5
Pero Mamá Springer no estaba tan desbordada por los acontecimientos como para no tener la ingeniosa ocurrencia de llamar a Charlie Stavros y lograr que volviese al concesionario. La madre de él empeoró en diciembre —tiene todo el lado izquierdo paralizado, de modo que ni siquiera con bastón se atreve a andar—, y, tal como Charlie predijo, su prima Gloria volvió a Norristown con su marido, si bien el griego calcula que su reconciliación no durará más de un año; en suma, ha estado bastante sujeto. Esta vez es Harry quien retorna bronceado. Propina a Charlie un apretón con las dos manos, tan contento está de volver a verle en Springer Motors. No parece tan sonrosado, a fin de cuentas: aquellos viajes a Florida fueron como una tenue mano de pintura. Está pálido. Da la impresión de que si le pinchasen la piel sangraría un líquido gris. Se mantiene encorvado, protegiendo su pecho como si hubiera fumado tres paquetes de tabaco diarios durante toda la vida, aun cuando Charlie, como la mayoría de los mediterráneos, nunca ha tenido realmente los hábitos autodestructivos de los europeos del norte o de los negros. Harry no le hubiera dado una semana atrás tan incondicional apretón de manos, pero desde que se la metió a Thelma por el culo se ha sentido más libre, más enamorado del mundo.
—El viejo mastoras. Estás estupendo —miente exuberantemente a Charlie.
—Me he sentido mejor —le dice Charlie—. Gracias a Dios que hasta ahora prácticamente no ha habido invierno.
A través de la luna del ventanal, Harry ve un paisaje sin nieve ni hojas, en donde vuela y se arremolina el polvo de todas las estaciones, mezclado con papeles desechados del puesto de bocadillos que el viento ha impulsado al otro lado de la Nacional 111. Han colocado un letrero nuevo: la era del corolla. Toyota = ahorro total Charlie comenta:
—Es bastante deprimente ver cómo pierde la cabeza Mana mou. Sólo se levanta de la cama para ir al cuarto de baño, y sigue insistiendo en que debería casarme.
—Quizá sea un buen consejo.
—Bien, hice unos avances en ese sentido con Gloria, y puede ser que eso le asustara hasta el punto de volver con su marido. Una mierda de tío. Ella volverá.
—¿No era prima tuya?
—Tanto mejor. Llena de vida. Alrededor de un metro cincuenta, un poco llenita en los cuartos traseros, sin bastante clase para ti, campeón. Pero mona. Si la vieras bailar… Hace años que no iba a esos bailes de los sábados por la noche en la Sociedad Helénica. Me llevó una vez. Me encantó verla sudar.
—Dices que volverá.
—Sí, pero no por mí. He perdido ese tren. —Agrega—: He perdido muchos trenes.
—¿Y quién no?
Charlie da vueltas a un palillo de dientes en el centro de su labio inferior. Harry no quiere mirarle de cerca; se ha convertido en uno de esos tipos de Brewer que entran en los estancos a jugarse diez dólares a la lotería y husmean por los estantes de revistas a la espera de que alguien pegue la hebra con ellos.
—Tú has cogido unos cuantos —se aventura a decirle a Harry.
—No, escucha, Charlie. Mi situación es un desastre. El chico que ha desaparecido y una casa nueva sin muebles.
Tales hechos, no obstante, una mezcla de vacío y nuevas posibilidades, le emocionan y complacen más que nada.
—El chico aparecerá —dice Charlie—. Se está desfogando.
—Eso dice Pru. Es la persona más tranquila del mundo, después de todo. Fuimos a visitarla anoche al volver del Caribe y, Jesús, qué feliz estaba con su niña. Parecía que era la primera mujer del mundo que hubiese parido. Supongo que le preocupaba que el bebé fuese normal, después de la caída que tuvo.
—Es más probable que estuviese preocupada por sí misma. Para las chicas que han sido tan golpeadas por la vida, tener un hijo es la única manera de demostrarse que son humanas. ¿Cómo pensáis llamarla?
—No quiere llamarla como su madre, prefiere que se llame como la abuela. Rebecca. Pero prefiere saber algo de Nelson, porque ya sabes que ése era el nombre de su hermanita. La que murió.
—Ya.
Charlie comprende. Sería como atraer la mala suerte. El tecleo de la máquina de escribir de Mildred Kroust llena el silencio de ambos. En el taller, uno de los hombres de Manny está martilleando una pieza metálica que ofrece resistencia.
—¿Y qué pensáis hacer con la casa? —pregunta Charlie.
—Mudarnos, dice Janice. Me sorprendió el modo en que habló con su madre. En el mismo coche, durante el viaje a casa. Le dijo que podía venir con nosotros, pero que no veía por qué ella no iba a poder tener una casa propia, como otras mujeres de su edad, y como es evidente que Pru y la niña tendrían que quedarse, no quería que sintiese la casa llena de gente. La de Bessie, me refiero.
—Hum. Ya era hora de que Janice se plantara. ¿Con quién habrá estado hablando?
Con Webb Murkett, piensa Harry, en el curso de una noche de amor tropical; pero las cosas siempre van mucho mejor entre Charlie y él cuando no profundizan en el tema de Janice. Dice:
—El problema de tener una casa es que no tenemos mobiliario propio. Y los muebles cuestan una puta fortuna. Un simple colchón de muelles con su armazón de acero vale seiscientos dólares; si añades el cabezal, otros seiscientos. ¿Alfombras? Tres, cuatro mil dólares por una oriental pequeña, y todas son de Afganistán e Irán. El vendedor me estuvo diciendo que son una inversión mejor que el oro.
—El oro no va nada mal —dice Charlie.
—Mejor que nosotros, ¿eh? ¿Has tenido ocasión de echar una ojeada a los libros?
—Alguna vez han estado mejor —reconoce Charlie—. Pero no es nada que no pueda remediar un poco más de inflación. Una pareja joven vino el martes, el primer día que me llamó Bessie, y compró un Corvette descapotable que había traído Nelson. Dijeron que querían un descapotable y que habían pensado que lo mejor era comprarlo en pleno invierno. No dieron ningún coche de entrada, no les interesaba la financiación, lo pagaron con un cheque de una cuenta corriente normal. ¿De dónde sacaron el dinero? Ninguno de los dos podía tener más de veinticinco. Al día siguiente, ayer, entró un chico con una camioneta de reparto GMC y dijo que había oído que teníamos un vehículo para la nieve en venta. Nos llevó tiempo encontrarlo ahí detrás, pero cuando lo vio se le iluminaron los ojos, así que empecé pidiéndole mil doscientos, y lo dejamos en novecientos setenta y cinco. Le dije que no había nieve por aquí, y él me contestó que daba igual, que se marchaba a Vermont a esperar el holocausto nuclear. Dijo que lo de la isla Three-Mile le había comido el coco. ¿Te has fijado alguna vez en que Carter no puede pronunciar «nuclear»? Dice «nuquear».
—¿En serio que te has deshecho de ese trasto para la nieve? No puedo creerlo.
—A la gente ya no le interesa ahorrar. Al capitalismo le ha traicionado la Big Oil[28]. Lo que hizo el zar con los rusos lo está haciendo la Big Oil con nosotros.
Harry no tiene tiempo hoy para hablar de economía. Se disculpa:
—Charlie, teóricamente sigo de vacaciones hasta el fin de semana y Janice me espera en el centro, tenemos mil cosas que hacer en relación con su maldita casa.
Charlie asiente.
—Entendido. Yo también tengo un par de cosas que hacer. De lo que nadie puede acusar a Nelson es de ser un maniático del orden.
Y a continuación le grita a Harry cuando éste entra en el pasillo para coger su abrigo y su sombrero:
—¡Saluda a la abuela de mi parte!
Se refiere a Janice, tarda en comprender Harry.
Se zambulle en su despacho, en cuya pared cuelga el nuevo calendario 1980 de la compañía, con su foto del Fujiyama. Toma nota mentalmente, y no por vez primera, de que tiene que hacer algo con todos esos viejos recortes que cuelgan ahí fuera, en el tablón del tabique se están poniendo demasiado amarillentos, ha oído hablar de un procedimiento por el que fotografían los medios tonos para que recuperen la blancura, y pueden ampliarse a cualquier tamaño. Podría hacerlos enormes, es un gasto de la empresa. Saca del viejo perchero de roble del viejo Springer, con sus cuatro patitas curvadas, el abrigo de piel de carnero que le regaló Janice para Navidad y el sombrerito de ante y ala estrecha a juego. A su edad hay que usar sombrero. Pasó todo el invierno anterior sin pescar un resfriado, porque había decidido usar sombrero. Y la vitamina C también ayuda. Lo siguiente será el Geritol. Espera no haber sido demasiado brusco con Charlie, pero hablar con él le ha parecido hoy un tanto deprimente, el tipo se encuentra en un callejón sin salida y se está volviendo chiflado. La Big Oil no sabe mucho más que el pequeño petróleo sobre cómo van las cosas. Aunque desde la altura en la que Harry se halla en este momento, cualquiera puede parecer pequeño y chalado. Él ya ha despegado y vuela alto rumbo a una isla en su vida. Coge un tubo de pastillas Life Savers (con sabor a clavo) del cajón superior izquierdo de su mesa, para especiar su aliento por si acaso le besan, y sale por la puerta trasera del taller. Tiene cuidado con la barra metálica: no habría manera de quitar una mancha de grasa de la piel de carnero.
Como Nelson le ha robado el Corona, Harry se ha regalado un Celica Supra del color azulado de ciertas uvas, el «Toyota último modelo», con salpicadero acolchado, tacómetro eléctrico, el último grito de estéreo de cuatro altavoces, onda media, larga y frecuencia modulada, reloj digital de cuarzo, transmisión superdirecta automática, control de crucero, suspensión regulada por ordenador, frenos de disco de doce centímetros en las cuatro ruedas y faros de cuarzo halógenos. Adora esta máquina refinada. A pesar de todas sus cualidades dignas de confianza, el Corona era un bicho pesado, mientras que este águila azul posee carisma. Los negros apostados a lo largo de Weiser le miraron con asombro ayer por la tarde cuando pasó rumbo a casa. Después Janice y él llevaron a Mamá en el Chrysler al 89 de Joseph Street (a Harry no le resultaba fácil conducir este coche tras una semana de viajar en taxi por el lado contrario de la carretera), la acostaron en la cama y volvieron a la ciudad en el Mustang, Janice toda insolentada después de haberse plantado con respecto a la casa, y fueron al comercio de muebles Schaechner, en donde miraron camas, butacones feos y mesas Parson como la que tienen los Murkett, sólo que no tan bonitas como la suya, sin el grano de la madera con cuadros ajedrezados. No se decidieron por nada; cuando la tienda estaba a punto de cerrar, ella le llevó al concesionario para que él también dispusiese de vehículo. Eligió este modelo tasado en una cifra de cinco dígitos. Los negros le miraron fijamente desde debajo de los letreros de neón, salón amistoso jimbo, espectáculo en vivo y adulto adulto adulto, cuando él pasó a bordo del flamante coche de color azulado; temió que algunos de los que ganduleaban por la fría intemperie se acercasen corriendo en un semáforo y le rayasen el capó con un destornillador o le rompiesen el parabrisas con un martillo, como revancha por sus pobres vidas. En unas cuantas paredes de esta parte de la ciudad se ven ahora pintadas de skeeter vive, pero no dicen dónde.
