Inmediatamente, una retahíla de maldiciones salió despedida de sus labios.

—¡Al coche! —le dijo Harry a Felicia, cogiéndola del brazo y tirando.

La señorita McMahon blandió la escoba y le golpeó a Harry en la espalda.

—¡Eh! —gritó él—. ¡Esto es una agresión!

—¿Agresión? ¿Agresión? ¡Miserable...!

Los persiguió hasta que estuvieron metidos dentro del coche, con las ventanillas cerradas. Harry recorrió marcha atrás el sendero privado. Cuando llegó a la carretera, se detuvo.

—¿No estarías demasiado encaprichada con esos sandwiches de rosbif? ¿Qué te parece un chuletón? Te lo has ganado.

Felicia estaba sentada completamente rígida a su lado, mientras la furia empezaba a ocupar el lugar del miedo a medida que éste iba disminuyendo.

—¿Qué ha sido todo eso? ¿Qué le has hecho a esa pobre mujer? ¡Podría habernos matado!

—¿Con una escoba? Querida, no exageres.

—¿Qué era ese papel?

—Una citación. Me dedico a entregarlas para despachos de abogados. Si quieres que un juicio se celebre, tu oponente ha de haber recibido la notificación con la fecha correspondiente. Esa vieja pájara estuvo un año sin pagar a sus empleados. Es más rica que Creso e igual de astuta. Llevaba diez semanas eludiendo esa citación.

—¿Quieres decir que nuestro picnic no era más que una complicada charada para entregar una citación?

Harry experimentó una súbita angustia.

—Había pensado que podíamos hacer algo diferente.

—Desde luego que ha sido diferente. ¡Llévame a casa! ¡Y no vuelvas a hablarme en la vida!

—Se ha hecho justicia. ¿No estás del lado de la justicia?

—¡Has traicionado nuestra amistad! ¿Es que no te das cuenta?

Harry se dejó caer sobre el volante.

—¿Traicionado? ¿No habrías venido si te lo hubiera pedido?

—¡No! Eres el bruto más insensible que he conocido en mi vida. ¡Eres todo lo que te ha llamado esa señora! Y pensar que estabas empezando a gustarme.

—¿Ah, sí?

—¡Llévame a casa inmediatamente!

—Sé razonable. Tiene que haber alguna forma de que hagas las paces conmigo.

—La hay. Muérete.

Él se internó por la autopista.

—No aguanto a las mujeres que no saben ver el humor de una situación.

—Y yo no aguanto a los hombres que se aprovechan de mí. Me has invitado a salir con excusas falsas.

—Pero estoy dispuesto y preparado para llevarte a donde quieras. Esto no es ninguna excusa falsa.

—Para el coche y déjame salir.

—¿Parar el coche y dejarte salir? Sé realista. Hay un mundo lleno de violadores, secuestradores y asesinos en serie que se dedican a las autoestopistas por aquí. Y yo soy un acompañante mucho más agradable que ellos. Déjame demostrártelo. Soy responsable de ti.

—¿Le llamas agradable a ser rastrero y vil?

—Vaya, hombre. ¿Te parece mal que un tipo se gane la vida?

—No me gustan las triquiñuelas.

—Deja que te diga algo... las triquiñuelas son la esencia de la ley. Hasta el abogado más incompetente puede tergiversar los datos para adecuarlos a su versión y hacerla parecer verdadera.

—¿Y eso te parece bien?

—Deja de insinuar que todo lo que hago es perverso. Lo que me parece bien es impedir que la gente siga haciendo eso. Impedir que evadan la ley. Los buenos no ganan en tantas ocasiones como debieran. Necesitan ayuda. Sobre todo la gente humilde.

—Eres maravillosamente altruista.

Harry percibió el sarcasmo y decidió callarse. No se le ocurría cómo convencerla de su sinceridad.

Felicia mantuvo un envarado silencio durante todo el trayecto de regreso a Pasadena. Saltó del coche en el momento en que Harry lo detuvo del todo.

—Deja que te acompañe a la puerta —dijo Harry—. Y no te preocupes, estoy preparado para que me la cierres en las narices. Encajo bastante bien el rechazo.

