Capítulo 11
Nicole permaneció frente a la puerta abierta, escuchando el sonido de la camioneta de Jake mientras se alejaba. Tenía en la boca el acre gusto del miedo.
Se había quedado en casa mientras el cerrajero abría la puerta, deseosa de estar sola cuando entrara en el apartamento situado encima del garaje. Su mente racional le decía que no esperaba encontrar nada fuera de lo normal, pero las sospechas de Dallas habían obrado su efecto. Finalmente reunió el coraje necesario para moverse. Empujó la puerta y entró. La habitación olía a Malcomb, a la colonia cara que siempre llevaba. E incluso en medio de aquella penumbra, fue consciente del orden impecable que reinaba en aquel espacio. Palpó la pared hasta encontrar el interruptor de la luz. Cuando se encendió la potente lámpara del techo, su temor se mitigó un tanto. Por lo menos hasta que descubrió las fotos que cubrían la pared entera de detrás del escritorio.
Eran imágenes a color, como si hubieran sido arrancadas de revistas pornográficas. Solo que no estaban arrancadas, sino cortadas cuidadosamente. Durante un buen rato contempló estupefacta aquel continuo surtido de hombres y mujeres escenificando extraños actos sexuales de sadomasoquismo. Cuando se recuperó del aturdimiento inicial, se dedicó a examinarlas una a una. Resultaba evidente que en todas ellas dominaban los hombres. Todas las mujeres eran jóvenes y atractivas. Estaban completamente desnudas, o ataviadas con una ropa interior que dejaba al descubierto sus zonas genitales. Sus rostros estaban desencajados de dolor.
Daba náuseas pensar que aquellas mujeres habían posado para el fotógrafo en semejantes condiciones de sufrimiento. Y que su marido había sido ese repugnante y abominable fotógrafo. Tanto se le revolvió el estómago que tuvo que correr al cuarto de baño para vomitar. Después de refrescarse la cara con agua fría, volvió para continuar examinando las fotos, decidida esa vez a pensar con claridad, con coherencia. De alguna forma, aquellas imágenes daban mucha mayor credibilidad a las sospechas de Dallas. Aunque, por muy morbosas que fuesen, eso no significaba que su marido fuera un asesino. Si había gente que publicaba revistas de ese tipo, tenía que existir un mercado para ellas. Malcomb no podía ser el único hombre del país que disfrutara con aquel escabroso producto de una mente trastornada.
Atravesó la habitación para entrar en el espacio que había convertido en cuarto de revelado. Todo estaba perfectamente colocado, pero al menos no había fotografías de escenas de sadismo. Cerró la puerta y se acercó a su escritorio, sentándose en el cómodo sillón de cuero. El cajón superior de la izquierda estaba cerrado con llave; en vano intentó forzarlo con un abridor de cartas. Luego, se dedicó a revisar los demás cajones, llenos de los típicos objetos de papelería, dispuestos en bandejas: pegamento, tijeras, bolígrafos, clips.
El último cajón de la derecha contenía un fajo de revistas todavía guardadas en sus sobres de papel estraza, remitidas a nombres diferentes pero al mismo apartado postal. Tenía sentido. Malcomb nunca se habría expuesto a que todo ese material le fuera enviado a su domicilio y a su nombre. De puertas para afuera, seguía siendo un hombre respetable, un reputado cirujano.
Un verdadero abismo separaba la imagen exterior que proyectaba Malcomb de las ansias que debían de corroer su alma y a las que daba rienda suelta allí, protegido de toda intromisión. Abrió el último cajón. Al lado de una carpeta de plástico azul, había recortes de prensa sobre los crímenes del asesino múltiple. Era extraño. Malcomb no había demostrado el menor interés por ellos cuando Nicole se lo mencionó el otro día, durante el desayuno. Y aun así había recortado las noticias y las había guardado.
Después de examinarlas, sacó la carpeta azul. Contenía un fajo de pequeñas fotografías en blanco y negro. En todas ellas aparecían mujeres jóvenes, morenas y atractivas, de entre veinte y treinta años. Estaban medio desnudas, la mayor parte posando en provocativas poses. Nuevas preguntas bombardearon la mente de Nicole.
¿Habría tomado las fotografías el propio Malcomb? Y si había sido así... ¿cuándo? ¿Antes de que ella lo conociera? ¿Durante su noviazgo o después de su boda, en alguna de las noches en que abandonaba la casa presuntamente obligado por alguna emergencia? ¿Y quiénes serían esas mujeres?