Le ha mentido a Charlie. No está citado con Janice hasta la una y media y sólo son las once y diecisiete en el reloj de cuarzo del Supra. Circula en dirección a Galilee. Enciende la radio y el sonido es incluso más nítido, más polifacético y con más aristas que el de la radio del viejo Corona. Aunque mueve el dial de izquierda a derecha y luego al revés, no encuentra a Donna Summer, se fue con los años setenta. En su lugar hay un tipo que canta himnos, exprimiendo la palabra «Jesús» hasta que chorrea. Y esa especie de fondo melodioso de voces mezcladas que él recuerda de los discos de cuando estudiaba en el instituto: las máquinas en las que se veía caer el disco y aquella tela susurrante y cerosa, tafetán o lo que fuera, con la que las chicas iban a bailar, luciendo en el vestido el ramillete que les habías obsequiado. El ramo sería aplastado a medida que el baile se iba haciendo más arrimado, y el perfume de las chicas se desprendía de sus pechos empolvados conforme sus cuerpos iban siendo entibiados y apretados por los sucesivos compañeros, bajo la luz violeta del gimnasio en penumbra, con serpentinas de crespón sobre las cabezas y los aros de baloncesto engalanados con guirnaldas de papel, aquellos cuerpos cálidos que chocaban suavemente anticipando el aire frío almacenado en los coches que esperaban fuera, el brillo de las lucecitas del salpicadero, el calor corporal que empañaba la cara interior del parabrisas, el tafetán levantado y arrugado, los dedos glaciales manoseando por entre las chaquetas, pantalones y ropa interior, prendas convertidas en una serie de túneles, el cuerpo de Mary Ann ovillándose hacia las manos de Harry, el espacio que se abría entre las piernas de ella, tan distinto y suave y fragante y acogedor, un mundo aparte. Y ahora las noticias de la media. Aquella joven de voz juiciosa hace mucho que no está en la emisora local, Harry se pregunta dónde estará ahora, de bailarina gogó o de vicepresidenta adjunta de la fábrica de cerveza Sunflower. El nuevo locutor parece Billy Fosnacht, de labios gruesos. El presidente Carter ha declarado que personalmente está a favor de boicotear los Juegos Olímpicos de Moscú de 1980. La reacción de los atletas ha sido diversa. La primera ministra de la India, Indira Ghandi, se ha retractado de su inicial postura prosoviética en el conflicto de Afganistán. En la multitudinaria campaña electoral, el congresista de Illinois, Philip Crane, ha calificado de «insensata» la propuesta del senador por Massachusetts Edward Kennedy de que la central nuclear de Seabrook, en Nueva Hampshire, se convierta en una planta carbonífera. En Japón, el ex Beatle Paul McCartney ha sido encarcelado acusado de poseer doscientos veinticinco gramos de marihuana. En Suiza, unos científicos han conseguido programar bacterias para que produzcan la escasa proteína humana llamada interferón, un agente antivírico cuya producción artificial puede inaugurar una nueva era tan beneficiosa para la humanidad como el descubrimiento de la penicilina. Entretanto, si los empastes dentales cuestan más, se debe a que el precio del oro ha alcanzado hoy los veintiocho con tres dólares el gramo en Nueva York. Cojones. Ha vendido demasiado pronto. Veintiocho con tres por ochocientos cincuenta hacen veinticuatro mil, lo que equivale casi a diez de los grandes más que la cifra de catorce mil seiscientos, si hubiera aguantado un poco, maldito sea Webb Murkett y su plata. Y los «76» prosiguen su racha victoriosa, ciento veintiuno contra ciento diez anoche en el Spectrum, derrotando a los Portland Trail Blazers. Los pobres Eagles en el colmo de la desgracia: Jaworski fue superado en número de encestes. Y ahora, continuando con nuestro programa Música Encantadora para Gente Encantadora, la melodía tradicional «Señor, vela por mí». Harry apaga la radio y se concentra en el zumbido del motor.
Ahora conoce el camino. Más allá del menonita gigante que apunta hacia la cueva natural, a través de la angosta población con su cartel de Purina, alimento para animales, una vieja posada, un banco nuevo, palenques para atar a los caballos y una tienda de tractores. Los campos de rastrojos de maíz se alzan pálidos, con el oro trigueño blanqueado. El estanque de patos tiene las orillas congeladas pero un amplio círculo de agua negra, tan suave ha sido el invierno. Sobrepasa lentamente los buzones de las familias Blankenbiller y Muth y desciende por el sendero de entrada en donde se lee byer en el buzón. Tiene los nervios en tensión para que nada se le escape, las piedras puntiagudas de las dos veredas rojizas y trilladas que configuran la vieja carretera, los márgenes de hierbas secas que aún conservan la forma que su existencia verde asumió durante el esfumado verano, la carrocería descascarillada del autobús escolar de color calabaza, una grada que se oxida, un pequeño almacén encalado años atrás, y por fin los destartalados edificios de la granja, granero para el maíz, cobertizo y vivienda de piedra vistos desde un nuevo ángulo, por primera vez de frente. Introduce el Celica en el espacio de tierra hacinada donde una vez vio el Corolla estacionado; al apagar el motor y apearse del coche ve la loma desde la que espiaba, una línea enmarañada y distante de cerezos negros y gomeros apenas visibles a través de los manzanos del huerto, más lejos de lo que había pensado, había muchas posibilidades de que nadie le viera entonces. Esto es una locura. Corre, Conejo.
Pero, como en la agonía, hay un momento que es necesario superar, un espacio de tiempo más transparente que una luna de vidrio; se halla delante de él y avanza un paso, sacando arrestos de aquel vacío amoroso que Thelma le confió. Con su abrigo de piel de carnero, el estúpido sombrerito de duende y el traje de tres piezas de lana rayada que compró el pasado noviembre en el establecimiento del sastre de Webb, en Pine Street, camina sobre la tierra donde arenisca mate y encenagada formó antaño un camino. Hace frío, un día que quizá traiga nieve, un día que parece hueco. Bien que son casi las doce, el sol no asoma, ni siquiera un rastro de plata denuncia el lugar que ocupa en el cielo, que es una larga y acanalada panza de bajas nubes grises. Un alto y pardo techo de bosques invernales se yergue a su derecha. En la otra dirección, allende el horizonte, suena atascada una sierra de cadena. Incluso antes de que, quitándose un guante, llame con la mano desnuda en una puerta cuya pintura, de un color verde veneno, se está desprendiendo en largos flecos curvos, el perro, dentro de la casa, oye sus pisadas en la piedra e inicia un alboroto de ladridos.
Harry confía en que el animal esté solo y que su dueña haya salido. No hay ningún coche ni camioneta en el exterior, pero uno de ellos podría estar aparcado en el cobertizo o en el garaje reciente de hormigón con techo de fibra de vidrio ondulada y superpuesta. En el interior de la vivienda no se ve ninguna luz encendida, pero aún no son ni las doce, a pesar de que el día es mortecino y se está volviendo más oscuro. Fisga por la mirilla y se ve a sí mismo reflejado con su sombrero claro en otra puerta, muy parecida a la de entrada, con dos altos paneles de cristal del espesor de una pared de piedra. Más allá de los cristales, un pasillo con una raída alfombra a rayas se adentra en profundidades no iluminadas. Mientras se esfuerza por atisbar más adentro, le escuecen de frío la nariz y la mano no enguantada. Cuando ya está a punto de darse media vuelta y regresar al automóvil caldeado, una forma surge en el interior de la casa y se precipita hacia él, resoplando de furia. El collie de pelaje negro salta una y otra vez contra la puerta, enloquecido, tratando de morder el cristal, con esos horribles dientecitos frontales que tienen los perros, inhumanos, y sucio el negro belfo hendido y las encías azuladas. Harry está paralizado por la fascinación; no ve la gran figura que se materializa detrás del animal hasta que una mano mueve con estrépito el pestillo de la puerta.
La otra mano de la mujer obesa sujeta al perro por el collar; Harry coopera abriendo él mismo la puerta verde exterior. Fritzie reconoce su olor y deja de ladrar. Y Conejo, a su vez, reconoce a Ruth, sepultada por las arrugas y la grasa, pero cuyos ojos familiares despiden chispas, vivos. De este modo, entre el tumulto de meneos de rabo y de gemidos que evidencian la desesperada necesidad perruna de festejar a un amigo, los dos antiguos amantes se hallan frente a frente. Veinte años atrás él había vivido desde marzo a junio con esta mujer. La volvió a ver un minuto ocho años más tarde, en Kroll, y ella le había ahorrado unas palabras amargas, y ahora han transcurrido doce años para ambos, causando estragos. Sus cabellos, que antes fueron de un rojizo sucio y feroz, ahora se han descolorido hasta un tono gris férreo y están recogidos en un moño como el que usan los menonitas. Lleva un mono de faena holgado de mahón y una camisa roja de leñador bajo un jersey negro de codos gastados, con pelos de perro y virutas de madera pegados a la tela grasienta. Es Ruth, sin duda alguna. Su labio superior todavía sobresale un poco, como si gestara una ampolla incipiente, y sus ojos de un azul mate, engastados en cuencas cuadradas, le observan todavía con una hostilidad que cosquillea a Harry.
—¿Qué quieres? —pregunta ella. La voz le suena pastosa, como si tuviera catarro.
—Soy Harry Angstrom.
—Ya me he dado cuenta. ¿Qué buscas aquí?
—Estaba pensando si podríamos hablar un rato. Necesito preguntarte algo.
—No, no podemos hablar. Vete.
Pero ella ha soltado el collar del perro, y Fritzie olfatea los tobillos y la entrepierna de Harry, y se retuerce en su urgencia por saltar, por compartir el júbilo difícilmente reprimible que alberga su estrecho cráneo, detrás de sus ojos saltones. Su ojo malo todavía parece irritado.
—Fritzie, bonita —dice Harry—. Siéntate, siéntate.
Ruth no puede contener la risa, esa rápida risa tintineante, como monedas arrojadas sobre un mostrador.
—Conejo, eres muy listo. ¿Cómo sabes su nombre?
