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«Se está quedando sin gasolina», piensa Conejo Angstrom mientras desde el ventanal, lleno de polvo veraniego, de la exposición de Springer Motors observa desfilar el tráfico por la Nacional 111, un tráfico fluido y escaso en comparación con el que solía haber. «El puto mundo se está quedando sin gasolina». Pero a él no van a pillarle, no mientras sus Toyotas sigan teniendo el consumo por kilómetro más bajo, y un precio de mantenimiento más barato que cualquier pedazo de chatarra que circula por las carreteras. Lea la Guía del consumidor, el número de abril. Basta con decir eso a la gente que viene. Y vaya si viene gente; se está poniendo frenética, sabe que el gran viaje americano está terminando. La gasolina se ha puesto a treinta centavos el litro, y el noventa y nueve por ciento de las gasolineras cierra los fines de semana. El gobernador de la Commonwealth de Pennsylvania anda exigiendo una compra mínima de cinco dólares para evitar que cunda el pánico. Y los camioneros que no consiguen diésel disparan contra sus propios camiones; hubo un incidente en el mismo Diamond County, en la autopista de peaje de Pottsville. La gente está perdiendo la cabeza, sus dólares no valen un centavo, se retrae como si ya no existiese un mañana. Cuando adquieren un Toyota, él les dice que están convirtiendo sus dólares en yenes. Y se lo creen. Vendidos en los primeros cinco meses de 1979 ciento doce vehículos nuevos y usados, además de ocho Corollas, cinco Coronas, incluyendo una camioneta del modelo de lujo y aquel Celica que Charlie dijo que se parecía a un Pimpmobile descargado, en estas tres primeras semanas de junio, a un promedio de beneficio bruto de ochocientos dólares por venta, Conejo es rico.
Es propietario de Springer Motors, uno de los dos concesionarios Toyota de la zona de Brewer. Aunque, más bien, es copropietario de la mitad del negocio con su mujer Janice; la madre de ésta, Bessie, posee la otra mitad, heredada a la muerte del viejo Springer, cinco años atrás. Pero Conejo se siente como si fuera el único dueño, se deja ver en la exposición día tras día, controla el papeleo y las nóminas de los empleados, entra y sale con su traje limpio de las secciones de Taller y Recambios, donde los hombres trabajan manchados de aceite y alzan la mirada blanqueada por la luz que ilumina los motores, como si habitasen un mundo subterráneo mientras él se relaciona con el público, la comunidad, de la que es la estrella, el adalid de esas dos docenas de subordinados y treinta mil metros cuadrados de superficie de trabajo que parece una amplia sombra a su espalda, cuando él está allí delante. La pared de madera de imitación, en realidad láminas de masonita acanalada, en torno a la puerta que da acceso a su despacho, está llena de viejos recortes y retratos de equipos enmarcados, entre ellos, dos de los diez mejores del condado; datan de sus días de héroe del baloncesto, veinte años atrás… no, hace ya más de veinte años. A pesar del cristal que los protege, los recortes van amarilleando, debido a algo en la composición química del papel cuando no está en contacto con el aire, algo parecido a la mancha crecientemente honda del pecado con que la gente trataba de asustarte. ANGSTROM EN CABEZA CON 42 PUNTOS. «Conejo» lleva a Mount Judge a las semifinales. Rescatadas del desván donde sus difuntos padres las habían guardado durante mucho tiempo, en álbumes de recortes cuyo pegamento se ha secado y desprendido como piel de serpiente, esas reseñas de prensa exhibidas allí fueron idea de Fred Springer, así como la frase que dice que la reputación de un concesionario es la proyección del hombre que lo regenta. Consciente de que era un moribundo desde mucho antes de morir, Fred estaba preparando a Harry para dirigir el negocio. Cuando uno piensa en los muertos, se vuelve agradecido.
Diez años antes, cuando Conejo perdió su empleo como linotipista y se reconcilió con Janice, el padre de ésta le dio un trabajo de vendedor, y cinco años después, cuando llegó el momento oportuno, tuvo la gentileza de morirse. ¿Quién hubiera pensado que aquel hombrecillo atareado e inquieto iba a caer fulminado por una brutal trombosis coronaria? Hipertenso: su ritmo diastólico llevaba años rondando los ciento veinte latidos. Adoraba la sal. Le encantaba asimismo defender a los republicanos y, cuando Nixon le dejó sin nada que decir, sufrió algo parecido a un ataque. En realidad, había durado un año bajo el mandato de Ford, pero la piel de la cara se le iba estirando y los puntos rojos, allí donde los pómulos y la mandíbula presionaban desde abajo, se le enrojecieron más. Cuando Harry le vio desgreñado en el ataúd se dio cuenta de que aquello se veía venir, Fred no había cambiado mucho. A juzgar por la forma en que se comportaron Janice y su madre, se hubiera podido pensar que había mordido el polvo una mezcla de Moisés y Príncipe Valiente. Tras enterrar a sus dos progenitores, Harry se había vuelto más insensible. Miró el cadáver, advirtió que se habían equivocado en la forma de peinar a Fred, y no sintió nada. Lo bueno de los muertos es que dejan más sitio a los vivos.
Mientras el viejo Springer anduvo revoloteando por allí, la vida en el concesionario era ardua. El viejo trabajaba muchas horas, mantenía abierta la exposición las noches de invierno, cuando ni siquiera la máquina quitanieves transitaba por la Nacional 111, y andaba siempre incordiando con aquella vocecita aguda de molinillo: que si las consignas de rendimiento, la merma de ganancias, la atención al cliente, y que si un mecánico había dejado o no huellas de su pulgar en un volante o una colilla en el cenicero de un coche. Cuando él dirigía el negocio, era como si todos los demás estuvieran tratando de acomodarse a un molde que Springer se pasaba la vida imaginando: Springer Motors ideal. Cuando murió, Harry heredó el molde para moverse a sus anchas por él. Ahora que es el rey de la empresa, le gusta que esté allí el olor acre del asfalto, le agrada el olor a coche nuevo presente incluso en los folletos y parrafadas que Toyota envía por correo desde California, la moqueta lavada de pared a pared, las proezas de baloncesto amarillentas en sus marcos, así como las placas que rezan KIWANIS, ROTARY y C DE C, los trofeos dispuestos en una alta estantería y ganados en la liguilla por los equipos que patrocina la compañía, el amplio orden que reina en este ambiente masculino salpimentado por la presencia de chicas en la recepción y el departamento de contabilidad, que van y vienen al mando de la anciana Mildred Kroust, y las tarjetas impresas con el nombre de HAROLD G. ANGSTROM y la inscripción JEFE DE VENTAS. El hombre al mando. Una especie de central, mientras que él había sido un delantero. Harry experimenta una sensación de holgura en ese ámbito, metido dentro de su propio molde, proyectando una sombra. Su filosofía es que los coches se venden solos. Los anuncios publicitarios de Toyota se emiten por televisión constantemente, machacando la mente del espectador. Le gusta formar parte de todo este proceso; le encanta la aprobación que recibe de la comunidad, que le había mirado por encima del hombro desde su época de estudiante en el instituto. Los otros miembros del club Rotary y Chamber resultaron ser los tipos con los que jugaba a la pelota en aquellos tiempos, o sus feos hermanos pequeños. Le gusta tener dinero para gastar, se ve a sí mismo como un buen chico grande y afable, uno noventa de estatura y unos noventa y cinco kilos de peso en la actualidad, con una cintura del cuarenta y dos que el dependiente de los almacenes Kroll trataba de endosarle hasta que él encogió la barriga y el pulgar del otro, a regañadientes, apretó un poco más la cinta métrica. Elude los espejos en los que le encantaba mirarse antes. El rostro que con el tiempo se ha quedado muy atrás, con el pelo cortado a cepillo, la mandíbula enjuta y los ojos soñolientos y depredadores de adolescente que aparecen en las fotos de papel brillante de su equipo, subsiste en su cara actual como el baño de cromo de la rejilla delantera de un automóvil y de sus parachoques. Su nariz sigue siendo pequeña y recta, sus ojos quizá menos soñolientos. Un buen corte de pelo de hombre de negocios, acabado con secador, encubre la punta superior de sus orejas y tapa las entradas que han aparecido en sus sienes. No le agrada mucho la contracultura, con su afición a las drogas y artimañas para zafarse del servicio militar, pero sí le gusta poder llevar el pelo más largo que los antiguos marines y permitir que le caiga con naturalidad. Ante el espejo de afeitar, un caos de cerdas y filamentos sueltos florece bajo su barbilla de un modo tal que no soporta el examen. Con todo, la vida es dulce. Es lo que los viejos solían decir, y cuando él era joven se preguntaba cómo podían decirlo en serio.
Ayer por la noche granizó en Brewer y alrededores. Piedras del tamaño de canicas rebotaron en los pequeños patios delanteros, inclinados, y tamborilearon sobre los letreros de estaño que sostienen un neón parpadeante en el centro urbano; luego cayó un chaparrón cuyos charcos reflejaron un amanecer gris pétreo. Pero el día se ha vuelto ventoso y dorado, y el asfalto con socavones y rayas blancas del aparcamiento está seco a última hora de la tarde de este largo y último sábado de junio, el primero del verano según el calendario. Por lo general, la Nacional 111 hierve los sábados de compradores que saquean los tenderetes con productos de los antiguos campos de maíz, centeno, coles, tomates y fresas. Al otro lado de la autopista, más allá de los cuatro carriles de hormigón y la barrera divisoria de aluminio deformada por numerosos accidentes olvidados, se yergue una construcción baja, revestida de oscuro ladrillo vitrificado, que desde los años en que Harry vio cómo iban montando su esqueleto de contrachapado ha sido una sucesión de restaurantes fracasados, y que ahora es un puestecito barato, especializado en asados a la brasa para llevar. También este chiringuito parece tranquilo hoy. Más allá de la superficie sembrada de cajas de cartón aplastadas, un árbol solitario, un polvoriento arce, bebe de un arroyo que se ha convertido en una mera zanja. Bajo sus ramas se pudre, sin usar, una mesa para comidas campestres, demasiado próxima a un rebosante vertedero que el restaurante conserva junto a la puerta de la cocina. La zanja marca la frontera de una parcela de labrantío ya vendida, pero que aún aguarda su cultivo. Desde su distancia, parece que el viejo y esbelto arce siempre está haciendo a Harry un llamamiento que él tiene que ignorar.
Se aparta de la ventana polvorienta y dice a Charlie Stavros:
—Ahí fuera empiezan a asustarse.
Charlie levanta la mirada del escritorio donde está rellenando la factura y el formulario de venta de un Barracuda 8 del año 1974, un vehículo que finalmente despacharon ayer por dos mil ochocientos dólares. Nadie quiere esos viejos trastos tan tragones, pero hay que aceptarlos como parte del pago por un coche nuevo. Charlie se ocupa de los automóviles usados. Aunque lleva en Springer Motors el doble de tiempo que Harry, su escritorio se encuentra en un rincón de la exposición, a la vista del público, y el cargo que figura en su tarjeta es el de JEFE DELEGADO DE VENTAS. Sin embargo, no está resentido. Deja su pluma tumbada junto a los papeles y, en respuesta al comentario del patrón, pregunta:
—¿Has leído en el periódico lo del otro día? El dueño de una gasolinera y su mujer, en algún sitio del centro del estado, estaban sirviendo a una cola de coches cuando a uno de ellos se le escapó el embrague y aplastó a la mujer contra el coche de delante. Me parece haber leído que le rompió una cadera, y mientras el marido la estaba atendiendo y pedía auxilio a los conductores, ellos, en lugar de ayudarle, cogieron las mangueras y se pusieron gasolina gratis.
—Sí —dice Harry—, creo que lo oí por la radio, aunque es difícil creerlo. Y también lo de ese tipo de Pittsburgh que lleva siempre un par de calzos y monta sobre ellos las ruedas traseras para que entren en el depósito unos cuantos centavos más de gasolina. Eso es fanatismo.
Charlie emite una risa sardónica, de una sola sílaba, y explica:
—El tipejo hace lo mismo que las compañías de petróleo ahora. Yo me llevo lo mío y tú te jodes.
—No se lo censuro a las compañías —dice calmosamente Harry—. También ellas se han visto afectadas. La madre tierra se está agotando, eso es todo.
—Mierda, campeón, tú nunca reprochas nada a nadie —le dice Stavros a Harry, más alto que él—. El Skylab podría caerte ahora mismo encima de la cabeza y te emperrarías en decir que el gobierno ha hecho todo lo posible.
Harry intenta imaginarse el suceso y admite:
—Quizá sí. En estos tiempos se ven tan atrapados como todo el mundo. Casi lo único que pueden hacer hoy en día los federales es cobrar su sueldo.
—Por lo menos saben seguro que van a cobrar, los putos avaros. Escucha, Harry. Tú sabes perfectamente bien que Carter y las compañías petroleras han montado todo este tinglado. ¿Qué quiere la Big Oil? Mayores beneficios. ¿Qué quiere Carter? Menos importaciones de petróleo, menos devaluación del dólar. Es demasiado gallina para imponer el racionamiento, así que confía en solucionarlo subiendo los precios. Tendremos un incremento de un dólar y medio antes de que acabe el año.
—Y la gente lo pagará —dice Harry, sereno en su madurez. Los dos hombres enmudecen, como si hubieran llegado a una tregua, mientras el tráfico medroso esparce polvo sobre el pavimento de la Nacional 111 y los Toyotas sin vender de la exposición exudan olor a coche nuevo. Diez años antes, Stavros vivió un idilio con la mujer de Harry, Janice. Harry piensa en la polla de Charlie dentro de su mujer y siente hostilidad y cariño en proporciones casi iguales, y en todo caso más afecto que inquina. Cuando contrató a su yerno, el viejo Springer le preguntó si podría apechugar con el hecho de trabajar con él, con Charlie. Conejo no vio nada en contra. Intuyendo que el otro le proponía negociar, contestó que trabajaría con él, pero no a sus órdenes. «Eso no hace falta ni decirlo, estarás solamente por debajo de mí mientras yo siga vivo», le había prometido Springer: «vosotros dos trabajaréis codo con codo». Codo con codo, pues, habían aguardado a los clientes en todas las estaciones del año, habían lamentado los remilgos del patrón y reflexionado todos los meses sobre cuál de los coches usados del inventario no se podría vender sino al por mayor para reducir los gastos de transporte. Codo con codo habían sufrido con Springer Motors cuando la concesionaria de Datsun se instaló en la zona de Brewer, y luego aquellos años en que todo el mundo compraba Volkswagen y Volvos, y ahora los Hondas y Le Car que se presentaban como el último grito del ahorro inteligente. En el curso de aquellos nueve años, la constitución de Harry había ganado unos catorce kilos, mientras que Charlie, de ser un griego voluminoso que cuando se ponía la visera y un traje a cuadros parecía un matón del tinglado de las apuestas, pasó a convertirse en una suerte de informador decrépito. Stavros siempre había tenido un corazón delicado a consecuencia de una fiebre reumática que padeció de niño. A Janice le había enternecido aquello, aquella oculta debilidad interior, su pecho casi cuadrado. Ahora, como una grieta que se expande sobre la superficie de un cristal, su dolencia le había conferido aquel mirar deshidratado y melindroso de borracho regenerado, de cuerpo preservado día tras día a fuerza de meditar sobre la manera de hacerlo. Sus cejas, antaño rectas como una barra de hierro, fueron menguando hasta convertirse en dos matas oscuras, disparejas, casi similares a los retoques de carboncillo que usan los payasos. Sus patillas se habían vuelto blancas, pero un amplio mechón de la parte superior de su pelo parece teñido. Todas las mañanas, a la hora del trabajo, apenas entra en el concesionario, Charlie trueca su montura de concha, negra y con un tono lavanda, por un par de lentes ámbar, y recorre la jornada laboral como un viejo carnero entrecano de salud precaria que no quiere resbalar en un despeñadero y caer al vacío. «Codo con codo, te lo prometo». Cuando el viejo Springer se lo prometió, cuando volcaba todo su ardor en alguna empresa, las vetas rosáceas de su cara adquirían un brillo encarnado y los labios se le separaban de los dientes para que uno tuviese en mucho mejor concepto su cerebro. Sucios dientes amarillos llenos de empastes en la línea de las encías, y su bigote nunca parecía del todo igualado ni del todo limpio.
Los muertos, Cristo bendito. Se multiplicaban, y te miraban suplicando que te unieses a ellos, prometiéndote que todo va bien, que se está a gusto en la fosa. Papi, mamá, el viejo Springer, Jill, el bebé que se llamó Becky durante su breve vida, Tothero. Incluso John Wayne, el otro día. La página necrológica anuncia diariamente una nueva remesa de una cosecha interminablemente abundante, las caras de los antiguos profesores, clientes, celebridades locales como él mismo, que emiten un breve destello y luego se desploman. Por primera vez desde su infancia, Conejo es feliz por el simple hecho de estar vivo. Le dice a Charlie:
—Me imagino que el petróleo va a acabarse aproximadamente al mismo tiempo que yo, en el año dos mil. Es curioso decir esto, pero me alegro de haber vivido en esta época. Los niños que van a nacer tendrán que alimentarse con las migajas de la mesa. Nosotros devoramos la comida.
—Así que te has creído esa patraña —le dice Charlie—. Tú y muchos otros. Big Oil tiene ahora mismo suficientes reservas almacenadas como para que duren quinientos años, pero quiere que escaseen. Me han dicho que en este momento, en la bahía de Delaware, hay diecisiete superpetroleros fondeados, nada menos que diecisiete, a la espera de que los precios suban para ir a las refinerías del sur de Filadelfia y descargar su mercancía. Entretanto te asesinan en las gasolineras.
—Deja el volante y corre —le responde Conejo—. Yo he empezado a hacerlo y es estupendo. Quiero perder quince kilos.
En realidad, su resolución de correr todos los días antes del desayuno, con el rocío del alba, duró menos de una semana. Ahora se conforma con trotar alguna vez alrededor de la manzana, después de la cena, para perder de vista a su mujer y a su suegra cuando se pelean.
Ha tocado un punto doloroso. Charlie confiesa, como si se dirigiese a uno de sus formularios:
—El médico me ha dicho que si hago cualquier clase de ejercicio él se lava las manos.
Conejo se siente ligeramente avergonzado.
—¿En serio? No es lo que solía decir ese médico, no sé cómo se llama. White. Paul Dudley White.
—Ha muerto. Esos fanáticos del ejercicio mueren como moscas en los parques. No lo dicen los periódicos porque la industria de la salud da mucha pasta. ¿Te acuerdas de todas aquellas tiendas naturistas que pusieron los hippies? ¿Sabes de quién son ahora? De General Mills.
Harry no siempre sabe hasta qué punto tomar en serio a Charlie. En comparación con su antiguo rival, él se sabe robusto y enorme, indiscutiblemente preferido por Dios en este asunto fortuito de la salud animal. Si Janice se hubiese marchado con Charlie, como en su día pretendió hacer, hoy no sería más que una niñera. En cambio, ahora juega al tenis tres o cuatro veces por semana y nunca ha tenido un aspecto más saludable. Harry se esfuerza por ablandarse con Charlie, por proteger a un hombre más frágil visto desde la perspectiva de su buena suerte personal. Permanece en silencio mientras la mente de Charlie se libera de la imagen vergonzosa y sombría de su médico lavándose las manos, y se remonta a las reservas de energía que conserva en su memoria.
—Gasolina —dice de repente, con ese cacareo griego que es casi un resuello—. ¿No solíamos quemarla? Una vez tuve un Imperial con dos carburadores, y cuando quitabas el filtro y mirabas la válvula de admisión en reposo, parecía un retrete cuando tiras de la cadena.
Harry se ríe, deseoso de cambiar de tema.
—Conducir —dice—. A la salida del instituto no había otra cosa que hacer que conducir. De arriba abajo del Central, de un lado a otro. ¿Cuántos kilómetros crees que hacían con un litro aquellos viejos V-8? ¿Cuatro, ocho kilómetros? A nadie se le ocurrió llevar la cuenta.
—Mis tíos siguen negándose a conducir un coche pequeño. Dicen que no quieren morir aplastados si chocan contra un camión.
—¿Te acuerdas del Chicken? Murieron menos chicos de lo que se pensaba.
—Y los Cadillacs. Si uno de mis hermanos se agenciaba un Buick con alerones, mi padre tenía que tener un Cadillac con alerones más grandes. Era imposible contar los pilotos, parecía un cartón de huevos rojos.
—Había un tío en el instituto de Mount Judge, un tal Don Eberhardt, que conducía subido al estribo del Dodge de su padre por la cuesta de detrás de la fábrica de cajas. Toda la cuesta abajo.
—El primer coche que me compré fue un Studebaker del 48, con aquel morro que parecía de avión. Hice unos cien mil kilómetros con él en el verano del 53. ¡Lo que dio de sí! Al arrancar en un semáforo sentías que las ruedas empezaban a elevarse como si fuera un avión.
—Y escucha esta historia. Una vez, al poco tiempo de estar casados, me enfadé con Janice por algún motivo, probablemente por ser como es, y me fui a Virginia Occidental y volví en una noche. Una locura. Ahora no se podría hacer eso sin pasar antes por el banco.
—Sí —dice Charlie despacio, entristecido. Conejo no pretendía entristecerle. Nunca podía imaginar exactamente cuánto había amado a Janice aquel hombre—. Ella me lo contó. Vagabundeabas mucho por entonces.
—Un poco. Pero volví con el coche. Cuando ella me dejó, cogió el coche y se quedó con él, como ya sabes.
—¿Sí?
Nunca se ha casado y eso le favorece a los ojos de Janice y por lo tanto de Harry, en vista de cómo acabó aquello. Un hombre se folla a tu mujer y ella adquiere por eso un nuevo valor, dentro de ciertos límites. Harry quiere reanudar la conversación sobre el alegre plan de energía menguante. Le dice a Stavros:
—El otro día leí un chiste divertido en el periódico. Decía: Imposible sacar más partido al combustible que Cristóbal Colón. Mira lo lejos que fue con tres galeones[2].
Pronuncia la palabra clave con sumo cuidado, espaciando las sílabas, pero Charlie no parece haber captado el chiste, se limita a sonreír con un rictus nervioso en los labios que podría ser una reacción de dolor.
—Las compañías petroleras nos obligaban a hacerlo —dice Charlie—. Nos decían: adelante, quema gas como un demente, todas esas autopistas, las galerías comerciales, todo. La gente no se creerá dentro de cien años la despreocupación con que vivíamos.
—Es como la madera —dice Harry, remontándose a lo largo de la historia, que es para él una bruma matizada, señalizada por siglos como marcas en un campo de rugby, con unas pocas fechas precisas (1066, 1776) y unos cuantos rostros (George Washington, Hitler) situados en las líneas de banda, sin aplaudir—. O el carbón. Recuerdo, cuando era niño, el ruido que hacía la antracita al caer por la antigua tolva de carbón, con aquellos puntos rojos que solían pintarle. No lograba entender cómo lo hacían, creía que era algo que salía así del suelo. Duendecillos con pinceles rojos. Ahora no queda antracita. Eso que ahora se explota en minas a cielo abierto se te desmenuza en la mano.
A Conejo le proporciona placer, le hace sentirse rico el espectáculo del mundo consumiéndose, saber que también la tierra es mortal.
—Bueno —suspira Charlie—. Por lo menos eso impedirá que esos chinitos y negros lleguen a tener una revolución industrial.
La observación parece poner fin al diálogo, aunque Harry siente que han omitido algo trascendental, algo vivo debajo del capítulo de la energía, de la escapatoria. Pero últimamente ha advertido que numerosos temas, tanto en las conversaciones privadas como en la televisión, donde les pagan para debatirlos, se agotan, terminan por acabarse, como si todo hubiera sido dicho ya en este hemisferio. En su vida interior, también Harry avanza a tientas entre más huecos que los que había antes, bancales de células grises consumidas que antaño fueron lujuria, vivos deseos y temores vigilantes; se queda dormido, por ejemplo, en lo que tarda en caer un sombrero. Antes nunca entendía esta frase. Pero es que nunca usó sombrero y ahora sí, al primer soplo de viento frío. El tejado de su casa se está volviendo transparente, la luz de las estrellas se cuela por él.
USTED PIDE, NOSOTROS SE LO DAMOS, reza el gran letrero sobre el ventanal de la exposición, a tono con la actual campaña televisiva de Toyota. El cartel roba una franja del sol de la tarde y confiere a la sala un mudo aire de acuario o el de un gran barco hundido en el cual los dos Coronas y el Corolla SR-5 de color verde ácido aguardan a ser adquiridos e izados a la superficie del otro lado del cristal, para acceder sanos y salvos al aparcamiento, a la Nacional 111 y al mundo de asfalto que se extiende más allá.
Un vehículo de ese mundo entra bamboleándose: una gruesa y cansada camioneta Country Squire del 71 o 72 que se desplaza blandamente sobre sus amortiguadores y lleva un guardabarros mellado que casi han conseguido alisar a martillazos, pero cuya burda primera mano de pintura a prueba de polvo exige un acabado. Se apea del coche una pareja joven: una muchacha de piernas desnudas, blanca como la leche, que parpadea ante la luz del sol, y un muchacho curtido y enrojecido por sus rayos, con los tejanos acartonados por la tierra tras la labor realizada en el barro rojo del condado. Una suerte de cajón de toscas tablas verdes ha sido acoplado a la baca cromada del Squire, y desde donde está Conejo, a un suave wedge[3] de distancia, puede advertir que el uso de la camioneta como camión de granja ha destrozado la tapicería y el acolchado interior.
—Paletos —dice Charlie desde su escritorio.
La pareja se acerca tímidamente, como animales que se estiran, olisqueando el aire acondicionado.
Con un impulso protector, que sólo Dios sabe a qué obedece, y el sustantivo desdeñoso de Charlie zumbando en sus oídos, Harry sale a su encuentro, echando una ojeada a la mano de la chica para ver si lleva anillo de casada. No es así, pero esas cosas significan mucho menos que en tiempos pasados. Críos arrejuntados. Calcula que andarán por los diecinueve o veinte años, y el chico es algo mayor: la edad de su hijo.
—¿En qué puedo serviros, chicos?
El muchacho se retira el pelo hacia atrás con la mano, mostrando una frente estrecha y blanca. Su ancho rostro curtido le presta un aire risueño incluso cuando no sonríe.
—Sólo venimos a preguntar una cosa.
Su acento revela que procede del sur del condado, menos agresivamente holandés que el del norte, donde las iglesias de ladrillo se tornan puntiagudas y las casas y cobertizos son de piedra caliza en lugar de arenisca. Harry supone que han abandonado alguna granja para venir a la ciudad, dejando la tarea de acarrear estacas para cercados, fardos de heno, calabazas o cualquier otra cosa que esta pobre gente suela transportar en su camioneta. Arrejúntate, consigue un trabajo en la ciudad y pasea en un pequeño Corolla. Nosotros te lo damos. Pero a lo mejor el chico anda averiguando precios por encargo de su padre y su chica le acompaña, o quizá ni siquiera es su novia, sino su hermana o una autostopista. Un leve aura de furcia en su aspecto. El modo en que su cuerpo flexible quiere escaparse de su escasa ropa, los descoloridos pantalones cortos de vaquero y el jersey sin espalda de cachemira púrpura. La piel reluciente y tenuemente salpicada de pecas en los hombros y en la parte superior de los brazos, y la tupida, exuberante abundancia de su cabello multicolor, de un rojo pardusco, peinado con descuido. Suena un cascabel oculto. Posee ojos azules de órbitas hundidas y el silencio de una muchacha de campo acostumbrada a dejar que los hombres hablen mientras ella guarda un secreto agridulce en la boca, degustándolo. Un incongruente aire de discoteca en su calzado, de tacones altos de corcho y tiras en los tobillos. Dedos de los pies rosados, uñas pintadas. Esta chica no pega con este muchacho. Conejo quiere que así sea; cree percibir que un involuntario efluvio del espíritu de la chica asciende hacia el suyo, aunque el porte de la joven es todo quietud. Harry piensa que quiere esconderse de él, pero es demasiado grande y blanca, sumamente femenina de pronto, demasiado próxima a la desnudez. Su calzado acentúa la longitud de sus piernas; es más alta de lo normal y, aunque tiende a ser rolliza, sobre todo en torno al pecho, no está obesa. El labio superior se cierra sobre el inferior y produce una impresión de ahuecamiento y magulladura. Es un ser frágil, Harry quiere protegerla; la exime de la presión de su mirada, por un segundo demasiado prolongada, y se vuelve hacia el chico.
—Éste es un Corolla —le dice, dando una palmada sobre el metal anaranjado—. Tenemos el modelo de dos puertas a partir de tres mil novecientos dólares, y consume unos siete litros cada cien kilómetros en autopista y de doce a catorce en ciudad. Ya sé que otras marcas se anuncian más, pero créeme, en América no hay ahora nada mejor que este cacharro. Lee la Guía del consumidor, el número de abril. Mucho mejor que la media normal en gastos de mantenimiento y recambios durante los primeros cuatro años. ¿Quién conserva hoy día un coche más de ese tiempo? Tal como van las cosas, dentro de cuatro años a lo mejor vamos todos en bicicleta. Este automóvil tiene una transmisión sincronizada de cuatro velocidades, un sistema de encendido totalmente transistorizado, frenos de disco delanteros, asientos deportivos abatibles de vinilo, tapón de depósito con llave. Esto último empieza a ser bastante importante. ¿Te has dado cuenta de que las tiendas de repuestos se están quedando sin existencias de sifones? Hoy no puedes comprar un sifón en Brewer por amor ni por dinero, adivina por qué. El otro día, al viejo Chrysler de mi suegra, que vive en Mount Judge, lo dejaron sin una gota de gasolina enfrente de la peluquería, y eso que ella no saca el cochecito más que para ir a la iglesia. La gente se está desmadrando. ¿No has leído en el periódico de esta mañana que Carter va a quitar gasolina a los agricultores para dársela a los camioneros? Eso demuestra el poder de un arma, ¿no te parece?
