3
Han abierto una nueva tienda en Weiser Street, en una de esas manzanas destartaladas que se extienden entre el puente y el paseo, enfrente del viejo bazar de siempre que vende periódicos de otras ciudades, cacahuetes pelados calientes y revistas porno para «homos» y para «heteros». A juzgar por su aspecto, el nuevo establecimiento podría asimismo traficar con cochinadas, pues unas largas y finas persianas venecianas amarillas encubren el cristal del escaparate, y el rótulo que figura en las ventanas es sorprendentemente discreto. Letras doradas, muy pequeñas y con ribetes negros, rezan simplemente: alternativas fiscales y, debajo, una inscripción aún más pequeña: se compran y se venden monedas antiguas, plata y oro. Harry pasa en coche por delante todos los días, y un día en que puede introducirse entre dos plazas vacías de pago sin estorbar el tráfico, aparca y entra en el comercio. Al día siguiente, tras ciertas diligencias en su banco, el Brewer Trust, dos manzanas más allá, sale de Alternativas Fiscales con treinta Krugerrand[17] que le han costado 377,14 dólares cada uno, comisión e impuestos sobre ventas incluidos, por un valor de 11.314,20. Ha calculado rápidamente estas cifras una muchacha de cabello platino; sus largas uñas escarlata no parecen haberle impedido operar con la calculadora de bolsillo. Era la única persona a la vista, sentada ante una amplia mesa recubierta de cristal, de bordes beis y silla giratoria a juego. Pero había voces y presencias expectantes en las otras dependencias, cuartos traseros en los que ella desaparecía y de los que regresaba con el oro. Las monedas venían envueltas en bonitos cilindros de plástico, con quince piezas cada uno, y tapas redondas azules que recordaban las tazas de retrete de una casa de muñecas; en efecto, había pedazos de lo que parecía papel higiénico en el agujero de cada tapa para cerrarla con más fuerza y ocultar el mínimo resquicio del sagrado metal. Los cilindros pesan tanto que amenazan con perforar los bolsillos de la chaqueta de Harry cuando sube saltando las escaleras de la casa de Mamá Springer para reunirse con su familia. En el interior, Pru está haciendo punto, sentada en el sofá gris, y Bessie Springer se ha instalado en la tumbona para mantener las piernas en alto mientras un locutorzuelo de dicción rápida y aguda le lee desde Filadelfia las noticias de las seis. El alcalde Frank Rizzo ha rechazado una vez más las acusaciones de violencia policial, dice, con una voz rauda y seca que retira de un tirón la alfombra de cada palabra. Filadelfia había sido antes una ciudad lejana que nadie se atrevía a visitar, pero la televisión la ha aproximado, ha traído hasta la puerta de casa sus asesinatos y la política local.
—¿Dónde está Janice? —pregunta Harry.
—Chsss… —dice Mamá Springer.
—Ha ido con Nelson al club, para completar unos dobles de damas —contesta Pru— y luego creo que iban a ir a comprar un traje.
—Me parece que se compró un traje nuevo este verano.
—Pero fue para el trabajo. Creen que necesita un traje de tres piezas para la boda.
—Ahí va, la boda. ¿Qué tal las sesiones con ese curita?
—A mí no me molestan. Nelson las odia.
—Dice que va sólo por darle gusto a su abuela —vocea Mamá Springer, girándose para lanzar la voz alrededor del cabezal—. Creo que le están haciendo mucho bien.
Ninguna de las mujeres repara en el bulto de su chaqueta, aunque parecen los cojones de un toro que tiran de sus bolsillos. Él quiere ver a Janice. Sube al piso de arriba y desliza los dos cilindros compactos e inmaculados en el fondo de su mesilla de noche, en el cajón donde guarda un par de gafas de lectura de repuesto, la punta de goma sobre un mango de plástico con la que teóricamente se frota las encías para mantenerse a salvo de las manos del periodontista, y los tapones de cera rosada que a veces se coloca en los oídos, cuando le entra la neura y no puede silenciar el ruido de la casa. En este mismo cajón solía guardar condones, durante el intervalo transcurrido entre que Janice decidió que la píldora era perjudicial para ella y el momento en que le cauterizaron las trompas, pero de aquello hacía mucho tiempo y él los tiró todos, toda la diminuta caja de hojalata, al descubrir indicios —la tapa mal cerrada, quizá sólo eran figuraciones suyas— de que Nelson, o alguna otra persona, había hurgado en la caja y sustraído un par de ellos. A partir de aquel momento, viviendo con el chico, empezó a sentir que le faltaba espacio. Durante todo el tiempo en que Nelson permaneció absorto en sus estadísticas de béisbol, aquella guitarra o incluso los discos de rock cuyo sonido impregnaba cada rincón de la casa, el hecho de que ocupase la habitación del fondo del pasillo no era más incómodo que la pervivencia de la propia infancia de Conejo en un anexo de su cerebro; pero cuando dio comienzo la historia de las hormonas, las chicas, los coches y las cervezas, Harry renegó de la paternidad. Dos visiones delimitan su bienestar en este asunto de hombres que descienden de hombres. La primera sucedió a la edad de doce o trece años, cuando entró en el dormitorio de sus padres, en la vivienda de Jackson Road, sin saber que su padre estaba allí, y el anciano se encontraba de pie delante de la cómoda, sin más ropa que unos calcetines y una camiseta, revolviendo inocentemente en un cajón en busca de los calzoncillos, aquellos como de boxeador que a Harry, por lo menos, siempre le parecieron tristes e insulsos; y allí estaba el trasero desnudo de su padre, las posaderas tan blancas, fláccidas, lampiñas, carne muda y desvalida que expelía mierda trabajosamente una vez al día y que, por lo demás, colgaba al aire del mundo como ropa blanca sin planchar; la segunda, cuando Nelson tenía más o menos esa misma edad, debía de ser un año mayor, porque ya estaban viviendo en esta casa y se mudaron a ella cuando el chico contaba trece años, Harry entró fortuitamente en el cuarto de baño sin pensar que Nelson estaría saliendo de la ducha, y vio a su hijo de frente: tenía ya vello púbico y, si bien su cuerpo era aún flaco y menudo, una polla de tamaño adulto, gruesa y oval, y circuncisa, a diferencia de la de Conejo, y quizá por ello de apariencia brutal y grande. Grande. Esto ocurrió años antes de que robaran los condones. El cajón tabletea, atorado, y Harry trata de desatascarlo, oyendo que Janice y Nelson han llegado a casa y que las nuevas del partido de tenis y del mundo exterior resuenan en la planta baja. Harry quiere reservar sus propias noticias para Janice y dejarla pasmada. De repente el cajón se cierra suavemente y sonríe, previendo el asombro con que ella recibirá su reluciente y precioso secreto forrado de plomo.
Al igual que sucede con muchos deleites anticipados, la cosa no suele salir exactamente según lo previsto. Para cuando suben juntos la escalera, es más tarde de lo que convendría y están intranquilos y achispados. Han cenado temprano porque Nelson y Pru iban a ver al «Sopas[18]», como ambos llaman a Campbell, para la tercera sesión prematrimonial. Han vuelto a eso de las nueve y media, y Nelson estaba tan enfurecido que tuvieron que sacar de nuevo el vino de la cena mientras él, con una lata de cerveza en la mano, hacía una imitación del joven párroco introduciendo a la Iglesia en el espacio íntimo de la pareja.
—Y el tío venga a repetir que la Iglesia es la nooo-via de Criiisto. Y yo con ganas de preguntarle: ¿y tú de quién eres la novia?
—Nelson —dijo Janice, mirando de reojo a la cocina, donde su madre se está preparando Ovaltine.
—Resumiendo, es obsceno —insistía Nelson—. ¿Qué hace entonces él, darle por culo a la Iglesia?
Pru se rió y Harry se dio cuenta. ¿Le hacía eso Nelson a ella? Era casi la última cosa fuera de lo común que les quedaba a estos chicos, pues la mamada ahora se ve en todas las revistas, un chupeteo le llaman; había ese filme, Champú, en el que Julie Christie, a quien uno asocia con dramas de época, toda emperejilada con sus tocas, proclamaba directamente en la pantalla que quería mamársela a Warren Beatty, lo decía de veras, y ni siquiera era una película X, era tolerada, con todas aquellas parejas adolescentes haciendo manitas en las butacas, tan amarteladas como si estuvieran viendo una reposición de Showboat, de Kathryn Grayson y Howard Keel, y las chicas riéndose al alimón con los chicos. El cuerpo de Pru, mudo, de largos huesos, no revela sus hábitos, ni tampoco lo hacen sus labios pálidos, que en reposo ofrecen un gesto seco y apretado, una expresión que quizá se aprende en la escuela de secretarias. «Fabulosa en la cama», había dicho Nelson.
—Lo siento, mamá, pero me jode mucho. Me obliga a decir esas cosas en las que no creo y se hace el gracioso, como si todo fuera una broma de mierda. Abuela, ¿cómo podéis soportarle tú y las otras señoras?
Bessie había vuelto de la cocina con su tazón de Ovaltine humeante y lo miraba fijamente, con el pelo bien sujeto contra el cráneo, y la redecilla por encima para irse a la cama.
—Oh —dijo—, es superior a algunos e inferior a otros. Por lo menos no nos asfixia con el incienso como aquel que al final se hizo sacerdote griego ortodoxo. Y ha llevado a cabo un buen trabajo obligando a los intransigentes a aceptar la nueva fórmula. A mí todavía me salen sin querer algunas respuestas de antes.
Pru intervino:
—Sopas parece muy orgulloso de que la nueva liturgia no incluya la palabra «obedecer».
—La gente nunca ha obedecido, supongo que por eso la han quitado —comentó Mamá.
Janice parecía resuelta a persuadir a Nelson por su cuenta.
—No deberías oponer tanta resistencia, Nelson. El hombre se está desviviendo por darnos un servicio religioso, y por su modo de actuar creo que le gustas de verdad. Realmente tiene tacto con la gente joven.
—Lo ha tenido siempre —respondió Nelson, lo suficientemente bajo para que no le oyera Mamá Springer, y luego parodiando en voz alta—: Mis queridos padres eran viejos. Es un milagro que yo esté vivo. Por si os extraña que tenga esta pinta de seta venenosa.
—No debería importarte el aspecto físico de la gente —manifestó Janice.
—Oh, sí, mamá, ya sé, lo malo es que me importa.
Continuaron así durante un rato, fue tan divertido como la televisión, Nelson imitando la voz melosa de Sopas, Janice abogando por la razón y la caridad, Mamá Springer navegando a la deriva por su mundo donde la Iglesia Episcopal ha presidido desde la Creación; pero Harry se sentía por encima de todos ellos, un hombre de oro aguardando a llevar a su mujer arriba para enseñarle el tesoro común. Cuando decayó el jolgorio y llegó la hora en que proyectaban una reposición de M.A.S.H. que Nelson quería ver, la joven pareja, de pronto fatigada y acosada, se instaló en el sofá y se fundió en una sola persona. Ya cada uno se coloca en su lugar habitual, Pru en el extremo, con la mesita roja al lado para su licor de menta y su labor de punto, y Nelson en el cojín del medio, con los pies enfundados en unas Adidas sobre la reproducción de un taburete de zapatero. Ahora que no va al concesionario, no se molesta en afeitarse todos los días, y los pelos de la barba le brotan en cerdas rojizas sobre el mentón y el labio superior, aunque una pelusilla sigue cubriéndole las mejillas. Al infierno con ese niñato astroso. Conejo ha decidido vivir su vida.
