Capítulo 9



Dallas observó con detenimiento al doctor Malcomb Lancaster, escrutó su mirada, se fijó en la inclinación de sus hombros, en la posición de sus manos. A juzgar por todos los indicios, parecía absolutamente tranquilo y controlado ante la perspectiva de que un policía fuera a curiosear en mi vida privada. Eso, en sí mismo, ya era algo inusual. Incluso las personas inocentes mostraban cierta inquietud al verse interrogadas por un inspector de homicidios.

 

—Sé que es usted un hombre muy ocupado, doctor, y que preferiría ir directamente al fondo del asunto.

 

Malcomb asintió con la cabeza.

 

—Tome asiento, inspector.

 

Dallas se sentó en la silla que le indicaba: el lugar habitual del paciente. Mientras que él se acomodaba en su elegante sillón, con las manos entrelazadas sobre el estómago.

 

—Podemos ir al fondo de su asunto cuando quiera —subrayó la palabra—. Ya sabe usted que el mío es atender a mis pacientes y hacer que sus corazones sigan funcionando.

 

—Y el mío atrapar a los asesinos para salvar vidas. Así que supongo que, en lo fundamental, nuestras ocupaciones no son tan diferentes.

 

—Tal vez no, según su particular modo de ver —Malcomb se removió en su sillón, pero en ningún momento dejó de mirarlo a los ojos—. Si espera usted que le diga algo acerca de Karen Tucker que le sirva de ayuda en su investigación, lamentaré decepcionarlo. Es muy poco lo que puedo decirle de ella, excepto que era una enfermera muy capaz.

 

—Pero Karen y usted eran amigos, ¿no? —intentó distinguir alguna reacción en su rostro ante la pregunta. Nada. Ni siquiera un sospechoso parpadeo.

 

—La asignaron a la Unidad de Cuidados Intensivos, y frecuentemente yo ponía a pacientes bajo su cuidado.

 

—Según la relación de llamadas telefónicas que efectuó, los dos tuvieron ocasión de sostener conversaciones llamativamente largas durante las tres últimas semanas, algunas de ellas a horas bastante avanzadas de la noche.

 

—Karen era una mujer de carácter muy inestable, que estaba atravesando una situación difícil. Buscaba mis consejos. Yo nunca llegué a entender por qué, excepto que parecía sentirse cómoda hablando conmigo.

 

—¿Lo telefonean muchas enfermeras a su domicilio particular?

 

—Por supuesto que no. Karen estaba muy angustiada y necesitaba un amigo.

 

—Pero hace un momento ha dicho que usted no la consideraba precisamente una amiga.

 

—Está usted rizando el rizo, inspector. Karen no era una mujer a la que voluntariamente hubiese querido dedicar mi tiempo libre, pero cuando me pidió ayuda, me esforcé por ayudarla. Habría hecho lo mismo por cualquier otro miembro de mi plantilla.

 

—Debía de estar muy angustiada para renunciar a su trabajo aquí y cambiar de hospital, siendo una enfermera tan competente...

 

—Si quiere que le sea sincero, yo mismo le pedí que abandonara el hospital Mercy.

 

—¿Por qué?

 

—Por razones que no deberían ser aireadas en este hospital.

 

—No creo que a Karen le importe.

 

—Por desgracia, no solamente atañen a Karen. Se relacionó con uno de los médicos de la plantilla, un hombre casado. Él estaba dispuesto a romper la relación y ella simplemente no podía soportarlo.

 

—¿Le dijo con quién se estaba viendo?

 

—No.

 

—¿Se lo preguntó usted?

 

—Todo lo contrario. Insistí en que no me lo dijera. No quería que semejante revelación malograra mi respeto por un profesional con quien trabajo y en quien confío profesionalmente, como es el caso de todos mis colegas de este hospital. Como ya le dije antes, mi principal preocupación, aparte de mi esposa, son mis pacientes.

 

—Pero usted visitó a Penny Washington el otro día y le preguntó si conocía el nombre del amante de Karen.

 

—Eso fue después de que Karen muriera asesinada. Si Penny hubiera sabido quién era ese hombre, yo habría intentado convencerla de que se lo dijera a la policía.