—No he leído el periódico —dice el muchacho.
Se queda ahí, inmóvil, tan impasible que Harry tiene que girar a su alrededor con un veloz arrastrar de pies, agitando un recorte de cartón que representa a una feliz clienta con su perro y sus paquetes, para dar palmaditas en la chapa de color verde ácido.
—Ahora bien, si lo que quieres es cambiar tu camioneta vieja, que es una antigualla, por otra que tenga casi el mismo espacio y la mitad de gasto, esa SR-5 mola: una transmisión de cinco velocidades, con una superdirecta que realmente ahorra gasolina en un trayecto largo, y un doble asiento trasero abatible que te permite llevar atrás a otro pasajero y todavía te deja sitio de sobra en el otro lado para palos de golf, estacas de vallados o lo que sea. No sé por qué en Detroit nunca se les ha ocurrido lo del asiento abatible. Se supone que somos la meca del automóvil y resulta que son los extranjeros los que nos traen todas las ideas. Si me lo preguntas, te diré que Detroit nos la da con queso a doscientos millones de personas. Yo preferiría conducir coches de fabricación nacional, pero, dicho sea entre nosotros tres, son pura chatarra. Cartón. Mera fachada.
—¿Y de qué marca son aquellos de allí? —pregunta el joven.
—Corona, si lo que buscas es lo mejor en su género. Un motor más potente: dos mil doscientos centímetros cúbicos en lugar de mil seiscientos. Una línea más europea. Yo tengo uno y me encanta. Gasto unos diez litros en autopista y alrededor de dieciséis en Brewer. Depende de cómo conduzcas, por supuesto. De lo fuerte que pises el acelerador. Los pilotos de la Guía del consumidor deben de meterle mucha caña, porque creo que las cifras de consumo que calculan son la única cosa en que se pasan. Ese que está ahí arriba vale seis mil ochocientos cincuenta, pero recuerda que estás comprando yenes con dólares, y que los vas a recuperar cuando llegue el momento de vender el coche para pagar la entrada de otro.
La muchacha sonríe al oír la palabra «yen». El chico, ganando confianza, pregunta:
—¿Y este de aquí?
El joven granjero ha tocado el negro y suave capó del Celica. Harry está perdiendo el entusiasmo. Si le interesa este automóvil significa que el chico no tiene muchas intenciones de comprar.
—Acabas de poner la mano encima de una supermáquina —le dice—. El Celica GT modelo sport coupé, un coche que llegará a competir cualquier día con un Porsche o un MG. Radiales con banda de acero, reloj de cristal de cuarzo, estéreo con onda media y FM: todo ello de serie. De serie. No te imaginas las mejoras que tiene. Éste lleva dirección asistida y capota para el sol. Francamente, es carillo, rondando las cinco cifras, pero es una inversión, como suelo decir. La gente compra cada vez más con esa idea. La vieja mentalidad del kleenex, de cambiar de coche al cabo de dos años, ha pasado a la historia. Cómprate ahora un coche bueno y sólido y tendrás algo tuyo durante mucho tiempo, mientras que los dólares que has guardado se irán al infierno. Comprar buenas mercancías, ése es mi consejo a todo joven principiante.
Debe de parecer muy poco entusiasta porque el muchacho dice:
—Sólo queremos mirar un poco.
—Comprendo, comprendo —dice Conejo rápidamente, girándose para encarar de frente a la muchacha silenciosa—. No trato de presionarte en absoluto. Escoger un coche es como elegir a una compañera: hay que tomarse el tiempo necesario.
La chica se ruboriza y mira hacia otro lado. La fértil locuacidad paternal sigue burbujeando en el fuero interno de Harry.
—Todavía estamos en un país libre, los comunistas no han pasado por ahora de Camboya. No pretendo obligaros a comprar nada hasta que estéis decididos y seguros. A mí me da lo mismo, este producto se vende solo. En realidad tenéis suerte de que haya este muestrario, el envío llegó hace dos semanas y no habrá otro hasta agosto. Japón no da abasto con estos coches para tener al mundo contento; Toyota es el número uno en importación mundial.
No puede apartar los ojos de la chica. Esas enormes órbitas oculares le recuerdan a alguien. Los albos hombros pecosos, la carne hundida donde se le clava el tirante del jersey. Estréchala y le dejarás huellas de dedos, tan recién salida del cascarón es la pollita.
—Vamos a ver —prosigue—, ¿en qué clase de coche estáis pensando? ¿En uno familiar o simplemente para vosotros dos?
El rubor de la chica se intensifica. No te cases con este majadero, piensa Harry. Los mocosos que tengas con él te angustiarían. El muchacho responde:
—No necesitamos otra camioneta. Mi padre tiene una Chevy y me va a regalar la Squire cuando acabe el instituto.
—Un gran cacharro —reconoce Conejo—. Puedes criticarlo, pero no superarlo. Incluso en el modelo del 71 ponían más metal que ahora. Detroit está exhalando el último suspiro. —Se siente flotar: por la juventud de ellos, su dinero, la luminosa tarde de junio y la promesa de que mañana, domingo, hará un buen día para jugar al golf—. Pero para gente que proyecta consolidar un vínculo y volverse seria hace falta algo más que un trasto nostálgico, necesitáis una cosa como ésta.
Da una nueva palmadita a la chapa anaranjada y lee la irritación escrita en la fría palidez con que le miran los ojos de la chica. Perdóname, pequeña, te estás pudriendo de aburrimiento ahí plantada, cuando llega el momento, uno tiende a hablar más de la cuenta.
Del otro extremo de la exposición, inundada de rayos de un sol que poco a poco se acerca a la posición horizontal, llega la voz del olvidado Stavros:
—A lo mejor les apetece dar una vuelta.
Quiere paz y silencio para despachar su papeleo.
—¿Os apetece probarlo? —pregunta Harry a la pareja.
—Es bastante tarde —señala el muchacho.
—Es un minuto. Sólo vais a pasar una vez por aquí. Aprovechad la ocasión. Voy a coger las llaves y una placa. Charlie, ¿las llaves del Corolla azul están en el tablero de fuera o las tienes en tu escritorio?
—Ahora las traigo —gruñe Charlie. Se aparta bruscamente de su mesa y, todavía encorvado, entra en el pasillo que hay detrás del tabique de cristal esmerilado que llega hasta la cintura: una mejora vulgar ordenada por Fred Springer hacia el final de su vida. Tras el tabique, los tres huecos de puertas empotradas en una pared de tablas de falso nogal conducen a los despachos de Mildred Kroust y la chica que hace las facturas, sea quien sea este mes, con el del jefe de ventas entre ambos. Por lo general, las puertas están entornadas, y Mildred y la chica de turno entran y salen para hacer consultas. Harry prefiere quedarse ahí, en la sala. En los viejos tiempos sólo había tres escritorios de acero y una tira de alfombra; la única puerta cerrada daba acceso a los lavabos de la empresa, con un artefacto de jabón en polvo que había que volcar para que éste cayese. La recepción se halla ahora en otra cabina aparte, contigua a la sala de espera donde suele haber pocos clientes aguardando. Las llaves que Charlie busca cuelgan, entre muchas otras (algunas de las cuales ya no abren absolutamente nada), en un tablero oscurecido por la huella de dedos grasientos junto a la puerta que lleva a la sección de Recambios: Recambios, ese túnel de estanterías de acero repletas por cuyas ventanas correderas se divisa la estrepitosa caverna del taller. No hay más razón para que Charlie lo visite que el hecho de que sabe dónde están las cosas, pero no conviene dejar solos a los clientes ni por un momento, para que no se sientan ridículos y se escabullan furtivamente. Los clientes son más tímidos que los ciervos. Sin nada que decirse, el chico, la chica y Harry oyen el débil y esforzado resuello de Charlie, que vuelve con las llaves de muestra del Corolla y la placa del concesionario, con su oxidada abrazadera de muelle.
—¿Quieres que acompañe a estos dos jóvenes? —pregunta.
—No, siéntate y descansa —le responde Harry, y agrega—: Podrías ir cerrando la parte de atrás.
El letrero de la casa reza que los sábados abren hasta las seis, pero este inquietante día de junio dominado por la carestía de gasolina les permite cerrar a menos cuarto.
—Vuelvo ahora mismo.
El muchacho pregunta a la chica:
—¿Quieres venir o te quedas aquí?
—Oh, venga —contesta ella, y la impaciencia ilumina su dulce rostro cuando se vuelve hacia él y le llama por su nombre—. Jamie, mamá me está esperando.
Harry la tranquiliza:
—Es sólo un minuto.
Mamá. Ojalá pudiera pedirle que ella le describiera a su madre.
En el aparcamiento, un viento cálido anuncia el verano. Los puntos de hierba que rodean el asfalto lucen briznas mantecosas de diente de león. Adosa la placa a la parte trasera del Corolla y tiende las llaves al joven. Mantiene inclinado hacia delante el asiento contiguo al del conductor para que la chica pueda entrar detrás; al hacerlo, la tela vaquera de sus pantalones coitos propicia una ojeada al carrillo de una nalga. Conejo se instala en el asiento del copiloto y explica a Jamie las tonterías del salpicadero, incluido el espacio donde podría ir un casete. Los tres pasajeros son más bien altos, y el pequeño coche parece saturado. Sin embargo, con nuevo brío, el Toyota les pone de un tirón en rápido movimiento y se sitúa en el carril de adelantamientos de la Nacional 111. Como volar a lomos de un gran abejorro; uno se siente encima del motor zumbante.
—Muy potente —reconoce Jamie.
—Y suave, después de todo —añade Harry, intentando no frenar sobre el suelo desnudo. Se dirige a la chica que va detrás—: ¿Estás bien? ¿Quieres que adelante mi asiento para que tengas más sitio?
Sus pantalones cortos son tan cortos ahora que cabe preguntarse si no le dolerá la entrepierna. Si no la pellizcan las costuras.
—No, voy bien, me sentaré de costado.
Él desea volverse y mirarla, pero a su edad no es tan fácil girar la cabeza y, en efecto, hay días en que se despierta con todo el cuello dolorido a causa simplemente de su peso muerto sobre la cama durante toda la noche. Le dice a Jamie:
—Éste es el modelo de mil seiscientos centímetros cúbicos, fabrican otro de dos mil pero nosotros no queremos venderlo, no me gustaría que me remordiese la conciencia porque alguien se ha matado por culpa de una aceleración insuficiente al adelantar a un camión o algo parecido por estas carreteras norteamericanas. Además creemos que es mejor disponer de un muestrario completo para que el cliente elija; de lo contrario, es posible que pierda en el cambio cuando entregue el coche viejo como entrada del nuevo.
Se las ingenia para girar el cuerpo y mirar a la chica.
—Estos japoneses, con todas sus virtudes, tienen unas piernas bastante cortas —le dice. Tal como se ha sentado la muchacha, lleva las nalgas cerca del suelo y las rodillas levantadas en el aire, esas jóvenes rodillas luminosas a centímetros de la cara de Harry.
Sin ninguna timidez, ella se está sacando de la boca unos cuantos cabellos largos que ha movido el viento, y mira por la ventanilla lateral la extensión comercial del casco urbano de Brewer. Puestos de comida rápida, tentadores a la vista, y tenderetes de todo género de mercancías, desde vestidos de novia a bebederos para pájaros, han agrandado con sus aparcamientos el aspecto de la zona —el viejo Weisertown Pike—, de forma que la casa aislada que ha sobrevivido y el muñón de césped delantero causan una impresión deplorable. Los competidores —Pike Porsche y Renault, Diefendorfer Volkswagen, Oíd Red Barn Mazda y BMW, Diamont County Automotive Imports— hacen parpadear los letreros que anuncian AHORRO DE GASOLINA, mientras que las gasolineras entremezcladas con los anuncios tienen los surtidores amortajados y grúas de remolque estacionadas en medio de los carriles donde antes se detenían los vehículos, repostaban y partían. Una sensación de barricada hostil a esa hora de la tarde. ¿De dónde han salido las fundas de los surtidores? Algunas son de corte elegante, de lona carmesí cuadrada. Una nueva industria, las fundas de surtidores. Entre los vacíos lagos de asfalto, unos cuantos puestecitos ofrecen fresas y guisantes tempranos. Un cartel elevado apunta hacia un edificio de cemento bastante apartado de la carretera; Conejo recuerda los tiempos en que la indicación era un Mister Peanut[4] gigantesco señalando hacia una tienda baja en donde urnas de cristal contenían cacahuetes salados, nueces de Brasil y avellanas, y en donde se vendían a precio más barato anacardos enteros o incluso partidos; Diamond County era una zona magnífica para los frutos secos pero no hasta ese punto: la tienda quebró. Su estructura fue demolida, se dobló su tamaño y se convirtió en un night club; el cartel fue pintado de nuevo, conservando el sombrero de copa pero sustituyendo a Mister Peanut por un muñeco con frac y corbatín blanco. Tras muchas mutilaciones, el letrero había sido transformado en una figura femenina mal trazada, una silueta negra sin protuberancias que indicasen ropa, con la cabeza hacia atrás y la palabra DISCO en grandes letras, cayendo en forma de burbujas como si las hubieran arrancado una por una de su garganta cortada. Más allá de esos anuncios, una neblina de vaho corona las verdes colinas peladas, y los pálidos cultivos se tuestan a medida que se espesan sus hileras de maíz. Una mezcla de calor humano va invadiendo el interior del Corolla. Harry piensa en el largo muslo de la chica mientras ella se estira en el asiento trasero, e imagina que huele a vainilla. Sabría bien un helado con gusto a coño, Sealtest debería considerar esa idea.
El silencio de los jóvenes le incomoda. Procura ahuyentarlo. Dice:
—Hubo una tormenta ayer por la noche. Esta mañana he oído en la radio que el paso subterráneo entre Eisenhower y la Séptima estuvo inundado durante más de una hora.
A continuación añade:
—Me parece tétrico que todas las gasolineras estén cerradas como si alguien hubiera muerto.
Acto seguido agrega:
—¿Habéis leído en la prensa que la cadena Hershey ha tenido que despedir a novecientas personas por la huelga de camioneros? Ya veo a todo el mundo haciendo cola en los bares de Hershey.
El muchacho está absorto en el adelantamiento de un camión de la panadería Freihofer, y Harry contesta por él:
—Todos los comercios del centro se trasladan a las afueras. En el centro de la ciudad ya sólo quedan los bancos y la oficina de correos. Han puesto esa disparatada hilera de árboles para hacer un paseo, pero no servirá de nada, a la gente todavía le asusta ir al centro.
El joven se mantiene en el carril más rápido y conduce en tercera, para poner a prueba la potencia del vehículo o porque se ha olvidado de que existe una cuarta velocidad. Harry le pregunta:
—Poniéndolo a prueba, ¿eh, Jamie? Si quieres dar la vuelta, enseguida hay un cambio de sentido.
La muchacha comprende.
—Jamie —dice—, es mejor que demos la vuelta. El hombre quiere ir a cenar a casa.
Cuando Jamie desacelera para salir por la derecha en la intersección, un Pacer —el coche más ridículo de la carretera, que parece una bañera de cristal al revés— gira a la izquierda sin mirar. El conductor es un obeso sudamericano con camiseta hawaiana. El chico palpa en vano el volante en busca de la bocina. Toyota, en efecto, la ha colocado en un sitio extraño, sobre dos pequeños círculos al alcance del pulgar, dentro del aro del volante; Harry alarga rápidamente la mano y toca el claxon. El Pacer se desvía hacia su carril, echando una negra mirada hacia atrás, por encima de la camiseta hawaiana. Harry le indica al chico:
—Para volver, Jamie, coge a la izquierda en el siguiente semáforo, cruza la autopista y de nuevo a la izquierda en cuanto puedas.
A la chica le explica:
—Es más bonito por ese lado.
Piensa en voz alta:
—¿Qué más puedo deciros sobre este coche? Tiene cantidad de cerraduras. Esos japoneses viven unos encima de otros y las llaves los vuelven locos. No os hagáis ilusiones, estamos llegando a esa misma situación, yo no viviré para verlo, pero vosotros sí. Cuando yo era niño, a nadie se le ocurría cerrar la casa con llave, y ahora todo el mundo lo hace, salvo la chiflada de mi mujer. Si cerrara la puerta perdería la llave. Una de las razones por las que me gustaría ir a Japón (Toyota invita a algunos de sus concesionarios, pero tienes que vender más que yo), es descubrir cómo se puede cerrar una casa de papel. En fin, dejemos eso. No se puede sacar la llave de contacto sin soltar ese pestillo de ahí abajo. El maletero de atrás se abre con esta palanca. El sistema de cierre del tapón de la gasolina ya lo conocéis. ¿Habéis oído lo de esa mujer de cerca de Ardmore que se coló en una gasolinera esta semana? El tipo que estaba detrás de ella se cabreó tanto que encajó a escondidas su tapón de gasolina en el depósito del coche de la mujer, así que cuando el empleado fue a atenderla no pudo sacarlo de allí. Tuvieron que remolcarla. Se lo tenía bien merecido la muy perra.
Ya han girado dos veces a la izquierda y serpentean por una carretera con cultivos hasta los arcenes, y se ven los terrones de tierra roja todavía relucientes donde los ha removido el arado, y los comercios circundantes —SE AFILAN CORTACÉSPEDES, EDREDONES HOLANDESES DE PENNSYLVANIA— parecen ser anteriores a los que bordean la Nacional 111, que discurre paralela. En las orillas de la carretera, entre algunos buzones que llevan pintado un dibujo de un corazón o de una bruja, la arveja exhibe una flor violeta. Al llegar a una cima, surgen ante la vista los tanques de gasolina de Brewer, de color elefante, y divisan las hileras de casas de ladrillo rojo que ascienden a Mount Judge y oscurecen su flanco. Conejo se atreve a preguntar a la chica:
—¿Eres de por aquí?
—Más hacia Galilee. Mi madre tiene una granja.
«¿Y tu madre se llama Ruth?», quiere preguntar Harry, pero no lo hace para no asustarla y para no disipar él mismo las vibraciones de la emoción, de la posibilidad no comprobada. Trata de mirarla de nuevo a hurtadillas, para ver si su piel blanca es un espejo, y si el azul inocente de sus ojos es igual que el suyo, pero le contiene su propia corpulencia y la estrechez del coche. Pregunta al muchacho:
—¿Eres del Phillies[5], Jamie? ¿Qué me dices del siete a cero que encajaron ayer? No se ve muchas veces a Bowa cometiendo errores.
—¿Bowa es el que cobra tanto?
Harry se sentirá mejor cuando rescate el Toyota de las manos de este idiota. Nota que los neumáticos patinan a cada giro, y el súbito secreto se ensancha en su interior, círculo tras círculo, como la semilla: la semilla que se adentra en el suelo invisible y que no conoce freno en cuanto prende, realiza la obra para la que estaba programada, cumple su destino, tan cierto como nuestra muerte, y reproduce las formas precisas.
—Creo que te refieres a Rose —contesta—. Tampoco ha hecho gran cosa. No van a llegar muy lejos este año, Pittsburgh es el amo. Los Pirates o los Steelers siempre ganan. Coge a la izquierda después de esas luces intermitentes en ámbar. Vamos a cruzar rectos la Nacional 111 y luego entramos en el aparcamiento por detrás. ¿Cuál es tu veredicto?
De costado, el muchacho posee un aire oriental: una gran extensión de piel entre la oreja y la nariz rojas, ojos abultados cuyo brillo no refleja nada. Harry siempre ha pensado que la gente que arranca su sustento de la tierra es mezquina por naturaleza. Jamie responde:
—Ya le he dicho que sólo queríamos mirar un poco. Este coche parece bastante pequeño, pero quizás usted está acostumbrado a su tamaño.
—¿Quieres echarle un tiento al Corona? Este interior parece un palacio después de haber entrado en un Corona, no te lo creerás, es sólo unos dos centímetros más ancho y cinco más largo.
Le maravilla asimismo ver cómo su lengua escupe centímetros. Otros cinco años con estos coches y hablará japonés.
—Más vale que te acostumbres —le dice a Jamie— a una disminución proporcional. Los viejos cochazos han pasado a la historia. La gente los entrega para pagar la entrada y no podemos venderlos. Los vendemos al por mayor, y los mayoristas los convierten en jardineras. Los quinientos dólares que te ofrezco por el tuyo es una cortesía, créeme. Nos gusta echar un cable a los jóvenes. Creo que vamos hacia un mundo infernal, en el que una pareja joven como vosotros no puede permitirse el lujo de comprar un coche o ser dueños de una casa. Si ni siquiera puede plantar el pie en el escalón más bajo de una sociedad organizada de esta forma, la gente va a perder la fe en el sistema. Los años sesenta eran un juego de niños en comparación con lo que vamos a ver si no se arreglan las cosas.
Piedras sueltas en la parte de atrás del agrietado estacionamiento. Entran en el hueco de donde salió el Corolla y el chico no encuentra el botón que libera la llave hasta que Harry se lo enseña de nuevo. La muchacha se inclina hacia delante, ávida de escapar, y su aliento remueve los pelos incoloros de la muñeca de Harry. Al ponerse de pie, en toda su estatura, al aire libre, descubre que tiene la camisa pegada a las paletillas. Los tres se enderezan lentamente. El sol sigue brillando, pero las colas de caballo que se dibujan en lo alto del cielo siembran la duda sobre si, después de todo, hará buen tiempo mañana para una partida de golf.
—Que conduzcas a gusto —le dice a Jamie, habiendo renunciado a todo propósito de venta—. Entra un minuto y te daré unos cuantos prospectos.
En el interior de la exposición, el sol hiere la enseña de papel y hace que se transparenten las letras SOMAD OL. No se ve a Stavros por ninguna parte. Harry tiende al joven su tarjeta de JEFE y le pide que firme en el libro de clientes.
—Ya le he dicho que… —empieza a decir.
Harry ha perdido la paciencia durante la excursión.
—No te compromete a nada de nada —dice—. Lo único que significa es que Toyota te enviará una postal de Navidad. Ya lo hago por ti. James y ¿qué apellido?
—Nunemacher —responde el chico cautelosamente, y lo deletrea—. Distrito Rural número 2, Galilee.
La escritura de Harry se ha ido deteriorando con los años, ha adquirido un tic en el extremo de su largo brazo, que, sin embargo, no es lo bastante largo para poder ver con claridad lo que escribe. Usa gafas para leer, pero la vanidad le impide ponérselas en público.
—Ya está —dice, y de un modo demasiado fortuito se vuelve hacia la chica.
—Muy bien, señorita, ¿y tú? ¿El mismo apellido?
—Ni hablar —dice, y lanza una risita—. Yo no voy a firmar.
Una chispa de descaro asoma en los fríos ojos mate. De esa manera típicamente femenina, se ha vuelto toda rodeos, boba, esquiva. Cuando alza la mirada hay algo sensual en la parte inferior de los párpados, y la sombra de dormir poco bajo ellos. Su nariz es algo chata y respingona.
—Jamie es vecino nuestro, yo sólo he venido a acompañarle. Iba a comprarme un traje de verano en Kroll si nos daba tiempo.
Algo enterrado muy al fondo destella hacia la luz. El sol oblicuo de hoy ha llegado a la estantería donde los trofeos que patrocina Springer Motors aguardan para ser distribuidos; brillan los grabados ovales de las ingrávidas superficies de metal blanco. No me digas tu nombre, cabroncita, esto sigue siendo un país libre. Pero él le ha dado el suyo a ella. La muchacha ha cogido la tarjeta de la ancha mano roja de Jamie y sus ojos, puerilmente encendidos, van de lo que lee al rostro de Harry y luego a la pared del fondo, donde los viejos recortes amarillean y adquieren un tono pardusco con el tiempo. Ella le pregunta:
—¿Usted ha sido un famoso jugador de baloncesto?
No es fácil responder a la pregunta, hace de ello mucho tiempo. Contesta:
—Hace siglos. ¿Por qué lo preguntas, te suena mi nombre?
—Oh, no —miente alegremente la visitante de una época perdida—. Simplemente tiene pinta de eso.
Cuando ya se han ido en el Country Squire que se balancea sobre sus pastosos amortiguadores, Harry utiliza el lavabo situado más allá de la puerta de Mildred Kroust, al final del pasillo flanqueado en parte por el cristal esmerilado, y topa con Charlie, que acaba de cerrar. Sigue habiendo sisas, misteriosas diferencias que menguan los porcentajes. El dinero es como el agua en un cubo agujereado: apenas está dentro, empieza a gotear. De nuevo en la exposición, Harry pregunta a Charlie:
—¿Qué te ha parecido la chica?
—Con estos ojos, ya no veo a las chicas. Y aunque las viese, en mi estado no podría hacer nada con ellas. Parecía grande y tonta. Buenas cachas.
—No tan lerda como el cateto que la acompañaba —dice Harry—. Dios, cuando ves lo que escogen algunas chicas te entran ganas de llorar.
Stavros enarca sus ralas cejas oscuras.
—¿Sí? Algunas podrían decir lo mismo del otro sexo. —Se sienta para reanudar el trabajo en su escritorio—. ¿Te ha hablado Manny de ese Torino que cogimos como entrada?
Manny es el jefe del taller, un hombre bajo y cargado de espaldas con poros negros en la nariz, como si con ella afrontase la sucia labor de la jornada. Por supuesto que guarda rencor a Harry, quien gracias a su matrimonio con la hija de Springer se pasea por la soleada exposición y acepta Tormos descacharrados como pago.
—Me ha dicho que el morro delantero está desequilibrado. Ahora cree sinceramente que tendrá que reparar las válvulas. También opina que el dueño dio la vuelta al cuentakilómetros.
—¿Qué podía hacer yo? El tipo tenía el libro bajo el brazo, yo no podía darle menos de lo que marca el libro. Si no hubiera sido yo, se lo habría dado con toda seguridad Diefendorfer o Pike Porsche.
—Deberías haberle dicho a Manny que le echase un vistazo y te podría haber dicho a primera vista que el coche había chocado. Y si hubiera descubierto el tejemaneje del cuentakilómetros, el tipo listo se habría puesto a la defensiva.
—¿No puede lastrar las ruedas delanteras para ocultar la vibración?
Stavros cuadra las manos pacientemente sobre la superficie verde oliva de su escritorio.
—Es una cuestión de buena voluntad. El cliente que se deshizo de ese Torino no volverá nunca, te lo aseguro.
—Bueno, ¿qué aconsejas tú?
—Lo largaría a la Ford de Pottsville —responde Charlie—. Tienes un margen de beneficio de novecientos en la operación y te puedes permitir el lujo de ceder doscientos en lugar de fastidiar a Manny. Tiene que subir el precio de sus piezas para proteger a su departamento, y cuando son piezas de la Ford ya llevan un incremento. Pottsville le dará una capa de cera por encima y hará feliz a un jovencito durante una semana.
—No está mal.
Conejo quiere salir al exterior, respirar el aire de la tarde y soñar con su hija.
—Si yo hiciera lo que quiero —confiesa a Charlie—, venderíamos al por mayor todos los vehículos de fabricación nacional en cuanto entran. Nadie los quiere, aparte de los negros y los hispanos, y hasta ellos tendrán que espabilar algún día.
Charlie no está de acuerdo.
—Sigue siendo posible sacar partido de los de segunda mano, si eliges los sitios adecuados. Fred solía decir que todo automóvil tiene comprador en algún sitio, pero no deberías aceptar una entrada por mayor cantidad de la que pagarías al contado por ese coche. Es dinero en metálico, no lo olvides. Los números son efectivo, aunque no tengas un duro. —Echa hacia atrás la silla, dejando que las palmas de sus manos crujan al rozar el escritorio—. Cuando empecé a trabajar con Springer, en el 63, sólo vendíamos modelos americanos usados; desde aquí a la costa, no se había visto hasta entonces ni un solo automóvil extranjero. Los coches venían directamente de la calle; una mano de pintura, una puesta a punto y ningún fabricante nos decía qué precio fijar, poníamos la cantidad en el parabrisas con crema de afeitar y lo quitábamos de allí y poníamos otro si no se lo llevaban al cabo de una semana. Ni tasas de importación, ni devaluación de la moneda: era un negocio limpio del pez grande que se come al chico.
Reminiscencias. Es triste ver cómo pudren el cerebro de Charlie. Harry aguarda respetuosamente a que amaine la morriña, y luego pregunta sin más.
—Charlie, si yo tuviera una hija, ¿cómo crees que sería?
—Fea —responde Stavros—. Se parecería a Bugs Bunny.
—Sería divertido tener una hija, ¿no crees?
—Lo dudo —Charlie levanta las manos para que las patas de su silla choquen contra el suelo—. ¿Qué sabes de Nelson?
Harry se pone nervioso.
—Nada nuevo, a Dios gracias —dice—. El chaval nunca escribe. Lo último que hemos sabido es que estaba veraneando en Colorado con esa chica que se ha ligado.
Nelson estudia en la universidad de Kent State, Ohio, y le queda todavía un año para graduarse, aunque cumplió veintidós años el pasado noviembre.
—¿Qué clase de chica?
—Vete a saber, no puedo hacerme una idea. La última es siempre más rara que la anterior. Una era una alcohólica adolescente. Otra te echaba las cartas. Creo que esta misma era vegetariana, pero podría tratarse de alguna otra. Yo creo que las escoge para frustrarme.
—No te metas con el chico. Es el único que tienes.
—Dios, qué idea.
—Tú vete si quieres. Yo voy a acabar esto. Cerraré todo.
—Vale, voy a ver lo que ha quemado Janice para cenar. ¿Quieres venir a tomar lo que haya? Le encantará verte.
—Gracias, pero Mama mou[6] me espera.
Su madre, que se está volviendo decrépita, vive ahora con Charlie, en su casa de Eisenhower Avenue, y este hecho establece un nuevo vínculo entre ellos, ya que Harry vive con su suegra.