Cuando Janice sale del cuarto de baño, desnuda y húmeda bajo su albornoz de rizo, él ha cerrado la puerta del dormitorio y se ha tendido sobre la cama en calzoncillos. La llama con voz ronca, insinuante:
—Eh, Janice. Mira. Hoy he comprado algo para nosotros.
Ella tiene los ojos vidriosos a causa de tanta bebida y de su actuación maternal abajo; se ha duchado para despejar un poco la cabeza. Enfoca lentamente la cara de Harry, y el intenso placer que advierte en ella la desconcierta.
Él abre de un tirón el cajón rebelde y se asombra a su vez al ver que se deslizan hacia él los dos cilindros de colores, todavía verticales, todavía allí. Hubiera pensado que algo de un valor tan ingente despediría señales que atrajesen a ladrones como una perra en celo a una jauría. Saca uno de los rollos y lo deposita en la mano de Janice; el brazo de ésta desciende debido al peso inesperado, y el albornoz, sin atar, se le abre. Su cuerpo magro, moreno, ajado, es más atrayente que el de una muchacha en esa funda obsoleta de tela resplandeciente y áspera; Harry quiere penetrarlo, allí donde las sombras conservan la fresca humedad.
—¿Qué es esto, Harry? —pregunta, ensanchando los ojos.
—Ábrelo —le responde, y como ella se demora demasiado tiempo con el celo que sujeta la tapita en forma de taza de retrete, él la desgarra con sus grandes uñas. Quita la bolita de papel de seda y vierte sobre el edredón los quince Krugerrand. Son de un rojo más vivo de como él imaginaba el oro.
—Oro —susurra, sosteniendo en el aire, cerca de la cara de Janice, emparejadas en su palma, dos monedas, y mostrando ambas caras, el perfil de un viejo bóer en una y una especie de antílope en la otra—. Cada una vale unos trescientos sesenta dólares —le dice—. No se lo digas a tu madre ni a Nelson ni a nadie.
Janice, como embrujada, toma una con los dedos. Araña con las uñas la palma de Harry al asir la moneda. Sus ojos castaños apresan motas amarillas.
—¿No es nada ilegal? —pregunta Janice—. ¿De dónde diablos las has sacado?
—De un nuevo local de compraventa en Weiser, enfrente de la tienda de cacahuetes, que vende metales preciosos. Fue fácil. Lo único que hay que hacer es presentar un cheque conformado en un plazo de veinticuatro horas a partir del momento en que te fijan un precio. Se comprometen a comprártelo de nuevo en cualquier momento, a la cotización vigente, así que lo único que pierdes es su comisión del seis por ciento y el impuesto sobre ventas, que al ritmo con que sube el oro habré amortizado la semana que viene. Toma. He comprado dos lotes. Mira.
Saca del cajón el otro cilindro atrayente y pesado, libera la tapa y derrama los quince antílopes, que se escurren sobre el edredón, doblando de este modo las riquezas expuestas. La colcha es un edredón ligero de los holandeses de Pennsylvania, pequeños retales rectangulares cosidos por viejecillas pacientes y que abarcan toda una gama de tonos, del pálido al oscuro, para producir una especie de efecto dimensional: cuatro cajas grandes con una cara más clara y otra más oscura. Harry se tiende sobre la ilusión óptica del cubrecama y se coloca sendos Krugerrand sobre las cuencas de los ojos. A través de la fría presión roja del oro, oye decir a Janice:
—Dios santo. Yo creía que sólo el gobierno podía tener oro. ¿No necesitas un permiso o algo parecido?
—Simplemente la pasta. La puta pasta, mujer prodigio.
Cegado en medio de la pura novedad del oro, nota que la verga se le está empinando y ensancha la tela de sus calzoncillos.
—Harry. ¿Cuánto te has gastado?
Él quisiera que ella le bajase la goma elástica de los calzoncillos y que chupara, se la chupara hasta asfixiarse. Como ella no logra leerle el pensamiento, él se quita las monedas y la mira de hito en hito, un hombre muerto que ha renacido y mira. Sus ojos no topan con la oscuridad del féretro, sino con el rostro desenfocado de su mujer, nimbado por cabellos morenos, húmedos y correosos por la ducha, y con flecos que le caen sobre la frente, un rostro que le recuerda a Mamie Eisenhower.
—Once mil quinientos, más o menos —responde—. Cariño, estaban durmiendo en la cuenta de ahorro, sin producir más que un mísero seis por ciento. Con ese interés, hoy en día, estás perdiendo dinero, la inflación asciende a cerca del doce. La belleza del oro consiste en que adora las malas noticias. Cuando el dólar se hunde, el oro asciende. Todos los árabes están convirtiendo sus dólares en oro. Webb Murkett me estuvo hablando de eso el día que no viniste al club.
Ella sigue examinando la moneda, acariciando su delicado relieve, mientras que Harry quiere que centre su atención en él. No recuerda desde cuándo no se le ha empinado dentro de los calzoncillos. Desde los días de Lotty Bingaman.
—Son bonitas —reconoce Janice—. Pero ¿no es como si estuvieras apoyando a los sudafricanos?
—¿Y por qué no? Están creando puestos de trabajo para los negros que extraen el metal de las minas. La chica de Alternativas Fiscales me ha explicado que la ventaja de la Krugerrand es que pesa exactamente una onza, y es más fácil de manejar. También se pueden comprar pesos mejicanos o esa hojita canadiense de arce, aunque ella me ha dicho que son tan finas que el polvo del oro se te queda en las manos. Y además me gustó el dibujo de ese ciervo en el reverso, ¿a ti no?
—También. Me encantan —confiesa Janice, mirándole por fin allí tumbado, tumescente en medio del oro desperdigado—. ¿Dónde vas a guardarlas? —pregunta ella. Avanza la lengua, pensativa, y la descansa sobre el labio inferior. A él le encanta el gesto que pone cuando intenta cavilar.
—En tu fantástico coño —dice él, y la empuja hacia abajo por las solapas del áspero albornoz. Por deferencia hacia los demás ocupantes de la casa (Mamá Springer separada tan sólo por el grosor de un muro, la televisión es un tenue borboteo, la guerra de Corea transformada en un chiste), Janice intenta contener sus gritos cuando él le arranca la ropa de su cuerpo escurridizo y las monedas sobre el edredón entran en contacto con su piel. Las cuerdas vocales de la garganta se le tensan; su cara se ensombrece mientras se debate presa de indignación y regocijo. Ya sin calzoncillos, con la luz encendida encima de sus cabezas y la polla erguida como la punta saliente de un pecio rosáceo, él la sosiega hasta tenderla, inmóvil, y deposita un Krugerrand sobre cada pezón, uno en el ombligo y varios en el conejito, los necesarios para cubrir el vello púbico con un triángulo de monedas inestables que se superponen como escamas de serpiente. Si ella se ríe y su vientre se mueve, toda la construcción se vendrá abajo. Arrodillado junto a sus caderas, Harry sujeta un Krugerrand por el canto como si fuera a insertarlo en una ranura. «¡No!», protesta Janice, lo bastante alto para despertar a Mamá Springer a través de la pared, lo bastante fuerte para zarandear las monedas, y algunas se despeñan entre sus piernas. Él le tapa la boca con la suya y luego lleva los labios hacia el sur, cruza el desierto, de un oasis a otro, y llega a la selva de helechos, que su mujer le abre con una complaciente bifurcación de muslos. Una suerte de interés compuesto cuando, al ver el oro diseminado y rojo que le presiona la frente, su lengua emprende la caza del clítoris. Encuentra lo que le parece el ritmo idóneo, pero nota que ella no responde; piensa que la brillante luz de arriba podría distraerla y se arriesga a perder la rigidez fálica saltando de la cama para apagar el interruptor que hay junto a la puerta. Al volverse en la semioscuridad, ve que ella también se ha dado media vuelta, incorporada sobre codos y rodillas, una hija de la luna a cuatro patas, suya, con su terso culo en alto para su hombría, mientras la cara de ella fisga en la penumbra por encima de un hombro. La penetra con suavidad en esta postura, gimiendo por el esfuerzo de contener la lechada y dando rienda suelta a sus pensamientos. La carrera de la grímpola, la reciente subida en el precio de fábrica de los Corollas. Acaricia la carne fofa e indefensa de Janice por debajo, su propia panza es oronda y caída. La espalda de su mujer parece muy frágil, espléndida, estrecha: el largo cauce de su columna, el travesaño de blancura que ha dejado la parte superior de su traje de baño. A espaldas de Harry, sus pies desnudos despiden un remoto olor rancio. Las monedas tintinean, resbalan hacia las rodillas de ambos y caen en las hondonadas que forman sus cuerpos ensamblados. Él le da palmaditas en el culo y pregunta:— ¿Quieres darte la vuelta?
—Uy —y a modo de tardía idea—: ¿Quieres que primero me ponga encima?
—Uy —y a modo de tardío aviso—: No me hagas eyacular.
A Harry le quema la piel cuando se acuesta de espaldas como si se la frotase con hielo. Las monedas, peores que migas de pan. Tan mojada que él apenas siente nada, Janice le monta a horcajadas, voluminosa y globular bajo la luz desigual que se filtra desde la farola de la calle a través de la enorme haya. Ella coge una moneda aislada y se la pone, centelleante, en el ojo, como si fuera un monóculo. Despótica, manteniéndole cautivo, frota sus nalgas húmedas contra el vientre de él; ego junto a ego, tubérculo y bivalvo, a eso se reduce todo.
—No te corras —dice ella, tan alarmada que su falso monóculo cae con un ruido sordo sobre el estómago tirante de Harry.
—Mejor que te pongas debajo —gruñe él. Entonces el cuerpo de ella parece enjuto y negro, perfilado por los círculos dispersos que se reflejan al ritmo de sus balanceos. Dioses yacieron entre las estrellas, jadea él en su oído, y luego ella en el de él.
Después del paroxismo, mientras recobran el aliento, cuentan tan sólo veintinueve Krugerrands en la semioscuridad, sobre el edredón arrugado, con su panorámica de retales verdes ondulados. Él enciende la luz del techo. Les hace daño en los ojos. Bajo la luz cruda, la piel desnuda de ambos también parece arrugada. El pánico se infiltra en el cuerpo desecado de Harry; no encuentra reposo hasta que, desnudo y de rodillas sobre la alfombra, con un hilillo postrero de esperma colgando de su glande enrojecido, encuentra, apresada en el orificio que hay entre el colchón y la barra lateral del somier, la inapreciable moneda que faltaba.
Está contemplando con Charlie la desapacible luz de septiembre. El árbol que hay más allá del aparcamiento del puesto de bocadillos tiene la copa pelada y amarilla; por encima de sus ramas desnudas, el cielo alberga cirros diagonales, franjas de grasa de bacon que prometen lluvia mañana.
—Pobre Carter —dice Harry—. ¿Has visto que por poco se mata subiendo a una montaña en Maryland?
—Está apurado —comenta Charlie—. Kennedy le pisa los talones.
Charlie ha regresado de sus vacaciones de dos semanas con un aire de bronceado de Florida, mitigado por una palidez innata y quizá por los días transcurridos. No ha vuelto directamente de Florida. Al mismo tiempo que él, el lunes llegó a Springer Motors una postal enviada desde Ohio que dice así, con su caligrafía fuertemente inclinada de contable:
«Saludos, cuadrilla.
»Desviado en el camino de regreso desde Florida a través de las Great Smokies. Beldades sureñas un kilómetro tras otro. Ahora cerca de Akron, explotada capital radial del mundo. El ahorro de combustible no rige aquí, grandes alerones y V-8 todavía mandan. Os añoro mucho.