Enterró la cabeza en las manos, confundida, dolida, asqueada consigo misma. Se sentía contaminada, sucia, como si de alguna manera formara parte de todo aquello y fuera asimismo responsable de la muerte de Karen. Volvió a guardar las fotografías, colocándolas exactamente en el mismo lugar en el que las había encontrado, y descolgó el teléfono para llamar a Dallas. Él era la única persona con quien podía, y quería, hablar de todo aquello. Acababa de marcar el prefijo de su móvil cuando sintió una corriente de aire frío entrando en la habitación. Al alzar la mirada, vio a Malcomb en el umbral de la puerta abierta.
Se ponía enferma de solo mirarlo. Se sentía sucia, violada, absolutamente vacía. Volvió a colgar el teléfono.
—Bienvenido a casa, Malcomb.
—Así que finalmente has visitado mi pequeño estudio-taller.
—No recuerdo que me hubieras invitado antes. Y tampoco sabía que habías cambiado la cerradura.
—Estoy seguro de que te lo dije. La otra estaba oxidada.
—No. Si me lo hubieras dicho, lo habría recordado.
—Entonces supongo que habrás encontrado la llave que dejé en el cuarto de lavado.
No lo contradijo. Si realmente había una llave allí, seguro que acababa de dejarla nada más llegar… sabiendo, por la luz encendida, que ella había entrado en el apartamento.
Malcomb se quitó la cazadora y la dejó sobre el respaldo de una silla sin molestarse en colgarla bien. Un claro indicio de su nerviosismo.
—Mal momento has elegido para tu primera visita. Debes de haberte quedado muy sorprendida por las fotografías que están colgadas en esa pared.
—Sorprendida… y asqueada.
—No me extraña. A mí me pasó lo mismo la primera vez que las vi.
—Pero ya te has acostumbrado a ellas, ¿no?
—Son para un artículo que está escribiendo Jim Castle. Lo va a titular «Las Sodoma y Gomorra del siglo XXI».
—Un título muy adecuado.
—Su objetivo es advertir en contra de tales perversidades, no recomendarlas —repuso con una sonrisa, como divertido por su propio comentario.
Nicole no pudo menos que maravillarse de su descaro.
—¿Por qué tienes tú las fotos sí es Jim quien está haciendo esa investigación?
—Quiere que se las escanee para hacer transparencias con ellas. Presentará el artículo el mes que viene en un congreso de Chicago, durante una sesión sobre comportamientos sexuales desviados.
—Ya. Así que tú las has colgado allí para disfrutar de ellas… mientras hacías tu buena obra con Jim.
—Nicole, me conoces demasiado bien para decir eso. Quiere que le haga un breve análisis de cada foto. Aunque, francamente, a mí me parecen todas igual de asquerosas.
Atravesó la habitación y se colocó detrás de ella, apoyando las manos sobre sus hombros. Con los pulgares, comenzó a acariciarle lentamente el cuello.
Nicole tragó saliva, luchando con la náusea que amenazaba con enviarla de vuelta al cuarto de baño. No podía soportar su contacto, ni escuchar sus absurdas explicaciones.
—¿Tienes hambre? —le preguntó, levantándose bruscamente y apartándose de él.
—Sigues enfadada, ¿verdad? —empezó a despegar las fotos de la pared—. Nunca las habría dejado aquí de haber sabido que ibas a venir.
Nicole pensó que esa era seguramente la frase más sincera que había pronunciado en mucho tiempo.
—No te preocupes por las fotos, Malcomb. Este es tu territorio. Me mantendré alejada de aquí hasta que hayas terminado con el proyecto de Jim.
—Absurdo —se volvió para mirarla—. Quiero que te sientas cómoda en este espacio cuando quieras, en todo momento. Compartir cada aspecto de nuestras vidas es lo que hace de nuestra relación algo tan maravilloso. ¿Hay algo más que te interesa… o te preocupa de aquí?
—No. Ahora mismo acababa de entrar —mintió—. Las fotos bastaron para llamar mi atención.
Malcomb se inclinó para recoger del suelo una brizna de césped, que debía de habérsele caído de los zapatos, y la tiró a la papelera.