—De acuerdo. Cuídate, Charlie. Te veo en el fregado del lunes.
—Cuídate, campeón.
El día sigue dorado en el exterior, de un oro viejo ahora en la vida prolongada de Harry. Ha visto pasar tantos veranos que para él su llegada y su tránsito son una misma cosa, aunque aún no es capaz de dar nombre a las hierbas que, cada una en su momento, florecen a lo largo de la estación, ni tampoco a los insectos que, con la misma secuencia ordenada, nacen, se nutren y perecen. Sabe que en junio cierran la escuela y abren los campos de juego, que si uno es adulto tiene que segar una y otra vez la hierba y que, si es niño, deberá jugar a la intemperie mientras los platos de la cena tintinean en las melodiosas cocinas paternas, y al mirar por encima del hombro se descubre la luna saliendo en un cielo todavía azul, y la gota plateada de un escupitajo de algodón ha aparecido misteriosamente sobre tu rodilla. Buena suerte. La venta de coches llega a su punto culminante en junio: para un comerciante de trescientos automóviles al año como Harry, esto significa un aumento de veinticinco unidades, con veintiuna ya vendidas y seis días de venta aún. Un promedio de ochocientos de beneficio bruto multiplicado por veinticinco equivale a veinte de los grandes menos el veinticinco por ciento que calculan para comisiones a los vendedores descontando los sueldos y los incentivos quedan quince de mil menos entre ocho y diez para las restantes nóminas de esos coñitos que van y vienen haciendo las facturas una tal Mariquita era polaca hace unos años llegaron al extremo de frotarse la almeja al pasar por ese pasillo y el alquiler que Springer Motors se paga a sí misma el viejo Springer no creía en la posesión de nada que los bancos pudieran poseer pero hasta él tuvo que pagar la hipoteca al final chico los intereses de hoy día pueden arruinar a uno que empieza y el interés de doble dígito por la financiación que Brewer Trust ha estado aplicando durante años y además del doce por ciento tienes que calcular el dos o tres que vuelve como reservas de pérdidas a nadie le gusta llamarle comisión y el fisco lo llama ingresos imponibles y los gastos de electricidad del Computador de Diagnóstico Sol 2001 que Manny quiere consumiría cantidad de energía y las herramientas mecánicas ya ni siquiera pueden meter una tuerca en una rueda tienen que ser neumáticas y hacer rrrrrrt y el calor gracias a Dios que nos concede unos meses de respiro de esos putos árabes que nos están matando y los hombres no van a usar jerséis debajo de los monos los jóvenes mecánicos son los peores dicen que pierden sensibilidad en la punta de los dedos y el seguro de salud es otra sangría los hospitales venga a mantener con vida a gente que ya está muerta como si fuera un juego a costa del seguro médico y la publicidad él a menudo se pregunta si en realidad sirve de algo el método de trabajo leyó en algún sitio que es el uno y medio por ciento de las ventas brutas pero si lees la página del mercado de automóviles del domingo nunca ves tanto embrollo sólo la sobria lista de precios y la sombra del comerciante como el viejo Springer decía el hombre se da a conocer en el Rotary y los restaurantes céntricos y el club de campo realmente deberían permitirle cargar todo eso a gastos de representación los cuatrocientos setenta y cinco que se paga a sí mismo todas las semanas no incluyen los trajes que le hacen presentable tiene que comprar tres o cuatro al año y ya no en Kroll no le gusta ese dependiente que le mide la gruesa cintura Webb Murkett conoce una tiendecita en Pine Street tan buena como una sastrería y además los impuestos sobre la propiedad y los críos venga a tirar piedras o perdigones a los letreros de cristal BB de fuera deberíamos volver al sistema de la madera madera y conglomerado pero Toyota nacional tiene sus propias reglas, por dónde iba, digamos que en total nueve mil de gastos mensuales variables e invariables que nos dejan cuatro mil de beneficio neto y de ahí hay que descontar otros mil por la inflación y los robos y los imponderables que siempre se producen todavía quedan tres, mil quinientos para la abuela Springer y mil quinientos para él y Janice más los dos mil de sueldo mientras que su pobre padre ya difunto solía ir a la imprenta a las siete menos cuarto todas las mañanas por cuarenta dólares a la semana y eso sin olvidar que entonces no era poco dinero. Harry se pregunta qué pensaría su padre si le viera ahora, rico.
Su Corona de tracción trasera y cinco puertas, modelo de lujo 1978, está aparcado en su sitio. Aunque se llama «rojo metálico», el color tira más hacia el marrón, como una sopa de tomate rancia. Si los japoneses tienen un punto flaco, es su sentido del color: el cobre metálico de ellos es, para Harry, un marrón creosota, el verde menta metálico algo parecido a como él imagina el color del cianuro, y lo que ellos llaman beis es un simple amarillo limón. En la guerra solían proyectar todos aquellos dibujos animados en los que aparecían los japoneses con enormes gafas, y Harry se pregunta si es cierto que no ven muy bien, todos sus colores concuerdan con las franjas del arco iris. Con todo, su Corona es una máquina cómoda. Tacto de cochazo sólido, volante acolchado e inclinado, palanca de soporte lumbar para acomodar al gusto del conductor y radio de cuatro altavoces, onda media, larga, frecuencia modulada e instalada de serie. Lo que más disfruta es la radio, transitando por Brewer con las ventanillas subidas y cerradas y la ventilación del motor auxiliar en marcha, y los cuatro extremos del coche emitiendo machacona música discotequera como si saliera de los cuatro rincones del salón de baile del cerebro. Suave, llena de vida, la música recuerda a Conejo aquellas melodías que ponían en la radio cuando estaba en el instituto, How high the moon, con el clarinete entrando, la barra de regaliz lo llamaban, Puttin’on the kitz: música urbana, no como esa country music de los años sesenta que intentaba hacernos recordar y volvernos mejores de lo que somos. Muchachas negras con melodiosas voces metálicas cantando letras absurdas que se elevan sobre un palpitante ritmo electrificado y a él le gusta eso, pensar en esas chicas negras probablemente oriundas de Detroit, cuyos novios remolonean en la cadena de montaje, vestidas con relucientes trajes de oropel que reflejan un color tras otro mientras giran las luces de la discoteca. Él y Janice deberían al menos visitar ese sitio que se llama DISCO, en la Nacional 111, y que hoy ha visto por enésima vez, sin haberse atrevido a entrar jamás. Mentalmente intenta asociar a Janice con las muchachas de color y las luces que giran, pero la idea no encaja. Piensa en Skeeter. Hace diez años, ese hombrecillo negro vino y vivió con él y con Nelson una época alocada. Ahora Skeeter ha muerto, lo ha sabido justamente en abril. Alguien anónimo le envió, en un largo sobre estampado de los que venden en correos, con la dirección en clara letra de molde escrita a bolígrafo, tal como la harían un contable o un maestro, un recorte con el conocido tipo de la imprenta Vat de Brewer, donde Harry fue linotipista antes de que la linotipia quedase anticuada:
ANTIGUO RESIDENTE MUERTO EN PHILLY
Hubert Johnson, antiguo residente en Brewer, murió a causa de heridas de bala en el Hospital General Municipal de Filadelfia, tras un presunto tiroteo con agentes de la policía.
Según el comunicado, Johnson fue el primero en disparar, sin mediar provocación, contra los agentes que investigaban una denuncia de violación de las leyes de sanidad y de vivienda en una comuna religiosa supuestamente dirigida por el fallecido, cuya Familia de la Libertad del Mesías Actual incluía a una serie de jóvenes y familias negras.
Sus cánticos a horas tardías y su comportamiento agresivo habían suscitado numerosas quejas de los vecinos. La secta tenía su sede en Columbia Avenue.
SE BUSCA A JOHNSON
Visto por última vez en la Plum Street de esta ciudad, Johnson era conocido aquí con el seudónimo de «Skeeter». También utilizaba el nombre de Farnsworth. La policía local ha confirmado que se le buscaba por varias denuncias.
Román Surpitski, teniente de la policía de Filadelfia, declaró a los periodistas que él y sus hombres no tuvieron más remedio que responder al fuego abierto por Johnson. Afortunadamente, ni los agentes ni otros miembros de la «comuna» resultaron heridos en el tiroteo.
La oficina del alcalde saliente, Frank Rizzo, se negó a comentar el incidente. «Ya no tropezamos tanto como antes con esa clase de dementes», dijo el teniente Surpitski.
Ninguna nota acompañaba al recorte. El remitente, no obstante, tenía que conocerle a él, a Conejo, saber algo de su pasado y estar vigilándole, como supuestamente hacen los muertos. Espeluznante. Skeeter está muerto, cierta luz se ha ausentado del mundo, un atrevimiento, una promesa de que todo sería derrocado. Skeeter había predicho que moriría joven. Harry le había visto por última vez avanzando por un campo de rastrojos de maíz, entre cuervos que picoteaban los cultivos. Pero hacía tanto tiempo de eso que el papel que tuvo en la mano el pasado abril no le pareció muy diferente de cualquier otra noticia o reseña deportiva sobre sí mismo enmarcada en la exposición del concesionario. Tus egos también mueren. Aquella parte de sí mismo subyugada por el hechizo de Skeeter se había marchitado y perecido. A lo largo de su vida no había intimado con ningún otro negro, y en verdad no había experimentado temor alguno o malestar, halagado por las atenciones de aquel forastero hostil llegado como un ángel; Harry sintió que aquel hombre furioso le veía como un ser nuevo, como si le estudiara con rayos X. De todas formas, seguramente estaba loco y sus exigencias eran infinitas y desmesuradas, y Conejo se sentía más seguro ahora que el otro había muerto.
Cómodamente sentado en su coche hermético y de buena construcción contempla la venerable ciudad de Brewer que, como una película muda, desfila por los lados de sus ventanillas cerradas. Sigue la Nacional 111 a lo largo del río hasta el sector oeste, donde antiguamente vivió con Skeeter, y ataja por el puente de Weiser Street, rebautizado con el nombre de algún alcalde difunto cuyo apellido nadie usa nunca, y luego, para evitar el paseo peatonal con fuentes y abedules que los urbanistas han plantado en las dos manzanas más espaciosas de Weiser, con la probable intención de reavivar el centro (lo gracioso es que plantaron el doble de árboles de lo que necesitaban, pensando que la mitad moriría, pero en realidad crecieron casi todos, de modo que tienen algo parecido a un bosque en el centro de la urbe, y allí se perpetran asaltos y pernoctan los yonquis y los borrachuzos), Harry gira a la izquierda en Third Street y atraviesa los bloques semirresidenciales donde se encuentran casi todas las consultas de oftalmólogos, y desemboca en la principal arteria diagonal, denominada Eisenhower, a través de la zona de viejas fábricas y estaciones de ferrocarril. Vías férreas y carbón producidos en Brewer. En la ciudad, durante un tiempo la cuarta de Pennsylvania y ahora rebajada al séptimo lugar, las construcciones hablan por todas partes de una energía agotada. Grandes chimeneas de excelente factura que no han despedido humo desde hace más de medio siglo. Farolas de hierro con volutas que no han sido encendidas desde la segunda guerra mundial. Los inmuebles de la parte inferior de Weiser están dedicados a la venta de saldos, y el único emporio nuevo es una gran ampliación de ladrillo blanco sin ventanas que pertenece a la Funeraria Schoenbaum. Las viejas plantas textiles han sido reemplazadas por mercadillos de ropa, rebosantes de una alegre bisutería de pancartas que rezan FERIA INDUSTRIAL y lemas que dicen «Donde el dólar todavía es un dólar». Esos acres de vías férreas muertas y talleres de automóviles y ruedas amontonadas y furgones vacíos clavados en el corazón de la ciudad como una daga herrumbrosa. Todo aquello había sido levantado el siglo pasado por lo que ahora parecen gigantes, en una explosión de hierro y ladrillo aún intactos en esta metrópoli donde los únicos edificios nuevos son las funerarias y las oficinas del gobierno, del paro y del alistamiento en el ejército.
Más allá de los talleres de automóviles y el paso subterráneo de la calle Séptima que se ha inundado la noche anterior, Eisenhower Avenue trepa, empinada, por los barrios populosos de hileras de casas sólidamente edificadas con los ahorros de los trabajadores alemanes y las entidades de crédito, donde sólo los montantes de vidrio coloreado permanecieron incólumes frente a las últimas capas de aluminio por encima y Permastone a los costados, y donde los polacos e italianos están siendo desplazados por los negros e hispanoamericanos, que cuando Harry era joven vivían confinados en las casas bajas junto al río. Jóvenes oscuros que piensan en lenguas vernáculas, miran fijamente desde los pétreos porches triangulares de los viejos ultramarinos de la esquina.
A medida que se llenaban las cuadrículas de Brewer, los desvanecidos gigantes blancos bautizaron las calles más altas que atraviesa la avenida Eisenhower con nombres de frutas y estaciones del año: Invierno, Primavera, Verano, pero no calle Otoño. Veinte años antes, Conejo había vivido durante tres meses en la calle Verano con una mujer: Ruth Leonard. Allí engendró a la muchacha que ha visto hoy, si de verdad era su hija. No existe la huida: nuestros pecados, nuestra simiente, retornan culebreando. La radio cede el turno a los Bee Gees, hombres blancos que han obrado el prodigio de cantar como las negras. Stayin' alive brota con toda esa vibración amplificada y un extraño quejido nasal: el tema musical de John Travolta. Conejo sigue viendo en Travolta a uno de los descamisados de la clase del profesor Kotter, pero durante un tiempo, el pasado verano, se metió al país en el bolsillo, todas las golfillas con menos de quince años querían que un antiguo desharrapado las acogiera en el asiento trasero de un coche aparcado en Brooklyn. Piensa en su propia hija entrando en la parte de atrás de un Corolla y enseñando las piernas hasta el culo. Se pregunta si su vello púbico es de color rojizo como el de su madre. Esa curva de mujer tierna y ya completa que parece distar un centímetro de un triangulito del que no cuelga un feo pene de venas azules como una salchicha en una parrilla. Los ojos de ella eran del mismo color azul que los suyos: qué maravilla pensar que él se había convertido en un coño, un mensaje secreto transportado por los genes a lo largo de los vaivenes de todos aquellos años, el puñetero túnel del crecer y el vivir, permanecer vivo. Más vale que deje de pensar en ello, le produce una excitación demasiado carente de sentido. Cierta música lo hace.
Un coche de faros dobles, un LeMans amarillo con esa gran barra vertical en mitad de la rejilla, le pisa los talones tan de cerca que Harry se detiene detrás de un automóvil aparcado y deja pasar al imbécil: una joven rubia de diminuto perfil ladeado conduce el vehículo, cuán a menudo sucede algo parecido en estos tiempos, un insistente puerco de carretera a quien odias resulta ser una jovencita al volante, que tiene que ser la hija de alguien y que a juzgar por el apático aspecto vidrioso de su cara no tiene ni idea de que está siendo descortés, únicamente quiere adelantar. Cuando Conejo empezó a conducir, la carretera estaba llena de carcamales que circulaban demasiado despacio, y ahora parece no haber más que niñas con una prisa infernal, empujando. Déjales pasar, ése es su lema. A lo mejor se estrellan contra un poste telefónico en el kilómetro siguiente. Eso espera.
Su trayecto le lleva a la zona donde se alza el majestuoso instituto de Brewer, llamado el Castillo, edificado —si no recuerdo mal— en 1933, el año de su nacimiento. Ahora no lo construirían, no existe fe en la educación; de hecho, dicen que con un índice de crecimiento próximo a cero no hay suficientes alumnos para llenar actualmente las escuelas, están cerrando numerosos centros de enseñanza primaria. A esta altura de la ciudad, los urbanistas del ayuntamiento se quedaron sin estaciones del año y recurrieron a los nombres de árboles. Locust Boulevard[7], al este del Castillo, está flanqueado de casas con césped alrededor, aunque las franjas de separación son estrechas y oscuras, y los rododendros mueren por falta de sol. Los pudientes viven aquí arriba, los traumatólogos y los águilas de la abogacía y los cargos medios de las fábricas que no tuvieron la perspicacia de irse al sur o que han llegado desde entonces. Cuando Locust empieza a curvarse a través del parque municipal, su nombre se transforma en Cityview[8] Drive, aunque los árboles que han crecido no dejan mucha vista; Brewer sólo se puede ver en toda su extensión desde el hotel Pinnacle, hoy teatro de vandalismo y terror y ayer escenario de baile y besuqueos. La cosa es que a los hispanos no les gusta ver a chicos blancos metiéndose mano, y rodean el coche, rompen el parabrisas con piedras y desgarran la ropa de la chica mientras zurran a su acompañante. Vaya mundo en el que crecer, sobre todo para una chica. Él y Ruth subieron al Pinnacle una o dos veces. Las traviesas del ferrocarril probablemente están ya podridas. Ella se quitó los zapatos porque los tacones altos se hundían entre la gravilla de las vías, él recuerda los pálidos pies urbanos ascendiendo delante de él, como si ella se hubiera descalzado para que los viese. La gente se contentaba con menos entonces. En el parque, un tanque de la segunda guerra mundial, convertido en monumento, apunta con sus cañones a las pistas de tenis donde siguen rajando las redes, incluso las hechas con mallas del campo de juegos. Cuánta fuerza derrochan esos críos, y sólo para destruir. ¿Era él así a su edad? Tú quieres dejar huella. El mundo parece indestructible y no te abandonará en la cuneta. Déjales pasar.
Después de un semáforo, tras girar a la izquierda, Harry avanza entre casas con gabletes y torreones, tal como se edificaban a principios de siglo, cuando los hombres llevaban sombreros de paja, hacían helados artesanales y montaban en bicicleta, y ahora hay un centro comercial, donde un local con cuatro cines anuncia en sus letreros, situados lo bastante altos como para que los gamberros no los alcancen y roben las letras, ALIEN/MOONRAKER/MAGNO SUCESO/FUGA DE ALCATRAZ. No le apetece ver ninguna de las películas, aunque le gusta el modo en que se le riza el pelo a la Streisand y esa nariz judía, no sólo la nariz, hay un sello hebreo en el tono de su voz que le produce escalofríos, debe de tener algo que ver con el hecho de ser gente escogida, los pocos que él conoce parecen más a gusto aquí sobre la Tierra, más llenos de vitalidad. Curioso lo de la Streisand, si no hace pareja con un egipcio como Sharif es con un tipo súper clase alta como Ryan O’Neal; lo mismo ocurre con Woody Allen, no hay nada judío en Diane Keaton, aunque, ahora que pienso en ello, también se le riza el pelo.
La música cesa, emiten las noticias. Las lee una joven voz femenina, con un gangueo como si supiese que nos está haciendo perder el tiempo. Combustible, camioneros. Prosiguen las investigaciones sobre Three-Mile Island, modificada la fecha de la caída del Skylab. Somoza también se halla en apuros. Denegado el aplazamiento de la ejecución del asesino de Florida. Antiguo líder del partido laborista de Gran Bretaña absuelto de la acusación de haber planeado la muerte de su ex amante homosexual. La cosa disgusta a Conejo, pero su indignación por ese fatuo marica que queda impune cede ante la curiosidad por el siguiente caso criminal del noticiario, el de un médico de Baltimore acusado de asesinar a un ganso del Canadá con un palo de golf. El acusado declara —dice gangosamente la indiferente voz femenina— que golpeó accidentalmente al ganso con una pelota de golf y que luego liquidó de un mazazo al animalito herido para ahorrarle sufrimientos. La voz concluye: «¿Una muerte clemente o un vil asesinato?». Harry se ríe en voz alta, dentro del coche, solo. Intentará recordarlo para contárselo a la cuadrilla mañana, en el club. Mañana hará un día soleado, le tranquiliza la locutora, al leer el pronóstico del tiempo. «Y ahora, ¡el número uno de la lista de costa a costa! ¡“Cachondo”, por la reina del disco, Donna Summer!».
Aquí espero sentada, muerta de impaciencia
espero a que me llame algún amante…
A Conejo le gusta el coro, cuando entran las chicas al fondo, puedes imaginártelas merodeando por la húmeda esquina de alguna ciudad, mascando chicle y quién sabe qué más:
Necesito un cachondo,
me hace falta un ligue
calentorro,
¡quiero, necesito
a alguien cachondo!
Pero le gustaba más la Donna Summer de la época en que grababa aquellos discos de una mujer respirando, jadeando y suspirando como si estuviera corriéndose. Quizá no era ella, sino otra tía negra, delgada. Pero él cree que era ella.
La carretera adquiere un número, el 422, y circunda las estribaciones de Mount Judge, con un escarpado declive a la derecha y una vista del viaducto que antiguamente suministraba a la ciudad aguas traídas del norte del condado, desde el otro margen de la negra extensión del río Running Horse. Dos gasolineras marcan el principio del municipio de Mount Judge; en lugar de seguir por la 422 hacia Filadelfia, Harry sale de la autopista y se dirige hacia Central, junto a la iglesia baptista de granito y luego, oblicuamente, sube Jackson Street y al cabo de tres manzanas vira a la derecha, hacia Joseph. Si continuase dos manzanas más por la calle Jackson, cruzaría por delante de su antigua casa, un número más allá de la esquina de Maple, pero desde que papá pasó a mejor vida, tras haber aguantado sin mamá durante unos años, haciendo él solo el trabajo del jardín, preparando la comida y pasando la aspiradora hasta que su enfisema empeoró y uno le veía acurrucado en aquel sillón. Como una mano que resguarda del viento una vela que se derrite, Conejo rara vez pasa por allí: la gente a la que él y Mim vendieron la casa ha pintado el marco de madera de un espantoso color verde manzana, y puesto una luz ultravioleta en el ventanal delantero. Como esas jóvenes parejas de Brewer que piensan que todo va bien con las casas que forman parte de una hilera, por muy monas que sean, y que están haciendo un favor al mundo por vivir en ellas. A Harry no le había gustado el acento del tipo, su corte de pelo ni su vestimenta de ocio; sí le había gustado el precio que pagó: cincuenta y ocho mil por una propiedad que en 1935 había costado cuatro mil doscientos a papá y mamá. Incluso a pesar de que Mim se había llevado su mitad a Nevada, los beneficios habían decrecido, casi la mitad de la mitad de la mitad, es decir, siete mil dólares, por no hablar de los derechos reales y los honorarios de los abogados, siempre están allí donde el dinero cambia de manos; para evitar la plusvalía, había suplicado entonces a Janice que se compraran una nueva casa, sólo para ellos, quizás en Penn Park, en la zona oeste de Brewer, a cinco minutos del concesionario. Pero no, Janice pensaba que no podían abandonar a su madre: los Springer les habían alojado cuando no tenían casa, su propia vivienda se había incendiado y su matrimonio había llegado a rozar el naufragio, y qué le decía a eso de que él hubiera empezado como Jefe de Ventas adjunto aproximadamente cuando murió papá y Nelson ya había sufrido tantos sobresaltos en su vida y tan funestos efectos secundarios todavía latentes en aquel sector de Brewer, la investigación sobre Jill y las pesquisas policiales y los padres de ella pensando en entablar un proceso desde Connecticut y la compañía de seguros tardando siglos en continuar adelante con la demanda porque había circunstancias sospechosas y la pobre Peggy Fosnacht teniendo que jurar que Harry había estado con ella y que por tanto no podía haber sido el causante, así que con todo aquello más valía no moverse de donde estaban, esconderse tras el apellido Springer en la gran casa de estuco, y las semanas se hicieron meses y los meses años sin que el joven matrimonio Angstrom se hubiera mudado a un sitio propio, y más tarde, cuando Fred murió tan de" repente y Nelson se marchó a la universidad, pareció que había más sitio y menos razones aún para moverse. La casa, situada en el 89 de Joseph Street, bajo sus árboles desplegados y con su césped fibroso en derredor, siempre le recuerda a Harry una casa de brujas de chocolate, dulce de vainilla en las paredes y láminas de regaliz en el grueso tejado de pizarra. Aunque la vivienda parece grande desde fuera, la planta baja está atestada de muebles procedentes de los parientes de Mamá Springer, los Koerner, y las persianas están siempre medio bajadas; excepto en el porche trasero, cubierto, y en la pequeña habitación de arriba que había pertenecido a Janice de niña y luego a Nelson durante los cinco años que precedieron a su partida a Kent, no hay un solo rincón en la casa de los Springer donde Harry pueda respirar absolutamente su propia atmósfera y sentir que la luz le llega sin problemas.
Traza un círculo para entrar en el sendero de arenisca y mete el Corona en el garaje, al lado del Chrysler Newport azul marino del 74 que Fred regaló a la anciana por su cumpleaños, un año antes de morir, y que Bessie conduce por la ciudad con ambas manos apretadas al volante y una expresión como si temiera que una bomba fuese a explotar bajo el capó. Janice siempre deja su Mustang descapotable fuera, junto al bordillo, donde el goteo del arce puede estropear más rápidamente la capota. Cuando el tiempo se vuelve más caluroso deja la capota bajada durante noches enteras, de modo que los asientos están siempre pegajosos. Conejo abate la puerta del garaje y sube por el camino de cemento del patio trasero con la extraña conciencia de que, como faros gemelos de un coche que entra en un túnel, ahora no sólo tiene un hijo, sino dos.
Janice le recibe en la cocina. Algo sucede. Lleva un vestido ligero con rayas de color menta, pero su pelo sigue despeinado y húmedo tras la tarde que ha pasado nadando en la piscina. Casi todos los días tiene una cita para jugar al tenis con alguna amiga en el club del que son socios, el Flying Eagle Tee and Racquet, una sociedad bastante nueva enclavada en las faldas de esa boscosa montaña gemela de Mount Judge que tiene un nombre indio, Mount Pemaquid, y luego pasa el resto de la tarde tumbada junto a la piscina, chismorreando y jugando a las cartas, y entonándose poco a poco a base de Spritzers y vodka con tónica. A Harry le gusta que su mujer pueda pasar tanto tiempo en el club. A sus cuarenta y cuatro años, Janice está ganando peso, pero todavía conserva las piernas bien torneadas y duras. Y morenas. Siempre ha sido mujer de piel oscura, y para cuando llega julio ya tiene un bronceado de indígena, piernas y brazos casi negros como una pequeña polinesia de una vieja película de Jon Hall. Su labio inferior ostenta la huella del óxido de cinc, lo que es erótico, aunque a él nunca le ha gustado ese gesto testarudo que adopta su boca. Todavía húmedo, su pelo peinado hacia atrás descubre una frente alta un poco moteada, como papel de estraza en el que ha caído agua que luego se ha secado. Por la clase de calor que ella despide, Harry sabe que Janice y su madre han estado riñendo.
—¿Qué ocurre ahora? —pregunta.
—Ha sido de locos —dice Janice—. Se ha metido en su cuarto y dice que cenemos solos.
—Bueno, ya bajará. ¿Qué hay para cenar? No veo nada hecho.
El reloj digital empotrado en la cocina anuncia las 18.32.
—Harry. Como hay Dios que iba a hacer las compras en cuanto volviese y me cambiase la ropa de tenis, pero al llegar encontré esta postal y mamá y yo hemos estado hablando de este asunto hasta ahora. De todas formas es verano y nunca quieres comer demasiado. Doris Kaufmann (daría cualquier cosa por tener su saque) dice que jamás almuerza más que un vaso de té helado, incluso en pleno invierno. He pensado que quizás una sopa y esos fiambres que compré y que mamá y tú ni siquiera habéis probado, hay que comerlos en algún momento. Y ahora las lechugas están saliendo tan rápido en el jardín que tenemos que empezar a hacer ensaladas antes de que se estropeen.
Ella había plantado un huertecito en la parte trasera del jardín, donde antiguamente estaba el columpio de Nelson, y contratado a un hombre que vive al final de la manzana para remover la tierra con su Rototiller, la tierra milagrosamente blanda y fragante bajo la corteza del invierno, y Janice allí fuera, exultante con su cordel y su rastrillo bajo las sombras vaporosas de los árboles en flor; pero ahora que el verano ha llegado y los árboles con todas sus hojas proyectan sobre el huerto un manto sombrío y ha comenzado en el club la temporada de juegos, ella ha dejado que la maleza invada la parcela.
Sin embargo, él no puede sentir aversión por esta mujer de ojos castaños que ha sido su indiferente esposa durante veintitrés años cumplidos este mayo. Es rico gracias a la herencia de ella y esta mutua conciencia les mantiene unidos como una forma de sexo cómoda y furtiva.
—Ensalada y salchichas, mi comida favorita —dice él, resignado—. Déjame tomar antes una copa. Unos bastardos han venido al concesionario justo cuando me marchaba. Cuéntame lo de la postal.
Mientras él se prepara junto al frigorífico un bitter lemon con ginebra, consciente de que las mezclas azucaradas añaden calorías al alcohol y contribuyen a mantener su exceso de peso, pero pensando que la parca cena de este sábado compensará el daño y que después quizá corra un poco, Janice atraviesa el oscuro comedor, entra en el polvoriento salón delantero donde las persianas están medio echadas y reina el malhumorado espíritu de Mamá Springer, y trae la postal. La foto muestra una pendiente blanca de nieve bajo un pedazo desnudo de cielo azul; dos oscuras figurillas encogidas trazan eses enlazadas sobre el declive nevado, esquiando. SALUDOS DE COLORADO, dicen unas letras rojas sobre el cielo que parece pintado de azul. En la otra cara de la tarjeta, unos garabatos familiares, letras machacadas, como si algo del chico hubiese sido estrujado muy fuerte cuando su escritura iba naciendo, rezan:
Hola, mami, papi, abuela:
¡Estos montes dan envidia
a Mount Judge! No hay nieve,
sólo mucha hierba (broma).
Aprendiendo aquí a volar con ala delta.
El trabajo no salió, el tío
era un vago. Pennsyl me llama.
¿Qué tal si llevo a Melanie a
casa? Ella podría conseguir trabajo
y no ser un problema. Os quiere,
Nelson
—¿Melanie? —pregunta Harry.