»Chas».
La chanza especialmente dirigida a Harry figura en la otra cara: una foto de un gran edificio de tejado plano, como la cuarta parte de una tarta, identificado como complejo estudiantil del estado de kent, que comprende la mayor biblioteca de estanterías de libre acceso del noreste de Ohio.
—Así que practicando un poco de ejercicio estos días, ¿eh? —le pregunta Harry—. ¿Cómo se ha portado Melanie?
—¿Quién ha dicho que he estado con Melanie?
—Tú. Con esa postal. Jesús, Charlie, una chiquilla así moliéndote las pelotas podría acabar contigo.
—Vaya forma de decirlo, ¿eh, campeón? Sabes tan bien como yo que no son las jovencitas las que te muelen las pelotas, sino esas tías maduritas que ya tienen sus añitos.
Conejo rememora su retozo con Janice en medio de las monedas de oro, pero sus celos persisten.
—¿Qué habéis hecho en Florida?
—Un poco de turismo. Sarasota, Venice, Saint Pete. No pude quitarle de la cabeza la costa atlántica, y entonces fuimos a Naples por la 75, por el viejo Alligator Alley, y recorrimos las playas: Coral Gables, Ocean Boulevard, hasta Boca y West Palm. Pensábamos visitar Cabo Cañaveral, pero no nos dio tiempo. La mocita ni siquiera se llevó un traje de baño, y compramos uno de esos nuevos con los costados completamente abiertos. Un tipo magnífico. No sé cómo no la apreciaste.
—No pude apreciarla, fue Nelson quien la trajo a casa. Hubiera sido como joder con mi propia hija.
Charlie tiene un palillo que le ha sobrado del almuerzo en el centro urbano, de color ocre, y se lo coloca sobre el labio inferior mientras mira por el mustio ventanal.
—Hay cosas peores —comenta tristemente—. ¿Cómo están Nelson y su futura?
—Pru.
Harry se da cuenta de que Charlie está dispuesto a callar los detalles de su viaje, para obligarle a sacárselos uno por uno. Kilómetros y kilómetros de beldades sureñas. El muy cabrón. Conejo también tiene secretos. Pero, al pensar en ello, lo único que consigue representarse es una granja con sus cimientos asentados en el fondo de un agujero.
—Melanie me dijo un montón de cosas sobre Pru.
—¿Como qué?
—Como que piensa que es una chica extraña. Tiene la impresión de que, a pesar de su timidez, es una mujer con agallas, a causa de una infancia realmente dura y de que no tiene los pies bien firmes sobre el suelo, psicológicamente hablando.
—Bueno, podría decirse que una chica que le encuentra gusto a follar con un vejestorio como tú también es bastante extraña.
Charlie aparta la mirada del cristal y le mira directamente a los ojos; los suyos parecen acuosos detrás de sus gafas coloreadas.
—No deberías decirme esas cosas, Harry. Los dos estamos envejeciendo, dos muchachos en el mismo barco tendrían que ser amables uno con el otro.
Harry se pregunta si Charlie sabe hasta qué punto está amenazado su puesto, con Nelson al acecho en la sombra.
Charlie prosigue:
—Pregúntame lo que quieras sobre Melanie. Como te dije, es una buena chica. Emocionalmente estable. Tu problema, campeón, es que tienes la jodienda metida en el cerebelo. Mi mayor placer ha sido enseñarle a esa jovencita cosas del mundo que no había visto. Las devoraba: los cipreses, esa torre con el carillón. Dijo que, de todas formas, se quedaba con California. Florida es demasiado llano. Me dijo que si estas Navidades yo podía plantar el culo en Carmel, le encantaría enseñarme el sitio. Presentarme a su madre y a la gente de allí. Nada comprometedor.
—¿Qué… qué futuro crees que tenéis?
—Harry, yo no tengo mucho futuro con nadie.
Su voz es un susurro apenas audible. A Harry le gustaría cogerla y limpiársela con un cepillo de alambre.
—Nunca se sabe —tranquiliza a Charlie, que es más bajo que él.
—Se sabe —porfía Stavros—. Uno sabe cuándo se le acaba el tiempo. Si la vida te ofrece algo, aprovéchalo.
—Vale, vale. Lo haré. Lo hago. ¿Qué ha hecho tu pobre madre mientras tú estabas paseando con la mocita por Everglades?
—Pues mira —responde—, ha sido curioso. A una prima mía, cinco o seis años más joven que yo, parece ser que le han ido bastante mal las cosas; su marido la echó de casa este verano y se quedó con los críos. Vivían en Norristown. Total, que Gloria estaba viviendo sola en un apartamento en Youngquist, a un par de manzanas, y estuvo encantada de cuidar a la viejita mientras yo estaba fuera, y dice que lo volvería a hacer en cualquier momento. Así que ahora tengo cierta libertad que antes no tenía.
Harry piensa que hay familias desmoronándose por todas partes, y que los distintos pedazos se juntan como supervivientes en un gran bote salvavidas, mientras que él y Janice permanecen unidos a la sombra de Mamá Springer, de espaldas a la época.
—No hay nada como la libertad —le dice a su amigo—. No abuses de ella. Me has preguntado por Nelson. La boda es este sábado. Los parientes más próximos sólo. Lo siento.
—¡Uf! Pobre Nellie. Firmado, sellado y entregado.
Harry se acelera al oír esto.
—Por lo que dejan entrever Janice y Bessie, al parecer vendrá la madre. El padre está muy dolido.
—Deberías conocer Akron —dice Charlie—. Yo también lo estaría si tuviera que vivir allí.
—¿No hay un campo de golf donde Nicklaus juega un torneo todos los años?
—Lo que yo he visto no era un campo de golf.
Charlie ha regresado de sus aventuras enternecido y en apariencia nostálgico de su vida, incluso tal como la vive. Parece tan avejentado y filosófico que Harry se atreve a preguntarle:
—¿Qué piensa Melanie de mí, te lo ha dicho?
Una pareja muy gorda anda merodeando por el aparcamiento, mirando los pequeños automóviles, sentándose en el aire junto a las puertas del conductor, para juzgar con respecto a su propio cuerpo qué modelos serían lo bastante grandes para ellos. Charlie observa a la pareja deambulando entre capotas relucientes y guarda un breve silencio antes de contestar.
—Piensa que eres un tío legal, aunque las mujeres te mangoneen. Pensó en la posibilidad de enrollarse contigo, pero le dio la impresión de que tú y Janice estabais muy unidos.
—¿La desengañaste?
—No pude. Ella tenía razón.
—Sí, pero ¿qué me dices de hace diez años?
—Aquello sólo fue un parche.
A Harry le encanta el modo en que el seductor de Janice resta importancia al lance; adora a este griego sesudo, de corazón delicado bajo su chaqueta estival a cuadros. La pareja se ha cansado de probar coches según su tamaño, se ha subido a su viejo automóvil, un Pontiac Grand Prix del 77, con capota marfileña, y se aleja. Harry inquiere, de pronto:
—¿A ti qué te parece? ¿Crees que Nelson encajaría aquí?
Charlie se encoge de hombros, con un gesto mínimamente frágil.
—¿Encaja él conmigo? Quiere estar un peldaño más arriba que Jake y Rudy, y en un equipo como éste no hay tantos peldaños.
—Ya les he dicho, Charlie, que si te vas yo me voy.
—Tú no puedes irte, jefe. Eres de la familia. Yo pertenezco a los viejos tiempos. Yo puedo marcharme.
—Conoces al dedillo este negocio, eso es lo que cuenta para mí.
—Ah, esto ya no es vender. Como los supermercados ahora: llenar las estanterías y apretar el timbre de la caja. Cuando trabajábamos con coches usados, se trataba de endosar uno a cada cliente. Ahora lo toma o lo deja. Este mercado favorable al vendedor no deja margen a la improvisación. Tu chico tuvo la idea exacta: comerciar con descapotables y antiguallas, algo que tenga un cierto valor recreativo. No logro tomar en serio a estos microbios japoneses. ¿Has visto las estadísticas de ese nuevo modelo, el Tercel, que se supone que vamos a promover el mes que viene? Un motor de un litro y medio, neumáticos de veinte pulgadas. Es como aquellos cochecitos que había en los tiovivos para los niños que tenían miedo de montar en los caballitos.
—Cinco litros y medio cada cien kilómetros por autopista, ésa es la estadística que interesa a la gente, la dirección que sigue el mundo.
—No se ven demasiados utilitarios en Florida —replica Charlie—. La gente mayor sigue conduciendo aquellos viejos barcos, los Continental y Toronado, los pintan de blanco y a flotar por ahí. Claro que no hay ni una cuesta en el estado y nunca hiela. He estado pensando en Sun Belt. En mudarme allí y sacar la lengua a las facturas de calefacción. Pero luego te pillan con el aire acondicionado. No hay escapatoria.
—Láminas de sodio, ahí tienes la respuesta —dice Harry—. Electricidad directa de la luz solar. Tardará como cinco años en llegar, eso decía la Guía del consumidor. Entonces podremos decir a esos árabes que engrasen a los camellos con su puto petróleo.
—Los accidentes de tráfico aumentan —dice Charlie—. ¿Quieres saber por qué? Por dos razones. Una: los jóvenes han dejado en parte las drogas y han vuelto al alcohol. Dos: todo el mundo tiene ahora utilitarios que se arrugan como acordeones.
Ríe entre dientes y retuerce el palillo sazonado contra su labio inferior, mientras ambos contemplan desde el ventanal el río de hojalata sucia. Una vieja camioneta familiar entra en el aparcamiento, pero no tiene la baca de madera; aunque el corazón le da un vuelco a Harry, no se trata de su hija. La camioneta curiosea y enfila de nuevo hacia la Nacional 111; simplemente husmeando. El número de robos va en aumento. Harry le pregunta a Charlie:
—¿Es cierto que Melanie pensó en —elude el verbo «enrollarse», no es palabra propia de su generación— acostarse conmigo?
—Eso dijo la dama. Pero ya conoces a estas jóvenes, te sueltan todo lo que nosotros solíamos callarnos. Eso no quiere decir que haya algo más. Seguramente menos, en realidad. A los veinticinco años ya están quemadas.
—Si te digo la verdad, nunca me ha atraído. La nueva chica de Nelson, en cambio…
—No quiero oír nada al respecto —dice Charlie, girando para dirigirse a su escritorio—. Por todos los santos, están a punto de casarse.
Corriendo. Harry ha continuado con el ejercicio que empezó en los Pocono, como una forma de recobrar el cuerpo de aquellos años en que jamás pensó en ello, años en que se limitó a comer y a hacer lo que le venía en gana, almuerzos en restaurantes céntricos de Brewer, amén del club Rotary cada jueves, aquello empieza a acumularse. Es oscura la ciudad por la que corre llena de callejuelas empinadas y aceras agrietadas que se erizan desde abajo, porque las raíces han levantado los bloques de cemento como losas de una cripta en una película de miedo, los muertos afloran, le aferran los talones. Sigue avanzando, marcándose el ritmo, desoyendo las protestas de sus pulmones y haciendo que sus músculos entumecidos y su sangre fatigada se conviertan en una especie de máquina que va donde ordena el cerebro, cuesta arriba, más allá de la casa de amplios aleros, de aspecto casi chino, donde martillean las marimachos, las ventanas delanteras jamás iluminadas, deben de ver mucho la televisión o dedicarse temprano a lo que hacen, sea lo que sea, o simplemente ahorran electricidad, las mujeres no cobrarán lo mismo que los hombres hasta que se apruebe la ERA[19], mejor que haya un grupo así en el vecindario, al menos ellas no se multiplican, como los negros y los portorriqueños.