—Una vez os oí a todos llamándola. He estado aquí un par de veces, escondido detrás de aquellos árboles, pero no tuve valor para acercarme. Estúpido, ¿verdad?
Ella vuelve a reír, con una risa un poco menos estruendosa, como si estuviese verdaderamente divertida. Aunque la voz se le ha vuelto áspera, el cuerpo ha duplicado su volumen y tiene una pelusa que contiene unos cuantos pelos oscuros en las mejillas y sobre las comisuras de la boca. Es Ruth en persona, una nube por la que la vida de Harry ha atravesado, sólida de nuevo. Sigue siendo alta, comparada con Janice y con cualquier otra mujer de su vida, salvo Mim y su madre. Siempre pesó sus buenos kilos, y la primera noche, cuando él la levantó en brazos, ella bromeó que la temeridad le iba a poner fuera de combate, un peso que le derrotó, junto con algo que le prendó enseguida, un aire de tener ganas de jugar en el pequeño espacio de que disponían y pese a que no tenían mucho tiempo.
—Así que te dimos miedo —dice ella. Se agacha ligeramente para hablar a la perra—. Fritzie, ¿le dejamos entrar un minuto?
El hecho de que guste al animal, una tenue chispa de memoria canina que se traduce en un meneo del rabo ha inclinado la balanza.
El pasillo huele decididamente al pasado, de ese modo peculiar de las viejas granjas. Manzanas en el sótano, canela en algún guiso, un aroma transmitido por el viejo yeso o el engrudo del empapelado; Harry no lo sabe muy bien. En una esquina de la entrada hay unas botas manchadas de barro, sobre periódicos esparcidos por el suelo, y advierte que Ruth lleva calcetines, gruesos calcetines grises y masculinos de trabajo, pero no obstante sensuales, nota el silencio de sus pasos a pesar de que es una mujer enorme. Ella le conduce hacia la derecha, a un saloncito con una alfombra oval de jirones trenzados en el suelo y una silla de jardín, plegable y de madera, mezclada con los demás muebles. Lo único moderno es el televisor, con su imperioso ojo rectangular inmóvil. Un pequeño fuego de leña arde sin llama en una chimenea de piedra arenisca. Harry se mira la suela de los zapatos antes de pisar la alfombra, para asegurarse de que no tiene tierra adherida. Se quita el extravagante sombrerito.
Como si ya lamentara haberle recibido, Ruth se sienta en el mismo borde de la silla, una mecedora con asiento de mimbre, inclinándola de tal modo que sus rodillas casi tocan el suelo y su brazo llega hasta donde está Fritzie para rascarle el cuello y mantenerla tranquila. Harry supone que debe sentarse enfrente, en un sofá de cuero negro agrietado, debajo de dos deprimentes retratos de color sepia que deben datar de hace un siglo como mínimo, con marcos tallados y gemelos, y que representan a un tipo barbudo y a su esposa con la boca apretada, que el tiempo ha convertido en polvo dentro de sus féretros. Pero antes de sentarse descubre al otro lado de la habitación, a la luz de una ventana cuyo ancho alféizar está cubierto por tiestos de violetas africanas y esas plantas de hojas anchas que se regalan el Día de la Madre, una serie de fotos más contemporáneas, instantáneas en color que ocupan un estante de una librería que aloja filas de esas ediciones de novelas románticas y de misterio en rústica que Ruth solía leer y que al parecer sigue leyendo. Eso le dolía a él en aquellos meses, que ella se enfrascase en la lectura de esas noveluchas que transcurrían en Inglaterra o en Los Angeles mientras él se hallaba presente, en carne y hueso. Se dirige hacia la librería y la ve, más joven pero ya corpulenta, posando en una esquina de la casa, rodeada por el brazo de un hombre de más edad, más alto y fornido que ella: debió de ser Byer. Un granjero grande y tímido, toscamente endomingado, entornando los ojos contra la luz del sol y con una expresión parecida a la de los viejos retratos, con la boca ansiosa por satisfacer a la cámara. Ruth parece divertida, con el pelo cardado y todavía rojizo, divertida porque para ese hombre protector ella es un premio. Durante un instante tan fugaz y vivido como el chasquido de un obturador, Conejo siente celos de esas vidas que otros han vivido: esta pareja de campesinos sencillos y robustos posando junto a una esquina mellada de estuco marrón, en un terreno que, a juzgar por el verdor de la hierba, sugiere el mes de marzo o abril. La naturaleza ejecutando una de sus mañas incansables.
Hay otras fotografías en color de adolescentes sonrientes y peinados, en esos marcos de cartón típicos de los retratos estudiantiles. Antes de que pueda examinarlas, Ruth dice con tono brusco:
—¿Quién te ha dado permiso para mirarlas? Ya basta.
—Es tu familia.
—Desde luego. La mía y no la tuya.
Pero no logra apartar la mirada de las imágenes de esos niños iluminadas con flash. No le miran a él sino a su oreja derecha, cada uno de ellos emplazado en idéntica posición por el fotógrafo que mayo tras mayo recorría los colegios. En la foto más grande aparecen un chico y una chica de aproximadamente la misma edad; otra de formato más pequeño muestra a un niño más joven de pelo más oscuro, más largo y con la raya peinada al otro lado que su hermano. Los tres tienen los ojos azules.
—Dos chicos y una chica —dice Harry—. ¿Quién es el mayor?
—¿A ti qué demonios te importa? Dios, me había olvidado de que eres un bastardo odioso e insistente. Genio y figura hasta la sepultura.
—Me parece que la mayor es la chica. ¿Cuándo la tuviste y cuándo te casaste con ese viejo? Y a propósito, ¿cómo puedes soportar la vida en estos andurriales?
—La soporto muy bien. Es más de lo que nadie me ofreció nunca.
—Yo no tenía mucho que ofrecer en aquellos tiempos.
—Pero te ha ido bien desde entonces. Vas vestido como un mariquita.
—Y tú vas vestida como un cavador de zanjas.
—Estaba cortando leña.
—¿Manejas una de esas sierras? Jesús, ¿no tienes miedo de cortarte un dedo?
—No, no tengo miedo. El coche que le vendiste a Jamie anda bien, si eso es lo que quieres saber.
—¿Desde cuándo sabes que estoy en Springer Motors?
—Oh, desde siempre. Además apareció en los periódicos cuando murió Springer.
—¿Fuiste tú la que pasaste en la vieja camioneta el día en que se casó Nelson?
—Podría ser —dice Ruth, recostándose en su mecedora, que se inclina hacia el otro lado. Fritzie se ha tumbado para dormir. El fuego de leña chisporrotea—. Pasamos por Mount Judge de vez en cuando. Éste es un país libre, ¿no?
—¿Por qué hiciste una locura semejante?
Ella le ama.
—No he dicho que hiciese nada. ¿Cómo iba yo a saber que Nelson se casaba en aquel momento?
—Lo viste en el periódico. —Él ve que ella se propone atormentarle—. Ruth, la chica. Es mía. Es el bebé que me dijiste que no querías abortar. Así que la tuviste y luego encontraste a ese viejo tarugo de granjero que aceptó encantado un buen culo joven y tuviste con él los otros dos chicos antes de que estirase la pata.
—No seas tan grosero. No me estás demostrando nada, excepto que debo de estar muy loca para haberte permitido entrar. Como hay Dios que tú eres Don Malas Noticias. No piensas más que en ti y en decir dame, dame. Cuando tuve algo que darte te lo di aun a sabiendas de que nunca recibiría nada a cambio. Gracias a Dios, ahora no tengo nada que darte.
Con un ademán débil le señala la salita pobremente amueblada. A lo largo de estos años, su voz ha cobrado esa lentitud campesina, esa calma obstinada con la que el campo conserva lo que la ciudad desea.
—Dime la verdad.
—Te la acabo de decir.
—Sobre la chica.
—Es más joven que el mayor. Scott, Annabelle y después Morris, en el 66. Una idea tardía. El 6 de junio de 1966. Cuatro seises.
—No andes con rodeos, Ruth, tengo que volver a Brewer. Y no me vengas con embustes. Se te ponen los ojos acuosos cuando mientes.
—Se me humedecen porque no soporto mirarte. El típico estafador de Brewer. Un negociante. La clase de persona que odiabas, ¿recuerdas? Y encima gordo. Por lo menos cuando te conocí tenías un cuerpo estupendo.
Él se ríe, disfrutando del ataque; la noche que pasó con Thelma ha hecho que su cuerpo sea más inmune al insulto.
—¿Tú me estás llamando gordo a mí?
—Sí. ¿Y cómo se te ha puesto la cara tan roja?
—De tomar el sol. Acabamos de volver de las islas.
—Dios mío, las islas. Yo creí que estabas a punto de tener un ataque al corazón.
—¿Cuándo la palmó el viejo? ¿Qué hiciste, le estuviste follando hasta matarlo?
Ella le mira fijamente unos instantes.
—Más vale que te vayas.
—Pronto —le promete él.
—Frank murió de cáncer en agosto del 76. Cáncer de colon. Ni siquiera llegó a la edad de jubilarse. Cuando le conocí era más joven que nosotros ahora.
—Muy bien, lo siento. Escucha, no me obligues a ser tan cabrón. Dime lo de nuestra hija.
—No es hija nuestra, Harry. Sí, aborté. Mis padres lo arreglaron con un médico de Pottsville. Lo hizo en su consultorio, y más o menos un año después murió una chica a causa de complicaciones y le metieron en la cárcel. Ahora las jóvenes van al hospital por su propio pie.
—Y esperan que lo pague el contribuyente —acota Harry.
—Luego conseguí un trabajo de cocinera en el turno de mañana de un restaurante que está hacia Stogey Quarry, al este de aquí, y entonces estaba de camarera una prima de Frank, y una cosa llevó a la otra enseguida. Scott nació a finales de 1960, acaba de cumplir diecinueve el mes pasado, fue uno de esos niños mimados que nacen en Navidad y que salen perdiendo con los regalos.
—¿Y la chica cuándo? Annabelle.
—Al año siguiente. Frank tenía prisa por formar una familia. Su madre nunca le dejó casarse mientras ella vivió, o por lo menos él se lo reprochaba.
—Estás mintiendo. He visto a la chica; es mayor de lo que dices.
—Tiene dieciocho años. ¿Quieres ver la partida de nacimiento?
Debe de ser un farol. Pero responde que no.
La voz de Ruth se suaviza.
—¿Por qué estás tan encaprichado con la chica? ¿Por qué no sostienes que el chico es tuyo?
—Tengo un chico. Ya es bastante —la frase se le escapa— quebradero de cabeza. —Y pregunta, bruscamente—: ¿Dónde están? Tus hijos.
—¿Y a ti que te importa?
—No mucho. Me preguntaba simplemente por qué no están por aquí, ayudándote a llevar la granja.