—Por eso nos hemos peleado mamá y yo. Ella no quiere que esa chica venga aquí.
—¿Es la misma con la que salía hace dos semanas?
—Yo también me lo pregunto —responde Janice—. La otra se llamaba Sue, Jo o algo así.
—¿Dónde dormirá?
—Bueno, en el cuarto de costura de delante o en la habitación de Nelson.
—¿Con el chico?
—Realmente, Harry, no me sorprendería demasiado. Tiene ya veintidós años. ¿Desde cuándo te has vuelto tan puritano?
—No soy puritano, sino simplemente práctico. Una cosa es que esos chicos salten al vacío para aprender a volar con esa ala o lo que sea y otra es que vuelvan al nido con sus niñitas y sus drogas. Arriba parece una leonera, y tú lo sabes. Hay demasiada superficie de pasillos y no se puede estornudar, tirarte un pedo o follar sin que nadie te oiga; ya está bastante bien, sinceramente, con nosotros dos y mamá. ¿Recuerdas la radio de Nelson hasta las dos de la mañana durante todos los años de instituto, cuando se dormía con ella encendida? Su cama es individual, ¿qué te parece que debemos hacer, comprarle a él y a Melody una de matrimonio?
—Melanie. No sé, ella puede dormir en el suelo. Todos estos chicos tienen sacos de dormir. Podemos tratar de instalarla en el cuarto de costura, pero sé que no se va a quedar ahí. Nosotros tampoco lo hubiéramos hecho.
Sus velados ojos oscuros se remontan en el tiempo, sin mirar a Harry.
—Nosotros gastábamos toda nuestra energía colándonos furtivamente por las puertas y retorciéndonos en los asientos de atrás de los automóviles, y he pensado que podríamos ahorrar a nuestros hijos todo eso.
—Tenemos un hijo, no varios —dice él con frialdad, a medida que la ginebra se expande en su interior. Hubo un tiempo en que tuvieron dos, pero su hijita Becky murió. Fue culpa de Janice. La forma moldeada y malograda de su vida entera es culpa de su mujer; en todo momento ella ha sido un muro para su libertad.
—Escucha —le dice—, hace años que llevo intentando marcharme de esta puta casa deprimente, y no quiero que ese arrogante y mentecato gandul que hemos criado venga a complicarme la existencia. Esos críos deben de creerse que el mundo existe sólo para complacerles, pero estoy harto de no hacer nada más que darles gusto.
Janice le hace frente sin acobardarse un ápice, armada con su bronceado del club de campo.
—Es nuestro hijo, Harry, y no vamos a rechazar a un invitado suyo porque sea de sexo femenino. Si fuese un amigo de Nelson no te enfadarías tanto, lo que te molesta es que sea una amiga de Nelson, una amiga de Nelson. Si fuese una amiguita tuya, arriba no habría tan poco sitio para tirarte un pedo. Es mi hijo y quiero que esté aquí si a él le apetece.
—Yo no tengo ninguna amiguita —protesta él. Suena lastimero. ¿Está diciendo Janice que debería tenerla? En cuanto el sexo sale a relucir, las mujeres son unos monstruos. Eres un arrastrado si te las follas y un miserable si no lo haces. Harry entra a zancadas en el comedor, haciendo que tintineen los cristales del aparador antiguo, y grita al pie de las manchadas escaleras oscuras del lado opuesto:— ¡Eh, Bessie, baja! ¡Estoy de tu parte!
Hay un silencio como el de Dios en los cielos y luego se oye el crujido de una cama aliviada de un peso, y desganados pasos se deslizan por el techo hasta lo alto de la escalera. Con sus doloridas piernas hidrópicas, la señora Springer baja diciendo:
—Esta casa es legalmente mía y esa chica no va a pasar una sola noche bajo un techo para el que el padre de Janice trabajó como un esclavo para que nos cubriera la cabeza.
El aparador se estremece de nuevo; Janice ha entrado en el comedor. Dice con una voz contenida, para igualar a la de su madre:
—Mamá, este enorme techo no estaría cubriendo tu cabeza si no fuera porque Harry y yo pagamos a medias su mantenimiento. Es un gran sacrificio por parte de Harry, con lo que gana, no tener una casa que pueda llamar suya, y tú no tienes derecho a prohibir a Nelson que venga a casa cuando quiera, ningún derecho, mamá.
La rolliza anciana llega gruñendo al descansillo situado apenas tres peldaños por encima del suelo del comedor, y allí vacila, diciendo con voz quejumbrosa:
—Me hace feliz ver a Nellie siempre que él estime conveniente venir, quiero a ese chico con todo mi corazón, aunque se haya desviado del camino que hubiéramos querido su abuelo y yo.
Janice replica, más enfurecida a medida que la anciana se pone patética:
—Siempre estás sacando a relucir a papá ahora que no puede hablar por sí mismo, pero mientras vivió fue muy hospitalario y tolerante con Nelson y sus amigos. Me acuerdo de aquella comida que Nelson organizó en el jardín de atrás para celebrar el final del instituto, cuando papá ya había sufrido el primer ataque. Yo subí para ver si estaban armando demasiado ruido y él contestó con aquella sonrisita irónica —ahora las lágrimas empañan también su voz—: «El sonido de las voces jóvenes sienta bien a mi viejo corazón».
Aquella rápida sonrisa falsa de vendedor, Conejo la recuerda todavía. Como una navaja de muelle sin chasquido.
—Una comida en el jardín es una cosa —dice Mamá Springer, lanzándose al descenso de los tres últimos peldaños con sus sucias zapatillas de lona y mirando a su hija directamente a los ojos—. Otra muy distinta es una furcia en la cama del chico.
Harry piensa que es una expresión un tanto chocante por parte de una anciana, y se ríe en voz alta. Janice y su madre son mujeres de baja estatura; como dos cabezas de muñecas montadas sobre el mismo juego de palancas, ambas giran idénticos ojos chocolate, caras con la misma abertura en la boca, en dirección a su risa.
—No sabemos si la chica es una furcia —se disculpa Harry—. Lo único que sabemos es que se llama Melanie en lugar de Sue.
—Has dicho que estabas de mi parte —dice Mamá Springer.
—Y lo estoy, mamá, lo estoy. No veo por qué el chico tiene que venir a alborotar la casa; le hemos dado suficiente dinero para que eche a andar por el mundo, me gustaría que tuviese ya un asidero en la vida. No va a pasarse todo el verano ganduleando por aquí.
—Ah, dinero —exclama Janice—. Es lo único en que piensas. ¿Y qué otra cosa has hecho tú aparte de andar siempre ganduleando por aquí? Tu padre te consiguió un trabajo y el mío te ofreció otro, yo no llamaría a eso una gran aventura.
—No es lo único en que pienso —empieza a decir, renqueando y refiriéndose al dinero, antes de que su suegra le interrumpa.
—Harry no quiere una casa propia —le dice Bessie Springer a su hija. Cuando se excita y tiene miedo de no hacerse entender, se le hincha la cara y le salen manchas—. Tiene recuerdos muy desagradables de la última vez que os fuisteis a vivir por vuestra cuenta.
Janice se muestra firme, es más joven, se domina.
—Mamá, tú de eso no sabes nada. No sabes nada de la vida. Te quedas sentada en esta casa viendo programas de televisión idiotas y hablando por teléfono con las amigas que todavía no se han muerto y luego te pones a emitir juicios sobre Harry y sobre mí. No sabes nada de la vida actual. No tienes ni idea.
—Como si pasar el rato jugando en el club con gente de pasta y volver a casa un poco chispa todas las noches bastara para hacerte juiciosa —replica la anciana, apretando con una mano el pomo de la escalera como si quisiera aliviar el dolor de sus tobillos—. Vuelves a casa demasiado atontada —prosigue— para preparar una cena decente a tu marido y encima quieres traer a esa fulana a un hogar donde yo hago todos los quehaceres aunque apenas puedo sostenerme en pie. Yo sería la que estaría aquí con ellos, tú andarías por ahí con tu descapotable. ¿Qué pensarán los vecinos? ¿Y la gente de la iglesia?
—Me importaría un bledo aunque les importase, cosa que dudo mucho —contesta Janice—. Y meter a la iglesia en esto es ridículo. El último pastor de Saint John se fugó con la señora Eckenroth, y el nuevo es tan marica que si yo tuviera un hijo en edad de asistir a la escuela dominical no lo dejaría.
—Nellie tampoco fue demasiado —recuerda Harry—. Decía que le daba dolores de cabeza.
Quiere calmar los humos a las dos mujeres antes de que la disputa desemboque en congoja. Ve que tiene que acabar con esa situación, conseguir una casa propia antes de quedarse sin nada que decir. Con el exterior de piedra, las vigas descubiertas en el interior y un salón a diferente nivel: tal es su sueño.
—Melanie —está diciendo su suegra—, ¿qué clase de nombre es ése? Parece el de una chica de color.
—Oh, mamá, no empieces con tus prejuicios. Vas y te ríes como una tonta con los Jefferson como si fueras uno de ellos, y Harry y Charlie sueltan todos sus chistes asquerosos sobre los negros. Si aceptamos su dinero no veo por qué no aceptar todo lo demás que puedan ofrecer.
¿Será negra de verdad?, se está preguntando Harry, estremecido. Bebés de color cacao. A Skeeter le hubiera gustado muchísimo.
—De todas formas —sigue diciendo Janice, con aspecto repentinamente cansino—, nadie ha dicho que esa chica sea negra, lo único que sabemos es que vuela con ala delta.
—¿O es la otra la que vuela? —pregunta Harry.
—Si ella viene yo me voy —dice Bessie Springer—. Grace Stuhl tiene muchas habitaciones libres ahora que Ralph ha fallecido y más de una vez me ha dicho que deberíamos vivir juntas.
—Mamá, me parece humillante que le hayas estado suplicando a Grace Stuhl que te admita en su casa.
—No se lo he estado suplicando, la idea se nos ocurrió a las dos como algo natural. De todos modos, yo esperaba que me compraseis esta casa, y los precios del barrio han ido subiendo desde que prohibieron el tráfico de camiones.
—Mamá. Harry odia esta casa.
Harry dice, confiando aún en calmar las aguas:
—No la odio exactamente; sólo pienso que el espacio de arriba…
—Harry —le interrumpe Janice—, ¿por qué no sales a coger una lechuga de la huerta, como hemos quedado antes? Cenaremos algo.
Con mucho gusto. Se alegra de escapar de la casa, las riñas entre mujeres, su mal genio. Es de locos cómo se machacan los oídos mutuamente con esos espectros, el abuelo muerto, Nelson lejos, e incluso él mismo, Harry, parece un fantasma cuando hablan de él como si no estuviera delante. No es natural que madre e hija compartan día tras día la misma casa. La sangre, igual que el agua, debe fluir o cría gusarapos. La anciana Springer siempre estuvo rolliza, con ese aspecto morcilloso en las muñecas y tobillos, pero ahora también tiene la cara hinchada como esas actrices de cine a las que les rellenan las mejillas de algodón para que parezcan más viejas. Su cara no sólo está más regordeta sino también más ancha, como si un tornillo que girase desde dentro le estuviera ensanchando ambos lados del cráneo, los ojos se le van empequeñeciendo, Janice sigue el mismo camino por mucho que intente conservarse en forma, no hay manera de frenar la herencia. Conejo advierte ahora que, algunas veces, cuando está cansado, su propio padre habla en su mente.
El sabor del bitter lemon se desvanece en su boca, lleva en la mano un escurridor de aluminio gratamente liviano, baja las escaleras traseras de ladrillo hacia un agradable espacio. Siente que el vecindario se infiltra hasta llegar a él y las voces de su cerebro enmudecen. El verde oscuro que le rodea está húmedo cuando se acerca el crepúsculo, aunque la brillante luz que subsiste del largo día sorprende a sus ojos desde arriba de los sombríos macizos de los árboles. Tejados y buhardillas se recortan contra el azul que empieza a derivar hacia el castaño; aquí también los alambres eléctricos y las antenas de televisión estropean con sus arañazos la suave lontananza, unas cuantas golondrinas se zambullen, como es su costumbre al final del día, en la extensión media del aire, sobre los patios traseros anexados donde poco más que un alambre de espino o una hilera de malvarrosas delimitan las diversas propiedades. Se pone a escuchar y oye los sonidos de un estrépito culinario o de juegos tardíos, sonidos vivos en este reino común, al mismo tiempo que un ladrido de perro, un pío pío de pájaro, el lejano golpeteo rítmico de un martillo. Una cuadrilla de viragos se han afincado unas cuantas casas más abajo y siempre están fuera, con botas de punta de acero y monos de trabajo, arreglando algo con escaleras y martillos, saben hacer de todo, desde los canalones para la lluvia hasta las puertas del sótano: increíble. A veces les saluda agitando la mano cuando pasa corriendo bajo la luz del ocaso, pero ellas no tienen mucho que decir a esa criatura de otra especie.
Conejo abre de un empujón la pequeña cancela irregular que construyó hace dos primaveras, y entra en el rectángulo vallado de silenciosas presencias vegetales. Las lechugas crecen entre una fila de judías cuyas hojas han sido gravemente mordisqueadas por los bichos y cuyos tallos se desploman al tocarlos, y otra fila de empenachadas puntas de zanahorias medio arrasadas por una invasión de llantén, pamplinas, verdolaga y una maleza pulposa de flores blancas y amarillas que crecen unos centímetros cada noche. Es fácil arrancarlas, sus raíces ceden dócilmente, pero son tantas que al cabo de unos minutos se cansa de estirar y sacudir la tierra húmeda para extirpar las raíces y depositar manojos de la planta a lo largo de la cerca de tela metálica del gallinero, que actúa como pajote y barrera contra las hierbas invasoras. La hierba que no crece en el césped donde la plantan se multiplica aquí salvajemente. La semilla abunda hasta extremos repulsivos porque la naturaleza es cruelmente asfixiante. Piensa de nuevo en los muertos que ha conocido, un número cada vez mayor, y en la hija viva, si no suya de algún otro padre, que le ha visitado hoy con sus largas piernas blancas erguidas sobre tacones de corcho, y en el hijo, indudablemente suyo, reflejando los genes incluso en esa forma de mirar rápida y asustada, que ha amenazado con regresar. Conejo corta las hojas más grandes de lechuga (pero no las de la base, tan grandes que tendrán un sabor áspero y amargo) y consulta su corazón en busca de una bienvenida, de un afecto acogedor hacia su hijo. En su lugar encuentra un remolino de aprensión cuya forma y textura se parecen a la de una toalla caída demasiado pronto del tendedero. Encuentra centenares de recuerdos, algunos tan vividos y sin sentido como fotografías captadas por razones ocultas de la mente, y meros hechos, cosas que él sabe ciertas pero que no poseen fotos testimoniales. Nuestra vida se esfuma a nuestra espalda antes de que nos llegue la hora de morir. Él cambió los pañales del chico en el triste apartamento de encima de Wilbur Street, vivió con él durante unos meses alocados en el rancho verde manzana llamado 26 Vista Crescent, en Penn Villas, y aquí, en el 89 de Joseph Street, observó cómo se convertía en un estudiante de secundaria, con un bigotillo que se veía a la luz y una cinta en la cabeza como un indio en vez de cortarse el pelo, y una fortuna en discos de rock que guardaba en la soleada habitación cuyas persianas echadas se ciernen ahora sobre la cabeza de Harry. Él y Nelson han estado juntos tantos años como los que necesita una estaca de cedro para pudrirse, y sin embargo su hijo es para Harry menos real que esas crujientes hojas de lechuga que toca y arranca. Triste. ¿Quién lo dice? Los tranquilos ojos de la chica que se presentó hoy en el concesionario acosan a las sombras crecientes, un misterio llegado en este momento de la propia vida entumecida de Harry, y la muerte tomándole medidas al compás del invisible golpeteo de ese martillo del barrio: cada día le inspira menos miedo la muerte. Descubre un escarabajo sobre una hoja de judía y de un golpe con la uña —grandes uñas, con visibles lunas cuticulares— aniquila a la iridiscente criatura. Muerta.
De regreso a casa, Janice exclama:
—¡Has cogido lechugas para seis personas!
—¿Adónde ha ido mamá?
—Está en la entrada, hablando por teléfono con Grace Stuhl. La dejo por imposible, en serio. Creo realmente que chochea. Harry, ¿qué vamos a hacer?
—¿Apechugar con ello?
—Oh, estupendo.
—Querida, es su casa, no la nuestra ni la de Nelson.
—Oh, vete al cuerno. No me sirves de nada. —Una luz se abre paso lentamente por sus ojos de marta cibelina, turbios de ginebra—. Tampoco pretendes ser una ayuda —anuncia—. Lo único que quieres es vernos pelear.
La velada transcurre en un viciado crujido de televisión y rencor reprimido. Espero que me llame algún amante… Mamá Springer, tras haber condescendido a compartir con ellos en la mesa de la cocina una sopa grumosa de champiñones que calentó Janice y los fiambres, ligeramente acuosos tras una larga estancia en la nevera, y toda la ensalada que él ha recogido, sube enseguida a su cuarto y cierra la puerta con tanta fuerza que el ruido ha debido de oírse hasta en la casa de las marimachos. Unos cuantos coches, a la caza de tías calientes, merodean por Joseph Street con ese sonido de neumático mojado que a Harry y a Janice les hace sentirse solos como en una isla. Para la cena han abierto una botella de casi dos litros de Gallo Chablis, y Janice hace incursiones en la cocina para reabastecerse, de modo que hacia las diez empieza a dar esos bandazos que Harry detesta. Es tolerante con muchos pecados del prójimo, pero aborrece la falta de coordinación, a su juicio la raíz de todo mal, pues sin ella no puede haber orden ni concierto. En tal estado, ella choca contra los marcos de las puertas al traspasarlas y deposita el vaso sobre el brazo del sofá de tal manera que el gran labio translúcido del contenido se vierte y cae sobre la deshilachada tela gris. Ven juntos La guerra de las galaxias y lo suficiente de Vacaciones en el mar como para averiguar que no se trata de uno de los buenos cruceros. Cuando ella se levanta para volver a llenar el vaso, él pone el partido de los Phillies. Van perdiendo por un tanto ante los Expo, no puede creerlo, con toda esa fuerza. El telediario habla de disturbios en Levittown a causa de la gasolina, la gente está lanzando botellas de cerveza llenas de gasolina; explotan, parecen películas viejas de Vietnam o Budapest, pero se trata de Levittown, justo al final de la carretera, al norte de Filadelfia. Un camionero en huelga enarbola una pancarta que dice: alto a excesos de la Esso. Y un escape de neutrones radiactivos en Three-Mile Island, al fondo de la carretera, en la otra dirección. Para mañana se espera buen tiempo, ya que una zona de alta presión sigue dominando desde la región de las Montañas Rocosas hacia el este, hasta Maine. Hora de acostarse.
Harry lleva en los huesos la conciencia inyectada a lo largo de los años de que las noches de los días en que Janice se ha peleado con su madre y ha bebido demasiado querrá hacer el amor. En los primeros diez años de su matrimonio, era difícil conseguir que ella se pusiera a tono, había cantidad de cosas que se negaba a hacer y ni siquiera sabía que se hacían y que eran al parecer las cosas que estaban más presentes en la mente de Conejo, pero ella se desató desde que tuvo la aventura con Charlie Stavros, aproximadamente por la época de la llegada de una nave espacial a la Luna, y como el estilo de los tiempos proclamaba que no había actos prohibidos, y además la muerte ya le estaba devorando el cuerpo lo bastante para que ella comprendiese que no era una vasija tan preciosa ni llegaría un superhombre para quien mereciese la pena reservarlo, Harry no tiene quejas. En realidad, las quejas en ese sentido podrían proceder más bien de ella con respecto a él. En algún momento de la primera época de la administración Carter, su interés por ella, que había sido bastante estable, comenzó a tambalearse y acabó convirtiéndose en una auténtica crisis de confianza. Él culpa al dinero: el hecho de tener por fin el suficiente le ha satisfecho del todo; el dinero mismo, durmiendo en el banco, pierde valor constantemente, y eso también le preocupa, qué hacer con él, así como con lo demás: los Phils, los muertos, el golf. Se ha apasionado por este deporte desde que se hicieron socios del Flying Eagle, sin que su juego haya mejorado mucho y sin que tampoco haya aumentado su impresión personal de que posee, escondidas en los recovecos de sus músculos, mayor potencia y pureza absoluta que las de unos cuantos golpes afortunados de aquellas primeras partidas que jugó antaño. Se parece a la vida misma en que no se puede forzar su trayectoria y en que su principio intrínseco se niega a ser permanentemente invocado. «Brazos como cuerdas», se dice él mismo a veces, con notable éxito, y luego, si la cosa va mal, «Cambia de sitio tu peso». «No golpees con miedo», o «Conserva el ángulo», refiriéndose al ángulo que forman el palo y los brazos cuando las muñecas están alzadas. A veces piensa que todo el secreto reside en las manos, luego que en los hombros y hasta en las rodillas. En este último caso no puede controlarlas. El baloncesto era en cierto modo más instintivo. Si pensaras en el simple hecho de descender una calle de la misma forma que piensas sobre el golf, acabarías cayéndote del bordillo. Un buen drive recto, sin embargo, o un suave chip seco hasta el banderín le proporciona la misma felicidad que le asaltaba al pensar en mujeres, al imaginar solamente que ella y tú estuvierais en una isla desierta.
Desnuda, Janice choca contra el marco de la puerta al volver del cuarto de baño al dormitorio. Desnuda, entra tambaleándose en la cama donde él está intentando leer el número de julio de la Guía del consumidor, y mete la lengua en la boca de Harry. A él le sabe a vino y a pasta de dientes mientras su mente sigue tratando de dilucidar las virtudes y los fallos de la gran variedad de abrelatas probados a lo largo de cinco detalladas páginas de imprenta. Los Sunbeam eran los que mejor abrían latas rectangulares y dentadas, e incluso perforaron una lata de café con tanta fuerza que los granos saltaron sobre el mostrador. De los demás, algunos producían peligrosas astillas de metal, los imanes se aferraban con tal firmeza que el contenido de la lata solía salpicar, las cuchillas no llegaban hasta los bordes profundos y un pequeño abridor de plástico se desgastaba tan rápidamente que el modelo (Ekco C865K) fue juzgado inaceptable. En medio de estas sutiles distinciones, la lengua de Janice, como una anguila ciega y ansiosa, le penetra y le enfurece. Desde que, poco después de cumplir la treintena, le quemaron las trompas para evitar más perniciosos efectos secundarios de la píldora, el demonio de la pérdida sufrida (ningún hijo más) ha conferido a la sexualidad de Janice una falsa animación, un ímpetu algo retorcido. Cuando ella retira la cara tras el beso que él ha eludido, incomodado, los ojos de Janice no revelan un reconocimiento esencial de Harry, sino sólo una mirada vidriosa de licor y un hosco deseo inexpresivo. Bajo la luz con la que estaba intentando leer, ve la odiosa carne envejecida de la base de la garganta de ella, rojiza y tirante como la cicatriz de una quemadura. No la habría visto tan claramente si no hubiera tenido puestas las gafas de lectura.
—Jesús —dice él—. Por lo menos espera hasta que apague la luz.
—Me gusta encendida. —Articula con dificultad sus insistentes palabras—. Me gusta ver todo ese vello gris que tienes en el pecho.
Harry se interesa.
—¿Tengo mucho? —Intenta verlo por encima de la barbilla—. No es gris, es rubio, ¿no?
Janice baja la sábana hasta la cintura de su marido y se pone en cuclillas para examinarle pelo por pelo. Los pechos le cuelgan de forma que los pezones, de superficie desigual como la de una hamburguesa, oscilan a un par de centímetros de la barriga de Harry.
—Aquí sí tienes, y aquí también.
Ella tira de cada pelo gris.
—Ay. Maldita sea, Janice, para.
Él saca el estómago hacia fuera y los pezones desaparecen al aplastarse los pechos de Janice contra sus costillas frágiles. Agarrando con un puño los pelos de la cabeza de Janice, furioso al verse invadido, y con la otra mano aferrando todavía la revista en la que trataba de informarse sobre la presión de los imanes, Harry arquea la columna para apartarla de su cuerpo y arrojarla al lado que le corresponde de la cama. Janice confunde esto, en su neblina ebria, con el juego amoroso, tira de la sábana aún más abajo y le coge la polla con un apretón de manoseo y reproche. Tiene las manos frías porque acaba de lavárselas en el cuarto de baño. La página siguiente de la Guía del consumidor está impresa en azul e interroga: «Refrigeración estival, 1979: ¿aire acondicionado o ventilador?». Trata de saltarse la lista de ventajas e inconvenientes de ambos artefactos («Voluminoso y difícil de instalar» contra «Ligero y portátil», «Mantenimiento caro» por oposición a «De bajo consumo», el ventilador parece triunfar en toda la línea), pero no puede disociarse por completo de la conmoción que se produce debajo de su cintura, en donde los ávidos dedos de Janice parecen estar formulando una y otra vez la misma pregunta sin obtener la respuesta deseada. Enfurecido, lanza la revista contra la pared detrás de la cual duerme la señora Springer. Con más cuidado, se quita las gafas, las guarda en el cajón de la mesilla y apaga la luz.
La importuna carne de su esposa se ve entonces obligada a competir con la súbita llamada al sueño que propicia la oscuridad. El día ha sido largo. Él se ha despertado a las seis y media y levantado a las siete. Sus párpados se han vuelto demasiado delgados para tolerar la temprana luz matutina. Incluso ahora, cerca de la medianoche, siente que la próxima aurora se vuelve hacia su encuentro. Rememora de nuevo su evocación favorita, la de sus genes y los de Ruth mezclados; se acuerda entonces de aquella Ruth de hace tantos años con quien folló por primera vez boca arriba, diciendo un «Eh» de sorpresa ante su belleza, el cuerpo de ella convertido en una mitad inferior larga y erecta a la luz del farol de la calle, su mástil erecto ante el encanto de ella sobre él, «Eh», parece una melancolía decadente que un acto tan glorioso haya degenerado hasta convertirse en la turbia excavación de dos cuerpos viejos, uno adormilado y el otro borracho. El manoseo de Janice en su polla se ha vuelto hostil ahora que no consigue empinarla; la atención de ella se vuelca sobre el pene como rayos de sol concentrados por una lupa sobre un pedazo de seda, los críos solían matar hormigas de ese modo, Harry les veía hacerlo pero jamás participó. Ya somos bastante crueles sin pretender serlo. Le molesta que, en su avidez por disipar el sentimiento de verse repudiada, tras haber reñido con su madre y quizá también asustada por el retorno de su hijo, Janice no le conceda un momento de respiro en el que su sangre pueda afluir como solía hacerlo detrás de la bragueta en la clase de álgebra de noveno curso, sentado junto a Lotty Bingaman, que al levantar la mano para indicar que sabía la respuesta a lo que habían preguntado le mostraba mechones del vello de la axila y apretaba el delgado algodón de su blusa contra la estructura elástica de su sujetador, de modo que se le transparentaba su color salmón. Entonces él temía que sonara la campana y que tuviera que ponerse de pie con aquella erección.
Decide chupar las tetas de Janice para concederse una oportunidad de reunir fuerzas; la situación es embarazosa. Una pausa en la punta, necesitas una pausa en la cima para recobrar ímpetu. La saliva de Harry brilla tenuemente en el oscuro cuerpo que tiene encima de él; la cabecera de la cama se halla entre dos ventanas resguardadas de la luz del sol y de la luna por una enorme haya cuyas hojas, empero, permiten que se cuele algo del resplandor de la farola.
—Hum, es agradable.
Él preferiría que ella no dijera eso. No basta con que sea agradable. Sin la menor sombra de ataque o agravio, el acto se convierte en otra tarea, otro deber. Pensar, constantemente, que Lotty estaba allí sentada, pidiendo a gritos que se la follasen. No era sólo por él. Ella acarreaba entre las piernas un anhelo lascivo, exactamente lo que decían las paredes de los urinarios, aquellos dibujos y palabras escritas por los mismos críos que mataban hormigas con una lupa, podía oírse aquel pequeño y pegajoso «pop» que emitían al morir, ¿hacían las chicas también un ruidito pegajoso cuando se abrían abajo? La idea de que ella supiese, al levantar el brazo, que su blusa se recogía en arrugas hacia la extremidad de su teta y que un borde del sujetador asomaba por la sisa de algodón con aquellos pelillos rizados de virgen, y asimismo que él estaba atento a que todo aquello sucediera, hace que la sangre afluya. En la insidiosa oscuridad de toqueteos, mientras Mamá Springer duerme su rabieta a tan sólo una capa de yeso de distancia, con fingida indiferencia Harry ofrece su polla endurecida a la mano de Janice. Cachooondo.
Pero las divagaciones en el cerebro de Janice han enfriado su ardor, y el tacto de ella lo delata, es demasiado fuerte, así que, en un desesperado esfuerzo de salvamento propio, él le susurra al oído, «chupa», «chupa». Ella lo hace, dándole la espalda, con la cabeza hundida en el vientre de él. Harry extiende una mano en diagonal sobre la cama como si se dispusiera a volar y le acaricia el culo, esos globos inferiores, menos esféricos de lo que fueron en un tiempo y cuya piel medianera es hoy más fácil de localizar para sus dedos. Ella aprendió a mamarla cuando se fue con Stavros, pero en realidad no hunde toda la cabeza, es más un mordisqueo en los dos o cuatro centímetros de la punta. Para mantenerse excitado intenta recordar a Ruth, aquel exaltado «eh» y el modo en que ella se la tragó entera una vez, pero el esfuerzo resucita con todo lujo de detalles la culpa de los meses que pasaron juntos y, traición traicionada, la deserción de él y la amarga tristeza final de todo aquello.
Janice deja que el pene se le escurra de la boca y pregunta:
—¿En qué estás pensando?