Arces noruegos sombrean estas calles. No mucho más altos que cuando él era un niño. Agarra una rama baja y sube a pulso hasta un nido de avispones. Parte en dos las semillas y pégalas a la nariz para parecer un rinoceronte. Jadeante, atraviesa la sombra de los árboles. Un leve dolor punza su lado superior izquierdo. Aguanta, corazón. El viejo Fred Springer palmó en una llamarada roja, de todos modos Conejo siempre ha imaginado que lo último que se ve en un ataque cardíaco es el color rojo, no cree que haya de sucederle a él, probablemente le tocará un largo, lento combate con el funesto cáncer. Es sorprendente la oscuridad de estas viviendas americanas a las nueve en punto de la noche. Una ciudad cuasi fantasmal, nadie en las aceras, todas las gallinas en el gallinero, aquí y allá, por una rendija de la ventana asoma un resplandor pardusco, luz nocturna en el cuarto de un niño. Al pensar en niños, su memoria se sume en una insondable tristeza. El pequeño Nellie en su habitación, recién mudados a Vista Crescent con los ositos hacinados en fila junto a él, y los ojos —como los de ellos— incapaces de cerrarse, temeroso de morir mientras duerme, recordando a la bebé Becky que se malogró, que sí murió. Cierta cantidad de agua permaneció en la bañera muchas horas después, polvo sobre la quieta superficie gris, bastaba con levantar un taponcito de goma y Dios, con todo su poder, no hizo nada. Hojas secas crujen y se quiebran bajo sus pies, el rumor otoñal, excitación en el aire. El Papa va a venir y la boda es el sábado. Janice le pregunta por qué siente esa inquina contra Nelson. Porque Nelson ha devorado al niño que fue y lo ha reemplazado por un hombre más, incordiando en el mundo, de muñecas velludas, una gran verga. No hay suficiente sitio en el mundo. La gente vino al norte desde el cinturón de sol de Egipto y vivió en casas calientes y ahora el calor se está agotando, solamente el petróleo para la exposición, las oficinas y el garaje, ha doblado su precio desde 1974, cuando vio por vez primera los libros de Springer Motors, y se duplicará de nuevo dentro de uno o dos años, y cuando intentas reducir el consumo hasta el nivel que aconseja el Presidente, los hombres del taller se quejan, tienen que trabajar con las manos desnudas, al trabajar sobre una losa de hormigón, pueden usar calcetines gruesos y suelas sólidas; en un momento pensó que debería suministrar a todos esa especie de guante de golf que deja al descubierto la punta de los dedos, pero hubiera sido difícil encontrar los de la mano derecha, muchachos con menos de treinta abriles se niegan a trabajar ahora sin comodidad y toda suerte de gratificaciones, toda una nueva ética, blanda, socialismo, el calor tiende a aumentar en un vasto espacio como el del garaje y se cierne sobre ellos entre las riostras, si lo hubieran construido ahora habrían puesto cincuenta centímetros de material aislante; si al Papa le chiflan los recién nacidos, ¿por qué no procura que estén calentitos?
Ahora corre a lo largo de Potter Avenue, todavía cuesta arriba, se reserva la bajada para el trecho hasta casa, siguiendo el canal por donde antaño discurría el agua de la fábrica de hielo, una línea de fango verde, la vida trata de brotar en cualquier sitio, es decir, sobre la tierra, no en la luna, es otra cosa que no le agrada de la idea de trepar por las estrellas. Una vez, haciendo el tonto camino de la escuela, resbaló en el fango del canal ahora seco y se cayó dentro y se le empaparon los bombachos, aquellos bombachos de pana que te obligaban a usar, «maricón mariconcete», y los calcetines largos; es increíble hasta dónde puede remontarse ahora en el tiempo, todavía se acuerda de chicas de primer curso que llevaban zapatos de cierre alto: Margaret Schoelkopf, tan llena de vida que la nariz le empezaba a manar sangre sin ningún motivo. Cuando se cayó en el canal de agua de la fábrica de hielo, los bombachos se le mojaron tanto que tuvo que correr llorando a casa y cambiarse. Detestaba llegar tarde a la escuela, o llegar con retraso a cualquier parte, era algo que su madre le inculcaba machaconamente, a ella no le importaba adonde fuera con tal de que volviese puntual a casa, y durante la mayor parte de su vida esta sensación habría de abrumarle en cualquier parte, en los vestuarios, en el autobús 16A, en la mitad de un polvo, la impresión de que se le había hecho tarde para algo y de que se hallaba en un aprieto terriblemente angustioso, una especie de túnel se abría en su mente y al final del mismo estaba mamá con una palmeta. «¿Quieres que te zurre la badana, Harry?», le preguntaba como preguntando si quería un postre, las palmetas procedían de la base del pequeño peral en el angosto patio trasero que daba a Jackson Road; cómo sobrevolaban las avispas la fruta podrida en el suelo. Últimamente ya no siente nunca que va con retraso a algún sitio, extraño género de paz en este momento de su vida, como una pelota arrojada al aire que, en el punto más alto del arco que describe, permanece inmóvil durante un instante. El oro que ha comprado sube de valor todos los días, diez dólares la onza, aproximadamente, según los periódicos, treinta por diez hacen trescientos machacantes sin mover un dedo, y acuérdate de que papá trabajó como un negro. Fue una sorpresa que Janice se pusiese aquel monóculo, lo único malo que tiene en la cama es que sigue sin gustarle chupársela, hay y siempre hubo en su boca algo desagradable; Melanie tenía aquellos curiosos, tercos, picaros labios de cereza, un milagro que a Charlie no se le reventara la aorta en algún motel de aquellas playas, qué delicioso es cuando una mujer se olvida de sí misma y abre la boca para reír o exclamar tan abiertamente que se le ve entera la caverna redonda, el paladar rosa acanalado y la lengua como una alfombra en un vestíbulo y la negrura en forma de mariposa del fondo que se despeña por la garganta. Pru hizo eso el otro día en la cocina en respuesta a algo que dijo Mamá Springer, su sonrisa es normalmente más amplia en una comisura que en la otra, y un tanto precavida, como si corriera riesgo de quemarse, pero entonces todas las chicas te la chupaban, formaba parte de la cultura, lo daban por sentado, películas de follar-y-mamarla las llamaban, a la vista de todos, sin tapujos, puedes llevar a tu amiguita, nuevos filmes para adultos todos los viernes en el viejo Bagdad, en la parte alta de Weiser, en el mismo sitio donde, en tiempos de Conejo, solían ir a ver a Ronald Reagan haciendo de co-piloto contra los nipones. Nelson tiene suerte, en cierto modo. Pero no le envidia. Un mundo gastado donde hacerte un sitio. Es curiosa la boca, tiene que hacer tantas cosas y no revela lo que ha entrado en ella, ni siquiera un minuto más tarde. Una cosa que odia es ver pedacitos de comida, arroz, cereales, lo que sea, colgando de los pelillos de una cara durante una comida. Pobre mamá en aquellos últimos años.
Las piernas le tiemblan. La tripa le brinca. Todas las noches intenta prolongar su carrera entre las oscuras casas silenciosas, a través del cono de las farolas, bajo la glacial luna torcida que la otra noche, de regreso a casa en el Corona, vio casualmente a través de la parte superior tintada del parabrisas y, por un segundo, pensó «Dios mío, es verde». Esta noche se obliga a llegar hasta Kegerise Street, una suerte de callejón que se transforma de nuevo en pendiente y pasa por delante de pequeñas fábricas de paredes negras que ostentan misteriosos nombres nuevos como «Lynnex» y «Proceso de datos», y una antigua granja de piedra que a lo largo de los años de su adolescencia tenía ventanas de tableros, un patio lleno de malezas de algodoncillo y cardos, y una cerca de listones rotos, pero ahora todo estaba remozado y había fuera un letrerito limpio que rezaba hacienda de albrecht stamm, en el interior toda clase de muebles de artesanía auténticos y un pintoresco mobiliario de cocina para mostrar cómo era una alquería alrededor de 1825; en vitrinas, a lo largo del pasillo, había fotografías de los primeros edificios de Mount Judge antes de principios de siglo, pero nada de los campos de la época en que el área de la ciudad pertenecía en gran parte a la granja de Stamm, no tenían cámaras en aquellos tiempos, o, si las tenían, no fotografiaban los campos vacíos. El viejo Springer había sido miembro de la junta de la Sociedad de Historia de Mount Judge y contribuyó a recaudar fondos para la restauración. A su muerte, Janice y Bessie pensaron que Harry podría ser elegido para ocupar su vacante en la institución, pero no fue así, le perseguía su pasado investigado. Aunque una joven pareja de hippies vive arriba y enseña la casa a los visitantes, Harry cree que la vieja heredad de Stamm está llena de fantasmas, los antiguos granjeros llevaban una vida extraña, encerraron a sus hermanas locas en el desván y estrangularon a la sirvienta embarazada en un arrebato de ron demoníaco y ocultaron el cadáver en el arcón de las patatas para que el esqueleto apareciese cincuenta años más tarde. En la puerta contigua había estado la Asociación Atlética Sunshine, que Harry, de niño, creyó llena de atletas, y por consiguiente confiaba en llegar a ser socio algún día, pero cuando ingresó, veinte años atrás, olía a colillas de puro y a cerveza sin gas en el culo del vaso. Después, en los años sesenta, el club sucumbió a la incuria y el descrédito, los tipos que bebían y jugaban a las cartas en la asociación iban envejeciendo, cada vez eran menos y cada vez más taciturnos. De modo que cuando pusieron el edificio en venta, la Sociedad de Historia lo compró, lo demolió y transformó el solar en un aparcamiento para los visitantes que llegaban a la Hacienda Stamm, de paso hacia Lancaster para contemplar el Amish[20] o rumbo a Filadelfia para ver Liberty Bell. No se creería que la gente pudiese encontrarlo, escondido como estaba en lo que antaño fue Kegerise Alley, pero un asombroso número de personas lo hacía, sobre todo gente de cabellos blancos. Historia. Cuanta más tiene uno, más obligado está a vivirla. Al cabo de poco tiempo, empieza a haber demasiado que memorizar, y quizá sea entonces cuando los imperios inician su decadencia.