—Morris está en la escuela, llega a casa en autocar después de las tres. Scott tiene un trabajo en Maryland, trabaja en un vivero de plantas. Le dije a él y a Annie, iros de aquí. Era un buen sitio para que yo viniera a esconderme, pero aquí no hay nada para la gente joven. Cuando ella y Jamie Nunemacher empezaron a pensar en irse a vivir juntos a Brewer no pude negarme, aunque la familia de él se oponía rotundamente. Tuvimos una gran reunión, y yo les dije que así hacen ahora los jóvenes, viven juntos, ¿y no es lo inteligente? Ellos saben que soy una vieja puta, al fin y al cabo, y me importa un coño lo que piensen. Los vecinos siempre nos han dejado en paz y nosotros hemos hecho lo mismo con ellos. Frank y el viejo Blankenbiller no se hablaban desde hacía quince años, desde que él empezó a salir conmigo. —Ella ve que se ha desviado, y dice—: Annabelle no va a estar con ese chico toda la vida. Es bastante majo, pero…
—Estoy de acuerdo —dice Conejo, como si le hubiera consultado. Ve que Ruth se encuentra sola y con ganas de hablar, y eso le incomoda. Desplaza su peso sobre el viejo sofá negro. Los muelles crujen. Un bandazo de aire fuera ha creado una corriente vertical que esparce humo desde el fuego húmedo formando volutas en la salita.
Ruth mira a la pareja de difuntos en los marcos, que parecen ataúdes esculpidos sobre la cabeza de Harry, y confiesa:
—Incluso cuando Frank tenía salud, tuvo que hacerse cargo de los autobuses para redondear el presupuesto. Ahora alquilo los grandes cultivos y solamente procuro mantener a raya los matorrales. Los matorrales y las facturas de petróleo.
Y es cierto, hace tanto frío en la salita que a Harry ni siquiera se le ha ocurrido quitarse el abrigo.
—Sí, bueno —suspira él—. La vida es dura.
Fritzie, despertada por algún giro imprevisto en el sueño que le ha estado torciendo las puntas de las garras, se levanta y se abalanza hacia él como si fuera a ladrar, pero en lugar de ello se deja caer de nuevo sobre la alfombra, confiadamente ovillada a sus pies. Harry extiende su largo brazo hacia la librería y levanta la fotografía de la hija. Ruth no protesta. Examina la iluminada cara pálida en su marco de cartón castaño: ante un extraño trasfondo de listas azules, como un cielo de imitación, la muchacha mira a lo lejos. Redonda y brillante como una fruta, merced al sedoso y fino acabado de la foto, la cabeza, en vez de revelar su secreto, lo vuelve más enigmático, de una forma tan rara como la de la vida marina iluminada con focos desde abajo en la pasarela del casino. Tiene la misma boca que Ruth, ese labio superior que vio en el concesionario. Y en torno a los ojos, esa mirada recta, aunque su frente es más redonda que la de su madre y el pelo, cepillado para que adquiera un lustre fotogénico, menos rebelde. Estudia la oreja, en busca de la muesca que tiene Nelson en la punta, pero ella tendría que tener los cabellos levantados para verla. Su nariz es tan pequeña y delicada, con los orificios revelados por una leve curva en la punta, que la mitad inferior de su rostro parece pesado, todavía pueril. Hay tal pureza en su piel y una luz glacial en sus ojos que podría remontarse a esos ancestros suecos en su mundo de nieve que Harry vislumbró en el espejo del cuarto de baño de los Murkett. Una criatura de su sangre. Harry se sorprende reviviendo con Annabelle aquel momento en que le llegó su turno, en la anárquica cola de la escuela, de entrar en el rincón encortinado del gimnasio y allí, súbitamente cegada, de posar para la posteridad, para el anuario, para el novio y la madre, para el tiempo mismo que rueda despreocupado: ha llegado la oportunidad de apretar la cara contra el vacío y, bien pensado, de convertirse en una estrella.
—Se parece a mí.
Ruth se ríe ahora.
—Estás viendo visiones.
—En serio. Cuando vino al concesionario la primera vez, algo me llamó la atención, sus piernas, quizá, no lo sé. Estas piernas no son tuyas.
Las de ella eran gruesas, danzarinas como una llama blanca mientras se movía desnuda por la habitación.
—Bueno, Frank también tenía piernas. Hasta que descuidó la silueta, era más bien larguirucho. Medía más de uno ochenta cuando se enderezaba. Supongo que tengo debilidad por los hombres altos. Ninguno de los chicos heredó su estatura.
—Sí, Nelson tampoco heredó la mía. Es un renacuajo, como su madre.
—Sigues todavía con Janice. Solías decir que era una mema —le recuerda Ruth. Ahora se ha instalado cómodamente en su asiento, se recuesta en la mecedora y se columpia, mientras los pies con calcetines se levantan de puntillas, luego caen sobre los talones y de nuevo sobre la punta de los dedos.
—¿Por qué te cuento toda mi vida si tú no me cuentas nada de la tuya? —pregunta.
—Es bastante corrientucha —responde Harry—. No te metas conmigo por haberme quedado con Janice.
—Oh, no, por Dios. Simplemente me da pena la pobre.
—Una hermana —dice él, sonriendo.
La cara de Ruth ha acumulado grasa, no en pequeñas porciones sino en bloque, de forma que cuando alza la cabeza parece un escalope con hueso incluido. Cierta maldad lo ha hecho aflorar.
—Annie se quedó fascinada contigo —confiesa—. Varias veces me preguntó si había oído hablar de ti, aquel héroe del baloncesto. Le dije que fuimos a institutos diferentes. Le decepcionó que no estuvieras allí cuando ella y Jamie volvieron a comprar por fin el coche. Jamie hubiese preferido un Fiesta.
—¿Así que tú no crees que Jamie sea el chico adecuado para ella?
—Por ahora sí. Pero ya le has visto. Es un muchacho vulgar…
—Espero que ella no…
—¿Siga mi camino? No, todo irá bien. Ya no hay rameras, sólo saludables mujeres jóvenes. La he educado muy inocente. En realidad, siempre he creído que yo era muy inocente.
—Todos lo somos, Ruth.
A ella le gusta que pronuncie su nombre, debe tener cuidado al decirlo. Deja la fotografía en su sitio y la estudia, Annabelle entre sus hermanos.
—¿Y qué me dices del dinero? —pregunta él, tratando de adoptar un tono despreocupado—. ¿Crees que la ayudaría? Podría dártelo a ti para que, en fin, no crea que ha llovido del cielo o algo así. Si quiere estudiar, por ejemplo.
Se está ruborizando, y el silencio de Ruth no ayuda mucho. La mecedora ha dejado de mecerse.
Por fin, ella dice:
—Supongo que esto es lo que llaman pagos diferidos.
—No es para ti, sería para ella. No puedo darle mucho. Quiero decir que no soy tan rico. Pero si un par de miles arreglaran algo…
Harry deja la frase en el aire a la espera de ser interrumpido. No se atreve a mirarla, a mirar esa extraña cara dilatada. La voz de Ruth, cuando habla, posee aquella ronquera despectiva y confiada que él le oyó hace siglos, en la cama.
—Calma. No tienes que preocuparte, no te voy a estrujar. Si alguna vez me veo en apuros, puedo vender un pedazo de los linderos de la carretera. Estaban pagando a cinco mil el acre. De todas formas, Conejo, créeme, no es tuya.
—De acuerdo. Si tú lo dices.
En un arranque de alivio, se pone de pie.
Ella también lo hace y, tras haber despertado a los fantasmas de ambos, la carne inflada de aquéllos se derrumba; el hombre y la mujer jóvenes que vivieron en un primer piso de Summer Street, enfrente de una iglesia grande de piedra caliza, se hallan de nuevo cerca, apartados del mundo, y, como antaño, la vivienda es de ella.
—Escucha —le susurra Ruth, radiantemente, según estima Harry, mientras le brilla el rostro desfigurado—, no te daría la satisfacción de que esa chica fuese tuya aunque hubiese un millón de dólares por medio. Yo la he criado. Ella y yo hemos pasado mucho tiempo juntas aquí y ¿dónde cojones estabas tú? Me viste aquella vez en Kroll y no hubo más veces, yo sabía dónde estabas todos estos años y te importó una mierda lo que había sido de mí, de mi niña ni de nada.
—Estabas casada —dice Harry suavemente. «Mi niña», en esa frase hay algo raro.
—Desde luego que lo estaba —prosigue, impetuosa—. Con un hombre mejor de lo que tú serás nunca, búrlate cuanto quieras. Los niños tuvieron un padre maravilloso, y lo saben. Cuando murió seguimos viviendo como si él todavía estuviera, tan fuerte era. Ahora no sé qué diablos te está pasando en tu mísera vida allí en Mount Judge…
—Nos vamos a mudar —le dice él—. A Penn Park.
—Fantástico. A ese mundo perteneces, al de los farsantes. Deberías haber dejado a esa mema hace veinte años, tanto por su bien como por el tuyo, pero no lo hiciste y ahora puedes pudrirte; púdrete pero deja a mi Annie tranquila. Es repugnante, Harry. Cuando pienso en que tú crees que es hija tuya, es como si le frotaras todo el cuerpo con mierda.
Él suspira por la nariz.
—Sigues teniendo una lengua muy dulce —dice.
Ella se avergüenza; sus cabellos color hierro se le han dispersado y se los alisa con el quicio de las palmas, como si quisiera aplastar algo en el interior de su cráneo.
—No debería decir estas cosas pero es aterrador que te presentes con tu bonita ropa a reclamarme a mi hija. Y me pongo a pensar que, si no hubiera abortado, si hubiera dejado que mis padres se salieran con la suya, todo habría podido ser distinto, y podríamos tener una hija ahora. Pero tú…
—Ya lo sé. Hiciste lo oportuno. —Él intuye que ella está combatiendo el impulso de tocarle, de aferrarse a él, de dejarse estrechar como antaño por sus brazos desmañados. Busca un último tema. Pregunta, torpemente—: ¿Qué vas a hacer cuando Morris crezca y se vaya de casa?
Se acuerda del sombrero y lo recoge, apresando con tres dedos la copa nueva y flexible.
—No lo sé. Aguantar un poco más. Pase lo que pase, la tierra no pierde precio. Cada año que dure aquí es más dinero en el banco.
Él suspira de nuevo por la nariz.
—Muy bien, Ruth, si así son las cosas. Me voy, entonces. ¿De veras no es un bulo lo de la chica?
—Por supuesto que no. Piénsalo bien. Suponte que fuese tuya. A estas alturas, saberlo sólo serviría para confundirla.
Él parpadea. ¿Es eso una respuesta afirmativa? Dice:
—Nunca he sido muy bueno para adivinar cosas.