 

—¿Mantenía Karen fuertes lazos de amistad con los otros médicos de la plantilla?

 

—Se llevaba bien con todo el mundo. El doctor Castle solía llamarla «Campanilla» porque siempre parecía estar revoloteando de un paciente a otro, procurando levantarles el ánimo.

 

—Hábleme del doctor Castle.

 

Malcomb sacudió la cabeza.

 

—Se equivoca, Jim Castle jamás tuvo ninguna aventura con Karen. Es absolutamente fiel a su mujer. De hecho, está embarazada de su primer hijo.

 

—¿Le confesó Karen que estaba embarazada?

 

—No creo que lo estuviera.

 

—Pues lo estaba. De cuatro meses, según la autopsia.

 

—A mí nunca me dijo una palabra. Pero eso explica su resistencia a separarse de su amante.

 

—Eso lo habría dificultado todavía más —convino Dallas—. En todas sus conversaciones con Karen, ¿alguna vez ella le dio algún motivo para sospechar que alguien quería matarla?

 

—Rotundamente no. Si hubiera sospechado que estaba en peligro, habría insistido en que llamara de inmediato a la policía. Todavía me cuesta creer que haya sido asesinada.

 

—¿Se vio con ella alguna vez fuera del hospital?

 

—Nunca. Y si está sugiriendo lo que me temo que está sugiriendo, se equivoca de medio a medio, inspector. Yo me tomo muy seriamente mis votos matrimoniales.

 

—Yo no estaba sugiriendo nada. Pero dada su firme postura a la hora de negar cualquier relación sentimental con la víctima, supongo que no le importará someterse a una prueba de ADN.

 

—¿Con el fin de demostrar que yo no soy el padre del feto de Karen?

 

—Exacto.

 

—Si me niego, entiendo que se apresurará a conseguir una orden judicial para obligarme a ello.

 

—Llegado el caso, sí.

 

Dallas había supuesto que Malcomb protestaría. Que invocaría sus derechos y criticaría el carácter absurdo de la petición. Pero no lo hizo. En lugar de ello se limitó a esbozar una mueca, encogiéndose de hombros.

 

—No veo razón alguna para ponerlo en esa tesitura, inspector Mitchell. Pasaré por el laboratorio del hospital y haré que preparen una muestra. De esa manera quedará fehacientemente demostrado que yo no tuve nada que ver con el embarazo de Karen.

 

—Le estaría muy agradecido.

 

Malcomb se levantó, alisándose su bata blanca y pasándose una mano por su espesa mata de pelo.

 

—Dígame... ¿qué hará si el resultado de la prueba es negativo? ¿Repetirá la prueba del ADN con cada uno de los médicos de este hospital?

 

—No. Solo con aquellos que resulten sospechosos —Dallas se levantó también. Se alegró de ser varios centímetros más alto que Malcomb. Habría detestado tener que alzar la cabeza para mirarlo.

 

El médico se apoyó en una esquina del escritorio, con aspecto despreocupado.

 

—Le deseo suerte, pero me temo que está perdiendo el tiempo buscando al asesino en este hospital. De todas formas, espero que lo encuentre. Nadie se merece morir como Karen.

 

Aquella frase no pudo menos que extrañar a Dallas. Eran muy pocos los detalles del asesinato que habían sido filtrados a los medios.

 

—¿Cree usted que esa fue una manera particularmente cruel de morir, Malcomb?

 

—¿A manos de un asesino, y tan joven? Incluso sin saber el tipo de arma que utilizó contra ella, desde luego que la calificaría de brutal.

 

Una hábil corrección… si acaso el comentario anterior había sido realmente un desliz. En aquel instante sonó el intercomunicador del escritorio.

 

Malcomb pulsó un botón y su secretaria lo informó de que acababa de llegar el primer paciente del día. Una clara invitación a Dallas para que se marchara. No le importó. Por el momento, no iba a sacarle más información a Malcomb.

 

—Ah, inspector.

 

Dallas ya tenía una mano en el picaporte. Se volvió para mirar al médico.