Ahora rueda de verdad, la callejuela se inclina hacia abajo entre la tienda de deportes y un local de pollos ya cocinados transformado en talabartería, esos ex hippies están por todas partes, tratando de sobrevivir, perdieron el tren pero se divirtieron lo suyo, ha superado la primera oleada de fatiga, cuando parece imposible obligar al cuerpo a dar otra zancada y los muslos son puro dolor. Luego surge un nuevo aliento y accedes, libre, a un estado en que el cuerpo trabaja por sí mismo, como una maquinaria gobernada, y el cerebro es como el de un astronauta en la punta del cohete, los pensamientos vuelan, simplemente. Si al menos Nelson se casara y se fuera lejos y regresara rico dentro de veinte años… ¿Por qué son incapaces esos chicos de arreglárselas solos en lugar de volver cabizbajos al nido? Hay demasiada gente por ahí fuera. Jesús, esperemos que no maten al Papa de un tiro, como pasa en América, donde siempre hay un majara que dispara para que su nombre salga en los periódicos, aquella Squeaky Fromme que solía acostarse con los viejos vaqueros en provecho del rancho de Manson, con toda la carne que Manson tenía a su disposición se diría que debiera haberle vuelto más majo, pues es la represión sexual la que causa guerras, leyó en algún sitio. Sabe, sin embargo, lo que el Papa opina sobre la contracepción. Harry nunca pudo soportar los condones, ni siquiera cuando los regalaban en el ejército. La Guía del consumidor de este mes ha publicado un artículo sobre ellos, página tras página, todos esos sondeos, al parecer hay gente que los prefiere de colores brillantes, con aristas y granitos para proporcionar a la mujer un cosquilleo adicional en su interior, han pedido los redactores de la revista a las secretarias que folien con ellos o qué, a algunos les gustan incluso los confeccionados con intestino de oveja, nada más pensarlo le da escalofríos ahí abajo, con nombres como Horizonte Desnudo y Cordero-natura. Harry no llegó al final del artículo, tan floja se la dejaba. Se hace preguntas acerca de su hija, qué usará ella, métodos campestres sobre los que hacían bromas en el instituto, en cuclillas sobre un tallo de maíz, tenía un aspecto bastante virginal en aquella rápida ojeada, ¿quién no lo tendría, rodeada de patanes? Ruth la habrá puesto al corriente de lo puercos que son los hombres. Y ese perro que ladra sería también disuasor.
Hay un camino más largo a casa, bajando Jackson hasta Joseph y más lejos, pero esta noche sigue el atajo, atravesando en diagonal el césped de la gran iglesia baptista de piedra. Le agrada la hierba bajo sus pies durante un minuto, la fachada de la iglesia está oscura, hasta las escaleras de hormigón que conducen a Myrtle, y sobrepasando los camiones rojos, blancos y azules de correos, aparcados en batería en el andén trasero, la bandera americana que pende, fláccida y brillante, del falso aguilón delantero, antes se decía que no había que ondear la bandera de noche, pero ahora todas las ciudades lo hacen con ayuda de un foco, qué desperdicio de electricidad, ondeando la bandera se consume la última gota de energía. Desde el otro extremo, Myrtle desemboca en Joseph. Estarán sentados esperándole, mirando la caja tonta o discutiendo sobre la boda, diciendo tonterías al respecto ahora que ya está tan cerca y Sopas ha declarado que todo está en orden, han invitado finalmente a Charlie Stavros, a Grace Sthul y a un puñado de otros amigotes y a unos cuantos amigos del Flying Eagle; por lo visto Pru, o Teresa, como la llaman en las invitaciones de boda que quieren mandar, tiene una tía y un tío en Binghamton, Nueva York, que vendrán aunque el padre sea un amargado que quiere estrangular a su hija y esconderla en el arcón de las patatas. Él entrará en casa y Janice empezará su monserga de siempre sobre que se va a morir de un ataque al corazón, es cierto que la cara blanca se le pone muy roja, lo ve con sus ojos azules en el espejo del recibidor, Santa Claus sin barba, y tiene que doblarse un rato sobre el respaldo de una silla, jadeando, para recobrar el aliento, pero eso forma parte de la diversión, darle a Janice un susto, pobre tonta, qué haría ella sin él, tendría que darse de baja en el Flying Eagle y todo lo demás y volver a vender nueces en Kroll. Entrará en casa y allí estará Pru, sentada en el sofá, pegada a Nelson como el policía que lleva al delincuente en tren de una cárcel a otra sin dejar que se vean las esposas, lo que Harry teme ahora que Pru es miembro de la familia es apestar de sudor la habitación. Tothero sudaba así aquella vez en el Sunshine, un mal olor corporal acre, de anciano, y al levantarse de la cama algunas mañanas Harry lo sorprende en sí mismo, ese olor remoto similar al de un cadáver que empieza a ablandarse. La madurez es un territorio prodigioso, suceden todas las cosas que creíamos que jamás sucederían. Cuando tenía quince años, los cuarenta y seis le hubieran parecido el final del arco iris, nunca llegaría a cumplirlos, si la vida fuese a revelar un sentido, cabría pensar que lo haría ahora.
Por momentos, sin embargo, parece que así ha sido, sólo que no hay palabras para explicarlo, no es algo que uno busca excavando sino que descansa encima de la mesa como una lata de cerveza sin abrir, perlada de gotitas. No sólo va a venir el Papa, sino que el Dalai Lama, al que expulsaron del Tíbet, hace veinte años recorre Estados Unidos dando conferencias en las escuelas de teología y entrevistas en la televisión. Harry siempre ha tenido curiosidad por saber qué se siente al ser el Dalai Lama. Una pelota en el punto más alto de su órbita, una hoja sobre la superficie de un estanque. La mente es, en cierto modo, como un caminante sobre el agua, con esos rizos al extremo de los pies que no quiebran del todo la líquida lámina. Cuando Harry era pequeño, Dios solía desplegarse en la oscuridad, encima de su cama, y más tarde, cuando la cama se volvió ajena y a la chica del pupitre contiguo le crecía vello en las axilas, Él penetró en la sangre, el músculo, los nervios, como un mandamiento excéntrico, y ahora se ha retirado, otorgando a Harry el respeto que un caballero acomodado debe a otro, salvo por la tarjeta de visita que le dejó en la boca del estómago, un pedazo de auténtico plomo que tira de Conejo hacia el suelo, hacia todos esos muertos plúmbeos de la tierra hueca.
Resplandecen las luces delanteras de la gran casa sombría de estuco de Mamá Springer, todos están emocionados por la boda, Pru se sonroja ahora constantemente, Janice lleva días sin jugar al tenis, y Bessie, por supuesto, se levanta en mitad de la noche y baja a ver en la televisión grande las viejas comedias de Hollywood, hombres con sombrero de ala ancha y bigotito, mujeres de hombros más anchos que caderas intercambiando agudezas en las oficinas de los diarios y en suntuosas suites de hotel, Mamá ha debido de ver estas películas cuando aún tenía todo el pelo negro y el centro de Brewer era un gran camino blanco. Harry trota hacia un lado para ceder paso a un coche, uno de esos locos Mazdas con un motor Wankel como una rueda de ardilla, Manny dice que nunca sellarán la junta lo bastante prieta, cruza de un bordillo a otro bajo la farola, advierte que el Mustang de Janice no está aparcado delante, esprinta bajando el tramo de ladrillo y al subir las escaleras del porche, y por fin, ya en el porche, debajo del número 89, se detiene. Ha llegado con tal ímpetu que, durante un par de segundos, el mundo sigue fluyendo, como si proyectara todos sus árboles y los techos de las casas contra el espacio constelado de estrellas.
En la cama Janice le dice:
—Harry.
—¿Qué?
Después de correr, se siente una sensación totalmente nueva de músculos tensados, envainados, que propicia el sueño.
—Tengo que hacerte una pequeña confesión.
—Estás follando otra vez con Stavros.
—No seas tan grosero. No, ¿no has notado que el Mustang no estaba aparcado fuera como de costumbre?
—Sí. He pensado: «qué bien».
—Nelson lo ha puesto detrás, en el callejón. Deberíamos despejar ese sitio del garaje algún día, con todas esas bicicletas viejas que nadie usa. La Fuji de Melanie todavía está ahí.
—Muy bien, perfecto. Bien por Nelson. Oye, ¿vas a estar hablándome toda la noche o qué? Estoy muerto.
—Lo ha puesto allí porque no quería que vieses el guardabarros delantero.
—Oh, no. El hijo de perra. El muy hijo de perra.
—No tuvo toda la culpa, el otro coche se le fue acercando, aunque creo que la señal de stop estaba en la calle de Nelson.
—Cristo.
—Afortunadamente los dos pisaron el freno, así que el topetazo fue lo más suave posible.
—¿El otro está herido?
—Bueno, dijo que se había dado un golpe en el cuello, pero ya sabes que es lo que se dice ahora hasta tener tiempo de hablar con el abogado.
—¿Y el guardabarros está aplastado?
—Bueno, metido hacia dentro. Un faro no enfoca en la misma dirección que el otro. Pero de día es perfecto. Es poco más que un rasguño.
—Que cuesta quinientos verdes. Por lo menos. El rompeguardabarros enmascarado golpea de nuevo.
—Le daba pavor decírtelo. Me hizo prometerle que no te lo contaría, de modo que no puedes decirle nada.
—¿No puedo? ¿Entonces por qué me lo cuentas? ¿Y ahora cómo voy a dormirme? Siento un martilleo en la cabeza. Es como si él la tuviera cogida en un torno.
—Porque no quería que tú te dieses cuenta y montases una escena. Por favor, Harry. Hasta después de la boda. Está verdaderamente avergonzado.
—Qué cojones, le encanta. Me tiene cogida la cabeza en un torno y está venga a apretar la manivela. Que le haya hecho eso a tu coche, después de todas las molestias que te has tomado por él, es una buena muestra de agradecimiento.
—Harry, está a punto de casarse, está muy nervioso.
—Mierda, ahora soy yo el que está nervioso. ¿Dónde está mi ropa? Tengo que salir a ver el golpe. ¿Hemos puesto pilas nuevas a esa linterna de la cocina?
—Lamento habértelo dicho. Nelson tenía razón. Dijo que no serías capaz de asimilarlo.
—¿O sea que dijo eso? Nuestro Don Calma en persona.
—Así que tranquilízate. Yo me ocuparé de los impresos del seguro y todo eso.
—¿Y quién te crees que paga la subida de la cuota de seguros?
—Nosotros —dice Janice—. Nosotros dos.
La iglesia episcopal de Saint John, en Mount Judge, es una capilla que no ha habido que ampliar nunca. Fue edificada en 1912, conforme al tradicional estilo de muros bajos y tejado apuntado, con piedra gris oscura procedente del norte del condado, mientras que la iglesia luterana es de piedra arenisca roja de Brewer, y la reformada, contigua al parque de bomberos, de ladrillo. En torno a las ventanas puntiagudas de Saint John, se ha fomentado el crecimiento de hiedra. El interior está oscuro; hay bancos y pedestales de nogal nudoso y, en los muros, entre las vidrieras que muestran a Jesucristo haciendo diversos ademanes, ataviado con túnicas violetas, placas de mármol conmemorativas de los notables que hicieron donaciones cuantiosas en los tiempos en que parecía que Mount Judge podría convertirse en un barrio elegante. whitelaw. stover. leggett. Nombres ingleses en un condado alemán, muertos para dar prosapia a los dominios de los fallecidos al cabo de treinta años como directores y miembros de la junta parroquial. El viejo Springer había aportado su granito de arena, pero los vanos entre las vidrieras ya estaban ocupados por entonces.