Ruth sonríe con la cabeza gacha. La mella casi cuadrada de encima de un pómulo, vista así, desde arriba, fue una de las primeras cosas en que él se fijó. Fornida y dura pero bondadosa, en definitiva. Otro corazón humano, diciéndole que él era un gran conejo, junto a los parquímetros y a la luz de neón, la primera vez que se vieron. En aquella época, los trenes todavía atravesaban el centro de Brewer.
—Los hombres no tienen por qué hacerlo —dice ella.
La perra se ha excitado cuando los dos se levantaban y la voz de Ruth se ha vuelto más alta y colérica, y ahora Fritzie les precede al salir de la salita y aguarda, meneando inquisitivamente el rabo, con el hocico pegado a la grieta de la puerta de entrada. Ruth la abre y la contrapuerta es lo bastante ancha para que el animal pase, pero no Harry.
—¿Quieres una taza de café? —pregunta.
Quedó con Janice a la una en los almacenes Schaechner.
—Gracias, pero tengo que volver al trabajo.
—¿Sólo has venido a preguntar por Annabelle? ¿No quieres que te cuente nada de mí?
—Ya me has contado, ¿no?
—¿Si tengo un amigo o no, si alguna vez he pensado en ti?
—Sí, bueno, estoy seguro de que sería interesante. Da la impresión de que te las has arreglado maravillosamente. Frank, Morris y ¿cómo se llama el otro?
—Scott.
—Eso es. Y tienes toda esta tierra. Siento, créeme, haberte dejado con todo aquel follón entonces.
—Bueno —dice Ruth, con una parsimonia reflexiva en la que él cree detectar la forma de hablar de su difunto marido—, supongo que cada uno crea sus propios embrollos.
Ahora no sólo parece obesa y gris, sino descuidada: paja sobre el jersey, vello en las mejillas. Un monstruo peludo, solitario. Conejo anhela salir por esa puerta doble al aire invernal, donde nada crece. En una ocasión se escapó diciéndole, «Vuelvo enseguida», pero ahora ya no le queda siquiera eso que decir. Ambos saben lo que la gente no debería saber nunca, que no volverán a verse. Él advierte en la mano que aferra el pomo de la puerta un fino anillo de oro casi hundido en la carne de un dedo. El corazón se le acelera, atrapado.
Ruth se apiada de él.
—Cuídate, Conejo —le dice—. Lo de la ropa era sólo una broma, tienes buen aspecto. —Harry baja la cabeza como si fuera a besarla en la mejilla, pero ella le dice—: No.
Para cuando él ha dado el primer paso sobre el cemento del porche, la sombra de Ruth se ha desvanecido del cristal negro de la doble puerta. La grisura del día se ha intensificado, dejando caer unos pocos copos secos de nieve que no cuajarán y que flotan oblicuamente como partículas de ceniza. Fritzie le acompaña trotando hasta el reluciente Celica azulado y tiene que convencerle de que no salte al asiento trasero.
Una vez en ruta, fuera del camino de entrada y más allá de los buzones que rezan blankenbiller y muth, Harry se mete una Life Saver en la boca y se pregunta si debería haber aceptado el farol de Ruth respecto a la partida de nacimiento. ¿Y si Frank estuvo casado antes y Scott fuera hijo de ese otro matrimonio? Si la chica fuese tan joven como ha dicho Ruth, ¿no tendría que estar todavía en el instituto? Pero no. Déjalo estar. Dios no ha querido que tuviese una hija.
Mientras aguarda en la sala de espera recalentada de Schaechner, rodeada de muebles nuevos y lujosos, Janice parece chiquita y próspera, y, con su bronceado del Caribe, más joven que una mujer de cuarenta y cuatro años. Cuando Harry la besa en los labios, ella dice:
—Mmm. Clavo. ¿Qué estás ocultando?
—Las cebollas del almuerzo.
Ella acerca mucho la nariz a su solapa.
—Hueles a humo.
—Uf, Manny me ha regalado un puro.
Janice apenas escucha sus mentiras y jadea, presa de excitación por sus propias noticias.
—Harry, ha llamado Melanie de Ohio. Nelson está con ella. Todo va bien.
Mientras Janice prosigue, él ve cómo se le mueve la boca, le tiembla el flequillo, los ojos se le ensanchan y se estrechan y sus dedos jalan nerviosos el collar de perlas que las solapas de su abrigo exponen, pero Conejo no capta el sentido exacto de lo que ella está diciendo porque recuerda que, cuando ha inclinado la cara hacia la de Ruth, envejecida, a la luz de la puerta, un cierto brillo ha brotado en la piel fatigada de debajo de sus ojos, y está distraído por la imbécil idea, que al parecer debería embotellar y vender, de que nuestras lágrimas son siempre jóvenes, de que la sal del llanto no cambia, como ella ha dicho, desde la cuna hasta la sepultura.
La casita de piedra que Harry y Janice han comprado por setenta y ocho mil dólares y quince mil seiscientos de entrada, se halla enclavada en un terreno breñoso de unos mil metros cuadrados, arropada al extremo de un camino de macadán, detrás de dos ejemplares más grandes de lo que la gente del lugar llama el Pretencioso Penn Park: una mansión alta, en falso estilo Tudor, con gabletes como agujas y tejados de tejas rojas y ladrillos vitrificados que sobresalen en ángulos caprichosos; la otra, una especie de edificio neocolonial de pastor presbiteriano, de ladrillos delgados en amarillo pálido como limonada, con una solana acristalada y, en el lado opuesto, una fila de ventanas Palladio, donde Harry presume que se encuentra el comedor. Ha salido a inspeccionar su propiedad y a buscar una parcela soleada donde quizá planten un huerto en primavera. El espacio trasero de la casa de Mamá Springer, en Joseph Street, era muy sombrío. Encuentra un rincón que podría servir, una vez cortadas algunas ramas de un roble que pertenece al vecino. En este barrio residencial maduro y cubierto de maleza, la tierra goza, en general, de buena sombra; su césped cubierto a medias por el musgo, que este suave invierno ha secado pero expuesto a la intemperie y se conserva aún resistente. También encuentra un pequeño estanque de cemento para peces con el fondo pintado de azul, ahora seco y lleno de agujas de pino. Alguien incrustó conchas en el cemento húmedo del borde inclinado. Cuántas cosas se compran al comprar una casa. Pomos de puerta, alféizares, radiadores. Todo suyo. Si fuese un pez, podría nadar en este estanque al llegar la primavera. Trata de representarse el momento en que, fuera quien fuera, hombre, mujer o niño, o los tres juntos, insertaron las conchas aquí, a la sombra estival de árboles un poco menos altos que los que se ciernen sobre él ahora. La débil luz del invierno cae por todas partes sobre su patio, velada por las sombras de ramas sin hojas. Y ahí donde está de pie intuye un sedimento de cuidados que han sido traspasados de comprador en comprador. La casa fue edificada en la década de la economía deprimida, aunque escrupulosa, en que nació Harry. Piedra caliza gris suave fue acarreada de las canteras del extremo norte de Diamond County y labrada y emplazada por hombres que se tomaron el tiempo necesario para hacerlo bien. En fecha posterior, después de la guerra, alguno de los propietarios demolió el muro que miraba al otro lado del bordillo y construyó un anexo de chillas y ladrillo veteado de blanco. La pintura se está desprendiendo de las tablillas en la parte inferior de las ventanas Andersen de lo que ahora es la cocina de Janice. Harry toma nota mentalmente de que habrá que retirar las ramas que rozan la casa, a fin de reducir la humedad. En realidad hay varios árboles en la finca que podrían ser transformados totalmente en leña, pero hasta que no reverdezcan en primavera no puede estar seguro de cuáles talar. La vivienda tiene dos chimeneas, una en el largo y espacioso salón, y la otra, con la misma salida de humos, en el cuartito de atrás, que Harry proyecta habilitar como estudio. Su estudio.
Harry y Janice se mudaron ayer, sábado. Pru salía ese día del hospital con la niña y, al no estar ellos allí, podría instalarse en su dormitorio, con cuarto de baño privado, lejos de la calle. Asimismo pensaron que el revuelo mitigaría el dolor de Mamá Springer por su huida. Webb Murkett y los demás regresaron del Caribe el jueves por la noche, como estaba previsto, y el sábado por la mañana Webb se presentó con uno de sus camiones, provisto de escaleras extensibles atadas a ambos extremos, para ayudarles en la mudanza. Ronnie Harrison, el muy esquirol, dijo que tenía que ir a su oficina a despachar el papeleo acumulado durante sus vacaciones, y que el viernes había tenido que trabajar hasta las diez de la noche; pero Buddy Inglefinger acompañó a Webb, y entre los tres no tardaron más de dos horas en trasladar las pertenencias de los Angstrom. No había muchos muebles que pudiesen llamar suyos, tenían sobre todo ropa, la cómoda de caoba de Janice y algunas cajas de cartón con utensilios de cocina que habían sido rescatados cuando la casa anterior, que sí podían llamar propia, fue pasto de las llamas en 1969. Dejaron todas las cosas de Nelson. Una de las marimachos salió al porche y les dijo adiós con la mano; así de rápido se transmiten las noticias en un vecindario, aun cuando no existan relaciones amistosas entre los residentes. Harry siempre había deseado preguntarles cómo se lo montaban y por qué. Es capaz de entender que no les gusten los hombres, a él tampoco le agradan demasiado, pero ¿por qué habrían de gustarte más las mujeres, siendo tú una de ellas? Sobre todo si son mujeres que se pasan la vida dando martillazos como si fueran hombres.
El jueves por la tarde, él y Janice compraron en Schaechner, y convinieron que les entregaran el viernes, una televisión nueva en color Sony (Conejo detesta gastar más dinero en bolsillos japoneses, pero sabe por la Guía del consumidor que, en este artículo concreto, la calidad es insuperable), un par de grandes y mullidos sillones orejeros de color rosa plateado (siempre ha querido tener uno, odia sentir las corrientes de aire en la nuca, ha habido gente que ha muerto por eso), un colchón de gran tamaño y un somier de estructura metálica, sin cabezal. Él, Webb y Buddy transportan esta cama arriba, a la habitación de atrás, con el techo parcialmente inclinado pero con sitio para un espejo si deciden ponerlo en la pared desnuda, junto a la puerta del ropero, y los sillones y el televisor no van al salón, demasiado amplio para empezar a pensar en amueblarlo, sino al cuartito contiguo, mucho más confortable, al estudio. Siempre ha deseado tener un estudio, un refugio en el que la gente tenga dificultades para encontrarlo. Lo que le encanta especialmente de esta habitación pequeña —aparte de la chimenea y las estanterías empotradas donde pueden colocarse libros o desplegar los cachivaches y porcelanas de Mamá Springer cuando muera, con licores en los armarios de abajo y hasta sitio para una pequeña nevera en su debido momento— es la moqueta de pared a pared, de esa mezcla de tonos verdes y anaranjados que le recuerdan los adornos de borlas de las animadoras en los partidos de baloncesto, y las ventanitas altas cuya hoja de guillotina se abre y se cierra, y que se componen de rombos de cristal emplomado como los que se ven en los cuentos de hadas. Piensa que en este cuartito podría empezar a leer libros, en vez de ocuparse sólo de revistas y periódicos, y empezar a aprender historia, por ejemplo. Hay que bajar un peldaño para entrar en el recinto, un peldaño más abajo que el suelo de madera dura del salón, y esta ligera diferencia de nivel le sugiere numerosas reformas y consolidaciones ahora posibles en su vida, como nuevos retoños en un árbol podado.