 

—Estoy dispuesto a colaborar plenamente con lo de la prueba del ADN. Pero espero algo a cambio.

 

—¿Qué?

 

—No vuelva a ver ni a hablar con mi esposa.

 

—¿En interés de la investigación, quiere decir?

 

—En interés de lo que sea.

 

—Lo siento, Malcomb. Yo no hago tratos de ese tipo. No me gusta.

 

Un brillo de furia asomó a los ojos oscuros del médico mientras cerraba los puños con fuerza. Dallas asistió con asombro a aquella transformación. Un segundo antes aquel hombre había estado perfectamente tranquilo, pero ahora tenía las venas del cuello tensas, a punto de reventar. Era la misma rabia de la que le había hablado Nicole.

 

Había visto antes aquellos ataques de furor en muchos criminales.

 

Y sin embargo, dudaba que Malcomb fuera un asesino. Era el hombre que dormía cada noche con Nicole. El solo pensamiento le provocó un escalofrío.

 

 

 

Malcomb cerró la puerta del despacho, volvió al escritorio y marcó el número de Jim Castle. Había conseguido dominar los síntomas externos, pero la rabia seguía allí, consumiéndolo, impidiéndole pensar. Deploraba aquellos momentos, aunque lo que más lamentaba era haberse dejado provocar por aquel policía. Respiró profundamente varias veces mientras dejaba sonar el teléfono.

 

El autocontrol era fundamental. El autocontrol y la apariencia. Una persona no se medía por lo que era, sino por lo que los otros veían en ella. Nadie podía conocer el grado de tormento interior que podía albergar el alma de un hombre controlado. A veces ni siquiera él mismo.

 

Malcomb habló brevemente con la secretaria de Jim, y luego esperó a que su colega se pusiera al teléfono. Sabía que la advertencia que estaba a punto de hacerle no serviría de nada. Dallas Mitchell iría minándolo poco a poco, como un perro royendo un jugoso hueso, hasta que Jim Castle le soltara la historia completa de su vulgar aventura con la enfermera.

 

Lo cual era exactamente lo que Malcomb estaba esperando que hiciera. Pero antes tenía que asegurarse de que Jim no fuera tan estúpido como para mencionarle la existencia del club.

 

 

Una semana después.

 

Dallas y Corky estaban sentados en el despacho del comisario mientras el gran jefe revisaba los informes que le habían entregado. El comisario Bailey Cooper era un hombre de unos cincuenta y tantos años, con una barriga que le daba la vuelta al cinturón, bajo y de cabello gris. Quitándose las gafas de montura metálica, las dejó descuidadamente sobre un fajo de papeles.

 

—Parece que vosotros dos os habéis ganado unos cuantos enemigos por culpa de lo del hospital general Mercy.

 

—¿Quién se ha quejado? —quiso saber Corky—. ¿Jim Castle?

 

—Entre otros.

 

—¿Qué otros?

 

—El alcalde, para empezar. No le gusta que sus contribuyentes más reputados se vean acosados de esa manera. El gobernador también. Su hermano es cirujano de plantilla en el hospital. Y Nicole Dalton Lancaster es su ahijada.

 

—¡Políticos! —exclamó Corky—. Siempre se creen que están por encima de la ley. Son los más sinvergüenzas de todos.

 

—Pero no son asesinos.

 

—Eso es discutible —terció Dallas.

 

El comisario se llevó una mano a la frente, enjugándose el sudor.

 

—Mirad, chicos, sé que el descubrimiento de una jugosa aventura entre uno de estos señores médicos y una enfermera asesinada tiene su morbo, pero estamos buscando a un asesino en serie. Una stripper, una maestra de escuela, una jockey y una enfermera. Decidme por favor cómo encaja todo esto con el hospital general Mercy.

 

—No encaja —admitió Dallas—, pero carecemos de pista alguna de los tres primeros asesinatos. Todavía no hemos encontrado ningún vínculo entre esas tres víctimas.