Aunque no es una boda concurrida y la novia es hija de un trabajador de Ohio, a los ojos de los transeúntes la reunión forma un vistoso y espléndido bullicio ante las puertas rojo orín de la iglesia, al filo de las cuatro de la tarde de ese veintidós de septiembre. Si una persona, o personas, pasasen por delante en automóvil esa tarde de sábado, rumbo al MinitMart o a la ferretería, sentirían un súbito deseo de figurar entre los invitados. El organista, con su toga roja sobre el brazo, se agacha al franquear la puerta lateral. Tiene perilla. Un tipo sucio con mono verde de trabajo, como un duendecillo, espera a Harry para que le abone la compra de flores. Mamá dijo que lo mínimo dentro de la decencia era decorar el altar, Fred se hubiera muerto del disgusto si llega a ver a Nellie casándose ante un altar desnudo. Dos ramos de crisantemos y azahar cuestan treinta y ocho dólares y medio, Conejo le paga con dos billetes de veinte dólares, fue mala señal cuando los bancos empezaron a pagar con papeles de veinte en lugar de diez, y sin embargo el billete de dos dólares sigue siendo impopular. La gente es supersticiosa. Se suponía que no iba a ser una boda en absoluto, pero de hecho cuesta un montón de dinero. Han tenido que reservar tres habitaciones en el motel Cuatro Estaciones de la carretera 422: una para la madre de la novia, la señora Lubell, una mujercilla atemorizada que da la impresión de pensar que van a crucificarle si su sonrisa flaquea un segundo; otra para Melanie, que ha acompañado a la madre de su amiga desde Akron, en un autobús que atraviesa la Commonwealth, y para Pru, desalojada de su cuarto —el que antes ha ocupado Melanie y, antes que ella, el maniquí de costura— por la llegada de Mim desde Nevada, a quien Janice y Bessie no querían en casa, pero Harry insistió en que era su única hermana y la única tía que tenía Nelson; y la tercera para esa pareja de Binghamton, el tío y la tía de Pru, que llegaban hoy en coche pero que a las tres y media aún no se habían registrado en el motel, hora en la que el servicio de transporte que Harry ha prestado con el Corona ha recogido a las dos muchachas y a la madre para llevarlas a la iglesia. La cabeza le martillea. La madre de Pru le fastidia, ha mantenido durante tanto tiempo la sonrisa en la cara que se ha vuelto tan seca como una flor prensada, no parece pertenecer en absoluto a esta generación, es como un periódico viejo que se usa para forrar un cajón y que, más tarde, al limpiar la casa, se saca de su sitio y se intenta leer; la prestancia de Pru debe de venirle del lado paterno. En el motel, la mujer empezó a preocuparse de que los mensajes que han ido dejando en recepción para su hermano y su cuñada, que llegaban con demora, no fuesen suficientemente claros, y rompió a llorar, humedeciendo y estropeando su sonrisa. Una caja del segundo mejor champán de Mumm’s aguarda en la cocina de Joseph Street para la pequeña reunión posterior, que nadie denominaría fiesta; Janice y su madre decidieron que les hiciese emparedados un nieto de Grace Stuhl, que asimismo llevaría a su novia vestida de uniforme. Y además han encargado una tarta a un italiano de la calle Once, que iba a cobrar ciento ochenta y cinco dólares americanos por una tarta, una tarta, Harry no podía creérselo. Cada vez que Nelson se da la vuelta, a su padre le cuesta un fajo de billetes.
Harry permanece un minuto en el elevado y aristado espacio de la iglesia vacía, leyendo las placas, oyendo la risita de Sopas al recibir a las tres mujeres empingorotadas en una estancia adyacente, una de esas dependencias recónditas que tienen las iglesias, donde los miembros del coro se ponen sus túnicas, los diáconos cuentan las bandejas de la colecta, se guarda el vino de la comunión donde los monaguillos no puedan bebérselo y se prepara todo el extraño tinglado. Billy Fosnacht iba a ser el padrino, pero se encuentra en Tufts y, en consecuencia, un amigo suyo del Laid-Back, llamado «Flaco», merodea por ahí, con un clavel en la solapa, a la espera de escoltar a los novios. Incomodado por la forma escrutadora en que le observan los ojos sesgados del joven, Conejo sale fuera y se detiene junto a las puertas de la iglesia, cuya pintura rojo orín devuelve el calor que recibe del sol de septiembre y le recuerda aquel día de invierno en Texas en que permaneció con su nuevo uniforme marrón a un lado de los cuarteles, al abrigo del viento, aquel viento incesante que al caer del magno firmamento claro barría la tierra sin árboles como el gemido de añoranza del soldado que jamás había salido de Pennsylvania.
Así pues, en ese remanso de paz, respirando una bocanada de aire, se ve atrapado en la circunstancia del hombre que recibe a los invitados cuando de pronto empiezan a llegar. El majestuoso Chrysler azul oscuro de Mamá Springer se detiene en el bordillo, con un chirrido de neumáticos, y las tres ancianas que viajan en su interior agarran las manijas de la puerta para libertarse. Grace Stuhl tiene una verruga traslúcida en el centro de la barbilla, pero no ha olvidado el modo de formar hoyuelos faciales.
—Apuesto a que, aparte de Bessie, yo soy la única de aquí que también fue a tu boda —le dice a Harry en el pórtico de la iglesia.
—No estoy seguro de que también estuviese —responde él—. ¿Cómo me comporté?
—Con mucha dignidad. Un marido tan alto para Janice, dijimos todas.
—Y que ha conservado su atractivo —agrega Amy Gehringer, la más achaparrada de las tres comadres. Le aviva la cara el colorete y una sustancia escamosa de color similar al aliño de la ensaladilla rusa. Asesta a Harry un recio puñetazo en el estómago—. Y que incluso le ha añadido algo —salta la ocurrente anciana.
—Estoy tratando de bajar barriga —dice él, como si le debiera una explicación—. Hago jogging todas las noches, ¿verdad, Bessie?
—Oh, me da miedo —contesta Bessie—. Después de lo que le ocurrió a Fred, y tú sabes que no le sobraba un gramo.
—Tómalo con calma, Harry —dice Webb Murkett, acercándose con Cindy por detrás—. Dicen que el jogging puede dañar las paredes intestinales. Toda la sangre corre hacia los pulmones.
—Hola, Webb —saluda Harry, nervioso—. ¿Conoces a mi suegra?
—Mucho gusto —dice él, presentándose a sí mismo y a Cindy. Ésta luce un vestido negro de seda que le confiere aspecto de viuda joven. Ojalá lo fuera, Dios. Se ha esponjado el pelo con un secador y esta vez no tiene esa cabecita de nutria mojada que le encanta a Harry. La parte superior de su vestido está sujeta por un alfiler que representa a un abejorro, en el punto más bajo de una honda depresión en forma de V.
Y las amigas de Bessie contemplan al apuesto Webb con tal arrobamiento que Harry les recuerda:
—Entremos, hay ahí un tipo que conduce a la gente hasta sus asientos.
—Yo quiero estar en primera fila —dice Amy Gehringer— para ver bien a ese joven clérigo que tiene tan encandilada a Bessie.
—Me temo que te he jodido la partida de golf de hoy —se disculpa Harry ante Webb.
—Oh —dice Cindy—, Webb ya ha hecho el hoyo dieciocho, estaba en el campo a las ocho y media.
—¿A quién has cogido para ocupar mi lugar? —le pregunta Harry, celoso, e incapaz de confiar a sus ojos el placer de posarse en el escote bronceado de Cindy. La zona superior de las tetas casi es la mejor, los pezones pueden ser un horror. Justo por encima del abejorro asoma un punto blanco que incluso la parte de arriba del bikini esconde del sol. La crucecita se halla más arriba, debajo del sensual hueco entre las clavículas. Qué conjunto.
—El joven profesor ayudante nos ha acompañado —le confiesa Webb—. Un setenta y tres, Harry. Un setenta y tres, con una pelota al estanque en el hoyo quince, de tan fuerte como le dio.
Harry se siente dolido pero tiene que recibir a los Fosnacht, que empujan a su espalda. Janice no quería invitarles, sobre todo después de haber decidido no invitar a los Harrison, para que fuese una ceremonia íntima. Pero como Nelson quería que Billy fuera su padrino, Harry pensó que no les quedaba más remedio, y además, aun cuando Peggy no se ha cuidado mucho, resta esa aureola de la mujer que una vez, por muy mal que saliese la cosa, hace mucho tiempo, se despojó de toda la ropa para uno. Qué diablos, es una boda, así que se agacha y besa a Peggy en una comisura de la gran, húmeda, hambrienta boca que él recuerda. Ella se sobresalta, tiene la cara más ancha de lo que Harry recordaba. Sus ojos giran hacia él tras la estela del beso, pero como uno de los ojos es bizco, nunca sabe a cuál de ellos mirar en busca de la expresión.
El apretón de manos de Ollie es blando, nervudo, ruin: un hombrecillo perdedor de espíritu mezquino, de orejas salidas y pelo que parece paja sucia. Harry le tritura un poco los nudillos al apretar.
—¿Cómo va el chanchullo de la música, Ollie? ¿Todavía tocando?
Ollie es uno de esos tipos cenceños, muy frecuentes en Brewer, que puede tocar de oído cualquier cosa, pero que no hace una maravilla con nada. Trabaja en una tienda de música, ACORDES Y DISCOS, rebautizada AUDIOFIDELIDAD, en Weiser Street, cerca del viejo Bagdad, donde proyectan los filmes para adultos.
Peggy, con una voz a la defensiva por el beso, dice:
—A veces toca el sintetizador con un grupo de amigos de Billy.
—Persevera, Ollie, vas a ser el Elton John de los ochenta. Y ahora en serio, ¿dónde os habéis metido? Jan y yo venga a repetirnos que tenemos que invitaros a casa.
Antes tendrán que pasar por encima del cadáver de Janice. Curioso, un simple, inocente y triste polvo y Janice no depone su rencor, mientras que él ha perdonado por completo a Charlie, de hecho es casi el único amigo que le queda.
Y aquí llega Charlie.
—Bienvenida la firma asociada —bromea Harry.
Charlie ríe entre dientes y se encoge de hombros leve y brevemente. Sabe que tiene los elementos en contra, a causa de este matrimonio. No obstante posee cierta reserva interior, cierto resto de filosofía que le protege del pánico.
—¿Has visto a la dama de honor de la novia? —le pregunta Harry. Melanie.
—Todavía no.
—Los tres fueron a Brewer anoche y se emborracharon como cubas, a juzgar por cómo volvió Nelson. ¿Qué te parece esa conducta la víspera de tu boda?
Charlie ladea poco a poco la cabeza, en un gesto de incredulidad cortés. Este ademán de hombre mayor, no obstante, es bruscamente frenado cuando Mim, que viste una especie de traje pantalón arrugado, de color chartreuse, con chorreras, le rodea por detrás el pecho y no le suelta. La cara de Charlie se tensa, asustada, y para evitar que adivine quién es, Mim aprieta el rostro contra su espalda y Harry teme que el maquillaje de su hermana se adhiera a la chaqueta a cuadros de Stavros. Mim aparece ahora a cualquier hora del día o de la noche maquillada como una corista, cada matiz y cada rizo tal y como ella quiere exactamente; mas, en verdad, todas las cremas y pinturas de un universo de frascos no pueden aparentar una piel flexible, y perfilarse los ojos con carboncillo puede estar bien para esas nenas verdes como manzanas que van a la discoteca, pero a una mujer que ha superado los cuarenta confiere un aire meramente alucinado y perplejo a sus ojos como atrapados por un lazo. Mim muestra los dientes mientras sigue forcejeando por detrás con Charlie, como una chiquilla de once años con esparadrapo en las rodillas. «Jesús», gruñe Charlie al ver que las manos que le cercan el pecho tienen uñas de color púrpura y largas como saltamontes, pero es lento en detectar cuál podría ser de todas las mujeres que ha conocido.
Violento por causa de ella, inquieto por él, Harry suplica:
—Vamos, Mim.
Ella no suelta a su presa, y su cara afulanada, de larga nariz, se deforma y se retuerce mientras mantiene la presión de su abrazo.
—Te atrapé —dice—. El griego castigador. Buscado por cruzar con una menor fronteras de estados y por ser un mal representante de coches usados. Ponle las esposas, Harry.
Harry, por el contrario, rodea con sus manos las muñecas de su hermana, tropezando con pulseras que no quiere doblar, miles de dólares de oro en sus huesos, y se las separa, haciendo palanca con su propio cuerpo; cada vez más ceñudo, Charlie se endereza y se cubre con las manos su frágil corazón. Mim es enjuta y fuerte, siempre lo ha sido. Obligada por fin a liberar a su víctima se repone con unos toques rápidos cada pelo y cada rizo en su sitio.