—Debes de haberlo experimentado mucho.

—En eso tienes razón.

Al llegar al edificio, él le sostuvo la puerta:

—Las señoritas primero.

—Es demasiado tarde para ponerse amable.

Lo dejó allí y se dirigió a su apartamento. Comprobó la posición de una taza que había dejado en el fregadero sobre un círculo cuidadosamente dibujado. No la habían movido. Nada de intrusos ni vándalos.

Se sentó a su tablero de dibujo, tratando de dilucidar qué había funcionado mal aquella tarde. No quería reconocer, ni siquiera con el pensamiento, que seguía sintiéndose atraída por él. Había algo en él que la ponía de uñas... ‘Reconócelo’, se dijo a sí misma, ‘no se trata de él. Eres tú’.

Se había portado como una total arpía. Tenía que haberle dado una oportunidad de explicarse. Había estado tan preocupada por sus sentimientos, que no había tenido en cuenta los de él. Había tratado a Harry al menos tan desconsideradamente como él a ella.

Era demasiado temprano para acostarse y, de todas formas, no tenía sueño. Encendió la televisión, y al cabo de un par de minutos, volvió a apagarla.

Revisaría sus diseños de carrozas. Aquello distraería su mente.

Pero no podía concentrarse. La imagen de Harry se le aparecía una y otra vez. Al cabo de unos momentos, apoyó la cabeza sobre el tablero y se puso a sollozar, desconsolada. Estaba completamente sola y nada parecía iluminar su oscuridad interior.

La llamada a la puerta fue casi inaudible. Ella levantó la cabeza. El repiqueteo sonó más fuerte.

—Soy yo —le llegó la voz ahogada de Harry.

Felicia abrió la puerta.

—¿Has estado llorando? —su voz sonaba hueca.

—Más bien sintiendo lástima de mí misma.

—Me siento muy mal. Lamento haberte estropeado la velada. Te prometí algo divertido. No puedo dejar de pensar que, estando a dos metros el uno del otro, ¿por qué no podemos portamos como dos adultos normales?

—Tal vez no somos normales. Pero estoy dispuesta a intentarlo otra vez, si quieres.

—Hablémoslo mientras comemos. Aquí está tu cesta de picnic. La olvidamos en el maletero.

Ella retrocedió, le señaló el sofá y empezó a sacar las cosas y ponerlas sobre la mesita de café.

—Supongo que te debo otra disculpa.

—No, yo te la debo a ti.

—Será mejor que lo dejemos así.

—De acuerdo.

—Tengo algo de vino blanco —dijo ella y fue a buscarlo.

Harry estiró las piernas y cruzó los tobillos.

—No estaremos enamorados, ¿verdad?

Felicia esbozó una leve sonrisa.

—Creo que no es probable. Apenas nos conocemos. Además, a estas alturas, esa palabra ya está un poco desprestigiada —hizo una pausa—. Ni siquiera nos llevamos bien. ¿Por qué no nos llamamos amigos simplemente?

—Yo no necesito más amigos —dijo él sombríamente—. Ya tengo amigos.

—Conocidos, entonces.

De alguna forma, ella parecía no entender la idea. Harry hizo otro intento.

—¿No podemos ser más que eso? Piensa en Clare. Si no averiguas nunca en qué consiste, te convertirás en una vieja amargada.

Felicia sonrió.

—Harry, voy a cumplir los treinta dentro de unas semanas. Nunca he tenido ninguna relación que pasara de las primeras fases de pasión. Me falta algo que no sé explicar. Supongo que, sencillamente, no estoy hecha para el amor.

Harry tuvo de pronto un deseo poderoso de conocerla lo suficiente para poder hablarle con sinceridad, abiertamente, como no había hecho nunca con nadie. Alargó el brazo e hizo entrechocar sus copas de vino.

—¿Un brindis?

—¿Por qué brindamos?

—Tú decides.

—¿Por la armonía y la amistad?

—Eso suena a cláusula de escape.

—¿Y qué hay de tus cláusulas de escape? ¿Tu teoría sobre las mujeres de menos de treinta y más de treinta?