—Tengo un poco de hambre. Comí un sándwich en la cafetería del hospital, pero hace horas. Antes, cuando entré en la cocina, me pareció que olía a esos espaguetis con pollo que sabes hacer tan bien...
La tomó del brazo para sacarla del apartamento. Cerró la puerta a su espalda con gesto decidido, tajante: como empeñado en evitar a toda costa que volviera a trasponerla. Pero Nicole, por su parte, estaba decidida a descubrir toda la verdad acerca de Malcomb.
Cuatro mujeres habían muerto. Si su marido había sido el responsable, haría todo cuanto estuviese en su poder para asegurarse de que no se produjera ninguna muerte más. Y eso significa que no podía huir, tal y como le había aconsejado Dallas.
Dormir con su enemigo tendría que formar parte de su vida. O de su muerte.
Malcomb intentó disimular su júbilo mientras saboreaba su copa, a la espera de que Nicole terminara de preparar la cena. Esa era la vida con la que siempre había soñado, una vida que no tenía nada que ver con el ambiente de miseria en el que se había criado.
La gente lo respetaba. Era invitado obligado en los grandes actos sociales de la ciudad. El doctor Malcomb Lancaster y su esposa, la hermosa hija del difunto senador Gerald Dalton.
Aquella misma noche, solo por instante, había llegado a pensar que lo había estropeado todo. Pero la sensación apenas duró un segundo. Era demasiado inteligente para caer en las redes en las que hombres más débiles que él se dejaban atrapar. Hombres como Jim Castle, que tenía los mismos pervertidos apetitos, pero que carecía de la astucia y la habilidad para controlarlos y encauzarlos debidamente.
Le caía bien Jim. Pero no lo bastante como para arriesgarse a protegerlo por culpa de sus estúpidos errores. De hecho, la estupidez podía ser el mayor obstáculo con el que podía enfrentarse un hombre. La estupidez y la culpa. Por suerte, Malcomb estaba vacunado contra ambas. Por eso había conseguido triunfar.
Dallas abandonó la comisaría y se dirigió hacia su coche. Era casi medianoche. Estaba físicamente exhausto, pero sabía que su cerebro le negaría el sueño. Desde que dejó a Nicole había estado encerrado en su despacho. Había repasado mil veces cada foto de cada crimen, cada detalle, cada palabra del informe de la especialista del FBI, cada ínfimo rastro de evidencia. La respuesta estaba en alguna parte. Solo tenía que encontrarla.
Un coche se detuvo a su espalda, enfocándolo con los faros. Instintivamente se llevó la mano a la pistola.
—¿No duermes, socio?
—¿Qué diablos estás haciendo aquí? Creía que pensabas cenar tranquilamente con tu madre y luego dormir a pierna suelta hasta el amanecer.
—Intenté dormir, pero no pude. Así que me harté de permanecer despierto. Como no contestaste cuando te llamé al apartamento, supuse que te encontraría aquí.
—Ya. Sigo pensando que se nos ha escapado algo. Una pista.
—Más tarde o más temprano, Freddie cometerá un error. Y entonces lo atraparemos.
—¿Pero cuántas mujeres morirán primero?
—¿Te apetece que tomemos una taza de café y hablemos de ello?
—No. Si tomara café, ya no podría dormir en toda la noche —Dallas abrió la puerta y subió al coche—. Mejor demos un paseo.
—Al escenario del último crimen no, espero. Está muy lejos. Además, seguro que hay alimañas acechando en ese sucio pantano...
—Un hombretón como tú no puede tener miedo de unas inofensivas criaturas de la noche...
—No siempre y cuando anden a dos patas.
—Estaba pensando más bien en el domicilio de los Lancaster.
—Es demasiado tarde para hacerles una visita.
—Lo sé. Simplemente me gustaría echar un vistazo, ver si hay luces encendidas o si el médico sufre también de insomnio.
—No tienes ninguna prueba a tu favor, Dallas, y el jefe ya te ha avisado. Cuidado con ir detrás de esos médicos. Pero aquí hay algo más. Ese hombre está casado con una mujer a la que conocías de hace años, ¿verdad? Y supongo que no seguirás chiflado por ella...
Lo estaba, pero Corky no tenía por qué saber nada.
—Solo estoy haciendo lo que tengo que hacer, socio. Que no es otra cosa que mi trabajo.