—Creías que el coco te había pillado, ¿verdad, Charlie? —se burla ella.
—De propietario anterior —le contesta Charlie, estirando las mangas de la chaqueta para recobrar su dignidad—. Nadie les llama ya coches usados.
—En el oeste los llamamos carros de mierda.
—Chss —le apremia Harry—. Pueden oírte ahí dentro. Están a punto de empezar.
Aún regocijada por su pelea con Charlie y divertida por el escrupuloso reprensor en que se ha convertido su hermano, Mim echa los brazos al cuello de Harry y le abraza con fuerza. Los volantes y pliegues de su vestido de fantasía crepitan y se aplastan contra el pecho de Conejo.
—La hermanita mocosa —le dice ella, jadeante, al oído—, siempre será la hermanita mocosa.
Charlie se ha deslizado dentro de la iglesia. Los párpados de Mim, cerrados, brillan al sol como manchas dejadas por alguna colisión de vehículos engrasados; Harry ve a menudo en las autopistas los oscuros virajes de caucho, las gubias de metal retorcido que señalan el punto donde algo impensable le ha ocurrido a alguien de repente. Aunque así haya sido, el tráfico cotidiano continúa. «Sujétame, Harry», gritaba la pequeña Mim, con su capucha, acurrucada entre las rodillas de su hermano cuando el trineo chocaba contra la ceniza esparcida al final de Jackson Road, y saltaban chispas de color naranja. Años antes, allí había muerto un niño bajo un camión lechero al lanzarse en trineo, y todos los niños lo sabían: la cara inexpresiva del desafortunado les salía al paso en cada tormenta de nieve. Ahora Harry advierte un resplandor en los párpados de Mim, al igual que en el lomo de los escarabajos que se apelotonaban sobre las amplias hojas mate de la parra de Bolger. También nota que el peso de las joyas ha alargado los lóbulos de sus orejas, y que las chorreras palpitan cuando ella jadea, sin aliento después del arrebato. A causa de tanto trasnochar, y de todos sus vicios, ve que ella lleva camino de convertirse en una bruja patética, en una de esas mujeres que no creemos que hayan podido ser amadas, y su única salvación son los fuertes huesos faciales que heredó de mamá. Conejo duda antes de entrar. Al contemplarla desde la iglesia, la ciudad desciende como un amplio tramo de escalera entreverado de tejados y paredes, algo parecido a un naufragio en el que han perecido muchos americanos.
Oye que se abre la puerta lateral por la que entró a toda prisa el organista, y se asoma a la esquina, pensando que quizá Janice le necesita. Pero es Nelson quien sale, Nelson con su traje de boda de tres piezas color crema, de cintura entallada y amplias solapas, que parece caerle demasiado grande, tal vez porque los pantalones acampanados casi le tapan los tacones de los zapatos.
Como siempre que ve a su hijo sin esperárselo, Harry siente lástima. Su labio superior se alza para señalarle su presencia, pero el chico no mira hacia él, simplemente parece olfatear el aire, mira en torno a la hierba y baja los ojos en dirección a las casas de Mount Judge, y después los levanta en sentido contrario, hacia el cielo, sobre la cúspide de la montaña. «Corre», quiere gritarle Harry, pero no le sale nada, sólo el aroma más intenso del perfume de Mim al aspirar aire. Con suavidad, el chico vuelve a cerrar la puerta tras él, sin saber que le han visto.
Tras el pórtico entornado de color rojo orín, la iglesia acumula silencio para oficiar sus actos eternos. El mundo entonces quedará dividido entre los pocos reunidos en una atmósfera dominical y todo lo que queda del sábado afortunado que se extiende, el mundo de los días laborables que prosigue su curso. Desde la infancia, Conejo aborrece las ceremonias. Toca el brazo de Mim para conducirla al interior de la capilla, y por encima de la lana vitrea de su peinado ve que una sucia y vieja camioneta Ford, cuya baca cromada realzan toscos listones verdes, circula lentamente por la calle. No tiene tiempo para ver a los pasajeros, sólo vislumbra una gruesa cara enfurecida que mira fijamente desde una ventanilla trasera. Una cara gorda masculina que sin embargo pertenece a una mujer.
—¿Qué pasa? —inquiere Mim.
—No sé. Nada.
—Parece que has visto un fantasma.
—Estoy preocupado por el chico. ¿Qué opinas tú de todo esto?
—¿Yo? ¿La tía Mim? Me parece muy bien. La chica tomará las riendas.
—¿Y eso es bueno?
—Por un tiempo. Déjalo correr, Harry. El chico tiene su vida, tú vive la tuya.
—Es lo que me digo a mí mismo. Pero suena a escapatoria.
Entran. Un patético grupito de cabezas sobresale al fondo de todo. Ese misterioso Flaco de ojos esquinados, melifluo, como si le pagaran, escolta a Mim por el pasillo hasta el segundo banco e indica, con un gesto grácil y furtivo, el lugar que le corresponde a Harry, al lado de Janice. El espacio vacío le ha estado aguardando. Al otro lado de Janice se sienta la otra madre. La señora Lubell presenta un perfil pálido; es pelirroja, como su hija, pero sus cabellos se han ido aclarando hasta adquirir pequeños bucles incoloros, y es imposible que alguna vez haya tenido la estatura y el hermoso porte ágil de Pru. Harry no puede evitar el pensamiento de que parece una mujer de la limpieza. Ella le dirige su sonrisa desecada aunque extrañamente perfecta, una sonrisa como las que saltaban desde la pantalla de las viejas películas en blanco y negro, tímida y segura, como una veta de pura melodía que, de joven, posiblemente haya parecido destinada a auparla mucho más arriba de donde está asentada su vida. Janice ha vuelto la cabeza para cuchichear con su madre en el asiento de atrás. Mim ha ido a parar finalmente al mismo banco que Mamá Springer y sus comadres. Stavros está en la tercera fila, con los Murkett: tiene el escote de Cindy para curiosear cuando se aburra; que vea cómo son las tetas del club de campo después de todas esas hojas de vid rellenas. Con deliberada incomodidad, los Fosnacht se han instalado o han sido instalados al otro lado del pasillo, en lo que hubiera sido la parte de la novia si hubiera habido bastante gente para que hubiese una, y se pelean entre susurros: muchos siseos enfáticos por parte de Peggy y un murmullo estoico por la de Ollie, que mira hacia delante. El organista trenza de arabescos los tonos altos y bajos de una fuga para proporcionar a todo el mundo la oportunidad de toser y volver a cruzar las piernas. La punta de su perillita rubicunda sobresale tan sólo unos centímetros del teclado durante los fragmentos tranquilos. La forma en que aporrea y tira de los registros le recuerda a Harry la vieja linotipia que manipulaba él, el ajustador de espacio y el plomo que saltaba caliente, todo lo cual se hace actualmente con ordenador. A la izquierda del altar se abre uno de los grandes lienzos de pared, redondeados en la parte superior, es una puerta secreta como en las películas de miedo, y por ella sale Archie Campbell con una sotana negra y sobrepelliz y estola blancas. Esboza esa sonrisa socarrona de ¿Qué? ¿Preocuparme yo?, y súbitamente muestra esos dientes carcomidos.
Nelson le sigue, cabizbajo, sin mirar a nadie.
Flaco remonta el pasillo, sigiloso como un gato, para ponerse a su vera. Debe de ser un ladrón en sus ratos libres. Es unos quince centímetros más alto que Nelson. Ambos llevan el pelo corto, al estilo punk. El de Nelson forma un remolino por detrás; Harry lo conoce tan bien que se le seca la garganta, algo la atraganta.
Expira el último e iracundo susurro de Peggy Fosnacht. El órgano guarda silencio durante este instante. Con ambas manos regordetas levantadas, Sopas les manda ponerse de pie. Al compás de sus propios rumores, Melanie acompaña a Pru, desde otra estancia lateral, a lo largo de la barandilla del altar. La secreta noticia, compartida por todos, de que está embarazada realza su belleza. Lleva un vestido como de crespón que le llega al tobillo y de un color que Mamá Springer llama harina de avena y Janice y Melanie denominan champán, con una banda marrón que han decidido dejar suelta en la cintura para no tener que atarla demasiado arriba. Debe de haber sido Melanie quien trenzó la pequeña corona de flores silvestres, ya casi marchitas, que adorna la cabeza de la novia. No lleva cola ni velo, sólo un invisible orgullo orgánico. Gacha y con los labios apretados, la cara de Pru se ha ruborizado, el pelo de zanahoria cepillado le resbala por la espalda, sujeto por detrás de las orejas que revelan su ondulada y tersa configuración de concha y de las que penden diminutos aros de oro; sus ojos administran un fulgor verde cuando mira hacia Nelson y, a continuación, al párroco. Harry podría detenerla con el brazo cuando pasa a su lado, pero ella no le mira. Melanie dedica a las personas mayores una mirada alegre; los dedos de Pru, largos y de nudillos rojos, transmiten un temblor a su ramillete de azahar. Ahora, frente al clérigo, su continente es grave, con esa magnífica compostura calma de las mujeres que transportan algo más que a sí mismas.
Sopas les llama queridísimos. La voz que mana de este hombrecillo es extraordinaria, Harry ya lo había notado en casa, pero aquí, en la iglesia casi vacía, rebotando contra los nudos de nogal, las placas conmemorativas y los altos pares arqueados, bajo la alta vidriera central en que Jesucristo despega hacia el cielo con un montón de apóstoles de pastel como plataforma de lanzamiento, el timbre se duplica, se enriquece, posee un matiz rotundo y compungido que Harry no había percibido hasta ahora y que junta y prensa a los invitados dispersos hasta formar con ellos una congregación, disipando el temor de que esta ceremonia pudiese ser una farsa. Ríete de los curas todo lo que quieras, pero ellos tienen las palabras que necesitamos escuchar, las que han hablado los muertos. «La unión de marido y mujer», anuncia, con su atenta y formidable entonación de órgano, «es querida por Dios para el mutuo deleite de los esposos», y, como capas de un vasto polvo encubridor, las sílabas descienden, «prosperidad, adversidad, procreación, sustento». Sopas parpadea entre frases, es su único defecto. Harry oye un débil gemido a su espalda: Mamá Springer lleva en pie demasiado tiempo. Un asiento más allá de Janice, la señora Lubell ha sacado del bolso un pañuelo de aspecto sucio y se lo aplica a la cara. Janice sonríe. Una arruga oscura se dibuja en las comisuras de sus labios. Con un sombrerito blanco en la cabeza, igual que una flor, parece polinesia.
De manera resonante, Sopas se dirige al techo:
—Si alguno de vosotros puede aducir justa causa que impida la lícita celebración de este matrimonio, que hable ahora, o, de lo contrario, que la paz sea siempre con vosotros.
Paz. Un banco cruje. La pareja de Binghamton. El difunto Fred Springer. Ruth. Conejo reprime un loco deseo de gritar. Siente la garganta en carne viva.
El cura habla ahora directamente a la pareja. Nelson, que renqueaba hacia un costado, con los ojos oscuros en sus cuencas y el clavel prendido en la solapa, se desplaza más hacia el centro, hacia Pru. Son de la misma estatura. La nuca del chico parece tan flaca y desnuda encima del cuello. Ese remolino.
A Pru le ha sido hecha una pregunta. Con una voz sumamente baja, responde que sí.