—En el trabajo —miente—. Charlie me preocupa. Se da tan buena vida que aborrezco pedirle que haga cualquier cosa. Tengo la impresión de que últimamente atiendo yo a casi todos los clientes.
—Bueno ¿y por qué no? Te pagas doble sueldo que a él, y lleva ahí toda la vida.
—Sí, pero yo me casé con la hija del jefe. Él podría haberlo hecho, pero no lo hizo.
—Lo nuestro no era para casarse.
—¿Qué era?
—Da igual.
Harry le acaricia distraídamente la melena, suave de tanto nadar, mientras se le esparce sobre su propio abdomen.
—Un par de críos vino a última hora —empieza a contarle, y luego lo piensa mejor. Ahora que el empuje sexual de ella se ha calmado, la polla se le ha endurecido, al haberse relajado finalmente los músculos reacios por culpa de la inquietud. Pero ella se ha serenado por completo, y duerme con el falo en la cara.
—¿Quieres que te penetre? —pregunta con suavidad, pero no obtiene respuesta.
Harry la retira de su pecho y hace girar su cuerpo inerte para que yazcan paralelos y pueda follarla por detrás. Janice se despierta lo bastante para gritar «¡oh!» cuando él la penetra. Hábilmente introducido, él bombea poco a poco, tapando a ambos con la sábana. Todavía no hace calor suficiente para tomar una decisión respecto al ventilador versus el aire acondicionado, ambos artilugios están escondidos en alguna parte del desván, allí al fondo, bajo los aleros polvorientos, fatígate el lomo sacándolos fuera, nunca le ha gustado el escalofrío del aire acondicionado ni siquiera cuando lo ponían en los cines y él pensaba que era una gran delicia salir directamente a la calurosa acera, la palabra REFRIGERADO en azul y verde con carámbanos sobre la marquesina, siempre le ha parecido más sano vivir al aire que Dios nos ha dado, por muy pésima y trabajosamente que el cuerpo se adapte, la naturaleza puede adaptarse a todo. Sin embargo, algunas de esas noches el calor es pegajoso y los coches pasan abajo con ese ruido de neumáticos mojados, los jóvenes circulan con las ventanillas abiertas o la capota bajada, las radios berrean en el preciso momento de conciliar el sueño, la piel le pica dondequiera que toque la tela y hay un solo mosquito vivo en el dormitorio. Su polla está dura como una piedra dentro de una mujer dormida. Le acaricia el culo, la grieta que se acurruca contra su propia barriga, tengo que empezar a hacer jogging de nuevo, la raja en medio de las dos mitades y ese sitio que hay en la hendidura, lo contrario de un pezón, comenzó a interesarle poco a poco a lo largo de los años en que Janice no puso objeciones a que él le tocase ese punto, le pareció que a ella le gustaba cuando él estaba encima con la mano debajo del trasero de Janice. Ahora él también se toca a sí mismo de vez en cuando para ver si todavía está duro, y lo está, grueso como un árbol que se destaca entre las hierbas, la cresta de las raíces, las oscuras lunas gemelas de Janice se encogen y se ensanchan, con un tenue sonido pegajoso. La larga y plácida curva aceitosa de su costado, desde las costillas al hueso de la cadera, flota bajo la punta de sus dedos perezosos como un vuelo de gaviota. El amor la ha sosegado, el alcohol la ha rendido. Bendita droga.
—¿Jan? —susurra—. ¿Estás despierta?
No le desagrada verse abandonado de ese modo, otra conciencia en la cama es una responsabilidad, un tronco que frena el curso de sus pensamientos. Además en ese número hay un artículo, «Cómo comprar un coche a crédito», que tiene que leer por motivos profesionales aunque no sea el tipo de cosa que le interesa, no puede quitarse de la cabeza cómo se dieron cuenta de que los granos de café saltaban fuera de la lata cuando la perforaron. Janice ronca: un único chirrido de respiración bajo el agua, en algún nivel profundo donde su nariz se transforma en arpa. Grandes como la noche, las nalgas femeninas le arropan por completo en esta habitación donde los destellos de la farola, tamizados por el haya, bailan en el techo. Decide follarla, la tiesura de su minga le está matando. La idea de ponerle cachondo, en definitiva, fue de ella. El escarabajo a quien arrebató la vida de un chasquido vuelve a su memoria como un modelo de delicadeza. Aguanta firme, niña dormida. Inserta tres dedos en su costado, con el meñique en alto como en un juego de contar. Actúa furtivamente para no despertarla, pero no titubea en su propósito, es rápido y puro. El orgasmo le hiela el cuero cabelludo y le para el corazón, todo a hurtadillas; hacía meses que no se corría con tanto brío. Así que ¿quién dice que se está quedando sin combustible?
—Le he dado bien a la pelota —dice Conejo la tarde siguiente—, pero era imposible marcar.
Está sentado con un bañador verde ante una mesa blanca al aire libre en el Club Flying Eagle Tee and Racquet, con los compañeros de partida, sus esposas y, en el caso de Buddy Inglefinger, su novia. Buddy también estuvo casado, pero su mujer le abandonó por un instalador de líneas telefónicas cerca de West Chester. Es posible imaginar cómo ocurrió, porque las novias de Buddy sin duda inspiran lástima.
—¿Has marcado alguna vez? —le pregunta Ronnie Harrison, en voz tan alta que algunos nadadores vuelven la cabeza en la piscina. Conejo conoce a Ronnie desde hace treinta años y nunca le ha gustado, es uno de esos engreídos de vestuario siempre dándose jabón para que todos le miren, y moviéndose con pies de plomo en la cancha de baloncesto, todo sudor y codos, tratando de compensar con los músculos el estilo que le falta. Sin embargo, cuando Harry y Janice se hicieron socios del Flying Eagle, allí encontraron a Ronnie, con un respetable puesto de trabajo en la Mutualidad Schuylkill y esa esposa agradable e idónea que lleva años dando clase en tercer curso y tiene que ser fantástica en la cama, pues es lo único de lo que Ronnie hablaba, loco por el tema, en los vestuarios. Su pelo rizado de color cobre empezó a despoblarse justo después del instituto, ahora tiene bastante despejada la parte superior de la cabeza, y los años y la respetabilidad le han deparado cierta tonalidad rosácea; a partir de las sienes hasta el rabillo de los ojos, su piel es azulada y parece de papel, y Harry no recuerda que antes tuviera las pestañas blancas. Le gusta jugar al golf con Ronnie porque le encanta ganarle, lo cual no es muy difícil: posee un swing endeble al que son propensos los tipos bajos y robustos, y cuando se emociona tiende a lanzar un gran pepinazo directamente a los bosques.
—He oído decir que Harry era un gran encestador —dice en voz baja Thelma, la mujer de Ronnie. Tiene un rostro alargado e insignificante, y todavía usa ese pintoresco y anticuado bañador de una pieza con faldita plisada. A menudo se pone una toalla sobre los hombros o en torno a los tobillos como para proteger la piel del sol; con excepción de su nariz quemada, todo su cuerpo posee el mismo color cetrino. Mechón tras mechón, su pelo ondulado y pardusco se está volviendo grisáceo. Conejo nunca puede mirarla sin preguntarse qué tendrá que hacer para mantener feliz a Harrison. Percibe inteligencia en ella, pero la inteligencia en las mujeres nunca le ha interesado mucho.
—Conseguí el récord de puntos del condado en la liga B, en 1951 —dice, para defenderse, y añade—: Una gran puntuación.
—Lo han batido hace mucho —se cree obligado a explicar Ronnie—. Los negros.
—Todos los récords se baten —media Webb Murkett con tacto—. No sé, parece como si hubieran encogido las distancias que esos chicos recorren ahora. En natación no pueden mantener al día el registro de marcas.
Webb es el más viejo de su habitual partida de dos contra dos, cincuenta y tantos años: un caballero flaco y serio que va contrayéndose por arriba y por los lados, y posee una sedante voz rasposa, con el largo rostro dividido por las arrugas en franjas longitudinales, y los ojos color de avellana casi enterrados bajo la maraña ámbar de sus cejas. Es asimismo el jugador de golf más regular. Lo inestable de él es que ya va por la tercera esposa: Cindy, una hermosura regordeta y de espalda morena que todavía huele a instituto, aunque ya tienen dos hijos, chico y chica, de tres y cinco años. Tiene el pelo muy corto y le cae, mojado, en una sola dirección, como si emergiese de una zambullida, y al sonreír muestra dientes anormalmente idénticos y blancos en su cara bronceada, con manchas de color rosa de despellejado en la parte más redonda de las mejillas; su mirada neutra es sexualmente excitante, aunque las peras le brincan y tiritan en las pequeñas hamacas triangulares del sujetador. Lleva uno de esos minúsculos bañadores negros con un par de cintas entre la nuca y el punto donde el culo empieza a dividirse, una hendidura más o menos visible según la holgura del pañal negro. Harry admira a Webb. Webb siempre está swinging por dentro, y lo hace con un buen balanceo.
—Una dieta mejor, ¿no crees que es por eso? —interviene la chica de Buddy Inglefinger, con una voz aflautada de chiquilla que no casa con su rostro prieto. Es algo así como fisioterapeuta, aunque su propio cuerpo no vale gran cosa. Las chicas con las que sale Buddy son una buena lección para Harry acerca de las limitaciones que entraña ser soltero: duras secretarias y camareras de restaurante, antiguas floristas con aspecto de brujas, colas de caballo encanecidas y pechos planos llenos de bisutería de los indios navajos, voluminosas jefas de personal adjuntas en uno de esos lúgubres edificios nuevos de oficinas sin ventanas, a una manzana de distancia de Weiser, donde se pasan el día tirando a la papelera impresos de computadora. Mujeres adobadas de limbo, de piernas calcáreas y caras ligeramente torcidas, como si las hubieran introducido en la treintena de un puñetazo lateral. A Harry le recuerdan un poco a piratas, vivarachos y lisiados, aunque sin parche en el ojo. ¿Cómo diablos se llamaba ésta? Hará una media hora que se la han presentado, pero cuando todo el mundo estaba todavía absorto en la partida de golf.
Buddy la ha traído y no puede permitir que su comentario vulgar flote en el aire mientras el silencio se vuelve penoso. Así que lo remedia:
—Yo creo que sobre todo es cuestión de entrenamiento. Hasta los preparadores de enseñanza media conocen todas esas técnicas que antiguamente sólo descubrían los mejores atletas, por así decirlo, pragmáticamente. Hoy día, el que sobresale no es tan sobresaliente, hay una docena de personas detrás de él. O de ella.
Echa una mirada a cada una de las mujeres, en una especie de coletilla deferente. El feminismo no le va a pillar desprevenido, hay muchas garitas en las que él ha hecho guardia.
—Y en países como Alemania del Este o China están embutiendo a los atletas con esteroides, como a ganado vacuno, casi no son humanos.
Buddy lleva gafas con montura de acero, de ese tipo que sólo usaban los torneros para evitar que las virutas les saltasen a los ojos. Trabaja en algo relacionado con la electrónica y tiene una mente así, demasiado precisa. Prosigue, para dejarlo bien claro:
—Y lo mismo en el golf. Palmer y ahora Nicklaus han sido arrinconados por esos jovencitos de los que nadie ha oído hablar, los han fabricado en las universidades del sur; de un torneo a otro ni te acuerdas de su nombre.
Harry siempre intenta ser más perspicaz.
—Los récords caen porque están para eso —dice—. Aaron no debería haber seguido jugando, le dejaron en su puesto para que batiese la marca de Ruth. Todavía me acuerdo de cuando era un milagro correr una milla en cinco minutos en el instituto. Ahora hay chicas que lo hacen.
—Es asombroso —expresa la novia de Buddy, sintiéndose aludida— lo que puede hacer el cuerpo humano. Cualquiera de las que estamos aquí seríamos capaces de salir ahí fuera y levantar un coche por el parachoques si hubiera un motivo. Si, por ejemplo, un hijo nuestro estuviera debajo de las ruedas. Se leen constantemente casos parecidos. En el hospital donde hice las prácticas los médicos podían escribir de corrido las estadísticas que existen. No usamos ni la mitad de la potencia muscular que poseemos.
Webb Murkett bromea:
—¿Has oído eso, Cin? Las estaciones de gasolina están cerradas. Puedes llevarte el Audi a cuestas. No, ahora en serio. Siempre me han maravillado esos hombres que hablan doce idiomas. Si el cerebro es una computadora, imaginaos las células grises que eso supone. Y parece que todavía hay cantidad de sitio dentro.
Su joven esposa levanta en silencio la mano para escurrirse del pelo un poco de agua, pero casi es demasiado corto para asirlo. Este gesto le eleva suavemente las tetas en sus empapadas pequeñas copas negras y revela la forma de ambos pezones erectos. Una toalla blanca reposa en su regazo, como eximiendo a Harry de tener que pensar en su entrepierna. Lo que le enfría de la chica de Buddy, advierte, no sólo es que tiene granos en la barbilla y la frente, sino también en los muslos, en la parte alta de la cara interna, como si padeciera una enfermedad venérea. ¿Georgene? ¿Geraldine? Ella prosigue con esa voz aflautada demasiado vehemente:
—O lo de esos yoguis que pueden elevarse en el aire o retroceder en el tiempo miles de años. Edgar Cayce conoce montones de casos. No se trata de nada sobrenatural, no puedo creer en Dios, hay demasiado sufrimiento, lo único que hacen es utilizar poderes humanos que todos tenemos y que nunca desarrollamos. Deberíais leer todos el Libro tibetano de los muertos.
—¿Sí? —dice Thelma Harrison, secamente.
El silencio invade al grupo. Un bamboleo verdusco, reflejo de la piscina, baña sus rostros de un modo espectral e incómodo, y se oye el jadeo de un niño que nada. Entonces Webb dice con amabilidad:
—Hablando de cosas más cercanas, hemos tenido hace poco una experiencia fantasmal. Compré una de esas Polaroid SX-70 como una novedad, para que los niños se entretengan, y todos estamos fascinados, es algo sobrenatural ver cómo la imagen aparece delante de tus propios ojos.
—De ésas que te sacan así —dice Cindy. Pone ojos bizcos y saca la lengua con un ruido de brmrr.
Todos los hombres ríen y ríen.
—La Guía del consumidor traía algo sobre eso —comenta Harry.
—Es mágico —les dice Cindy—. A Webb le tiene emocionado.
Cuando ella se ríe sus dientes parecen tocones, tan infantilmente estrechas se le vuelven las encías sanas.
—¿Por qué está vacío mi vaso? —pregunta Janice.
—Los que han perdido pagan —casi grita Harry. Hace años, ese tono alto hubiera estado reservado a reuniones masculinas, pero actualmente los dos sexos han visto suficientes anuncios de cerveza en la televisión para saber que hay que actuar de ese modo jovial y vocinglero los fines de semana en el bar o junto a la parrilla de la barbacoa, o en las playas, terrazas soleadas y en las faldas de las montañas.
—Los ganadores han pagado la primera ronda —recuerda innecesariamente, como si se hallara entre desconocidos u hombres desmemoriados, mientras varias manos se agitan llamando a la camarera.
El equipo de Harry ha perdido el Nassau, pero él opina que es culpa de su compañero. Buddy es tan madero que incluso cuando asesta dos buenos golpes falla el chip y necesita tres puts para hacer hoyo. Mientras que Harry, como él mismo ha dicho, golpea bien la pelota, aunque no siempre en línea recta: brazos como cuerdas, empieza despacio y mira a la pelota hasta que parezca inflarse. Ha terminado el recorrido con un birdie sobre el largo par cinco que serpea alrededor del arroyo, con sus berros y su fondo arenoso de color naranja, hasta casi el césped de la sede del club, y este triunfo (el gluglú de madera que hace el hoyo cuando entra un put largo) eclipsa muchos dobles bogeys y tiñe, con la diáfana certidumbre de su propia omnipotencia e inmortalidad, la visión de la relumbrante agua clorada, las caras heridas por el sol, los torsos de sus compañeros y el ondulante flanco sembrado de sombras del monte Pemaquid, allí donde el bosque empieza por encima de las peladas y brillantes franjas de las calles del golf. Se siente hermanado con esa montaña en la luz declinante del día. Mount Pemaquid no ha sido domado hasta hace poco; durante los dos siglos en que Mount Judge presidió el crecimiento metropolitano de Brewer, el monte vecino siguió siendo, si no del todo selvático, sí un lugar extraño y prohibido, donde los hoteles de turismo quebraban o caían presa de las llamas, y donde sólo se aventuraban los excursionistas, los amantes y los delincuentes en fuga. Los constructores del Flying Eagle (su nombre derivaba de un ave, posiblemente un gavilán, el primer explorador atisbado y considerado un presagio) compraron barato trescientos acres de los declives inferiores; a medida que las excavadoras derribaban la segunda generación de fresnos, álamos, nogales y cornejos para abrir fangosos canalones que habrían de ser las calles de golf y terraplenaban las pistas de tenis, la gente decía que el club fracasaría, que en el condado ya había el Country Club de Brewer, al sur de la ciudad, para médicos y judíos; el Tulpehocken Club, quince kilómetros al norte, tras muros de piedra y una alta valla de hierro forjado, para las familias propietarias de las antiguas fábricas y sus abogados, y varios campos públicos de nueve hoyos diseminados por tierras de labranza para los campesinos. Pero existía una clase de jóvenes de mediana edad que habían prosperado en los comercios de minoristas, las industrias de servicios y el software de la nueva tecnología, una gente que no exigía camareros de librea ni salas de juego privadas ni hacía remilgos al pabellón prefabricado o a las descuidadas pistas de tenis de Flying Eagle; el suelo cubierto de poliéster de pared a pared les parecía un lujo, y una máquina de Coca-Cola en un pasillo de cemento una presencia simpática. Les hacía felices jugar con reglamento de invierno a lo largo de todo el verano sobre el campo de golf inmaduro y desigual, y pagar por todos los privilegios los quinientos dólares —ahora habían subido a seiscientos cincuenta— de la cuota anual, más una pequeña fortuna en vales para gastos. Fred Springer intentó durante años ingresar en el Country Club —el Tulpehocken quedaba tan fuera de su alcance como la universidad de Cardinals, y él lo sabía—, pero fracasó; ahora su hija Janice lleva chalecos blancos de tenis y vales como las herederas de Cervezas Sunflower o Aceros Frankhauser. Como si fuese una Du Pont. En el Flying Eagle, Harry se siente en plena forma, purificado, mimado; es el hombre más voluminoso de la mesa, levanta la mano y una camarera con el uniforme del restaurante, una blusa de un verde intenso y una falda a cuadros verde y blanca, se acerca y toma nota del pedido de nuevas bebidas este domingo de escasez general de gasolina. No le pregunta su nombre; aquí todo el mundo lo conoce. El nombre de ella, Sandra, está cosido sobre el bolsillo de la blusa; tiene una piel lechosa como la hija de Harry pero es más baja, y lleva ya escrito en su cara la mujer cansada que llegará a ser.
—¿Crees en la astrología? —pregunta bruscamente la chica de Buddy a Cindy Murkett. Quizás es lesbiana y por eso Harry no logra recordar su nombre. Era un nombre dulce en sus sílabas primeras y finales, no Gertrude.
—No lo sé —responde Cindy, con los ojos dilatados por la sorpresa, que dan una tonalidad muy blanca a su mascarilla bronceadora—. De vez en cuando miro el horóscopo de los periódicos. Algunas de las cosas que dicen parecen totalmente ciertas, pero ¿no hay un truco en todo eso?
—No es un truco, es una ciencia antigua. La más antigua que existe.
Esta agresión al sosiego de Cindy perturba a Harry; se vuelve hacia Webb y le pregunta si ha visto el partido de los Phillies ayer por la noche.
—Los Phillies están acabados —se entromete Ronnie Harrison.
Buddy cita la estadística de que han perdido veintitrés de los últimos treinta y cuatro partidos jugados.
—He recibido una educación católica —está diciendo Cindy a la amiga de Buddy con una voz tan baja que Harry tiene que hacer esfuerzos para oírla—. Y el cura decía que esas cosas eran obra del demonio.
Mientras dice esto juguetea con el pequeño crucifijo que lleva en el cuello, pendiendo de una cadena tan fina que no ha dejado huella en su bronceado.
—Que no juegue Bowa les ha perjudicado mucho —dice Webb juiciosamente, e inserta otro cigarrillo en su cara arrugada, levantando su elástico labio superior de manera automática, como un camello. Ha hecho ochenta y cuatro esta tarde, con una serie de greens de tres puts.
Janice está preguntando a Thelma dónde ha comprado ese bañador tan bonito. Ya debe de estar borracha.
—Ya no tienen de ese tipo en Kroll —le oye decir Harry. Janice lleva ese viejo bikini azul con una especie de dibujo op-art, además de la rebeca blanca que compró para hacer juego con su conjunto blanco de tenis, colgada de los hombros como una capa. Tiene un cigarrillo en la mano y Webb Murkett se inclina para prendérselo con su encendedor turquesa de propano. No está tan mal, piensa Harry, recordando cómo se la folló dormida. O quizá no lo estaba, porque después le pareció que gemía y dejaba de roncar. Comparada con el cuerpo cetrino y sin huesos de Thelma, la silueta de Janice posee energía, aristas, los huesos de las rodillas aprietan sus formas contra la piel cuando se adelanta para aceptar la lumbre. Lo hace con cierta gracia acostumbrada. Webb la respeta porque es la hija de Fred Springer.
Harry se pregunta dónde estará su propia hija esta tarde: en el campo. Preparando la cena después de alimentar al ganado o algo parecido. Los domingos no son tan distintos en el campo, los animales no saben nada de festividades. ¿Habrá ido a la iglesia esta mañana? Ruth no solía hacerlo. No se la imagina en una granja en absoluto. Para él, ella es la ciudad, esas sólidas hileras de ladrillo rojo de Brewer que aguantan lo que venga. Llegan las bebidas. Gritos de alegría, como en los anuncios de cerveza, y Cindy Murkett decide ganarse su copa dándose otro baño. Cuando se pone de pie, la parte trasera de sus muslos tiene cuadrados impresos, y la culera de su exiguo bañador negro, todavía empapado, abarca en dos arcos una extensión de piel debajo de dos hoyuelos dispuestos simétricamente en sus carnes como pequeños remolinos; la visión marea a Harry. ¿No solía llevar a Ruth a la piscina pública del lado oeste de Brewer? Día de la Conmemoración de los Caídos. El olor a hierba aprisionada bajo su toalla húmeda se esparcía por la sombra de los árboles, lejos de la piscina alicatada. Ahora estás sentado en sillas de alambre esmaltado que, si no tienes un cojín debajo, trazan un dibujo de barquillo en la parte trasera de tus muslos. La montaña se está aproximando. El sol que enrojece detrás de la ciudad espolvorea de oro las copas de los árboles altos como crines sobre la cima del Pemaquid e intensifica las cavidades oscuras entre cada árbol del ondulante bosque que cubre como un tapiz espeso los acres que se extienden entre cumbre y campo. A lo largo de la distante calle Once, hombres del tamaño de un insecto siguen avanzando poco a poco. Mientras sus ojos atisban la distancia, Cindy se tira de plano y unas cuantas gotas de la zambullida aguijonean el pecho desnudo de Harry, que él siente ancho como el monte tendido a la caricia del sol. Compone en su mente las palabras: «Ayer, cuando volvía a casa, oí en la radio una historia divertida…».
—… si yo tuviera esas piernas tan bonitas —acaba de decir a Janice la poco atractiva mujer de Ronnie.
—Oh, por lo menos tú sigues teniendo cintura. Cinturitis progresiva, ésa es mi dolencia. Harry dice que tengo forma de escabeche.
Una risita tonta. Primero la risita, luego empiezan los bandazos.
—Parece dormido.
Harry abre los ojos y anuncia:
—Ayer, cuando volvía a casa, oí en la radio una historia divertida.
—Que echen a Ozark —insiste Ronnie en voz alta—. Les ha perdido el respeto, es desmoralizador. Hasta que no expulsen a Ozark y no lo cambien por Rose, los Phillies están a-ca-ba-dos.
—Te escucho —le dice a Harry la espantosa novia de Buddy, obligándole a proseguir.
—Nada, que la locutora contó que a un médico de Baltimore le estaban juzgando por matar a un ganso en el campo de un club de golf.
—En el campo de golf con un palo de ganso —ríe tontamente Janice. Harry sentiría un enorme placer cogiendo algún día una gran piedra redonda y aplastándole el cráneo.
—¿Dónde has oído eso, Harry? —le pregunta Webb Murkett, llegando a deshora pero ladeando cortésmente su larga cabeza, con un ojo cerrado para protegerlo del humo de su pitillo.
—En la radio, ayer, al volver a casa —responde Harry, lamentando haberlo contado.
—Hablando de ayer —tiene que interrumpir Buddy—, vi una gasolinera de cinco manzanas de extensión. Esa tal Sunoco, en la esquina de Ash y la Cuarta baja la avenida hasta Buttonwood, de allí va hasta la Quinta, de la Quinta otra vez hasta Ash, y luego empieza otra gasolinera al otro lado. Había unos tíos dando instrucciones y todo eso. Yo no podía creerlo, y seguían entrando coches. Cinco putas manzanas de extensión.
—Un gran comerciante de petróleo para calefacciones que es cliente nuestro —cuenta Ronnie— dice que hay cantidad de combustible, pero que han decidido retirar la gasolina para sacar más petróleo. Combustible. Según sus cálculos, el invierno ya está aquí. Le pregunté al tipo qué iba a pasar con el automovilista medio y me miró muy divertido y me dijo: «Puede irse a tomar por el culo en vez de viajar todos los fines de semana a Jersey Shore».
—Ronnie, Harry está intentando contar una cosa —dice Thelma.
—Casi no vale la pena —declara Harry, disfrutando de la atención concentrada en él, de la comedia del postergamiento. Sol en la montaña. La segunda ginebra se está infiltrando en su sistema nervioso y levantándole el ánimo. Le encanta este grupo, su grupo, y los de las otras mesas, libres de enviar delegados y mezclarse con los suyos, todo el mundo que conoce a todo el mundo, y los niños en la piscina, niños a los que alguien salvaría aunque no estuviera de servicio esa socorrista de color caramelo que hace globos con su chicle, y le encanta el hecho de que todo sea a crédito, el club no les clava hasta el diez de cada mes.
Todos le están engatusando.
—Venga, Harry, no nos hagas rabiar —dice la amiga de Buddy. Ahora ha dicho su nombre, él tiene que averiguar el suyo. Gretchen. Ginger. En realidad quizá no sean granos en sus muslos, sino simplemente una erupción cutánea por comer chocolate o zumaque. Parece una chica alérgica, con esa cara chupada, como si hubiera padecido dificultades respiratorias. Los defectos afloran en manada.
—Total que al médico —concede— le procesan por matar a un ganso con un palo en el campo de golf.
—¿Con qué palo? —pregunta Ronnie.
—Sabía que ibas a preguntar eso —responde Harry—. Si no tú, algún otro idiota.
—Seguro que con el wedge —interviene Buddy—, directo en la garganta. Le arrancaría la cabeza de cuajo.
—El mango es demasiado corto, no podrías acercarte suficiente —discute Ronnie. Bizquea como calculando la distancia—. Yo creo que uno del cinco, o incluso uno del cuatro, sería el palo adecuado. Eh, Harry, ¿y qué me dices de ese hierro cinco que coloqué a un centímetro de la bandera, en el quince, desde el otro lado del búnquer? En pleno rough, además.
—La empujaste —dice Harry.— ¿Qué?
—Te vi empujando un poquito la pelota para engañarte a ti mismo.
—Las cosas claras: estás diciendo que he hecho trampas.
—Más o menos.
—Cuenta la historia, Harry —dice Webb Murkett, encendiendo otro cigarrillo para dramatizar su paciencia.
Ginger estaba en el campo. Thelma Harrison le mira fijamente con sus grandes gafas de sol marrones y eso también le distrae.
—La defensa del médico consistió evidentemente en que después de haber golpeado al ganso con una pelota de golf y haberle dejado maltrecho, tenía que ahorrarle sufrimientos. Entonces la locutora dijo, en aquel momento me pareció muy agudo, que…
—Espera un segundo, cielo, no entiendo —dice Janice—. ¿Has dicho que le lanzó una pelota al ganso?
—Oh, Dios —exclama Conejo—, no sabes lo que me arrepiento de haber empezado a contarlo. Vámonos a casa.
—No, cuéntamelo —insiste Janice, con expresión aterrada.
—Él no le tiró la pelota, el ganso estaba en el campo, probablemente al lado de algún estanque, y el drive o el golpe que fuera…
—Pudo haber sido su segundo tiro y lo falló —propone Buddy.
Su innominada amiguita mira alrededor y con esa voz falsa de chiquilla pregunta:
—¿Dejan estar a los gansos en los campos de golf? Bueno, ya sé que puede parecer estúpido, pero Buddy es el primer jugador de golf con el que he salido y…
—¿Llamas a eso un jugador de golf? —le interrumpe Ronnie.
Buddy les cuenta.
—He leído en algún sitio lo del campo de Alaska por donde se pasea ese caribú. O a lo mejor es en Suecia.
—Yo he oído hablar de alces en los campos de Maine —dice Webb Murkett. Lenguas de sol declinante en sus cejas retorcidas. Parece triste. Tal vez experimenta los efectos del alcohol, porque sigue divagando—: Me pregunto por qué nunca se oye hablar de ningún golfista sueco. Todos conocemos a Bjorn Borg y a ese esquiador, Stenmark.
Conejo decide terminar su historia.
—Entonces la locutora dice: ¿una ejecución clemente o un nauseabundo asesinato?
—Ay —salta alguien.
Ronnie finge estar rumiando una idea:
—Quizá sería más fácil con un palo del cuatro y apartar al ganso con el pie izquierdo.
—Nadie ha oído la frase graciosa —protesta Harry.
—Yo sí —dice Thelma Harrison.