Le estaba pagando con su propia moneda, pero al menos estaba sonriendo. Harry frunció los labios.

—De acuerdo. Por la armonía y la amistad —se llevaron la copa a los labios; luego, él le preguntó—: ¿Puedes decirme qué es lo que echas en falta?

Felicia se sonrojó.

—Una sensación de pertenencia a algo. O de... plenitud, quizás. Siempre ha sido una... sensación. No me estoy-explicando muy bien, ¿verdad? Si pudiera encontrar a mi hermano tal vez pudiera librarme de ese sentimiento. Tal vez estoy conectado a él de alguna manera y necesito reconocer que existió, aunque sólo fuera por unas horas o días. ¿Sigues interesado en ayudarme?

Él estaba definitivamente interesado en cualquier cosa que pudiera hacer que sus caminos se cruzaran.

—Claro que sí.

Felicia fue a buscar el certificado de nacimiento.

Harry lo examinó.

—¿Por qué no te pones en contacto con el médico que os trajo al mundo?

—Está muerto. Fue nuestro médico familiar hasta que yo tuve nueve años.

—¿Quién ocupó su puesto?

—Nadie. Era un pueblecito. Mamá solía quejarse de que, después de que el doctor Jacoby muriera, tenía que conducir cuarenta kilómetros para conseguir una aspirina.

—Tu historial tuvo que ser transferido a alguien.

—No. Sólo lo hacen si tú lo solicitas. Al parecer, mi madre no lo hizo. Su consulta es ahora una tienda de antigüedades. Los nuevos propietarios no tenían ni idea de a dónde podían haber ido a parar los historiales del doctor Jacoby. Sospecho que los tiraron.

Harry estudió el certificado, luego se inclinó hacia adelante para dejarlo en la mesita de café mientras se volvía a mirarla. Todo su cuerpo reflejaba su concentración en el problema.

—Quédate así —dijo Felicia, cogiendo un bloc de dibujo y un lápiz.

Harry se quedó inmóvil.

—Me va a dar torticolis.

Ella empezó a dibujar.

—Es sólo cuestión de un minuto —dijo mientras sus manos se movían con destreza sobre el papel.

Él la miró trabajar, asombrado por la expresión de sus ojos grises. Se sintió invadido por un súbito anhelo de estar junto a ella.

—Felicia —dijo, y su voz era poco más que un gruñido.

Ella se detuvo un instante, y le sonrió.

—¿Qué?

—Voy a levantarme y voy a acercarme a ti. Luego voy a besarte bien...

—Eres muy atractivo —dijo ella, casi como si no viniera a cuento.

Por un breve instante, Harry se quedó desconcertado.

—¿Se supone que eso lo dices para mantenerme a distancia?

Ella se quedó un instante inmóvil antes de contestar.

—No estoy intentando mantenerte a distancia. Tengo miedo. Estoy sola ahora—añadió ella, como si aquello explicara su desazón.

Harry se acercó a ella, le cogió el bloc y el lápiz de la mano y los dejó a un lado.

—Ningún ser humano se libra del miedo, Felicia. Algunas personas tienen miedo a volar, a la oscuridad, o a las alturas. Yo le tengo miedo a las armas. Qué diablos, te tengo miedo a ti...

Sus manos le rodearon la cintura y luego se deslizaron por debajo de su blusa para acariciarle la piel desnuda.

Los labios de Harry estaban cerca de su oído. Ella podía sentir su cálido aliento. Se dio un momento para tratar de convencerse a sí misma de que no tenía que hacer aquello. Pero no se le ocurrió ningún argumento válido. Cerró los ojos.

La boca de Harry se había posado sobre el punto palpitante del hueco de su cuello. Luego, sus labios cubrieron los de ella, mientras su lengua penetraba suavemente con una avidez que prometía llevarla más allá de los límites de su experiencia.

Mientras se dejaba arrastrar por la embriagadora turbulencia del momento, Felicia se preparaba para la desilusión. Nada ni nadie había conseguido nunca llenar el centro vacío de su vida.