Cuando minutos después aparcaron frente a la casa de los Lancaster, las luces estaban apagadas. Y el edificio tan silencioso como lo había estado el móvil de Dallas durante toda la noche. Había esperado que llamara Nicole. No lo había hecho. Y en aquel momento debía de estar en la cama, acostada con su marido...
Aquel hombre podía extender una mano y tocarla, podía estrecharla contra sí y abrazarla con fuerza. Aspirar el aroma de su cabello, probar la dulzura de sus labios, acariciar su cuerpo como él lo había hecho una vez antes, años atrás. Malcomb era su marido. Él no.
Dallas no tenía ningún derecho sobre ella, excepto protegerla con su propia vida, si era necesario. Y padecer de insomnio por su culpa.
Nicole seguía despierta mucho después de que Malcomb se hubiera dormido, a juzgar por su respiración profunda y regular. Había querido hacer el amor y ella se había negado pretextando un fuerte dolor de cabeza. El pretexto no era enteramente falso. Si esa noche hubieran hecho el amor, habría enfermado físicamente. Aun así, no podía sacudirse la sensación de que se estaba deslizando irremediablemente por un túnel negro, sin fondo.
Si pudiera telefonear a Dallas, contarle lo que había descubierto y pedirle su opinión... Pero no se atrevía a hacer la llamada, no con Malcomb en la casa. Esperaría hasta la mañana, cuando saliera para su trabajo.
Era extraño que Dallas fuera la única persona a la que anhelara llamar cuando todo su mundo se estaba derrumbando. Era el primer hombre al que había amado. El hombre que la había arrastrado hasta las más altas cumbres del placer, una oscura y lluviosa noche, para abandonarla horas después, a la luz del día.
Pese a todo, no podía negar los sentimientos que la habían embargado mientras hacían el amor. Había sido una experiencia gloriosa, cargada de pasión, emocionante, salvaje y a la vez increíblemente tierna. Demasiado hermosa para que se olvidara fácilmente. Demasiado devastadora para que no continuara infiltrándose en sus sueños.
Precisamente en aquel instante, los recuerdos volvieron en toda su intensidad, acariciando su vientre con dedos de fuego, desatando ardientes temblores en los secretos lugares que Dallas había despertado a la vida aquella noche. Estremecida, casi jadeando, bajó lentamente los pies de la cama y se levantó con sigilo. Abandonó de puntillas la habitación, teniendo buen cuidado de no despertar a Malcomb.
Las imágenes seguían asaltando su cerebro mientras bajaba las escaleras, tan vívidas que casi podía sentir la lluvia empapándole la ropa mientras subían hasta el apartamento situado encima del garaje. Aquella habitación había sido tan distinta entonces... cálida, acogedora, juvenil. Y tan erótico el momento en que vio entrar a Dallas con su cazadora de cuero negro...
Se acurrucó en el sofá del salón, reviviendo aquellos instantes. Dallas acercándola hacia sí, desgarrándole la ropa en su apresuramiento. Luchando con los botones de su blusa con una mano, mientras deslizaba la otra bajo su falda...
—Dime que me detenga, Nicole. Dímelo...
Pero no lo había hecho. No había podido. Lo había deseado desde el primer momento en que lo vio. Y allí estaba, tocándola por todas partes, besándola como jamás nadie antes la había besado. Rodando por el suelo, abrazados, fundidos sus cuerpos. Era hermoso: alto, esbelto, fuerte. Acarició su miembro excitado con los dedos, con los labios. Para entonces estaba enloquecido de deseo, y susurraba su nombre una y otra vez, sin cesar.
—Me alegro de hacerlo contigo, Dallas —había murmurado Nicole—. Es mi primera vez y...
Se había apartado rápidamente. Nicole había interpretado que no la deseaba porque era virgen, y el dolor de su rechazo había sido abrumador. Pero luego, cuando se atrevió a mirarlo a los ojos, volvió a leer el deseo en ellos.
—¿De verdad que es tu primera vez? —le había preguntado al tiempo que la abrazaba con exquisita delicadeza, como temiendo que fuera a romperse.
—Sí.
—Ya. Y aquí estoy yo, perdido todo control y estropeándolo todo...
—No... es perfecto, sencillamente perfecto. Por favor, hazme el amor, Dallas...
—Oh, cariño, cariño, cariño...