—Todos la hemos oído —afirma Buddy—. Me parece muy angustioso —prosigue, y exhibe un aspecto muy severo con sus gafas de montura de acero, de modo que las mujeres al principio le toman en serio— que nadie aquí, he dicho nadie, haya mostrado la menor compasión por el ganso.
—Alguien se apiadó tanto que llevó al médico ante los tribunales —indica Webb.
—He aquí que me encuentro —se lamenta Buddy austeramente— en medio de un grupo de personas que aunque se las dan de liberales y tolerantes en realidad son antigansos.
—¿Quién, yo? —dice Ronnie, agudizando la voz como si imitara a un ganso. Conejo odia esa clase de humor, pero a los demás parece hacerles gracia, incluyendo a las mujeres.
Cindy ha vuelto reluciente de su baño. Se pone bien el bañador ligeramente torcido y se ruboriza ante sus carcajadas.
—¿Estáis hablando de mí?
La crucecita centellea bajo el hoyito de su garganta. Sus pies parecen pálidos sobre las baldosas del borde de la piscina. Es curioso lo blanca que se queda la punta de los pies.
Webb abraza lateralmente las anchas caderas de su mujer.
—No, cariño. Harry nos estaba contando una complicada historia de gansos.
—Cuéntamela, Harry.
—Ahora no. A nadie le ha gustado. Ya te la contará Webb.
La pequeña Sandra, con su uniforme verde y blanco, se acerca a su mesa.
—Señora Angstrom.
Las dos palabras sobresaltan a Harry, como si su madre hubiera resucitado.
—Sí —responde Janice prosaicamente.
—Le llama su madre por teléfono.
—Oh, Señor, ¿qué querrá ahora?
Janice se pone en pie, se tambalea un poco, se repone. Coge la toalla de playa del respaldo de la silla y se envuelve con ella las caderas para no tener que pasar hasta el pabellón sólo con el traje de baño por delante de muchas personas.
—¿Qué crees que será? —interroga a Harry.
Él se encoge de hombros.
—Quizá quiere saber qué bazofia tenemos hoy para cenar.
Una pulla lanzada en público. La chica espantosa se ríe con disimulo. Harry se avergüenza de sí mismo, comparando su conducta con el abrazo de Webb a las caderas de Cindy. Este tipo de gente te destroza un matrimonio si le dejas. No quiere ponerse sensiblero.
Janice inquiere, retadora:
—Cielo, ¿podrías pedirme otra vodka con tónica mientras hablo?
—No. —Él también suaviza el tono—. Me lo tengo que pensar.
Pero la frialdad ya ha caído sobre el grupo.
Los Murkett consultan entre sí y llegan a la conclusión de que quizá sea hora de irse, tienen en casa una canguro de trece años, la hija de un vecino. La misma luz que encendió las cejas de Webb alumbra el halo de fino vello que se yergue sobre la carne de gallina de los muslos de Cindy. Sin molestarse en cubrirse con una toalla, se encamina hacia el vestuario de mujeres para cambiarse, y sus pálidos pies dejan huellas negras sobre las baldosas grises. Espera, espera, domingo, el fin de semana no ha podido acabarse, queda un sorbo dorado en el vaso. Sobre el transparente cristal de las mesas, entre las sillas metálicas, las bebidas han formado un espectral mecanismo de anillos que la luz declinante hace visibles. ¿Qué puede querer la madre de Janice? Les ha llamado desde un mundo más viejo y tenebroso que él recuerda pero que prefiere sepultado, un universo de constante ropa y salones delanteros poco ventilados, de carboneras y casas estrechas con las persianas malévolamente bajadas, donde el duro quehacer del campesino y el obrero se abatían como nubes gemelas sobre la tierra y la ciudad. Aquí, niños limpios que tiritan al emerger a un elemento menos denso reciben las toallas que les tienden sus madres. La toalla de Cindy cuelga de su silla vacía. Ser la toalla de Cindy y que ella se siente encima: estos pensamientos le secan la boca. Meter la lengua lo más lejos posible mientras su conejito te acaricia la nariz. No hay acné en esa entrepierna. El paraíso. Alza la mirada y ve la tupida montaña que aún porta el sol sobre los hombros, aunque las sillas proyectan ya largas sombras, tableros de damas con rombos. Buddy Inglefinger está diciendo a Webb Murkett en una voz baja cuya vehemencia no es irónica:
—Pregúntate alguna vez quién se beneficia de la inflación. La gente endeudada, los desheredados de la sociedad. El gobierno también sale beneficiado porque recauda más impuestos sin subir las tasas. ¿Quién no se beneficia? El hombre con dinero en el bolsillo, el hombre que ha pagado sus facturas. Por eso —baja la voz hasta convertirla en un siseo conspirador— esa clase de hombre se está extinguiendo como los pieles rojas. ¿Para qué voy a trabajar —pregunta a Webb— cuando me están sacando el dinero del bolsillo para los que no producen?
Harry está pensando en sus cosas mientras mira a lo largo de la cumbre, donde las nubes se van elevando como figuras vaporosas. Como si se moviese, Mount Pemaquid hiende el sol y el cielo de verano, aunque las sombras cercan ya la piscina. Thelma está diciendo alegremente a la amiguita de Buddy:
—Astrología, la buenaventura, la psiquiatría… Estoy a favor de todo eso. De todo lo que ayude a facilitar la vida.
Harry está pensando en sus padres. Deberían haber pertenecido a un club. Vivieron en perpetua batalla, mamá peleando con los vecinos, papá y su sindicato odiando a los propietarios de la imprenta donde se dejó toda la vida, los dos despreciando a los pocos parientes que intentaban mantenerse en contacto con ellos, los cuatro —papá y mamá, Harry y Mim— enfrentados al mundo y con un cierto sentimiento de culpa cada vez que aspiraban a encontrar un amigo fuera de casa. «No confies en nadie: Andy Mellon no lo hace y yo tampoco». Querido papá. Nunca consiguió medrar. Conejo se solaza ahora que ocupa una posición superior a la de ese viejo mundo recordado, es rico, está en paz.
La voz de Buddy prosigue criticando, ultrajada:
—El dinero que sale de un bolsillo va a parar a otro, no se evapora como por ensalmo. Los peces gordos se están enriqueciendo con esto.
Una silla chirría y Conejo nota que Webb se levanta. Su voz le llega desde arriba, grave y complacientemente apaciguadora.
—Supongo que la única solución es llegar a ser un pez gordo.
—Ya, claro —dice Buddy, consciente de que el otro quiere zanjar el asunto.
Una minúscula mota, un ave, tal vez el águila de la fábula, no, por el movimiento de las alas es un buitre, coquetea en pleno vuelo con la mellada arista verde de la montaña dorada, ahora la sobrevuela como una mota en una diapositiva Kodak, ahora desciende y se pierde de vista, mientras una nube de panza azul se desenrolla interminable, interminablemente. Otra silla araña las baldosas. Bruscamente oye su nombre, «Harry», en la voz de Janice.
Baja por fin la mirada de las cimas de la gloria y, mientras sus ojos se acostumbran, la frente le duele por un momento, un pequeño dolor arterial; quizá los hombres inician su muerte con un dolor como éste, insignificante, inexplicable: en parte lento como ser derribado por un gato y en parte rápido como ser golpeado por un halcón. Cáncer, trombosis coronaria.
—¿Qué quiere Bessie?
El tono de Janice es jadeante, tenuemente afligido.
—Dice que ha llegado Nelson. Con esa chica.
—Melanie —dice Harry, complacido por haberlo recordado. Y al mismo tiempo recuerda de pronto el nombre de la novia de Buddy. Joanne—. Encantado de conocerte, Joanne —dice al marcharse, estrechándole la mano. Causando una buena impresión. Proyectando su sombra.
Cuando Harry vuelve a casa con Janice en el Mustang descapotable de ella, con la capota bajada, el aire que corre forja la ilusión de una velocidad apremiante y peligrosa. Las palabras les salen arrebatadas de la boca.
—¿Qué cojones vamos a hacer con el chico? —le pregunta él.
—¿Qué quieres decir?
Con el pelo oscuro ondeando al aire, Janice parece otra persona. Tiene los ojos entornados contra la ráfaga de viento, el labio superior levantado y una mano junto a la oreja para evitar que vuele su ondeante pañuelo de seda. Liz Taylor en Un lugar en el sol Hasta la arruguita del rabillo del ojo parece encantadora. Viste su traje de tenis y la rebeca blanca de cachemira.
—¿Va a buscar un trabajo o qué?
—Pero, Harry, todavía está en la universidad.
—No se comporta como si lo estuviese. —Siente que tiene que gritar—. Yo no tuve la puta suerte de ir a la universidad, y los que entonces lo hacían no ganduleaban en Colorado volando con un ala delta o Dios sabe qué hasta que se les acababa el dinero de su padre.
—Tú no sabes lo que hacían. De todos modos los tiempos cambian. Ahora tienes que portarte bien con Nelson. Después de lo que le has hecho sufrir…
—No sólo yo.
—… Después de todo lo que ha pasado deberías agradecerle que quiera volver a casa. Alguna vez.
—No lo sé.
—¿No sabes qué?
—Me da mala espina. Todo me ha ido demasiado bien últimamente.
—No seas irracional —dice Janice.
Lo que implica que ella no lo es. Pero uno de sus vínculos ha sido siempre que la confusión de Janice y la de su marido corrían parejas. Conforme sopla el viento, Harry experimenta un amor rápido y miedoso por algo anónimo. ¿Ella? ¿Su propia vida? ¿El mundo? Al volver del Mount Pemaquid, se ve el municipio en la ladera de Mount Judge desde una amplia perspectiva completamente distinta de la que se divisa viniendo de Brewer: la vieja fábrica de cajas parece una plancha de ventanas muy inclinadas hacia abajo, junto a los cauces totalmente secos, soterrados para generar electricidad, y los nuevos y enormemente altos letreros de Exxon y Mobil sobre sus afilados postes de aluminio a lo largo de la Nacional 422, tan misteriosos como antenas caídas del espacio. Las ventanas hacinadas de la ciudad arden con una tonalidad anaranjada bajo el sol que se allana al nivel del valle, y desde esta perspectiva se divisa a gran altura la aguja de arenisca de la iglesia luterana a cuya escuela dominical asistía Conejo para escuchar a Fritz Kruppenbach, un viejo desabrido que machacaba la lección de que en la vida no existe el miedo para quienes tienen fe, mientras que no puede haber salvación ni paz para los que carecen de ella. Ninguna paz. Un letrero anuncia: PAVIMENTO INESTABLE. Mientras el Mustang pierde velocidad, Harry siente el impulso de confesarle a Janice:
—Empecé a contártelo anoche, esa parejita vino al concesionario ayer y la chica me recordó a Ruth. Debe de tener la misma edad. Más delgada y no muy parecida en la forma de hablar, pero tenía, no sé, algo.
—Era tu imaginación. ¿Te enteraste de su nombre?
—Se lo pregunté, pero no quiso decírmelo. Se hizo la remolona. Como coqueteando, aunque sin dar pie a suposiciones.
—Y tú crees que esa chica era tu hija.
Por el tono de Janice comprende que no debería habérselo dicho.
—No he dicho eso exactamente.
—¿Entonces qué has dicho? Me estás diciendo que sigues pensando en ese callo que te cepillaste hace veinte años y ahora me vienes con que tú y ella tenéis una hijita preciosa.
Él la mira de soslayo y Janice ya no recuerda a Elizabeth Taylor, tiene los labios muy duros y arrugados, como moldeados por la furia. Ida Lupino. ¿Dónde habéis ido a parar, fabulosas perras de Hollywood? Durante años, en la ciudad ha habido una señal de stop en la esquina donde Jackson Street enfila hacia Central, pero el año pasado, después de que el propio hijo del diputado destrozara un coche al chocar contra el letrero, el ayuntamiento puso un semáforo que es más bien intermitente, amarillo en esta dirección y rojo en la otra. Pisa el freno y toma la curva a la izquierda. Janice se inclina cuando gira el coche para acercar la boca al oído de Harry.
—Estás loco —le grita—. Siempre quieres lo que no tienes en lugar de lo que tienes. Te pones muy simpático y sonriente cuando piensas en esa chica que no existe mientras que tu verdadero hijo, el que has tenido con tu mujer, está ahora mismo esperándote en casa y tú diciendo que ojalá se hubiera quedado en Colorado.
—Ojalá, sí —dice Harry; cualquier cosa con tal de cambiar de tema, aunque sólo sea un poco—. Te equivocas en eso de que quiero lo que no tengo. Me gusta mucho lo que tengo. El problema es cuando empiezas a temer que alguien te lo quite.
—Pues ése no va a ser Nelson, no quiere de ti más que un poco de afecto, y tú no se lo das. No sé por qué eres un padre tan descastado.
Para poder terminar la discusión antes de llegar a casa de Mamá Springer, disminuye la velocidad al subir por Jackson, bajo el sombrío interludio de arces y castaños de Indias que hacen que parezca más tarde de lo que es.
—El chico la tiene tomada conmigo —dice quedamente, para ver la reacción que produce.
Ella vuelve a excitarse.
—Siempre dices eso, pero no es verdad. Él te quiere. O por lo menos te quería.
Allí donde el cielo asoma a través de las copas mezcladas de los árboles, todavía hay una diferencia de luz, un parpadeo que juguetea con sus rostros y manos como una mariposa. Con un tono hosco, aunque algo apaciguado, ella añade:
—Una cosa está clara: no quiero volver a oír hablar de tu querida hija ilegítima. La idea me da asco.
—Ya lo sé. No sé por qué te he hablado de eso.
Él ha considerado que ambos eran una sola persona y le ha confiado a ella un fantasma que le pertenece a él solo. Un error que suelen cometer los casados.
—¡Asco! —exclama Janice.
—No volveré a hablarte de ello —promete él.
Entran en Joseph Street, donde la boca de incendios todavía luce, ya descolorido, el traje de payaso que le pusieron los escolares hace tres junios, durante la celebración del bicentenario. A pesar de la aversión que acaba de sentir por ella, Harry pregunta con cortesía:
—¿Meto el coche en el garaje?
—Déjalo aquí delante. A lo mejor lo necesita Nelson.
Al subir la escalera de la puerta principal, Harry siente los pies pesados, como si el mundo hubiese adquirido una nueva gravedad. Años atrás, él y el chico vivieron una experiencia por la que Conejo se ha perdonado a sí mismo, pero sabe que su hijo no ha hecho lo mismo. Una muchacha que se llamaba Jill murió en el incendio de la casa de Harry, una chica a la que Nelson había llegado a querer como a una hermana. Por lo poco como si fuera una hermana. Pero los años habían ido pasando, los supervivientes habían ido remendando los rotos y tantos otros se habían sumado a la lista de difuntos, vencidos por enfermedades de las que sólo Dios es responsable, que ya no parece tan malo, da más bien la impresión de que Jill se hubiera marchado a otra ciudad de población en aumento. Jill tendría ahora veintiocho años. Nelson tiene veintidós. Figúrate cuántos reproches tiene que asumir Dios.
La puerta principal se resiste y luego cede ante un empujón. La sala está oscura y a su desorden de muebles mullidos se han añadido bolsas de lona. Una andrajosa maleta de tela escocesa, que no es de Nelson, descansa sobre el rellano de la escalera. Llegan voces de la solana. Esas voces mitigan la gravedad de Harry, parecen refutar los rumores de un mundo de muerte universal. Se dirige hacia las voces cruzando el comedor y luego la cocina, entra en la solana consciente de que está lo bastante bebido para andar con cautela, sobrado de kilos, blando y muy vulnerable.
Las hojas del haya se amontonan en el tabique de la solana. Caras y cuerpos se alzan del mobiliario de nailon y aluminio como la nube de una explosión en un televisor con el volumen apagado. Cada vez más inmerso en la edad adulta, el mundo se le viene encima como una serie de esas viñetas que contienen errores, como esas imágenes que pueblan la mente antes de dormirnos y que tienen sentido hasta que las miramos muy de cerca y despertamos con un sobresalto. Es la chica la que se ha levantado con mayor presteza; es una muchacha bastante robusta, de pelo rizado, brillantes ojos castaños algo saltones y una sonrisa de rubí con hoyuelos que parece sacada de una tarjeta de San Valentín de principios de siglo. Lleva unos tejanos que han sufrido todo género de vicisitudes y una camisa hindú bordada que ha perdido varias lentejuelas. A Harry le sorprende la humedad y el nerviosismo de su apretón de manos.
Nelson se levanta indolentemente. Su habitual expresión preocupada se enmarca en un bronceado de montaña; parece más delgado, más ancho de espaldas. Tiene menos de cachorro y más de perro mordedor. En algún momento de su estancia en Colorado o en Kent se ha cortado el pelo, que antes solía caerle hasta los hombros, para adquirir una apariencia punk.
—Papá, ésta es mi amiga Melanie. Mi padre. Y mi madre. Mamá, te presento a Melanie.
—Mucho gusto en conocerles —dice la chica, sin perder la alegre sonrisa colorada, como si esas sencillas palabras fueran la introducción a un juego, a un numerito circense. A Harry le recuerda una de esas mujeres irreales pero visiblemente valerosas que se cuelgan por los dientes en los circos o atraviesan con un solo pie la cuerda floja de terciopelo para volar por el aire sembrado de estrellas, aunque ostenta ese descuido en el vestir bajo el que ahora se encubren las chicas. Un extraño muro o mirada hostil se ha interpuesto entre él y la chica, un desinterés que él mismo toma como una actitud hacia su hijo.
Nelson y Janice se están abrazando. Harry recuerda a su madre diciendo, «esas manitas de los Springer», cuando las ve apretar la espalda del traje de tenis de Janice. Pezuñitas mañosas, algo especial en la curva de los rechonchos dedos que sugiere una fuerza secreta. No se ven lunas en las uñas, y su extremidad parece mordisqueada. Janice mira a Harry con su semblante habitual de ceñudo enfado e inexpresiva obstinación. Los pobres de espíritu.
Sin embargo, cuando ella se aparta para saludar a Melanie, padre e hijo se encuentran frente a frente y Nelson dice «Qué hay, papá», y mientras el padre duda si estrecharle la mano, abrazarle o tocarle de alguna manera, el amor inunda con torpeza el titubeante espacio.
—Pareces en forma —dice Harry.
—Estoy derrengado.
—¿Cómo has llegado tan pronto?
—En autoestop, menos un trecho después de Kansas City, donde tomamos un autobús hasta Indianápolis.
Lugares donde Conejo jamás ha estado; un ser de su misma sangre ha recorrido por él los senderos de sus sueños. El chico le dice:
—Anteayer pasamos la noche en un campo al oeste de Ohio, no sé dónde, más allá de Toledo. Fue muy raro. Alucinamos con el tío que nos llevó en su camioneta toda pintarrajeada, y cuando nos dejó tirados Melanie y yo nos vimos completamente perdidos, tuvimos que hablar todo el rato para que no nos entrara el pánico. El suelo estaba más frío de lo que parecía. Nos despertamos congelados, pero al menos los árboles no nos parecieron pulpos.
—Nelson —grita Janice—, ¡podría haberte ocurrido algo horroroso! A vosotros dos.
—¿Qué más da? —responde el muchacho. A Bessie, su abuela, instalada en su nube privada, en el rincón más oscuro de la solana, le dice:
—Abuela, si yo desapareciera del mapa a ti te daría lo mismo, ¿verdad?
—Desde luego que sí —es la firme respuesta—. Eras la niña de los ojos de tu abuelo.
Melanie tranquiliza a Janice.
—La gente, en el fondo, es muy buena.
Su voz es extraña, borbotea como si acabara de recobrarse de un ataque de risa, con un tonillo de canto en suspenso. Su mente parece absorta en algún lejano motivo de regocijo.
—Uno sólo se encuentra la mala de vez en cuando, y si ven que no tienes miedo suelen portarse bien.
—¿Y tu madre qué dice de que hagas autoestop? —le pregunta Janice.
—No le gusta nada —contesta Melanie, y ríe con franqueza al tiempo que sacude sus rizos—. Pero vive en California. —Se pone seria, y le brillan los ojos, fijos como lámparas en Janice—. Aunque en realidad es bueno para la ecología, ahorra mucha gasolina. Casi todo el mundo debería hacerlo, pero la gente tiene miedo.
Una rana bonita, piensa de ella Harry, aun cuando su cuerpo, en la medida en que esa ropa desastrada permite apreciarlo, es bastante humano y hasta modélico. Le dice a Nelson:
—Si hubieras administrado mejor tu dinero tal vez habrías podido hacer todo el viaje en autobús.
—Los autobuses son aburridos, papá, y están llenos de gentuza. No se aprende nada en un autobús.
—Es verdad —interviene Melanie—. Mis amigas me han contado historias horribles que les han ocurrido en autobuses. Los conductores no pueden hacer nada, sólo conducir, y si les parece que tienes pinta de hippie, encima incitan a los tíos.
—El mundo ya no es un lugar seguro —añade Mamá Springer desde su oscuro rincón.
Harry decide representar el papel de padre.
—Me alegra que lo hayas hecho —le dice a Nelson—. Estoy orgulloso de ti, apañándote a tu modo. Si yo hubiera visto un poco más de Estados Unidos cuando tenía tu edad, ahora sería un ciudadano mejor. El único viaje gratis que he hecho en mi vida fue cuando el Tío Sam me mandó a Texas. Nos dejaban a la intemperie —le explica a Melanie— los sábados por la noche, en medio de un inmenso pasto de vacas. Fort Hood, se llamaba.
Se está pasando de la raya, hablando demasiado.
—Papá —dice Nelson con impaciencia—, ahora el país es igual en todas partes. Los mismos supermercados, la misma mierda de plástico en venta. No hay nada que ver.
—Colorado le decepcionó —les cuenta Melanie, con su entonación alegre.
—Me gustó el paisaje, pero me deja indiferente la gente canalla que vive allí.
Esa mirada ofendida, atrofiada, en la cara. Harry sabe que nunca descubrirá qué le ha sucedido al chico en Colorado para atraerle de nuevo hacia él. Como esas historias que los niños cuentan al volver de la escuela, en las que nunca han sido ellos los que empezaron la pelea.
—¿Han cenado algo estos muchachos? —pregunta Janice, representando el papel de madre. Se pierde la práctica enseguida.
Con inesperada satisfacción personal, Mamá Springer anuncia:
—Melanie ha hecho una ensalada deliciosa con lo que había dentro y fuera de la nevera.
—Me encanta su huerta —le dice Melanie a Harry—. La cancelita. Las cosas crecen estupendamente aquí.
Él no soporta el modo que tiene ella de gorjear todo lo que dice, sin dejar un instante de mirarle fijamente a la cara, como temiendo que a él se le escape algún detalle.
—Sí —responde Harry—. En cierto sentido es deprimente. ¿Quedaba algo de carne?
Nelson declara:
—Melanie es «vege», papá.
—¿Vege?
—Vegetariana —explica el chico, con un quejido afectado.
—Ah, bueno. Ninguna ley lo prohíbe.
El chico bosteza.
—Deberíamos irnos a la piltra. Melanie y yo no hemos dormido más que una hora esta noche.
Janice y Harry se ponen tensos, y miran a Melanie y a Mamá Springer. Janice dice:
—Voy a hacer la cama de Nellie.
—Ya la he hecho yo —dice su madre—. Y también la de Melanie, en el viejo cuarto de costura. Hoy he estado mucho tiempo sola, parece que vosotros dos pasáis cada vez más tiempo en el club.
—¿Qué tal en la iglesia?
Mamá Springer contesta con desgana:
—No ha sido muy alentador. Para la música de la colecta han traído de Saint Mary de Brewer a uno de esos hombres que cantan con voz aguda de mujer.
Melanie sonríe.
—Un contralto. Mi hermano fue contralto.
—¿Y qué le ocurrió? —inquiere Harry, bostezando a su vez. Sugiere—: ¿Le cambió la voz?
Ella le mira con ojos solemnes.
—Oh, no. Empezó a jugar al polo.
—Por lo visto es un auténtico deportista.
—En realidad es mi hermanastro. Mi padre se casó dos veces.
Nelson le dice a su padre:
—La abuela y yo hemos comido lo que quedaba de carne, papá. Nosotros no somos vegetarianos.
Harry le pregunta a Janice:
—¿Qué queda para mí? Todas las noches me muero de hambre.
Janice desoye su queja con un ademán regio de la mano, gesto que no hubiese hecho diez años antes.
—No sé, creí que comeríamos algo en el club, y luego llamó mamá.
—Yo no tengo sueño —comenta Melanie a Nelson.
—A lo mejor le apetece ver un poquito esta zona —propone Harry—. Y de paso podríais comprar una pizza.
—En el oeste —apunta Nelson— apenas hay pizzas, está lleno de esa horrible porquería mejicana, tacos y chiles. Basura.
—Voy a telefonear a Giordano, ¿recuerdas dónde está? Una manzana más abajo del juzgado, en la Séptima.
—Papá, he vivido toda mi vida en este apestoso condado.
—Y yo también. ¿Qué os parece a todos unos pepperoni? Voy a encargar dos, estoy seguro de que Melanie todavía tiene hambre. Una de pepperoni y otra combinada.
—Jesús, papá. Te estamos diciendo que Melanie es vegetariana.
—Vaa-le. Pediré una sencilla. No tendrás nada contra el queso, ¿verdad, Melanie? O contra los champiñones. ¿Qué me dices de una de champiñones?
—Estoy llena —dice la chica, risueña, con una voz que parece más lenta por la propia carga del deleite—. Pero me encantaría dar una vuelta con Nelson, me gusta mucho este sitio. Es todo tan verde, y con todas las casas tan cuidadas.
Janice aprovecha la oportunidad para tocar el brazo de la chica, otro gesto que no hubiese osado hacer en el pasado.
—¿Has visto el piso de arriba? —le pregunta—. El cuarto donde suelen dormir los huéspedes está en el pasillo, enfrente del de mamá, compartirás el baño con ella.
—Oh, yo no contaba en absoluto con un cuarto. Había pensado en dormir con mi saco en un sofá. ¿No hay un sofá grande estupendo en la primera habitación que hemos visto?
Harry le asegura:
—Más vale que no duermas en ese sofá, está tan lleno de polvo que te puedes morir estornudando. La habitación de arriba es agradable, de verdad; siempre que no te importe compartirla con un maniquí de modista.
—Oh, no —responde la chica—. Lo único que quiero es un rinconcito donde no sea un estorbo, pienso buscar un trabajo de camarera.
La anciana se impacienta y coloca la taza de café que tiene en el regazo sobre la mesita plegable que hay junto a la silla.
—Yo me hacía todos los vestidos durante años, pero en cuanto me pusieron las lentes bifocales ni siquiera podía coserle los botones a Fred —dice.
—Pero para entonces ya eras rica —le dice Harry, bromista tras el alivio que le ha supuesto la fácil resolución del asunto de la cama. Cuando alguien enfada a la anciana Springer la cosa no tiene fin, ella nunca lo olvida. Harry fue un poco duro con Janice en los primeros tiempos de su matrimonio y todavía puede leerse el rencor en las comisuras de la boca de Bessie. Conejo sale sin hacer ruido de la solana y se dirige al teléfono de la cocina. Mientras suena el timbre en el local de Giordano, Nelson aparece a su espalda y revuelve en los bolsillos de su padre.
—Eh —exclama Harry—, ¿qué me estás robando?
—Las llaves del coche. Mamá dice que está ahí delante.
Harry sujeta el auricular entre el hombro y la oreja y extrae las llaves de su bolsillo izquierdo; al tendérselas a Nelson, le mira por primera vez directamente a la cara. No ve nada suyo, excepto la pequeña nariz recta y un rizo en una ceja que asoma un plumerito de pelos en la dirección errónea y parece expresar una duda. Asombrosos, los genes. Tan precisos en todo ese código espiral que son capaces de seleccionar un rizo diminuto. Esa chica tenía exactamente el mismo aire que Ruth: un poco adelantado el labio superior y los muslos, suaves, recios, reconfortantes.
—Gracias, papi.
—No te entretengas. No hay nada peor que una pizza fría.
—¿Qué decía? —pregunta una voz áspera al otro lado del hilo, tras haber descolgado por fin el teléfono.
—Nada, disculpe —dice Harry, y encarga tres pizzas; una de pepperoni, otra combinada y una sencilla por si acaso Melanie cambia de opinión. Le entrega a Nelson un billete de diez dólares.
—Tenemos que hablar un rato, Nellie, cuando hayas descansado.
La observación acompaña en cierto modo al dinero. Nelson no responde al coger el billete.
Cuando la parejita se ha marchado, Harry regresa a la galería y dice a las mujeres:
—No era un problema tan serio, ¿verdad? Parece que a ella no le importa dormir en el cuarto de costura.
—Las apariencias engañan —dice con pesimismo Mamá Springer.
—Vamos, ya está bien —añade Harry—. ¿Qué te ha parecido la chica? La novia.
—¿Tú crees que es su novia? —le pregunta Janice. Por fin se ha sentado y sostiene un vasito en la mano. Harry no logra identificar su contenido por el color, un rojo pálido aunque intenso, como los antiguos batidos de vainilla o el fluido de los termómetros.
—¿Qué quieres decir? Han pasado la noche juntos en un campo. Dios sabe cómo han convivido en Colorado. Quizás en una cueva.
—No estoy segura de que eso tenga que ocurrir forzosamente. Intentan ser amigos de una forma que nosotros no pudimos de jóvenes. Chicos y chicas.
—Nelson no parece contento —anuncia con tono grave Mamá Springer.
—¿Lo ha estado alguna vez? —pregunta Harry.
—De pequeño parecía muy optimista —responde la abuela.
—Bessie, ¿cuál es tu análisis sobre el motivo que le ha traído aquí?
La anciana suspira.
—Alguna desilusión. Algo que se le ha hecho muy cuesta arriba. Pero os voy a decir una cosa. Si esa chica no se comporta como es debido bajo este techo, yo me marcho. He hablado con Grace Stuhl y está deseando, pobrecilla, que me vaya a vivir con ella. Cree que eso podría prolongarle la vida.