Franklin Drive es la calle elegante de la que arranca el callejón sin salida de la casa; 14 1/2 Franklin Drive es su dirección postal, y el callejón mismo no posee nombre, deberían llamarle Vía Angstrom. Webb propuso Callejón Angstrom, pero Harry ya se ha hartado de callejones en sus tiempos de Mount Judge, y le molesta que Webb haya dicho eso. Primero te dice que vendas el oro demasiado pronto, luego se folla a tu mujer y finalmente te degrada la casa. Harry nunca ha vivido en un número tan bajo como el 14 1/2. Creció con papá, mamá y Mim en el 303 de Jackson Road; los Bolger vivían en el 301, la casa de la esquina con la farola. El apartamento de Wilbur Street, no lo recuerda bien, era un número alto, colina arriba, el 447, apartamento n.° 5, en la tercera planta. El rancho de Penn Villas era el 26 de Vista Crescent, la de Bessie Springer el 89 de Joseph Street. Aunque el 14 1/2 supone un corte en seco hacia dentro, desde Franklin Drive, el cartero que se desplaza en un pequeño jeep rojo, blanco y azul, sabe dónde viven. Ya han recibido correo en la nueva casa: prospectos dirigidos al residente acumulados mientras se hallaban en el Caribe, y el sábado, alrededor de la una y media, cuando Webb y Buddy ya se habían ido y Janice y Harry estaban ordenando en la cocina cucharas y sartenes de cuya existencia se habían olvidado, la rendija de las cartas chasqueó y una postal y un sobre blanco cayeron sobre el suelo desnudo del vestíbulo. El sobre, uno de esos largos, sencillos e impresos que venden en la oficina de correos, no llevaba remitente y estaba sellado en Brewer. Iba dirigido simplemente al señor harry angstrom, con la misma letra de molde inclinada que el pasado abril le había enviado el recorte sobre Skeeter. En el interior de este nuevo sobre había un recorte muy pequeño y la misma mano precisa que se lo había mandado había escrito con bolígrafo a lo largo del borde superior, del Resumen anual de la Revista de golf. La reseña decía:
UN PÁJARO MUY CARO
El doctor Sherman Thomas cavó su propia fosa cuando mató a un ganso de la variedad canadiense; el tribunal civil le impuso una multa de quinientos dólares por su gansada.
Janice no reprimió una carcajada, leyendo a su lado, en el retumbante pasillo desnudo que a través de un arco blanco conducía al amplio salón.
Conejo alzó los ojos, culpablemente, hacia ella y concordó con el tácito pensamiento de Janice. «Thelma».
A ella se le subieron los colores. Un minuto antes, ambos se habían entregado a un arrebato sentimental al enchufar de nuevo, después de diez años en el desván de Mamá Springer, una vieja batidora que funcionó con un zumbido. Janice soltó ahora:
—Nunca nos dejará en paz. Nunca.
—¿Thelma? Pues claro que sí, ése era el trato. Ella fue muy clara al respecto. ¿No lo fuiste tú con Webb?
—Oh, desde luego, pero las palabras no significan nada para una mujer enamorada.
—¿Quién? ¿Tú de Webb?
—No, tonto. Thelma. De ti.
—Ella me dijo que quería a Ronnie. Aunque no entiendo cómo puede.
—Él es lo cotidiano. Tú, el hombre de sus sueños. Le gustas muchísimo.
—Parece asombrarte —dice él con tono acusador.
—Oh, no es que tú no me gustes muchísimo, veo lo que ella ve en ti, pero es sólo… —Se volvió para ocultar las lágrimas. Mirara donde él mirase, había mujeres llorando—… la intrusión. Saber que fue ella la que envió aquel otro recorte la otra vez, pensar que nos está vigilando todo el tiempo, acechando para saltar… Son gente mala, Harry. No quiero volver a ver a ninguno de ellos.
—Oh, vamos.
Tuvo que abrazarla en medio del vestíbulo vacío. Ahora le gusta cuando se pone nerviosa y ceñuda, con el aliento caliente y de algún modo enturbiado por la pena; entonces le parece más suya, la piedra angular de su riqueza. En una ocasión en que ella se puso así, a él se le contagió el miedo y echó a correr; pero en la madurez sabe que nunca volverá a correr, que puede reírse de ella, su testaruda recompensa.
—Son iguales que nosotros. Eso fue en vacaciones. En la vida real son muy formales.
Janice replicó con vehemencia.
—Estoy furiosa con ella, que se pone a coquetear tan pronto después de aquello. No van a dejarnos nunca en paz, nunca, ahora que tenemos una casa. Mientras vivimos en la de mamá estábamos protegidos.
Y era cierto, los Harrison, los Murkett, Buddy Inglefinger y su nueva novia, la alta con el pelo rizado peinado en hileras de granos de maíz y cuentas como talismanes, aparecieron anoche, la primera de los Angstrom en su nuevo domicilio, con botellas de champán y brandy, y se quedaron hasta las dos de la mañana, por lo que el domingo es amargo y culpable. Harry aún no tiene hábitos en esta casa; sin ellos y sin los viejos muebles de Mamá Springer para protegerle, su vida se extiende vacía por todos lados, y parece que, avance hacia donde avance, está condenado a caerse.
El otro envío epistolar que llegó el sábado, una postal, era de Nelson.
«Hola, mamá y papá.
»El semestre de primavera empieza el 28, de modo que estoy a tiempo. Necesito un cheque certificado por el importe de 1.087 dólares (397 para la matrícula académica, 90 de gastos generales y un suplemento de 600 para estudiantes que no son de Ohio) más gastos de manutención. 2.000 o 2.500 serían suficientes. Llamaré cuando tengáis teléfono. Melanie envía saludos. Os quiere,
»Nelson».
En la otra cara de la postal se ve un moderno edificio de ladrillo coronado por grandes aberturas de pizarra que parecen rejillas de ventilación, y que según la leyenda es el Edificio de Administración de la Universidad Estatal de Kent. Harry preguntó:
—¿Y qué pasa con Pru? El chico es padre y no parece haberse enterado.
—Lo sabe. Pero no puede hacer todo a la vez. Le ha dicho a Pru por teléfono que volverá en cuanto se haya matriculado, para ver a la niña y devolvernos el coche que se llevó. Aunque quizá podríamos dejarle que lo use de momento, Harry.
—¡Es mi Corona!
—Está haciendo lo que tú querías, volver a la universidad. Pru lo comprende.
—Comprende que está atada a un fracasado sin remedio —dijo Harry, pero sin excesiva convicción. El chico ya no suponía una amenaza para él. Harry era el rey del castillo.
Y hoy es el gran domingo. Janice trata de levantarle para ir a la iglesia, ella llevará en coche a mamá, pero él tiene mucha resaca y quiere retornar a la cálida cavidad de un sueño, un sueño con una chica, una mujer joven y morena a la que jamás ha visto, se han conocido de algún modo en una fiesta y están juntos en un cuartito de baño, sin hablar pero compenetrados, como si acabaran de echarse un polvo o estuvieran a punto de hacerlo, sexo muy cierto y desenfadado entre ellos pero sin que estén en plena acción exactamente, el suelo con muchas baldosas pequeñas y cuadradas forma un ángulo a sus pies, y el reducido espacio del cuarto de baño les arropa como la pequeña cazoleta de cromo en torno a la llama del encendedor perpetuo del viejo estanco del centro, la delicia de una nueva relación que él quiere que siga y siga sin parar, pero está despierto y no consigue recuperarlo. Este dormitorio, su brillante techo inclinado, es extraño. Tienen que poner cortinas pronto. ¿Es consciente Janice de que hay que hacerlo? Pobre tonta, nunca ha tenido gran cosa que hacer. Harry se prepara el desayuno como puede con la única naranja que hay en la nevera casi vacía, más unos cacahuetes salados que sobraron de la fiesta de anoche y una taza de café instantáneo disuelto en agua caliente directamente tomada del grifo. Esta casa también, lo mismo que la de Webb, tiene uno de esos grifos de un solo brazo, cuya forma parece una esbelta polla picada en la punta por una abeja. La nevera ya estaba en la casa y, una de las cosas que les vendieron, es que tiene una máquina de hielo automática que hace cubitos en forma de media luna sobre la cubeta. Aunque la vieja batidora funciona, no ha olvidado la promesa hecha a Janice de comprarle una Cuisinart. Quizás el problema para preparar comidas era que no se sentía cómoda en la anticuada cocina de Mamá Springer. Vaga por la casa cautelosamente entusiasmado por los radiadores de hierro colado, los pestillos de latón de las ventanas, los elegantes azulejos octogonales del cuarto de baño y las puertas de pomo con cerradura; todos estos detalles se ven realzados por la ausencia de muebles, y pronto perderán su atractivo inicial a medida que los días pasen sobre ellos. Ahora están desnudos y son prístinos.
Arriba, en un armario inclinado de lo que antiguamente debió de ser el dormitorio de un chico —con las paredes perforadas por docenas de agujeros de chinchetas y manchadas por trozos de cinta adhesiva utilizada para sujetar pósters— encuentra pilas de Playboy y Penthouse de los primeros años de la década de los setenta. Va a buscar uno de los grandes cubos verdes de plástico que Janice y él compraron ayer en Shur Valu, bajo el contador eléctrico que gira lentamente, junto a los peldaños de la cocina; pero antes de tirar cada revista, Conejo la hojea, buscando las páginas centrales de un mes tras otro, de año tras año, a medida que los aerógrafos retroceden y el vello púbico primero asoma y luego aflora con desfachatez y esas jóvenes de cuerpo perfecto como carrocerías de automóvil dejan que se les abran los negligées y se retuercen sobre sus sofás de piel de leopardo para que los ojos de los suscriptores puedan al menos regodearse con su plena deshonra y su tesoro. Mes tras mes, a través de cada estación del año, una invisible fuerza les obliga poco a poco a abrir cada vez más sus muslos impolutos hasta que, en algún momento de los ejemplares del bicentenario, se obtiene el triunfo constitucional de la vulva expuesta, y las chicas de Texas, Hawai y Dakota del Sur muestran a los focos y a los objetivos una abertura vertical roja que parece contemplar, al margen de la retina, otro mundo arrebolado en sangre, apenas hermoso, una región última que sin embargo actúa a modo de barrera respecto a un secreto más allá, dentro, todavía sin desvelar mientras la luz invernal se altera ante la ventana silenciosa. Desde fuera, una ardilla le está observando, con el lomo gris arqueado y los ojos negros alerta. Harry ve que la naturaleza le rodea por doquier. Este árbol tan cerca de la casa que él cree que es un cerezo, con su corteza anillada. La ardilla, al sentirse espiada, se escabulle corriendo. El gran peso de las revistas hace casi imposible levantar el cubo de basura. Lo arrastra hasta el piso de abajo. Janice vuelve después de las dos, tras haber almorzado con su madre, Pru y la niña.