Se acurrucó en el sofá, cada vez más excitada. Aquella noche habían hecho el amor dos veces. La segunda había sido aún más maravillosa. Una noche perfecta. Hacía ya tanto tiempo de aquello... Se frotó los ojos, enjugándose las lágrimas. No sabía por qué estaba llorando, ni por qué se había permitido revivir algo que ya nunca volvería a suceder.
Quizá fuera una forma de supervivencia, un medio de hacer frente a la dolorosa realidad de aquel día. Pero los sueños y las fantasías no podían devolverle el juvenil milagro del primer amor. Ni cambiar la estremecedora posibilidad de que se hubiera casado con un psicópata asesino.
Si Malcomb era el asesino, tal vez fuera ella la única persona que pudiera detenerlo. Al menos, tenía que intentarlo.
Nicole se despertó con un sobresalto al oír el timbre del teléfono. Dejó de sonar antes de que pudiera descolgarlo. Al parecer lo había hecho Malcomb, desde la extensión del dormitorio. A buen seguro se preguntaría dónde estaba y por qué se había levantado de la cama, y por el momento no quería hacerlo enfadar. Tenía que fingir que su relación seguía siendo normal. De lo contrario le resultaría aún más difícil descubrir los secretos que escondía. Se levantó del sofá y fue a la cocina a por un vaso de agua. Se lo subiría al dormitorio y le explicaría simplemente que le había entrado sed.
Cuando llegó a la habitación, Malcomb ya se había levantado y se estaba poniendo los pantalones.
—¿Era del hospital? —le preguntó, dejando el vaso sobre la mesilla.
—Era Sara Castle.
—La esposa de Jim.
—Sí. Jim está hospitalizado.
—¿Qué ha sucedido?
—La despertó un fuerte ruido. Jim no estaba en la cama. Lo encontró tirado en el suelo de la cocina y enseguida llamó a una ambulancia.
—¿Un ataque cardíaco?
—Aparentemente, una sobredosis de calmantes. Sara no ha podido decirme nada más. Está histérica.
—No me extraña... ¿se pondrá bien?
—Todavía no le han dicho nada. Quiere que vaya para allá cuando antes, a ver si a mí me lo dicen.
—Pobre Sara... ¿quieres que te acompañe?
—No. Esta noche no. Tienes que dormir. Te llamaré para informarte tan pronto como sepa algo.
—La verdad, no puedo imaginarme que Jim haya intentado suicidarse. Tiene que haber sido un accidente.
—Probablemente la culpa sea de ese maldito policía amigo tuyo. Lo estuvo interrogando acerca de la muerte de Karen, y a Jim lo preocupaba mucho que intentaran acusarlo a él.
—¿Lo habrían hecho?
—¿Quién sabe lo que se les puede pasar por la cabeza a esos policías? Son una panda de tarados.
—Eso no es cierto.
Sin molestarse en responder, Malcomb continuó vistiéndose tranquilamente. Nicole no podía dejar de pensar en Jim, apenada.
Contempló a su marido mientras se afeitaba. Ya no lo veía como tal, sino como a un extraño frío, calculador, lleno de secretos. Se preguntó cuál sería su reacción si le espetara la pregunta que tanto la acosaba. Si le preguntara si había asesinado a Karen y a las otras mujeres... ¿Montaría en cólera y la asesinaría a ella de la misma manera? ¿O simplemente se la quedaría mirando como si hubiera perdido el juicio, y se marcharía tranquilamente de casa?
—Duerme un poco, Nicole. No tienes buen aspecto.
Se inclinó para besarla, tomándola de la nuca y acariciándole suavemente el cuello. Ella intentó apartarse, pero él se lo impidió.
—¿Qué te pasa, Nicole? Estás temblando. Si no te conociera mejor, diría que tienes miedo de mí.
—No, claro que no —susurró con un ronco murmullo.
Malcomb deslizó entonces un dedo entre sus senos, tensando la fina tela de su camisón.
—Tú eres mucho más hermosa que las mujeres de esas fotos, Nicole. Muchísimo más.
Y volvió a besarla mientras una fría y espantosa sensación de terror la ahogaba por dentro. Podía imaginárselo perfectamente haciéndole lo mismo a Karen. Tocándola, consolándola… y luego matándola. Y sin que su expresión se alterara lo más mínimo.
Estremecida, se apoyó contra la puerta cerrada mientras escuchaba los pasos de Malcomb alejándose por el pasillo. Por el momento se marchaba. Pero volvería.