—Mamá —pregunta Janice—, ¿no te estás perdiendo La familia al completo?
—Iban a dar un episodio que ya he visto, ése en que la antigua novia de Archie vuelve para pedir dinero. Ahora en verano todo son reestrenos. Pero, si todavía estoy despierta, esperaba ver Los Jefferson a las nueve y media, antes de ese programa sobre Moisés. Quizá suba arriba a descansar las piernas. Cuando estaba haciendo la cama de Nellie, una esquina me ha golpeado una vena y no para de dolerme.
Se levanta, con una mueca de dolor.
—Mamá —dice Janice, impaciente—, yo habría hecho las camas si hubieras esperado. Déjame que suba contigo a inspeccionar el cuarto de los huéspedes.
Harry sale con ellas de la solana (todo se está poniendo muy trágico allí, el haya negra como la tinta, las polillas cautivas que baten las alas hasta desfallecer contra las cortinas) y entra en el comedor. Le agradan las piernas de Janice vistas desde abajo, con su traje de tenis, cuando ella sube para ayudar a su madre a ponerlo todo limpio y en orden. Tendrá que intentar follársela una noche de éstas, estando los dos despiertos. Podría subir a echarle una mano pero atrae su atención la exótica cara blanca de la mujer que ocupa la portada de la Guía del consumidor de julio, que ha bajado esta mañana para leer durante la hora placentera que transcurrió entre que Mamá Springer fue a la iglesia y él y Janice se marcharon al club. La revista sigue reposando sobre el brazo de la tumbona, que en su tiempo fue el trono vespertino del viejo Springer. No era posible desalojarle de allí, y cuando iba al cuarto de baño o a la cocina a coger su Pepsi baja en calorías, la tumbona quedaba libre. Se instala en ella. La chica de la cubierta luce un bombín blanco sobre su rostro pintado de blanco, encima de las solapas de un esmoquin completamente blanco; lleva un maquillaje rojo, azul y blanco como un payaso, y en su mano levantada tiene un toque de pegajosa leche limpiadora blanca. Esperma, las modelos son prostitutas, en las películas porno las chicas se frotan la cara con esperma. «Broadway somete a prueba productos de limpieza facial», se lee bajo la foto, pues los productos de este tipo son uno de los artículos cuya calidad comprueba el número de este mes, así como los quesos de granja (¿hasta qué punto son impuros?, bastante), los aparatos de aire acondicionado, los estéreos y los abrelatas (¿por qué fabrican latas rectangulares?). Se dispone a terminar lo de los acondicionadores de aire y lee que si uno vive en una zona con un elevado índice de humedad (y él supone que es su caso, al menos comparado con Arizona), casi todos los modelos tienen tendencia a gotear, algunos lo suficiente para «desaconsejar su instalación en un patio o pasillo». Sería agradable tener un patio, así como un salón en dos niveles como el de Webb Murkett. Webb y esa encantadora zorrita de Cindy, que siempre parece regada por una manguera. Conejo, con todo, está contento. Es lo que le gusta, la paz doméstica. Las mujeres dando vueltas con sumisas pisadas sobre su cabeza, y la noche estival como un lago que chapotea contra las ventanas. Tiene tiempo de leer el artículo sobre estéreos e incluso de empezar la lectura del de automóviles a crédito antes de que Nelson y Melanie emerjan de la noche con tres cajas manchadas de pizza. Harry se quita de inmediato las gafas de leer, porque se siente extrañamente desnudo con ellas.
La cara del muchacho se ha iluminado y hasta puede decirse que tiene un semblante alegre.
—Chico —le dice a su padre—, el Mustang de mamá es un trasto que pita. Un niño bonito con un Caddy del 69 ha puesto el motor a tope y le he dejado en la estacada. Luego me ha ido pisando los talones hasta el puente de Running Horse. Fue de miedo.
—¿Has venido por ahí? Jesús, no me extraña que hayáis tardado tanto.
—Nelson me ha estado enseñando la ciudad —explica Melanie, con su sonrisa musical, que deja en el aire el rastro de un canturreo mientras se dirige a la cocina con las cajitas planas de cartón. Ya tiene ese bonito andar erguido de las camareras.
Él grita a su espalda:
—Es una ciudad que ha conocido mejores días.
—Yo creo que es preciosa —le llega flotando la respuesta—. Las casas están pintadas de distintos colores, como en el Mediterráneo.
—Los hispanos hacen eso —dice Harry—. Los hispanos y los espaguetis.
—Papá, tienes verdaderos prejuicios. Deberías viajar más.
—No, lo digo en broma. Yo amo a todo el mundo, sobre todo con las ventanillas cerradas. —Y añade—: Toyota iba a pagarnos a tu madre y a mí un viaje a Atlanta, pero luego salió un concesionario de la zona de Harrisburg que superó nuestras ventas y se quedó con el premio. Un concurso regional. Me fastidió porque siempre he sentido curiosidad por el sur: me encanta el clima cálido.
—No seas tan roñoso, papá. Vete de vacaciones y págate el viaje.
—Ya nos timaron bastante durante las vacaciones en aquel campamento de los Pocono.
El orgullo y el gozo del viejo Springer.
—He hecho un curso de sociología en Kent. La razón de que seas tan agarrado es que padeciste de niño la pobreza durante la Depresión. Quedaste traumatizado.
—No estábamos tan mal. Mi padre ganaba un sueldo decente, a los impresores no les despidieron como ocurrió en otras profesiones. Y en definitiva, ¿quién dice que soy agarrado?
—Le debes ya tres dólares a Melanie. Ha tenido que prestármelos.
—¿Quieres decir que las tres pizzas han costado trece dólares?
—Hemos traído también una docena de latas.
—Tú y Melanie deberíais pagaros vuestras propias cervezas. Aquí nunca bebemos. Engorda mucho.
—¿Dónde está mamá?
—Arriba. Y otra cosa: no dejes ahí delante el coche de tu madre con la capota bajada. Aunque no llueva, los arces desprenden algo pegajoso sobre los asientos.
—He pensado que a lo mejor volvemos a salir.
—¿En serio? Me parece haberte oído que esta noche sólo habíais dormido una hora.
—Papá, déjate de tonterías. Voy a cumplir veintitrés.
—Veintitrés años y ni pizca de sensatez. Dame las llaves. Voy a meter el Mustang en el garaje.
—Mamá —grita el chico hacia arriba—, ¡papá no quiere dejarme tu coche!
Janice está bajando la escalera. Se ha puesto su vestido color menta y parece fatigada. Harry le dice:
—Lo único que le he pedido es que lo meta en el garaje. La savia de los arces deja los asientos pringosos. Dice que quiere salir otra vez. Dios, son casi las diez.
—Los arces ya han dejado de gotear este año —dice Janice. Y a Nelson se limita a aconsejarle—: Si no vas a salir deberías subir la capota. Hace dos noches hubo una tormenta terrible. Incluso granizó.
—¿Por qué crees —le pregunta Conejo— que la capota está toda negra y llena de manchas? La savia, o lo que sea, ha estado cayendo sobre la lona y no hay manera de limpiarla.
—Harry, no es tu coche —le dice Janice.
—Pizza —grita Melanie desde la cocina, con tono alegre y nacarado—. Mangiamo, prego!
—A papá le obsesionan los coches, ¿no? —pregunta Nelson a su madre—. Como si fuesen mágicos ahora que los vende.
Harry le pregunta a Janice:
—¿Qué tal está mamá? ¿Le apetece comer?
—Dice que se encuentra mal.
—Oh, vaya, qué bien. Una de sus rachas.
—Hoy ha sido un día muy movido para ella.
—También para mí. Me han dicho que soy un agarrado y que creo que los coches son mágicos. —No hay que ser rencoroso—. Además, Nelson, he hecho un birdie en el hoyo dieciocho, ¿conoces esa curva larga en ángulo? Un drive que ha saltado el riachuelo y ha doblado recto, y luego un golpe fácil con un hierro cinco, un wedge de unos cuatro metros ¡y al hoyo de un fantástico put! ¿Todavía tienes palos? Tenemos que jugar.
Apoya la mano en la espalda del chico.
—Se los vendí a un tipo en Kent —Nelson da un paso ultrarrápido para ponerse fuera del alcance de su padre—. Creo que es el juego más estúpido que se ha inventado.
—Tienes que contarnos lo de esos vuelos con ala —le dice su madre.
—Es fabuloso. Muy tranquilo. Flotas en el viento y no sientes nada. Algunos se fuman un porro antes, pero existe el peligro de creerte que puedes volar de verdad.
Melanie ha colocado amablemente los platos y trasladado las pizzas de las cajas a bandejas pasteleras. Janice le pregunta:
—Melanie, ¿tú también vuelas?
—Oh, no —responde la muchacha—. Me moriría de miedo. —Su risita boba no detiene la brillante mirada de color caramelo—. Pru solía saltar con Nelson. Yo no me atrevía.
—¿Quién es Pru? —pregunta Harry.
—No la conoces —contesta Nelson.
—Ya sé que no. Ya sé que no la conozco. Si la conociera no habría preguntado.
—Creo que todos estamos enfadados e irritables —afirma Janice, levantando en el aire un pedazo fláccido de pepperoni y depositándolo sobre un plato.
Nelson presume que el plato es para él.
—Dile a papá que deje de pincharme —se queja, sentándose a la mesa como si se hubiera caído de una moto y estuviese dolorido.
En la cama, Harry pregunta a Janice:
—¿Tú qué crees que le corroe al chico?
—No lo sé.
—Algo le pasa.
—Sí.
Mientras piensan en ello oyen la televisión encendida de Mamá Springer, que está viendo Moisés a juzgar por el sonido bíblico de las voces, chillonas y retumbantes, con crescendos de música en los intermedios. La anciana se duerme con el televisor encendido y a veces se oye durante toda la noche si Janice no entra de puntillas y lo apaga. Melanie se ha acostado en la habitación donde está el maniquí de modista. Nelson subió a ver Los Jefferson con su abuela y cuando sus padres llegaron arriba ya se había ido a la cama de su antiguo cuarto, sin decir buenas noches. Todo dolorido. Conejo se pregunta si la parejita del campo irá al concesionario mañana. La cara redonda y pálida de la chica y la pantalla de televisión flotando sin ser vista en la mente de Mamá Springer se confunden en el cerebro de Harry mientras se eleva la música exaltada. Janice está preguntando:
—¿Qué te parece la chica?
—Melanie «la bebé». Rara. ¿Son todas así, las de esta generación, como si les acabara de caer una piedra en la cabeza y pensaran que es la experiencia más agradable del mundo?
—Creo que está intentando congraciarse con nosotros. Tiene que ser difícil entrar en la casa de tu novio y hacerte con un lugar. Yo no hubiera durado ni diez minutos con tu madre.
Poco sabe Janice lo viperina que era la lengua de mamá cuando hablaba de ella:
—Mi madre era como yo —dice Harry—. No le gustaba que hubiera demasiada gente.
Gente nueva a ambos lados de la casa y el fantasma del viejo Springer sentado en el piso de abajo, en su tumbona.
—No se tratan con mucho cariño —dice él—. ¿O es que ahora son así? Fríos.
—Creo que no quieren escandalizarnos. Saben cómo manejar a mamá.
—Integrarse en la familia.
Janice medita sobre ello. La cama cruje y fuertes pisadas se deslizan al otro lado de la pared; un chasquido silencia los gritos excitados de la televisión. Burt Lancaster entrando en calor. Y esos dientes: ¿pueden ser realmente los suyos? Todos los actores los tienen arreglados. También Harry tenía muchos problemas con las muelas y ahora están bien envueltas, seguras e indoloras, en pequeñas fundas de aleación de oro que cuestan cuatrocientos cincuenta dólares cada una.
—Todavía está levantada —dice Janice—. No va a dormir. Está tramando algo.
En el modo tajante de pronunciar las eses se parece cada vez más a su madre. Llevamos nuestra herencia escondida durante un tiempo y luego surge de repente. Se escapa de sus estrechas espirales.
Cuando se agita el viento, como antes de una súbita lluvia, las sombras de las hojas de haya se encrespan y derraman sus mellados intersticios de luz de farola sobre las superficies donde el techo se une a la pared del fondo. Pasan tres automóviles, uno tras otro, y el mundo activo que discurre fuera mientras él yace tumbado y a salvo es una percepción que en el fuero interno de Harry se funde con la nebulosa tranquilidad del lecho. Está en la cama, con las muelas dentro de sus fundas.
—Está siendo buena chica —dice él—. Se toma las cosas con filosofía.
—Está esperando, vigilando —añade Janice, con una voz inquietante que delata que está más despierta que él. Le pregunta—: ¿Cuándo me toca a mí?
—¿Te toca qué?
La cama gira suavemente, Stavros le está esperando a él, a Harry, junto al ventanal de la exposición bañado de polvorienta luz matutina. «Tú te lo has buscado».
—Te corriste ayer por la noche. Lo sé por cómo estaba yo esta mañana. Yo, y las sábanas.
El viento sopla otra vez. Mierda. El descapotable sigue ahí fuera con la capota bajada.
—Cariño, ha sido un día largo —se está quedando sin combustible—. Lo siento.
—Estás perdonado —dice Janice—. Sólo que —debe agregar— yo diría que ya no te pongo caliente.
—No, precisamente hoy en el club estaba pensando que estás mucho más buena que la mayoría de esas mozas, la vieja Thelma con su faldita y esa espantosa novia de Buddy.
—¿Y Cindy?
—No es mi tipo. Demasiado rellenita.
—Mentiroso.
«Me has cazado». Está muerto de cansancio, pero algo le retiene al borde de la negra superficie del sueño, y en esa duermevela, justo antes o después de sumirse en la inconsciencia, imagina que oye pasos más juveniles y livianos deslizándose por el pasillo, encaminándose veloces a algún sitio.
Melanie cumple con su palabra, ha conseguido un trabajo de camarera en un restaurante nuevo en pleno centro, en Weiser Street, un restaurante antiguo con nombre nuevo, la Crêpe House. Antes se llamaba Café Barcelona, azulejos pintados y paella, parrillas de hierro y gazpacho; Harry almorzaba allí alguna que otra vez, pero de noche congrega a un público equivocado, hippies y familias hispanas de los barrios del sur en lugar de los oficinistas del oeste de Brewer y los residentes de la parte alta, a lo largo de Locust Boulevard, la clientela que se necesita para que un restaurante funcione en esta ciudad. Brewer nunca ha tenido demasiado sabor latino, no desde la época de Carmen Miranda y todas aquellas películas de Walt Disney, Saludos amigos[9]. Conejo recuerda que había un Club Castañuelas en Warren Avenue, pero lo único español era el nombre y las chorreras de los uniformes de las camareras, que iban vestidas de color naranja. Antes de que la Crêpe House se convirtiese en el Café Barcelona, durante muchos años fue el Chophouse de Johnny Frye, comida buena y abundante día y noche para los grandes tragaldabas alemanes de la vieja usanza, que a estas alturas ya estaban en sus tumbas bien comidos por gusanos, llevándose al hoyo toneladas de chuletas de cerdo y ríos de cerveza Sunflower. Con su nombre más reciente, el negocio de Johnny Frye es un éxito; la enjuta nueva raza de asalariados del centro sale de los bancos, de las oficinas gubernamentales y de los grandes almacenes desiertos y al mediodía cruza los bosques con que los urbanistas municipales han estropeado Weiser Square y se sienta en las mesitas de azulejos que sobraron del Café Barcelona, y la emprende con las dichosas tortitas rellenas de cualquier picadillo. Incluso cuando al recorrer en coche uno de los paseos, al salir del cine, les ve allí a la luz de una vela, de dos en dos, unos inclinados hacia otros por encima de las crêpes, emperifollados, los mozos con sus trajes de domingo, de flamantes cuellos abiertos, y las chicas con vestidos ceñidos que se adhieren a sus cuerpos como la electricidad estática, y una docena más de personas como ellos aguardando de pie en el vestíbulo para reservar mesa. Tiene algo que ver con la dieta, se imagina Harry, la gente quiere creer que come menos, y un crep apenas es un aperitivo, aunque si llegan a llamarlo «tortita» hubiesen espantado a todo el mundo, menos a los jóvenes y a las teutonas de dos toneladas. Harry se maravilla de que exista esta nueva tribu de clientes, peripuestos y adinerados. El mundo se está terminando, pero la gente nueva, demasiado necia para enterarse de ello, sigue aparentando como si la juerga acabase de empezar. La Crêpe House ha causado tal furor que han comprado el contiguo venerable edificio de ladrillo y han ampliado hasta la despensa, conservando el antiguo estanco, que todavía tiene el pequeño piloto de gas que se enciende al abrir la caja registradora, intacta y en funcionamiento. La Crêpe House necesitaba más camareras para atender el nuevo espacio. Melanie hace algunos días el turno del almuerzo, de diez de la mañana a seis, y otras veces está desde las cinco de la tarde hasta casi la una de la madrugada. Un día Harry llevó a Charlie a comer allí para que conociese a la nueva mujer en la vida de los Angstrom, pero la cosa no salió muy bien: tener de cliente al padre de Nelson en compañía de un desconocido despertó rubores de vergüenza en las mejillas de Melanie mientras les servía entre la marabunta de la hora del almuerzo.
—No es fea —dijo Charlie en aquella embarazosa ocasión, mirando a la joven mientras ella se alejaba presurosamente. La Crêpe House viste a sus camareras con una suerte de minifalda colonial de color púrpura, con una enorme lazada trasera que se mueve cuando andan.
—¿Te lo parece? —preguntó Harry—. A mí no. En realidad, me fastidia que no me ponga cachondo. Esa chica lleva dos semanas viviendo con nosotros y yo debería andar subiéndome por las paredes.
—Un poco mayorcito para eso, ¿no crees, jefe? De todas formas, hay mujeres que no resultan con algunos hombres. Por eso despiden a tantas modelos.
—Tal y como tú dices, lo tiene todo bien puesto. Una buena delantera, si te has fijado.
—Me he fijado.
—Lo curioso es que tampoco parece excitar a Nelson, que yo sepa.
Son buenos amigos; cuando ella está en casa se pasan horas en la habitación de él poniendo sus antiguos discos y hablando de Dios sabe qué. A veces, cuando salen de allí parece que él ha estado llorando, pero por lo que Jan y yo sabemos ella duerme en el cuarto de enfrente, donde la pusimos para contentar la primera noche a la abuela Springer, sin pensar por un instante que el arreglo iba a durar. Pero Bessie le está cogiendo ahora un poco de cariño, la chica ayuda en la casa más que Janice, así que a estas alturas creo que Bessie haría la vista gorda si Melanie durmiese en otro sitio.
—Tienen que andar follando —insistió Stavros, colocando las palmas sobre la mesa de esa forma tan definida, débilmente amenazadora, tan propia de él: las palmas boca abajo, los pulgares hacia arriba.
—Es lo que pensaría uno —convino Conejo—. Pero estos chavales son ahora muy raros. No paran de llegar de Colorado cartas en largos sobres blancos y pasan mucho tiempo respondiendo. El matasellos es de Colorado, pero la dirección impresa en la respuesta es de la oficina de algún decano de Kent. A lo mejor le han cateado.
Charlie apenas le escuchaba.
—Quizá debería telefonearle si Nelson no le hace tilín.
—Vamos, Charlie. Yo no he dicho eso, lo único es que no entiendo de qué va la cosa en casa. No creo que lo hagan en el asiento de atrás del Mustang, es de vinilo y los jóvenes de hoy son demasiado melindrosos.
Dio un sorbo de su margarita y se limpió la sal de los labios. El camarero era el mismo que el de los días del Barcelona, debían de tener la bodega llena de tequila.
—Si te digo la verdad, no puedo imaginarme a Nelson jodiendo con nadie, es un mocoso arisco.
—Tiene el cuerpo de su abuelo. Fred era resultón, no te engañes. Siempre se le iban las manos detrás de las empleadas, por eso se marcharon tantas. ¿De dónde dices que es?
—De California. Parece ser que su padre es algo así como un vagabundo, vive en Oregón después de haber ejercido como abogado. Sus padres se separaron hace tiempo.
—Así que está muy lejos de casa. Probablemente necesita un amigo, una persona más madura.
—Bueno, aquí estoy yo, justo al otro lado del pasillo.
—Tú eres de la familia, campeón. Eso no vale. Además, tú no aprecias a esa nena y seguro que ella lo ha notado. Las mujeres se dan cuenta.
—Charlie, tú podrías ser su padre.
—Aah. A esa clase de chicas mediterráneas les gusta ver un poco de vello gris en el pecho. Los viejos mastoras[10].
—¿Y ese corazón cascado?
Charlie sonrió y dejó la cuchara en la sopa fría de espinacas que le había servido Melanie.
—Todavía tiene cuerda para rato.
—Charlie, estás loco —exclamó Conejo, admirando una vez más, en la larga relación entre ambos, lo que él considera una comprensión superior de los elementos básicos de la vida por parte del otro hombre, elementos que Harry nunca consigue ordenar en su cabeza.
—La locura es lo que nos mantiene vivos —contestó Charlie, y dio un sorbo mientras cerraba los ojos tras sus gafas de cristales coloreados para saborear mejor la sopa.
—Demasiada nuez moscada. Tal vez a Janice le gustaría verme en casa, hace tiempo que no voy. Para tantear el terreno.
—Oye, no puedo recibirte en casa para que seduzcas a la novia de mi hijo.
—Tú has dicho que no era su novia.
—He dicho que no se comporta como si lo fuese, pero ¿qué sé yo?
—Tienes bastante buen olfato. Confío en él, campeón. —Cambió ligeramente de tema—. ¿Por qué Nelson aparece tanto por el concesionario?
—No lo sé; cuando Melanie está trabajando no tiene mucho que hacer, da vueltas por casa con Bessie, va con Janice a nadar en la piscina del club hasta que los ojos se le ponen rojos por el cloro. Estuvo buscando un trabajo en la ciudad pero no ha tenido suerte. No creo que lo haya intentado muy en serio.
—Quizá podríamos meterle en el concesionario.
—Yo no quiero. Las cosas aquí ya son demasiado cómodas para él.
—¿Va a volver a la universidad?
—No lo sé. Me da miedo preguntarle.
Stavros depositó con sumo cuidado la cuchara de la sopa.
—Miedo a preguntarle —repitió—. Y tú pagándole los estudios. Si mi padre le hubiera dicho alguna vez a alguien que tenía miedo de hacer algo conmigo, creo que se habría derrumbado el techo de la casa.
—Tal vez miedo no sea la palabra.
—Es la que has usado.
Charlie alzó los ojos, escudriñando con una expresión de aparente dolor a través de sus gruesas gafas para ver a Melanie más claramente cuando ella, con una ráfaga de bruscos movimientos de un púrpura colonial, puso ante Harry una Crêpe con Zucchini y sirvió a Charlie una Crêpe à la champignons et oignons. La fragancia de su vapor vegetal persistió como una nube de perfume destilada por los volantes del vestido de Melanie antes de que se retirase a toda prisa.
—Está buena —dijo Charlie, sin referirse a la comida—. Muy buena.
Conejo seguía sin verlo. Pensó en el cuerpo de Melanie sin aquellos volantes y no experimentó más que un cierto temor, como si viera un arma desenfundada o contemplase una máquina inflexible con la que su propio cuerpo blando no debía ponerse en contacto.
Pero se siente obligado a decirle a Janice:
—Hace tiempo que Charlie no viene a vernos.
Ella le mira con curiosidad.
—¿Quieres que venga? ¿No le ves lo suficiente en el trabajo?
—Sí… Pero tú no le ves allí.
—Charlie y yo ya nos vimos bastante en su momento.
—Mira, el chico vive con su madre, que cada vez se está convirtiendo en una carga más pesada, no se ha casado y se pasa la vida hablando de sus sobrinas y sobrinos, que no creo que le hagan ni puto caso…
—Muy bien, no hace falta que te enrolles. Me encanta verle. Pero debo decirte que me parece espeluznante que tú alientes el asunto.
—¿Por qué no? ¿Por aquella aventura pasada? No guardo ningún rencor. Te mejoró como persona.
—Gracias —dice Janice secamente. Con sentimiento de culpa, él intenta calcular cuántas noches hace que no le ha proporcionado un orgasmo. Estas noches de julio a uno le apetece otra cerveza más mientras ve batirse a los Phillies, y luego, en la cama, te invade un cansancio terrible, una beatitud inactiva que te hace comprender por qué los hombres pueden morir gustosa, alegremente, sumiéndose en la liberación eterna del infierno de tener que actuar. Cuando Janice lleva tiempo sin follar, sus ademanes se aceleran, y la idea de que va a venir Charlie intensifica esta agitación.
—¿Qué noche? —pregunta.
—Cualquiera. ¿Qué horario tiene Melanie esta semana?
—¿Qué tiene que ver eso con lo otro?
—Así podría conocerla de una forma adecuada. Le llevé a comer a esa crêperie, y aunque él trató de ser agradable con ella, Melanie andaba con prisas y la cosa salió mal.
—¿Qué tenía que salir bien?
—No empieces a hostigarme, el puto tiempo está demasiado húmedo. He estado pensando en pedirle a mamá que compremos a medias un nuevo aparato de aire acondicionado, he leído que el mejor es uno que se llama Friedrich. Con lo de «salir» me refería a un trato humano normal. Él estuvo preguntándome cosas embarazosas sobre Nelson.
—¿Como qué? ¿Qué es tan embarazoso respecto de Nelson?
—Como si va a volver o no a la universidad y por qué se deja ver tanto por el concesionario.
—¿Y por qué no iba a hacerlo? Era de su abuelo. Y a Nelson siempre le han encantado los coches.
—Por lo menos le gusta pasearse en ellos. El Mustang tiene más golpes, ¿lo has notado?
—No —dice Janice de una forma remilgada, sirviéndose más Campan. En una tentativa de rebajar su consumo de alcohol, para disminuir el ritmo de la progresiva «cinturitis», ha resuelto que el Campari con soda va a ser su bebida estival; pero sigue olvidándose de poner soda. Añade:
—Está acostumbrado a esas carreteras llanas de Ohio.
En Kent, Nelson compró el viejo Thunderbird a un estudiante de último curso y después, cuando decidió ir a Colorado, lo vendió por la mitad del precio que había pagado. Recordarlo agrava la sofocante sensación que tiene Conejo de estar siendo engañado. Le dice a su mujer:
—Allí también tienen el límite de velocidad de noventa kilómetros por hora. El pobre país está tratando de ahorrar gasolina antes de que los árabes transformen nuestros dólares en peniques de cinc, y ese hijito tuyo hace noventa en segunda.
Janice sabe que él se ha propuesto hacerla enfadar, y vuelve la espalda con rapidez, como en una película a cámara rápida, y se dirige hacia el teléfono del comedor.
—Le diré que venga la semana que viene —dice—. Si eso sirve para que dejes de chinchar.
Charlie siempre trae flores, en un cucurucho de papel verde sujeto con grapas, que tiende a Mamá Springer. Después de tantos años lamiéndole el culo a Fred, sabe cómo tratar a su viuda. Bessie las acepta sin excesivas fiestas; su nombre de soltera era Koerner y nunca aprobó del todo que Fred contratara a un griego; más tarde, su premonición se volvió cierta cuando Charlie tuvo con Janice una aventura de tan desastrosas consecuencias, por la época del primer alunizaje. Bueno, nadie viajaba mucho a la luna en aquellos tiempos.
Después de sacarles el papel, las flores son rosas del color de un caballo palomino. Janice las coloca en un jarrón, emitiendo arrullos. Se ha empingorotado para la ocasión con un ligero traje estival estampado con margaritas y enseña sus hombros bronceados; lleva la melena recogida por el calor reinante, para recordar a todo el mundo que su cuello es esbelto y poder lucir el collar de oro compuesto de diminutas escamas de pez superpuestas que Harry le regaló hace tres años, el día de su vigésimo aniversario de boda. Pagó novecientos dólares entonces, y ahora debe de valer mil quinientos, el oro se está poniendo por las nubes. Ella se inclina hacia delante para besar a Charlie, no en la mejilla sino en la boca, recordando sin esfuerzo a todos los que miran que sus dos cuerpos se han explorado a fondo.
—Charlie, estás tan flaco —le dice Janice—. ¿No comes bien?
—Me lo trago todo, Jan, pero ya no se me queda pegado a las costillas. En cambio tú estás fabulosa.
—Melanie nos ha metido a todos la manía de la salud. ¿No es verdad, mamá? Germen de trigo, brotes de alfalfa y no sé qué más. Yogur.
—Yo me encuentro mejor, como que Dios existe —declara Bessie—. No sé si es la alimentación o el ver un poco más de vida en esta casa.
Las uñas cuadradas de Charlie siguen descansando sobre el brazo moreno de Janice. Conejo observa el fenómeno como podría contemplar cualquier otra cosa de la naturaleza: un escarabajo japonés sobre una hoja, o dos ramas de un árbol que se frotan al viento. Entonces recuerda, parándose a pensar en las moléculas, cómo es el amor, enorme, piel sobre piel, planetas que colisionan.
—Comemos demasiado azúcar y sodio —apunta Melanie, con esa voz suya alegremente elevada que parece no guardar relación con lo que hay debajo, como una bendición no solicitada. La mano de Charlie ha soltado la piel de Janice; está atento como un guerrero; en la penumbra de esta habitación delantera por la que todos los visitantes de la casa deben pasar, su perfil brilla, mostrando las cejas bajas y la mandíbula prominente; le laten los músculos que rodean el hoyo de los maxilares. Parece más joven que en el concesionario, quizá porque aquí la luz es más débil.
—Melanie —dice Harry—, conoces a Charlie del almuerzo del otro día, ¿verdad?
—Por supuesto. Tomó champiñones y alcaparras.
—Cebollas —le corrige Charlie, con la mano todavía alzada para estrechar la suya.