—Todo el mundo parecía contento —informa—, hasta el bebé.
—¿El bebé no tiene nombre todavía?
—Pru le propuso a Nelson el de Rebecca y él se negó en redondo. Ahora está pensando en llamarle Judith. El nombre de su madre. Les dije que se olvidasen de Janice, nunca me ha gustado demasiado.
—Creí que detestaba a su madre.
—No la detesta, lo que ocurre es que no la respeta mucho. A quien odia es a su padre. Pero ha hablado con ella un par de veces por teléfono y ha estado muy, cómo se dice, conciliador.
—Oh, estupendo. A lo mejor puede venir a ayudarme a dirigir el concesionario. Puede instalarnos las calderas. ¿Qué piensa Pru de que Nelson se fugara precisamente la víspera?
Janice se quita el sombrero, una deshilachada boina violeta de punto que se pone en invierno y que, con el abrigo de piel de carnero, le da aspecto de un soldado menudo que parte a la guerra. El cabello se le eriza, cargado de electricidad estática. En la sala vacía no puede dejar la boina en ningún sitio y la arroja sobre un alféizar blanco.
—Bueno —dice—, es curioso por su parte. Porque justo ahora dice que se alegra de que él no esté, sería una cosa más de la que ocuparse. En general piensa que él tenía que hacerlo, para sacudirse toda la mierda; es la expresión que ha usado. Creo que sabe que le empujó ella misma. Cree que cuando Nelson se gradúe, estará mucho más a gusto consigo mismo. No parece muy preocupada por la posibilidad de perderle para siempre ni nada de eso.
—Ajá. ¿Qué hay que hacer en estos tiempos para que a uno le culpen de algo?
—Son muy tolerantes entre sí —dice Janice—, y yo creo que eso es bonito.
Se encamina hacia arriba y Harry la sigue, pegado a ella, temiendo perderla en la vasta novedad de la casa. Él pregunta:
—¿Se va a marchar allí a vivir con él en un apartamento, o qué?
—Pru cree que si va allí con la niña ahora mismo, a él le entraría el pánico. Y, por supuesto, para mamá sería mucho más agradable que se quedase.
—¿No está enfadada con Melanie?
—No, dice que Melanie cuidará de él. No tienen todos esos celos que tenemos nosotros, si se les puede creer.
—Si se puede.
—Y a propósito —Janice deja caer el abrigo sobre la cama y se agacha, con el culo en alto, para bajarse la cremallera de las botas—. Thelma había dejado un mensaje en casa de mamá, preguntando si queríamos ir a tomar una cena ligera en su casa y ver la Supercopa en la televisión. Supongo que también irán los Murkett.
—¿Y qué le has dicho?
—Que no. No te preocupes, estuve muy amable, le he dicho que mamá y Pru iban a venir aquí a ver el partido en nuestra Sony nueva. Es verdad. Las he invitado yo.
Se incorpora con sólo las medias puestas y se lleva las manos a las caderas del traje de iglesia negro, como desafiándole a reconocer que prefiere salir y reunirse con toda esa chusma a quedarse en casa con su familia.
—Muy bien —dice él—. En realidad no las he visto…
—Ah, y una cosa muy triste. A mamá se lo ha dicho Grace Stuhl, que al parecer es buena amiga de la tía de Peggy Fosnacht. Mientras estábamos de vacaciones, Peggy fue a hacerse un chequeo donde su médico, y esa misma noche ya estaba ingresada en el hospital y con un pecho extirpado.
—Dios mío.
Un pecho que él había chupado. Pobrecita Peggy. Golpeada por un papirotazo de la uña de Dios, con su gran luna. La vida es demasiado grande para nosotros.
—Los médicos, por supuesto, han dicho que han parado el proceso, pero es lo que dicen siempre.
—Últimamente parecía condenada a que le ocurriera alguna desgracia.
—En los últimos tiempos era grotesca. Debería llamarla, pero no lo haré hoy.
Janice se está poniendo un mono para hacer la limpieza de la casa. Dice que los antiguos inquilinos la han dejado sucia, pero, aparte de lo de los Playboys, a él no se lo parece. En los sitios en que han vivido antes, ella nunca fue una maniática de la limpieza. La luz invernal que no tropieza con cortinas rebota en los suelos desnudos y las paredes vacías, vuelve plateada la ropa interior de Janice, y dota a sus hombros y brazos de una rápida vida de pez celéreo, antes de que desaparezcan bajo una camisa vieja de Harry y un jersey apolillado. Detrás de Janice, deshecha, está la nueva cama en la que todavía no han follado; anoche estaban demasiado borrachos y cansados. De hecho, no han copulado desde aquella noche en la isla. Él le pregunta, irritado, qué pasa con su almuerzo. Janice pregunta:
—Oh, ¿no has encontrado nada en la nevera?
—Había una naranja. Me la he comido para desayunar.
—Sé que compré huevos y jamón en lonchas, pero me parece que Buddy y esa tal…
—Valerie.
—¿Verdad que tenía unos pelos de loca? ¿Tú crees que toma drogas? Se lo comieron todo en aquella tortilla que hicieron después de medianoche. ¿No es señal de que se droga ese apetito anormal? Creo que queda algo de queso, Harry. ¿No podrías arreglarte con queso y galletas hasta que yo salga luego a comprar algo para mamá? No sé qué hay abierto por aquí los domingos, no puedo acercarme hasta el Superette de Mount Judge y gastar gasolina.
—No —conviene él, y se conforma con las galletitas saladas, el queso y una cerveza que ha sobrado de los tres paquetes de seis latas que llevaron Ronnie y Thelma. Webb y Cindy aparecieron con el brandy y el champán. Durante toda la tarde ayuda a Janice a hacer la limpieza, se encarga de los cristales y del enmaderado mientras ella friega los suelos y hasta limpia con detergente el fregadero de la cocina y el lavabo del cuarto de baño. Aquí tienen uno abajo, pero no sabe dónde comprar papel higiénico con viñetas cómicas. Janice ha traído en el Mustang la enceradora de su madre, junto con un poco de pasta, y él esparce la cera por el piso largo y amarillo de la sala, cada espiral de grano de la madera, cada clavo ligeramente salido y cada parte desgastada de un viejo tacón de goma es suyo, de su casa. Mientras extiende la cera con movimientos circulares, Conejo sigue persiguiendo los pocos pensamientos de su mente, estúpido como es el cerebro cuando se está realizando una tarea física. Anoche estuvo preguntándose si las otras dos parejas siguieron adelante y se intercambiaron, Ronnie y Cindy haciéndolo por segunda vez después de haberse ido él y Janice, y comportándose de un modo íntimo, como si los cuatro que se quedaron formaran el círculo más interno del grupo mientras los Angstrom y el pobre Buddy y esa Valerie hambrienta pertenecieran a una segunda categoría o fueran comparsas de tercera clase. Thelma se emborrachó bastante para lo que suele ser habitual en ella, y su piel cetrina relucía como recordándole la vaselina, pero cuando Harry le agradeció que le hubiese enviado el recorte sobre el ganso, ella le miró de hito en hito y luego a Ronnie, de reojo, y de nuevo a él, como si tuviera monos en la cara. Supone que todo saldrá a relucir, lo que ocurrió allí después, la gente no sabe guardar secretos, pero le duele pensar que Thelma le haya dejado a Webb hacer todas esas cosas que los dos hicieron, o que Cindy quisiera de verdad repetirlo con Ronnie y levantar su pesado pecho con una mano maternal para que ese bocazas imbécil pudiera chupárselo y contarlo más tarde, con ese cuero cabelludo tan desnudo ese Harrison es un verdadero niño. No tiene sentido guardar secretos, pronto todos estaremos muertos, somos ya, de hecho, supervivientes, los jóvenes están en todas partes, en la música, transmitiendo los noticiarios. Desde aquel encuentro con Ruth se siente anulado, todo un mundo entrevisto con el rabillo del ojo se apagó. Janice y la enceradora gimotean y dan golpes a su espalda, y la manera en que le fluye el pensamiento le recuerda un artículo que leyó el año pasado en el periódico o en el Time sobre la teoría de un profesor de Princeton de que en los tiempos antiguos los dioses hablaban directamente a las personas a través de la mitad izquierda —¿o era la derecha?— del cerebro; las personas eran como robots con una radio en la cabeza que les indicaban todo lo que tenían que hacer, y que luego, por una razón u otra, en la época de los antiguos griegos o asirios el sistema se averió, las baterías eran demasiado débiles para captar las órdenes, aunque todavía quedan secuelas y por eso la gente va a la iglesia, y que con todos esos negrazos y maricones que andan por ahí en monopatín, con auriculares transistorizados en las orejas, estamos vol viendo a ello. De noche, antes de conciliar el sueño, oye la voz de su madre, clara como un susurro que le llega desde la esquina de la habitación, llamándole Hassy, un nombre tan muerto como muerto está el chico a quien llamaba así. Tal vez los muertos sean dioses, hay ciertamente algo amable en ellos, el modo en que te ceden sitio. Lo que se pierde a medida que uno envejece son testigos, los que desde temprano se ocuparon y preocuparon de tu vida, como una reducida audiencia propia. Mamá, papá, el viejo Springer, la bebé Becky, la buena de Jill (quizás aquel sueño tenía que ver con aquella vez en que él la penetró tan súbitamente, salvo que ella no era morena, el sueño fue tan intenso, no hay nada como una nueva relación), Skeeter, el señor Abendroth, Frank Byer, Mamie Eisenhower hace poco, John Wayne, LBJ, JFK, el Skylab, el ganso con la madre de Charlie y Peggy Fosnacht cociéndose a fuego lento. Y su hija Annabelle Byer borrada con todo ese mundo que él entreveía con el rabillo del ojo, como todos esos planetas arrasados en La guerra de las galaxias. Cuantos más muertos conoces parece que hay más vivos desconocidos. Las lágrimas de Ruth, cuando él se marchaba: quizá Dios está en el universo de la misma manera que la sal en el océano, para darle sabor. Nunca ha podido comprender por qué la gente no puede beber agua salada, es imposible que sepa peor que la mezcla de Coca-cola con patatas fritas de bolsa.