 

—Todavía —replicó el comisario—. Esa es la palabra relevante ahora. Lo que tenéis que hacer es buscar ese vínculo. Si lo encontráis y resulta que os lleva al Mercy, entonces podréis poner patas arriba todo el hospital, si os apetece, y rebuscar en toda la basura que esconda. Hasta entonces, dejad en paz a la plantilla. Sobre todo a los médicos.

 

—¿Quiere decir que tenemos que dejar en paz a Jim Castle y a Malcomb Lancaster?

 

—Eso es lo que más me gusta de ti, Dallas. Enseguida percibes lo obvio. El caso es que tenéis cero puntos para conseguir una orden judicial que obligue a Jim Castle a hacerse la prueba del ADN. No tenéis nada concreto contra ese tipo.

 

—Pero...

 

—Estoy enterado del grado de fiabilidad de tus corazonadas. Pero procura presentármelas aderezadas con hechos.

 

Justo en aquel preciso instante, la especialista en perfiles criminales apareció en la puerta del despacho.

 

 

 

La primera impresión que se llevó Dallas de Darlene Andrews cuando la conoció tres semanas atrás, fue que era demasiado joven y demasiado ingenua para dedicarse a estudiar la mente criminal de Freddie. Pero bastaron unas pocas horas de conversación, mientras compartían la información sobre los crímenes, para convencerlo de que aquella mujer sabía trabajar.

 

Y lo que les dijo aquel día no hizo sino confirmarlo. Empezó relatando los detalles básicos de los asesinatos, incluido el modus operandi del autor. Luego, pasó a la parte que Corky y Dallas habían estado esperando: el perfil psicológico del hombre que buscaban.

 

—Esto es lo que tengo —les dijo, ordenando sus notas sobre la mesa—, todo ello fundamentado en un cierto número de indicios, algunos más claros que otros. Creo que estamos buscando a un varón caucasiano, de entre treinta y cinco y cuarenta años. Es atractivo, un seductor. Alguien que puede encandilar a una mujer determinada y convencerla de que vaya con él a un lugar apartado, aislado, donde le inyecta la droga. No tiene por qué ser particularmente fuerte, ya que no utiliza la fuerza física.

 

—Pero sí para transportar sus cuerpos después de matarlas —apuntó Corky.

 

—Buena observación. También sabemos que es un maniático de la limpieza. Eso podría indicar que procede de un hogar donde sus padres, sobre todo su madre, tenían un carácter obsesivo. O tal vez justamente lo opuesto. Puede que proceda de una familia desestructurada, problemática, y que de niño sintiera vergüenza de que la conocieran sus amigos.

 

—¿Crees que es probable que ahora tenga amigos?

 

—Dudo que esté estrechamente relacionado con nadie, aunque aparente lo contrario. Es un tipo colérico, especialmente con las mujeres, lo que explica el detalle de la tortura. Puede que eso se deba a que se sintió traicionado por una mujer o a que fue maltratado por su madre. Probablemente nunca se ha casado. Es una persona muy inteligente. Y muy controlada.

 

—¿Podría ser un médico? —le preguntó Corky.

 

—Sí, un cirujano por ejemplo. Sus incisiones son muy precisas. Y lo sabe todo sobre el ADN, ya que lo usa para contaminar y confundir la investigación.

 

—Has dicho que es una persona muy controlada —le recordó Dallas—, pero que en ciertos momentos pierde el control. ¿Cuál es el factor que desencadena su rabia?

 

—Yo diría que pierde los estribos ante personas o situaciones que frustran o defraudan sus planes. Pero se recupera rápidamente, al menos en apariencia.

 

—¿Crees que los asesinatos están conectados con esos estallidos de rabia? —quiso saber el comisario—. ¿Y que simplemente estalla y mata a alguien antes de que pueda recuperar el control?

 

—No. Los asesinatos están demasiado bien planeados —en esa ocasión, fue Dallas quien respondió por ella—. Todos excepto el último —se volvió hacia Darlene—. ¿Cómo te parece que encaja el asesinato de Karen con todos los demás?

 

—Si el hombre que la mató es el mismo que el asesino de las otras tres víctimas, existen dos posibilidades. O algo alteró de manera singularmente intensa su estado mental y emocional, de manera que no pudo evitarlo, o algún factor externo, al margen de su impulso habitual, desencadenó ese asesinato.