—Charlie es mi mano derecha en el trabajo, o bien yo soy la suya, si digo lo que piensa él. Lleva vendiendo coches de Springer Motors desde…
No se le ocurre ningún chiste.
—Desde que los llamaban calesas sin caballos —continúa Charlie, y estrecha con su mano la de Melanie. Mientras observa la escena, Harry se maravilla de la angostura de la joven mano femenina. Nosotros nos ensanchamos por todas partes. Los pies de las ancianas: parecen barritas de pan venosas que fermentan. Distante de su propia mirada ausente, Melanie es de un tejido tan tirante como un calcetín nuevo. Charlie se la está trabajando.
—¿Cómo estás, Melanie? ¿Qué te parecen estos parajes?
—Bonitos —sonríe—. Casi pintorescos.
—Harry me ha dicho que eres de la costa oeste.
Ella alza los ojos de manera que se ve el blanco ocular bajo los iris mientras se remonta a sus orígenes lejanos.
—Oh, sí. Nací en Marin County. Mi madre vive ahora en un lugar que se llama Carmel. Está hacia el sur.
—Ya me lo han dicho —dice Charlie—. De allí son varias figuras del rock.
—No, en realidad, creo que no… Joan Baez, pero es más tradicional, por así decirlo. Vivimos en el sitio donde solíamos veranear.
—¿Cómo es eso?
Ella responde, sobresaltada:
—Mi padre era abogado de una empresa en San Francisco. Luego mi madre y él rompieron y tuvimos que vender la casa de Pacific Avenue. Ahora él está en Oregón aprendiendo el oficio de silvicultor.
—Una triste historia, podríamos decir —expresa Harry.
—Papá no piensa eso —le dice Melanie—. Está viviendo con una chica encantadora que tiene parte de sangre india.
—Retorno a la naturaleza —dice Charlie.
—Es el único sitio donde ir —añade Conejo—. Tomad un poco de soja.
Se trata de una broma, porque les está ofreciendo anacardos deshidratados por congelación en un tazón de desayuno, frutos que ha comprado hace quince minutos, obedeciendo a un impulso, en la tienda de comestibles contigua al comercio estatal de licores, tras apearse del veloz Mustang para hacerse con provisiones para la reunión nocturna. Casi le ha asustado el precio del tarro, 2,89 dólares, 30 centavos más caros que la última vez que reparó en ello, y ha alargado la mano hacia los cacahuetes. Pero también éstos valían más de un dólar, 1,09, cacahuetes con cáscara que él solía comprar de chico a 25 centavos una gran bolsa, así que se ha dicho, para qué demonios sirve entonces ser rico, y ha cogido al final los anacardos.
Se ofende cuando Charlie echa una mirada al tazón y levanta una palma melindrosa, sin coger ninguno.
—Sin sal —le apremia Harry—. Ricos en proteínas.
—Las porquerías, ni probarlas —comenta Charlie—. El médico dice que prohibido.
—¡Porquerías! —empieza a discutir Harry.
Pero Charlie mantiene su presión sobre Melanie.
—Todos los inviernos voy a pasar un mes en Florida. En Sarasota, en el lado del Golfo.
—¿Qué tiene que ver eso con California? —pregunta Janice, cortándole.
—Él mismo tipo de paraíso —responde Charlie, girando un hombro para seguir hablando directamente con Melanie—. Mi pasión. Arena en los zapatos, eso es lo grande, día tras día con los mismos shorts andrajosos. Está en el lado del Golfo. Detesto la parte de Miami. La única manera de llevarme allí sería en la panza de un caimán. Y también los hay: salen de esos canales, se plantan en tu jardín y se zampan al perrito de tu casa. Pasa mucho.
—Nunca he estado en Florida —dice Melanie, con ojos un tanto vidriosos, incluso tratándose de ella.
—Deberías conocerlo —le aconseja Charlie—. Es donde está la gente interesante.
—¿Quieres decir que nosotros no lo somos? —pregunta Conejo, pinchándole, echando un cable a Janice. Esto tiene que dolerle a ella. Prensa un anacardo entre las muelas y lo parte delicadamente, prolongando el placer. Esa primera fractura dentro, con la lengua, los dientes y la saliva. Le encantan los frutos secos. Alimentos limpios, no como la carne. En el paraíso terrenal comían eso y frutas. Deshidratados, los anacardos queman un poco. Le gustan más con sal, bañados en sodio, pero ha escogido esta clase por deferencia a Melanie, le está lavando el cerebro con esa historia de lo químico. Sin embargo, tiene que haber entrado algún producto artificial en los deshidratados por congelación, no hay nada comestible que sea inofensivo en la Tierra. Seguro que Janice está rabiando.
—Y no sólo hay viejos —continúa diciéndole Charlie a Melanie—. También hay mucha gente joven, viviendo del aire. Fabuloso.
—Janice —dice la señora Springer, pronunciando Chaniss—. Deberíamos salir a la galería y sacar bebidas. —Y a Charlie le dice—: Melanie ha hecho un ponche de frutas delicioso.
—¿Cuánta ginebra puede absorber? —pregunta Charlie.
Harry adora a este muchacho, a pesar de que se está ligando a Melanie delante de Janice; una vez en la solana, ya instalados con las bebidas en el mobiliario de aluminio y Janice en la cocina ocupándose de la cena, le pregunta, para darse pisto:
—¿Qué te pareció el discurso de Carter sobre la energía?
Charlie inclina la cabeza hacia la chica de mejillas sonrosadas y dice:
—Patético. El hombre tenía razón. Yo estoy sufriendo una crisis de confianza: en él.
Nadie se ríe, excepto Harry. Charlie pasa la bola.
—¿Qué opina usted, señora Springer?
Convocada a aparecer en escena, la anciana se alisa la tela del regazo y mira hacia abajo como si buscase migas.
—Parece un cristiano de buena voluntad, aunque Fred siempre decía que los demócratas no eran más que un instrumento en manos de los sindicatos. Y lo siguen siendo. Algún hombre de negocios de los suyos debería tener mejores ideas para frenar la inflación.
—Él es un hombre de negocios, Bessie —dice Harry—. Cultiva cacahuetes. El almacén que tiene por ahí engorda más que nosotros.
—A mí me pareció triste —añade inesperadamente Melanie, echándose hacia delante de tal forma que su blusa holgada de estilo gitano descubre una hendidura, un pasillo de aire entre sus pechos sin sujetador— el modo en que dijo que la gente pensaba, por primera vez, que las cosas iban a empeorar en vez de ir a mejor.
—Triste si eres una jovencita como tú —dice Charlie—. Para los carcamales como nosotros, las cosas van a ir peor de todos modos.
—¿Tú crees? —pregunta Harry, sinceramente sorprendido. Él ve su vida como si acabase de empezarla, sobre un terreno por fin despejado, ahora que dispone de un margen de recursos y que se ha apaciguado el terror contenido que siempre le produjo zozobra. Desea menos cosas. La libertad, que él siempre creyó que era un movimiento hacia el exterior, resulta que es esta calma interior.
—Claro que lo creo —dice Charlie—, pero ¿qué piensa esta chica encantadora? ¿Que la fiesta se ha acabado? ¿Cómo puede pensar eso ella?
—Yo creo… —empieza Melanie—. Oh, no sé. Bessie, ayúdeme.
Harry desconocía que llamase a la abuela por su nombre de pila. Necesitó vivir varios años con ella para sentirse a gusto tuteándola, y realmente no ocurrió hasta un día en que la sorprendió accidentalmente en el cuarto de baño, porque Janice había acaparado el de ambos.
—Di lo que tienes en la cabeza —le aconseja la mujer de edad a la más joven—. Todo el mundo lo está haciendo.
Las brillantes órbitas de los ojos de Melanie le exploran la cara con una mirada amplia y acaban poniendo los ojos en blanco como en las imágenes de santos.
—Creo que podemos aprender a prescindir de las cosas que están agotándose. Yo no necesito cuchillos de trinchar eléctricos y todo eso. Me preocupan más los caracoles y las ballenas que el hierro y el petróleo.
Se demora en la última palabra, pronunciándola en cuatro sílabas, y mira fijamente a Harry. Como si él tuviera algo que ver con el petróleo. Harry decide que lo que le incomoda de ella es que siempre parece que está intentando hipnotizarle.
—Quiero decir —prosigue Melanie— que mientras haya seres que crecen, existe todavía un mundo con infinitas posibilidades.
El tarareo entre sus palabras gravita sobre el espacio cada vez más oscuro del porche. Alien. Moonraker.
—Una gran parcela de hierba —dice Harry—. A todo esto, ¿dónde coño se ha metido Nelson?
Le fastidia, supone, que esta chica que está fuera del mundo hace que parezca más pequeño. Hasta la vieja y gorda Bessie le atrae más sexualmente. Por lo menos la voz de la anciana posee el sabor del condado y mucho de su propia vida. Aquella vez que entró por error en su cuarto de baño no vio gran cosa; ella gritó, sentada en la taza con la falda alrededor de las rodillas, y él la oyó chillar y apenas vio nada, sólo un costado blanco como el mostrador de mármol de un carnicero.
Bessie responde quejumbrosamente:
—Creo que ha salido a coger algo. Lo sabrá Janice.
Janice llega a la entrada del porche, atractiva con sus margaritas y su delantal naranja.
—Ha salido a eso de las seis con Billy Fosnacht. Ya deberían estar de vuelta.
—¿Qué coche han cogido?
—El Corona. Tú estabas en la tienda de licores con el Mustang.
—Oh, fantástico. ¿Qué está haciendo Billy Fosnacht por aquí? ¿Por qué no está en el ejército, como voluntario?
Se siente como si montase un número de autoridad para Charlie y Melanie.
Hay también autoridad en el modo en que Janice enarbola una cuchara de madera. Dice, dirigiéndose a todos en general:
—Parece que le van muy bien las cosas. Está en el primer curso de la facultad en algún sitio de Nueva Inglaterra. Quiere ser un… ¿cómo llaman a eso?
—Oftalmólogo —dice Conejo.
—Endodoncista.
—Dios santo —es todo lo que acierta a decir Harry. Diez años atrás, la noche en que se incendió su casa, Billy había llamado perra a su madre, Peggy. Desde entonces había visto a Billy con frecuencia, a lo largo de aquellos años en que Nelson estuvo en el instituto de Mount Judge, pero nunca olvidó cómo Peggy había abofeteado a aquel niño de doce o quizá trece años, y la huella de sus dedos volviéndose rosa sobre la delicada mejilla de su hijo. Entonces él la llamó puta; la lechada caliente de Harry dentro de ella. Esa misma noche, más tarde, Nelson había jurado matar a su padre. «Puto cabrón, la has dejado morir. Te voy a matar. Te voy a matar». Harry había levantado los brazos dispuesto a pelear. Las desdichas de la vida le han distanciado de los rostros del porche; en el silencio reinante oye el repicar lejano del martillo de una vecina.
—¿Cómo están Ollie y Peggy? —inquiere con voz ronca, a pesar de habérsela aclarado. Ha ido perdiendo de vista a los padres de Billy conforme el negocio de los Toyota le iba encumbrando en el condado.
—Más o menos igual —responde Janice—. Ollie sigue en la tienda de música. Dicen que Peggy anda metida en política.
Vuelve a sus pucheros.
Charlie le dice a Melanie:
—Deberías sacar un billete para Florida cuando te hartes de estar aquí.
—¿A qué viene tanto empeño con Florida? —le pregunta Harry en voz alta—. Te dice que es de California y tú erre que erre con Florida. No veo la relación.
Charlie ataca su ponche rosa con alcohol y ofrece un aspecto de patético solterón, con la piel incluso más tirante hacia las planicies de su cráneo.
—Nosotros sí la vemos.
Melanie grita hacia la cocina:
—Janice, ¿puedo ayudarla en algo?
—No, gracias, querida; casi está hecho. ¿Todo el mundo tiene hambre? ¿Alguien quiere otra ronda?
—¿Por qué no? —contesta Harry, y se siente imprudente. La velada no va a ser divertida, tendrá que divertirse a solas—. ¿Tú qué dices, Charlie?
—Ni hablar, campeón. Mi tope es una copa. Los médicos me han dicho incluso que en mi estado es mejor no tomarla.
Y a Melanie le pregunta:
—¿Cómo está tu biberón?
—No lo llames biberón, es descortés —dice Harry, simulando que participa en una justa—. Admiro a cualquiera de esta generación que no se destroza el organismo con píldoras y copas. Desde que Nelson ha vuelto, las latas de cerveza van y vienen en la nevera como el carbón que cae por una rampa.
Tiene la impresión de que ha dicho esto mismo hace poco.
—Le traeré algo más —canturrea Melanie, y coge el vaso de Charlie y también el de Harry. Es como si no tuviera un nombre para él, se ha fijado Harry. El padre de Nelson. Un vejestorio. Fuera de este mundo.
—Mi copa que sea suave —dice Harry—. Un gin-tonic.
Mamá Springer ha estado allí sentada pensando en sus cosas. Le dice a Stavros:
—Nelson me ha estado haciendo preguntas sobre cómo funciona el concesionario, cuántos vendedores hay, cuánto cobran y demás.
Charlie traslada su peso en la silla.
—El asunto de la gasolina va a afectar a la venta de automóviles. La gente no comprará vacas a las que no pueda alimentar. Y eso que hasta ahora Toyota ha salido del paso bastante airosamente.
Harry interviene.
—Bessie, no hay forma de hacerle un sitio a Nelson en la sección de ventas sin herir los sentimientos de Jake y Rudy. Son hombres casados que tienen que mantener a sus hijos con las comisiones. Si quieres puedo hablar con Manny y ver si le puede meter en la sección de lavado.
—No quiere lavar coches —grita agudamente Janice desde la cocina.
Mamá Springer lo corrobora:
—Sí, me ha dicho que le gustaría ver cómo se las apaña en ventas, ya sabes que siempre admiró mucho a Fred, para él era un ídolo…
—Oh, vamos —dice Harry—. No le ha importado un comino ninguno de sus abuelos desde que aprobó décimo curso. En cuanto empezó con el rock y las chicas, pensaba que todas las personas mayores de veinte años eran bobas. Lo único que quería era salir disparado de Brewer, y yo le dije, muy bien, aquí tienes tu billete, lárgate. Así que ¿por qué anda ahora cuchicheando a escondidas con su madre y su abuela?
Melanie trae bebidas para los dos hombres. Erguida como una camarera, sujeta una servilleta triangular de papel bajo la base empañada de los vasos. Conejo da un sorbo y descubre que la bebida está fuerte pese a que la ha pedido suave. ¿Un mensaje de amor, tal vez?
Mamá Springer descansa las manos sobre los muslos e impulsa los codos hacia delante, todos llenos de pliegues, como la cara de un pequeño dogo.
—Mira, Harry…
—Ya sé lo que vas a decir. Eres propietaria de la mitad de la empresa. Tanto mejor para ti, Bessie, me alegro. Si yo hubiera sido Fred te la habría dejado entera.
Se vuelve con rapidez hacia Melanie y le dice:
—Lo que tendrían que hacer realmente con esta crisis de gasolina es volver a sacar los tranvías. Eres demasiado joven para acordarte. Iban sobre raíles, pero recibían la energía de cables eléctricos aéreos. Muy limpio. Iban a todas partes cuando yo era un niño.
—Oh, ya sé. Todavía hay en San Francisco.
—Harry, lo que quería decir…
—Pero no la diriges tú —continúa Harry, volviéndose hacia su suegra— y nunca lo has hecho, y por lo que a mí respecta, si Nelson quiere empezar a trabajar allí, tendrá que lavar coches como empleado de Manny. No quiero que esté en la sala de ventas. No conoce la forma correcta de comportarse. Ni siquiera es capaz de ponerse derecho y sonreír.
—Yo creía que eran funiculares —le comenta Charlie a Melanie.
—Oh, sólo hay esos que suben a unas cuantas colinas. Todo el mundo dice que son muy peligrosos, los cables crujen. Pero a los turistas les hace ilusión.
—Harry. La cena —dice Janice. Está muy seria—. No vamos a esperar más a Nelson, son más de las ocho.
—Siento haberme puesto duro —les dice a los presentes cuando se levantan para acercarse a la mesa—. Pero fijaos, el chico ni siquiera tiene la educación de venir a cenar a la hora.
—Tu propio hijo —añade Janice.
—Melanie, ¿tú que crees? ¿Qué proyectos tiene? ¿Va a volver a la universidad para acabar sus estudios?
La sonrisa de Melanie permanece fija, pero parece de hojaldre, pintada.
—Es posible que Nelson piense —dice con todo cuidado— que ya ha estado el tiempo suficiente en la universidad.
—Pero ¿dónde está su título? —Harry oye el eco de su propia voz en la cabeza como algo estridente que suena a retenido—. ¿Dónde está su título? —repite, sin obtener respuesta.
Janice ha encendido las velas que hay sobre la mesa del comedor, aunque el día de julio es tan radiante que parecen lúgubres. Ha querido que la velada resulte agradable para Charlie. Mi querida Jan. Cuando Harry se dirige hacia la mesa por detrás de ella, sus ojos advierten lo que raramente ve, su pálida nuca desnuda. En el rumor de pies que se produce cuando todos ocupan sus sitios, Harry roza el brazo de Melanie, también desnudo, y lanza una mirada desde arriba a los declives maduros holgadamente encubiertos por la blusa zíngara. Firmes. Musita a su lado:
—Lo siento, no quería ponerte en un aprieto. Sólo intentaba descubrir cuál es el juego de Nelson.
—Oh, no tiene importancia —contesta ella con voz cantarina. Le caen los bucles y tiemblan; sus mejillas llamean por dentro. Mientras Mamá Springer se dirige con pesadez hacia su puesto en la cabecera de la mesa, la muchacha mira de reojo a Harry con un brillo que él juzga malicioso y añade—: Creo que un factor, ¿sabe?, es que Nelson está empezando a preocuparse más por la seguridad.
Él no acaba de entenderla. Se diría que el chico va a ingresar en el servicio secreto.
Las sillas chirrían. Aguardan mientras un espectro de gracia vuela sobre sus cabezas. Luego Janice hunde la cuchara en la sopa de tomate, del mismo color que el Corona de Harry. ¿Dónde está el automóvil? Fuera, en la noche. Rara vez se sientan en esta habitación, incluso ahora que son cinco comen en torno a la mesa de la cocina, y Harry acaba de reparar en ello, recostado contra el aparador donde están reunidos los objetos de plata de la familia, fotos coloreadas de Janice como estudiante de último año de instituto, con el pelo peinado y recogido por debajo, hasta los hombros, como un paje, fotos de Nelson abrazado a su osito predilecto (el de un solo ojo), en un asiento teatral junto a una ventana soleada de esta misma casa y luego como estudiante también de último año, con el pelo casi tan largo como el de Janice pero menos peinado y con aspecto grasiento, y esa amplia sonrisa torcida ante la cámara, medio retadora. Fred Springer, en un marco dorado más ancho que el de su hija y su nieto, con la mirada empañada y la cortesía sin ambages del mágico cuarto oscuro de la galería de retratos, mira fijamente, con una visión estudiada de tres cuartos, a aquello que puedan ver los muertos.
Charlie pregunta a los comensales:
—¿Habéis visto la fiesta que Nixon ha organizado en San Clemente para conmemorar el aniversario de la llegada a la Luna? Deberían conservarle vivo para siempre, como ejemplo de lo que se puede hacer a base de jeta.
—Hizo algunas cosas buenas —dice Mamá Springer, con esa voz suya que, de un modo u otro, denota ofensa, rigidez y sequedad. Harry es sensible a esa voz después de todos estos años.
Trata de ayudarla, de disculparse por haber sido brusco con ella a propósito de quién dirige la empresa.
—Nos abrió las puertas de China —comenta.
—Y resultó ser una lata de gusanos —expresa Stavros—. Por lo menos durante todos los años en que nos odiaban no nos costaron un centavo. Esa fiesta de Nixon tampoco fue barata. Estaba todo el mundo: Red Skelton, Buzz Aldrin.
—Yo creo que eso le destrozó el corazón a Fred, os lo digo —afirma Mamá Springer—. Watergate. Siguió el asunto hasta el final, cuando apenas podía levantar la cabeza de la almohada, y solía decirme: «Bessie, nunca hemos tenido un presidente que no haya hecho algo malo. Se la tienen jurada porque es un muchacho sin encanto. Si hubiera sido Roosevelt o uno de los Kennedy —decía—, no habrían dicho ni pío sobre Watergate». Él, además, se lo creía.
Harry echa una ojeada a la fotografía enmarcada en oro y se imagina que Fred ha asentido.
—Yo también lo creo —afirma—. El viejo Springer nunca me dejó seguir un mal camino.
Bessie le lanza una mirada para ver si es sarcasmo. Él se queda rígido, como en una foto.
—Hablando de los Kennedy —tercia Charlie, realmente está muy locuaz para haberse tomado sólo una copa inofensiva—, los periódicos están dando otro repaso a lo de Chappaquiddick. Pero ¿qué más se puede decir de un tipo que va a cepillarse a una mujer y en vez de eso salta con el coche desde un puente?
Bessie quizás ha tomado un traguito de jerez, porque están a punto de saltársele las lágrimas.
—Fred —dice— nunca hubiera aceptado que fuese tan sencillo. «Mira el resultado», me dijo más de una vez. «Mira el resultado y saca conclusiones de él». —Sus ojos oscuros como bayas invitan a los demás a hacerlo, misteriosamente—. «¿Cuál fue el resultado?» —Parece hallarse en su misma voz—. «Fue que una pobre chica de las regiones mineras del norte perdió la vida».
—Oh, mamá —exclama Janice—. Papá la tenía tomada con los demócratas. Yo le quería muchísimo, pero estaba obsesionado con eso.
Charlie dice:
—No sé, Jan. Lo peor que le he oído decir a tu padre sobre Roosevelt fue que nos metió con engaños en una guerra y que murió con su amante, y resultó que ambas cosas eran ciertas.
Tras decir esto mira a la vela como un fullero que acaba de tirar un as sobre el tapete.
—Y lo que nos dicen ahora sobre las aventuras que se corría Jack Kennedy con las putillas de los hampones y chicas de la calle a las que Fred Springer no se hubiera acercado ni en sus sueños más delirantes.
Otro as. Se parece un poco, piensa Harry, al viejo Springer: sienes huecas, bien peinado. Incluso esas cejas ralas que sobresalen como si fueran artillería de juguete.
Harry dice:
—Nunca he entendido qué hubo de malo en lo de Chappaquiddick. Él intentó sacarla del coche.
Agua, llamas, las lenguas de Dios, un hombre es impotente.
—Lo malo fue —dice Bessie— que él la metió dentro.
—¿Qué opinas tú, Melanie? —pregunta Harry, adelantándose a Charlie para fastidiarle—. ¿A qué partido apoyas?
—Oh, los partidos —responde ella, en trance—. Creo que los dos son malvados. —Mal-va-dos: una palabra en el aire—. Pero respecto a lo de Chappaquiddick, una amiga mía pasa todos los veranos en la isla y dice que no comprende cómo no se caen más coches por el puente, no hay barandilla ni nada. La sopa está muy rica —le dice a Janice.
—Esa sopa de espinacas del otro día estaba fabulosa —le dice Charlie a Melanie—. Quizá se les fue la mano en la nuez moscada.
Janice ha estado fumando un cigarrillo y aguzando el oído por si oye cerrar la puerta de un coche.
—Harry, ¿me puedes ayudar a llevar esto? A lo mejor prefieres trinchar en la cocina.
La cocina apesta al fuerte y repugnante olor del cordero asado. A Harry no le gusta que le recuerden que comemos seres vivos, con ojos y corazón: le gustan los frutos secos salados, las hamburguesas, la comida china, el pastel de frutas troceadas.
—Ya sabes que soy incapaz de trinchar un cordero —dice—. Nadie puede hacerlo. Lo has puesto simplemente porque crees que es lo que comen los griegos, para lucirte ante tu antiguo amante.
Ella le entrega el juego de trinchar con los mangos de hueso desiguales.
—Lo has hecho centenares de veces. No tienes más que cortar rodajas perpendiculares al hueso.
—Parece fácil. Hazlo tú si es tan puñeteramente fácil.
Está pensando que apuñalar a alguien es tal vez más difícil de lo que parece en las películas, la carne tierna opone una gran resistencia, es elástica y dura. Mejor sería abrirle la cabeza con una piedra, si llegara el caso, o con ese huevo verde de cristal que Mamá Springer ha puesto de adorno en el cuarto de estar.
—Escucha —sisea Janice. La puerta de un automóvil se ha cerrado de golpe en la calle. Unas pisadas resuenan sobre un porche, su porche, y la puerta atascada de la entrada principal se abre con un estampido. Un coro de voces en torno a la mesa saluda a Nelson. Pero él pasa de largo, en busca de sus padres, y los encuentra en la cocina.
—Nelson —dice Janice—. Empezábamos a preocuparnos.
El chico jadea, no a causa del esfuerzo sino con el asfixiado resuello del miedo. Parece bajo pero musculoso, con su camiseta teñida de color vino: el atuendo de un ladrón para trepar a una ventana. Pero sorprendido aquí, bajo la brillante luz de la cocina, evita mirar a Harry a los ojos.
—Papá. He tenido un pequeño contratiempo.
—El coche. Me lo figuraba.
—Sí. El Toyota tiene un arañazo.
—Mi Corona. ¿Un arañazo? ¿Qué quieres decir?
—No hay ningún herido, no te pongas nervioso.
—¿Algún otro coche?
—No, o sea que no te preocupes, nadie te va a denunciar.
La aseveración es despectiva.
—No te pongas chulo conmigo.
—Vale, vale, Jesús.
—¿Lo has traído a casa?
El chico asiente con la cabeza.
Harry devuelve el cuchillo a Janice y sale de la cocina para dirigirse al grupo que cena a la luz de las velas: Mamá en la cabecera, la Melanie de ojos brillantes a su lado y Charlie junto a ella; sus gemelos cuadrados reflejan el destello de una llama.
—Que nadie pierda la calma. Un simple contratiempo, dice Nelson. Charlie, ¿quieres ir a trinchar el cordero? Tengo que echar un vistazo.
Quiere ponerle la mano encima al chico, no sabe si para darle un empujón o para satisfacer su instinto; el contacto real decidiría por él, pero Nelson está justo fuera del alcance de la punta de los dedos de su padre, adentrándose en la noche veraniega. Ya están encendidas las farolas y el Corona de color tomate parece un artefacto maligno bajo el resplandor venoso del sodio: una hueca sombra negra, con su brillo metálico arrancado. Con las prisas, Nelson ha aparcado en un lugar prohibido, con el lado del conductor paralelo al bordillo. Harry dice:
—Este lado parece que está bien.
—Es el otro, papá —le explica Nelson—. Verás, Billy y yo volvíamos de Allenville, donde vive su novia, por esa carretera secundaria llena de curvas, y como yo sabía que iba a llegar tarde a lo mejor he apretado un poco, no sé, no se puede ir muy deprisa por esas carreteras, tienen muchas vueltas. Y esa marmota o lo que fuera se me vino encima y al tratar de esquivarla me salí un poco de la carretera y la parte de atrás rozó con un poste telefónico. Ha ocurrido tan rápido que no podía creerlo.
Harry está ya en el otro lado y examina los daños bajo la pálida luz. La ralladura empieza en la mitad de la puerta trasera y va ahondándose hasta alcanzar la puertecilla del tapón de gasolina; en cuanto el poste ha llegado al intermitente de atrás y al pequeño piloto de posición rectangular, no ha encontrado obstáculo para romperlos; el plástico translúcido está rajado y roto como un envoltorio navideño, y han quedado al descubierto bastantes cables del sistema eléctrico. El parachoques de uretano, que proporcionaba a Harry una ligera sensación sensual siempre que el coche tocaba el muro divisorio de cemento de la plaza de aparcamiento del concesionario, con su nombre —ANGSTROM— estarcido, está desencajado. La abolladura afecta también a la puerta del maletero, que nunca volverá a cerrar igual que antes.
Nelson está parloteando:
—Billy conoce a ese chico que trabaja en una chapistería cerca del puente que va a Brewer oeste y dice que deberías llevarlo a uno de esos garajes caros donde te clavan una pasta por valorar los daños y luego, cuando la compañía de seguros te pague el talón, darle el coche a él para que te lo repare por menos dinero. Así todo el mundo sacará un beneficio que se puede repartir.
—Beneficio —repite Harry, paralizado.
Clavos o remaches del poste han dejado cuchilladas simétricas por toda la longitud de la superficie abollada por la colisión. Los flejes de cromo y caucho han quedado retorcidos y sueltos en ángulo, y detrás del hueco de la rueda de este lado —protegida por un ligero ensanchamiento saliente como una ceja, uno de los numerosos detallitos que los japoneses cuidan mucho—, un segmento de la banda lateral ha desaparecido por completo, dejando una serie de agujeros diminutos. Hasta el tapacubos de numerosas varillas está abollado y sucio. Siente como si tuviese una herida en su propio costado. Siente que está presenciando bajo una luz maligna una fechoría en la que él ha colaborado.
—Oh, venga, papá —exclama Nelson—. No hagas una tragedia por esto. Va a pagar la reparación la compañía de seguros, no tú, y de todas formas puedes agenciarte uno nuevo casi gratis, ¿no te hacen esos descuentos increíbles?
—Increíble —repite Conejo—. Sales por ahí y me lo destrozas. Mi Corona.
—No lo hice adrede, fue un accidente, mierda. ¿Qué quieres que haga, que mee sangre? ¿Que me ponga de rodillas y llore?
—No te molestes.
—Papá, es sólo una cosa; parece como si hubieras perdido a tu mejor amigo.
Una brisa, demasiado alta para alcanzarles, agita la copa de los árboles y hace que la luz de la farola tiemble sobre el metal deformado. Harry suspira.
—Bueno. ¿Y qué hizo la marmota?