A su espalda oye a Janice golpeando torpemente el zócalo con la enceradora cada vez que la pasa, y entonces se le ocurre el porqué están tan diligentes, están intentando no sucumbir al pánico aquí, en esta casa en la que no deberían estar, tan lejos de Joseph Street. Perdidos en el espacio. Así deben de sentirse las almas cuando despiertan en el cuerpo de un bebé tan lejos del Paraíso: no sólo asustados, y por eso lloran, sino culpables, culpables. Un agujero enorme que hay que llenar. La cantidad de dinero que le costará amueblar estas habitaciones, cuando antes lo tenían todo gratis: está arruinado. Por no hablar de los pagos de la hipoteca: 62.400 dólares al trece y medio por ciento ascienden a casi 8.500 sólo de intereses, 700 dólares mensuales durante veinte años pellizcados del capital hasta que tenga 66 años. ¿Qué dijo Ruth sobre su hijo más pequeño, el 6 del 6 del 66? Curioso lo de los números, no mienten pero sí hacen de las suyas. Seis decenas más seis, todas las cosas que ya nunca podrá hacer: poner a Cindy en la pose de una de esas puercas del Penthouse, sobre una piel de leopardo, y colocarse a gatas delante de ella y limitarse a chupar, chupar, chupar.
Anoche Buddy se le acercó tan borracho que tenía empañadas las gafas de montura plateada y le dijo que ya sabía que era una locura, que sabía lo que diría la gente por ser ella tan alta, tener tres hijos y demás, pero que Valerie era la única que le dejaba satisfecho. La única, Harry. Se lo dijo con lágrimas en los ojos. La gran noticia procedente del Flying Eagle era que Doris Kaufmann proyectaba casarse otra vez. Con un tipo a quien Conejo conocía de vista, Don Eberhardt, que se había enriquecido comprando propiedades que nadie quería en el centro de la ciudad, antes de la crisis de la gasolina. La vida es dulce, según dicen.
A las cinco, cuando acaban, aún hay luz en las ventanas, a lo largo de los alféizares blancos, en esta época del año los días se alargan a contrapelo. Los planetas siguen su curso hagamos lo que hagamos. En el vestíbulo recién encerado, al pie de las escaleras, toca a Janice por debajo de la barbilla, donde la carne es blanda, aunque no del todo repulsiva, y le propone una siestecilla arriba, pero ella le da un besito cálido y competente, la competencia anula la calidez, y le dice:
—Oh, Harry, es una idea agradable, pero no sé a qué hora van a venir, todo depende de la siesta que iba a echar mamá, la verdad es que parece más delicada, y de la hora de comer de la pequeña, y ni siquiera he ido a comprar todavía. ¿No ha empezado ya el partido en la tele?
—No empieza hasta las seis, es en la costa oeste. Había una cosa antes, a las cuatro y media, pero es una porquería, no se puede ver eso. Yo quería ver el Open de Phoenix a las dos y media, pero estabas obsesionada como una loca por limpiar, y simplemente porque va a venir tu madre.
—Podrías haberlo dicho antes. Podría haberlo hecho sola.
Mientras ella se va en el Mustang, Harry sube, porque abajo no hay ningún sitio donde tumbarse. Confia en ver otra vez a la ardilla, pero el animal se ha ido. Él creía que las ardillas hibernaban, pero quizás este invierno es demasiado extraño. Pone la mano sobre un radiador, suyo, y con orgullo y satisfacción comprueba que irradia calor. Se acuesta en su nueva cama, con el edredón menonita que trajeron de Mount Judge, y casi sin transición se queda dormido. Sueña que él y Charlie están en un aprieto en el concesionario, se han perdido ciertos papeles vitales con cifras anotadas, y donde deberían estar los coches nuevos en la exposición sólo hay cráteres dentados, cuidadosamente pintados con estrellas y barras en el suelo de hormigón. Se despierta, dándose cuenta de que corre asustado. Ha habido otra explosión, amortiguada: Janice que cierra la puerta abajo. Son más de las seis.
—He tenido que ir casi hasta el estadio de béisbol para encontrar un MinitMart abierto. No tenían nada fresco, desde luego, pero he comprado cuatro comidas chinas congeladas que tienen buen aspecto en las fotos de la caja.
—¿No es una de esas porquerías plagadas de productos químicos? No querrás envenenar la leche de Pru.
—Y te he comprado montones de salchichas, huevos, queso y galletas saladas, así que deja de quejarte.
La siesta, que nada más despertar le ha parecido como si alguien le hubiese asestado un golpe en la cara con un bulto de ropa mojada, empieza a infiltrarse en sus huesos y le anima. La oscuridad ha disipado la chillona profundidad del día; las ventanas podrían ser placas fotográficas negras en sus marcos. Thelma y Nelson están ahí fuera dando vueltas, a la espera de entrar. Janice ha gastado treinta dólares en el supermercado y, mientras llena el brillante frigorífico, él descubre en un rincón dos cervezas más que escaparon anoche a la voracidad de los buitres. Ella le ha traído incluso un tarro de cacahuetes salados por un dólar con veintinueve para picar mientras ve el partido. En la primera mitad, el dominio oscila entre un bando y otro. Está deseando que los Steeler pierdan, odia lo que hicieron con los Eagles y nunca le gustó su juego; anima a los Ram del mismo modo que aplaude a los rebeldes afganos que se enfrentan a la maquinaria militar soviética.
En el descanso, muchas chicas con vestidos de colores y chicos que parecen maricas, con jerséis a rayas, bailan al compás de casi mil orquestinas que imitan a las antiguas Big Bands con un desafinado estruendo; esos jovencitos intentan bailar el jitterbug, pero les falta el sentido del ritmo, esa espera de un compás sobre los talones y después el giro. En vez de eso, se entregan a contorsiones discotequeras. Luego un rayito de sol cuando una chiquilla peinada a lo paje como las Andrew Sister canta Sentimental Journey, aunque carece de aquel duende de Doris Day en los bélicos años cuarenta, ¿y cómo iba a tenerlo? Todos estos chicos nacieron, ¿no es increíble?, alrededor de 1960 como muy pronto y, lo que es peor, son sexualmente maduros. Bailan todos juntos, arrastrándose, el «viajeros al tren» que se supone es el de Chat-tanooga Choo-choo, y luego, en la California sin nubes, presentan láminas centelleantes como papel de estaño, que se supone son paneles solares. «La energía es la gente», cantan. «¡La gente es energía!». ¿Quién necesita a Jomeini y su petróleo? ¿Quién necesita a Afganistán? Que se jodan los rusos. Que se jodan los nipones, si es por eso. Seguiremos navegando solos, de un mar reluciente a otro.
Harto de estar sentado a solas en su estudio, con otros cien millones de bobos que ven lo mismo, Harry entra en la cocina en busca de la segunda cerveza. Janice está sentada ante una mesa de juego que su madre le ha prestado a regañadientes, a pesar de que ella nunca juega a las cartas, salvo en los Pocono.
—¿Dónde están nuestras invitadas? —pregunta.
Sentada ante la mesa, Janice aguarda a que la comida china se caliente en el horno y lee un número de Hogar que ha debido de comprar en el supermercado.
—Se habrán quedado dormidas. Estuvieron levantadas gran parte de la noche, así que menos mal que ya no estamos allí.
Él se pasa la lengua por los labios al percibir un sabor amargo en la cerveza. Cereal que se ha agriado. Los hombres aman su veneno.
—Bueno, me figuro que vivir en esta casa a solas contigo es la mejor forma de adelgazar. No me das de comer.
—Te daré de comer —dice Janice, pasando una página brillante.
Celoso de la revista, del amor por esta casa que él siente crecer en su mujer, se queja:
—Es como esperar a que caiga maná del cielo.
Ella le lanza una mirada oscura, no del todo hostil.
—Yo diría que últimamente te ha caído suficiente maná como para que te dure diez años.
Por el tono en que lo dice, Harry supone que ella se refiere a algo relacionado con Thelma, pero el recuerdo de ésta ha estado de momento lejos de su memoria.
Las invitadas no llegan hasta el cuarto tiempo, justo después de que Bradshaw, desesperado, haya lanzado una bomba a Stallworth; el destinatario del pase y el defensa saltan juntos, y el tío carroza atrapa la pelota con una pirueta circense. Conejo todavía cree que los Ram van a ganar. Janice le grita que mamá y Pru han llegado. Mamá Springer está muy parlanchina al quitarse el abrigo de visón en el recibidor, y cuenta la travesía de Brewer, en donde apenas se ven coches, se imagina que a causa del partido. Le está enseñando a Pru a conducir el Chrysler y ésta lo ha hecho muy bien en cuanto han conseguido mover hacia atrás el asiento delantero: Mamá no se había fijado en lo largas que tiene Pru las piernas. La cara de la joven madre, que estrecha contra su pecho un bulto envuelto en rosa al entrar desde el frío de la calle, parece delgada y exhausta pero más tersa, como una cama alisada.
—Podíamos haber llegado antes, pero estaba escribiendo a Nelson una carta a máquina y quería acabar —se disculpa.
—Yo estoy preocupada —continúa Mamá—: En mis tiempos decíamos que trae mala suerte sacar a un bebé de visita antes de bautizarlo.
—Oh, mamá —dice Janice; ansia enseñar a su madre la casa limpia y la lleva al piso de arriba, aunque las únicas luces que hay son unos candelabros neocoloniales de pared, muchas de cuyas bombillas de 40 vatios han dejado fundidas los antiguos propietarios.
Cuando Harry vuelve a acomodarse ante el televisor en uno de los sillones rosa plateado, oye a la anciana desplazándose con fuertes pisadas de sus piernas enfermas directamente encima de su cabeza, inspeccionando, buscando la habitación en la que podría instalarse algún día. Conejo supone que Pru está con ellas, pero los pasos entremezclados sobre el techo no son tan numerosos, y Teresa baja silenciosamente el peldaño que lleva a su estudio y le deposita en el regazo lo que él ha estado esperando. Un capullito oblongo, la bebé enseña su perfil deslumbrante en los temblorosos destellos de color que saltan del Sony, la diminuta costura sin puntadas del párpado cerrado y oblicuo, los labios burbujeantes adelantados, bajo la espiral de la nariz, como esbozando un gesto de delicado desdén, la bebé sabe que es buena. En la curva del cráneo se advierte que es niña, se nota desde el primer día. Por cuántas vicisitudes ha pasado para estar aquí, en el regazo de Harry, en sus manos, una presencia auténtica que apenas pesa nada, pero que palpita, viva. Rehén del destino, deseo del corazón, una nieta. Suya. Otro clavo en su ataúd. Suyo.