 

—Me inclino por lo último —pronunció Dallas—. ¿Qué puede haber llevado a un hombre inteligente, culto y cualificado a convertirse en un asesino en serie?

 

—Algo debió de sucederle para disparar su resentimiento. Quizá al fin estalló la rabia que había acumulado con los años. O tal vez llegó a la cumbre del éxito y no le pareció suficiente, como si quisiera buscar un nuevo desafío. En cualquier caso, con cada uno de sus asesinatos ha ido mejorando su modus operandi, perfeccionándolo cada vez más.

 

—¿Cómo explicas esas obscenas poses en que coloca a sus víctimas después de matarlas? —inquirió Corky.

 

—Yo diría que las deshumaniza. Y que las dispone así para llevarse una imagen satisfactoria de ellas. Como los fetiches que suelen llevarse la mayor parte de los asesinos en serie.

 

—O quizá les saca fotos y las guarda —señaló Dallas—, para su colección personal de imágenes pomo.

 

—Si hablas en serio, entonces deberíamos revisar todas las casas de revelado de la ciudad —sugirió Bailey.

 

—Eso sería una pérdida de tiempo. Es demasiado inteligente para eso. Usaría una Polaroid.

 

—O las revelaría él mismo —añadió Dallas, estremecido por una sospecha.

 

—Exacto —repuso Darlene mientras rebuscaba algo entre sus notas—. La criminología es útil, pero no es una ciencia exacta.

 

—Has hecho un gran trabajo —la felicitó el comisario.

 

—Hago lo que puedo.

 

Dallas ya no los escuchaba. Sus pensamientos habían tomado su propio rumbo. Maldijo para sus adentros. ¿Qué posibilidades había de que la mujer que le había robado el corazón estuviera casada con el desalmado asesino cuya captura tanto lo obsesionaba?

 

—¿Qué dices tú, Dallas?

 

Alzó la vista. Todo el mundo lo estaba mirando, esperando a que respondiera.

 

—Lo siento. Me he distraído.

 

—Darlene duda seriamente de que nuestro asesino múltiple esté relacionado sentimentalmente con Karen Tucker. ¿Qué opinas tú?

 

—Yo no lo descartaría.

 

—¿En qué te basas? ¿En evidencias o en una intuición?

 

—En las dos cosas. Todavía no sabemos cómo elige a sus víctimas. Puede que tuviera algún tipo de aventura con cada una de ellas, o que al menos experimentara cierta atracción.

 

—No tengo ninguna objeción a eso —declaró Darlene—. Además, nunca subestimo la intuición de un buen policía.

 

—Si ese hombre estuviera casado... —apuntó Dallas, incapaz de desterrar de su mente la estremecedora posibilidad que tanto lo torturaba— ¿qué tipo de síntomas o indicios podría advertir su esposa?

 

—Manía por el orden. Por el control.

 

—¿Y súbitos ataques de rabia?

 

—Eso sobre todo.

 

Dallas permaneció en su silla, pero, para él, aquella reunión había terminado. La ansiedad bullía en su interior mientras las imágenes de los asesinatos cometidos por Freddy desfilaban por su cerebro. Rostros y cadáveres se iban sucediendo, hasta que solamente quedaron unos ojos, mirándolo. Los mismos ojos que lo habían acosado en cientos de noches de insomnio. Los de Nicole.

 

—¿Te encuentras bien, socio? —le preguntó Corky.

 

—Sí. ¿Por qué?

 

—Porque no lo pareces.

 

—Estoy perfectamente. Pero tengo que ocuparme de algo que no puede esperar —y se levantó de la mesa para salir del despacho, sin añadir palabra. No pasó antes por su oficina, sino que se dirigió directamente al coche. Esa vez, una llamada telefónica no serviría de nada.

 

El hombre al que Nicole había jurado amar para siempre podía ser un asesino múltiple. Y Dallas tenía que convencerla de que saliera de aquella casa. Rápido. Antes de que se convirtiera en su próxima víctima.