Ahora está siendo interrogado Nelson, y la comezón de Harry, que le impulsa a gritar, a desempeñar el papel de payaso alborotador, se ha transformado en algo distinto, un picor en el puente de la nariz, una presión en ambos orificios nasales.
«Mujer, esposa, alianza, ¿la amarás, consolarás, honrarás y cuidarás, en la enfermedad y en la salud, renunciando a todas las demás durante toda vuestra vida?».
Con una voz a medio camino entre la de Sopas y la de Pru, Nelson contesta que sí.
Y la quemazón de sus conductos lacrimales y la aspereza que le rasca en el fondo de la garganta se han vuelto irresistibles, todos los pobres abandonados y enfermos testigos insignificantes de esta boda se inclinan hacia delante, a la espalda de Harry, formando aros de terrible complicidad, un impalpable y súbitamente percibido cúmulo de tristeza humana se ha concentrado de manera abrasadora en el cogote de Nelson cuando él y la chica permanecen en pie, silenciosos, y el resto de los presentes busca a tientas y hojea el nuevo y grueso devocionario rojo para encontrar el número y el nombre del salmo requerido. Sopas irradia un aura angelical sobre las respuestas desperdigadas de los invitados, «esposa, viña fértil», que Conejo no puede pronunciar, «el hombre temeroso del Señor», porque está llorando, llorando, humedeciendo las palabras, la página, que se ha vuelto tan blanca y vacía como la pobre y muda nuca feble de Nelson. Janice alza los ojos hacia él, con viva sorpresa bajo su sombrero blanco, y la señora Lubell, con esa melancólica sonrisa de mujer de la limpieza, le ofrece su mugriento pañuelo. Él lo rechaza con un movimiento de cabeza, él es un hombre demasiado grande, empapará la tela con sus efluvios; luego lo acepta, de todos modos, e intenta enjugar la engorrosa marea. Es el lugar que las lágrimas han abierto el que resulta un flujo inagotable, un manantial.
—Que viváis para ver a los hijos de vuestros hijos —entona Sopas, con esa voz enormemente melodiosa y envolvente de marica—. Que la paz recaiga sobre el pueblo de Israel —añade.
Fuera, cuando ha acabado todo, ha sido entregado el anillo y los votos formulados por las jóvenes voces temblorosas bajo la vidriera cenital, de colores pascuales, que representa el lanzamiento de Cristo al espacio, y el Padrenuestro mascullado hasta el final y la pálida pareja ha dado media vuelta, tras el beso obligado (pobre Nellie, ¿no podría ser un par de centímetros más alto?), para encararse, ahora legal, místicamente, a la pequeña muchedumbre de parientes, su tribu, afuera, en la tarde malsana, a la que han llegado nubes con la brisa que sopla hacia el atardecer, y las ridículas lágrimas están ya secas, formando largas manchas en el rostro de Harry, Mim se arroja de nuevo a sus brazos, un abrazo de hermana, toda suerte de congoja familiar implícita desde los días en que él le aferraba la manita, el futuro se ha abatido oscuramente sobre ambos, el único vástago de Harry ya casado, el matrimonio, esa condena cotidiana que quizás ella nunca llegue a conocer; menuda y ajada en los brazos de su hermano, se está convirtiendo en una solterona, hasta una furcia puede quedarse soltera, piensa en todo lo que ella ha tenido que aguantar todos estos años, su hermanita pequeña, que llora imitando sus propias lágrimas aquí afuera, donde el aire enseguida las seca, y las sonrisas posteriores a la ceremonia religiosa revolotean alrededor cual mariposas nacidas para vivir un solo día.
Oh este día, esta festividad en la que han convertido sólo para sí mismos un sábado mundano, este último día del verano. Qué gran derroche de gasolina parece cuando recorren en procesión las empinadas calles de la ciudad rumbo a la casa de Mamá Springer. Harry y Janice siguen en el Corona al Chrysler azul de Bessie, por si la anciana tropieza con algún percance y, detrás de ellos, Mim transporta a la señora Lubell en el Mustang de Janice, con el faro todavía mal alineado.
—¿Por qué llorabas tanto? —le pregunta Janice. Se ha quitado el sombrero y se alisa el flequillo, mirándose en el espejo retrovisor.
—No lo sé. Por todo. La pinta de Nellie visto por detrás. El modo en que la nuca de los chicos confiaba en nosotros. Quiero decir que realmente les gustaba que ese estúpido grupito estuviera pendiente de ellos.
Harry espía de reojo el silencio de Janice. La punta de su lengüecita descansa sobre su labio inferior, sin querer expresar lo que no debe. Dice:
—Ya que viertes tantas lágrimas, podrías ser menos ruin con él y lo del concesionario.
—No soy ruin con él y el concesionario. Le importa un cojón el negocio, lo único que quiere es gandulear sabiendo que tú y tu madre le apoyáis, y el modo más fácil de salirse con la suya es hacer el paripé en el concesionario. ¿Sabes cuánto le ha costado a la empresa su bromita de los descapotables? Adivina.
—Dice que se sintió tan frustrado por tu culpa que perdió la cabeza. Y que tú sabías muy bien que le estabas frustrando.
—Cuatro mil quinientos dólares, eso costaron esos carros de mierda. Más todas las piezas que Manny tuvo que encargar y la mano de obra para arreglarlos; total, añade otros mil.
—Pues Nelson dice que el TR se vendió inmediatamente.
—Por chiripa. Ya no se fabrican TR.
—Él dice que a los Toyotas se les ha acabado la buena racha en el mercado y que Datsun y Honda están vendiendo mucho más en todo el este.
—¿Ves? Por eso Charlie y yo no queremos que el chico trabaje en el concesionario. No tiene más que ideas negativas.
—¿Ha dicho Charlie que no quiere a Nelson en el concesionario?
—No textualmente. Es demasiado buena persona.
—Nunca he notado que fuese tan buena persona. Por lo menos, no en ese sentido. Le voy a pedir que pase por casa.
—Ahora no empieces a meterte con el pobre Charlie, simplemente porque te ha cambiado por Melanie. No recuerdo qué ha dicho de Nelson.
—¡Cambiado! Harry, de aquello hace diez años. Tienes que dejar de vivir en el pasado. Si Charlie quiere hacer el ridículo persiguiendo a veinteañeras, a mí me tiene completamente sin cuidado. Una vez que se accede a la intimidad de una persona, lo único que te inspira son buenos sentimientos.
—¿Qué es eso de acceder a la intimidad? Has estado viendo demasiados culebrones.
—Es una frase que usa la gente.
—Esas lagartonas con las que pierdes el tiempo en el club. Doris Kaufmann. La muy puta.
Le ha escocido que ella piense que vive en el pasado. ¿Por qué habrá sido precisamente él quien ha llorado en la boda? Don Tío Majo. Don Tío Manso. Que se pudran todos.
—Bueno, por lo menos Charlie esquiva el matrimonio, lo que le hace menos ridículo que Nelson —dice, y enciende la radio para poner fin a la conversación. Las noticias de las cuatro y media: terremoto en Hawai; secuestro de dos hombres de negocios norteamericanos en El Salvador; tanques soviéticos patrullan por las calles de Kabul tras el misterioso cambio de gobierno en Afganistán el pasado domingo. En México, un pacto de gas natural con Estados Unidos supone un posible alivio a largo plazo de la crisis energética. En California, diez días de incendio han destruido más hectáreas de broza que ningún otro fuego similar desde 1970. En Filadelfia, el magnate de la edición, Walter Annenberg, ha donado cincuenta mil dólares a la archidiócesis católica para contribuir a sufragar los costes de la controvertida plataforma donde se prevé que el papa Juan Pablo II celebre misa el tres de octubre. Annenberg, concluye solemnemente el locutor, es judío.
—¿Por qué nos dicen eso? —pregunta Janice.
Dios, es tonta de remate. Le consuela constatarlo. Responde:
—Para que nosotros, supuestos cristianos, nos avergoncemos de haber andado con tantas cicaterías a propósito de la plataforma para el Papa.
—Yo diría —comenta Janice— que parece un despilfarro construir algo semejante para usarlo una sola vez.
—Así es la vida —dice Harry, deteniéndose junto al bordillo de Joseph Street. Hay tantos coches delante del número 89 que tiene que aparcar en el medio de la manzana, delante de la casa donde viven las mujeres hombrunas. Una de ellas, fornida y bastante joven, que viste una chaqueta de faena excedente del ejército, está arrastrando hasta el porche un gran rollo rosa de material de aislamiento revestido de una chapa metálica.
—Mi hijo se ha casado hoy —le grita Harry, obedeciendo a un impulso.
La virago parpadea y le grita como respuesta:
—Buena suerte para ella.
—Es un chico.
—Me refiero a la novia.
—Ah, se lo diré.
La expresión de la mujer, de ojos rasgados como la empleada india de un estanco, se suaviza un poco; ve a Janice apeándose del coche por el otro lado y le dice, esta vez vociferando:
—Jan, ¿cómo lo ves tú?
Janice tarda tanto en contestar que Harry lo hace por ella:
—Lo ve fantástico. ¿Por qué no?
Lo que no acaba de comprender acerca de esas lesbianas no es por qué no les gusta él, sino por qué él quiere gustarles, por qué el simple y distante ruido de sus martillazos posee la virtud de herirle, de hacer que se sienta excluido.
De alguna manera, el tal Flaco, al volante de un Le Car amarillo canario, con el nombre de la marca estampado a treinta centímetros de altura en el costado, se las ha arreglado para llegar de la iglesia, con la novia, el novio y Melanie, antes que Harry y Janice; y también Ollie y Peggy, en su Dodge Dart canela del 73 con el guardabarros remendado con fibra de vidrio; y hasta Sopas les ha ganado, puesto que el pequeño y rápido Opel Manta negro con ostentosa placa que reza SAINT JOHN está asimismo aparcado junto al bordillo, a este lado del arce que Mamá Springer ha contemplado desde su dormitorio frontero durante más de treinta años. Los invitados colman ya la sala, mientras esa chica gordita, con un simulacro de uniforme de camarera, se afana en distribuir esos entremeses que han costado una fortuna, un revoltijo de cosas que parecen como queso derretido sobre tacos mejicanos, con un ramito de perejil añadido; Harry se abre camino con los codos levantados, según la antigua costumbre del juego de baloncesto, por si acaso alguien le apremia, para traer el champán de la cocina. Las botellas de Mumm’s, a doce dólares la unidad, incluso si se compran por cajas, llenan por completo la segunda parrilla del frigorífico, apiladas conforme a la postura del 69, con cuello de papel de plata y pesado culo hueco, preciosas. «SUMINISTRO DE CHAMPÁN PARA BODA DE PENALTY», piensa. «Angstrom paga la cuenta». El nieto de Grace Stuhl resulta ser un muchachote robusto, seguro que no pesa menos de ciento diez kilos, con una tupida barba de pirata y está friendo cosas pequeñísimas en una sartén sobre el fuego, y tiene algo enrollado en beicon dentro del horno. Y también una cerveza que ha cogido de la nevera, abierta sobre la repisa. El ruido va aumentando en la sala, y la puerta de la calle se abre sin parar. Stavros y los Murkett entran detrás de Mim y la pandilla de Bessie, y todos los idiotas se acercan parloteando cuando salta el primer corcho. Chico, es como correrse, no hay forma de pararlo, las copas de champán, de plástico y pie hueco, que Janice compró en el Acme están en la bandeja china redonda, en la repisa, detrás de la cerveza del nieto de Grace Stuhl, demasiado lejos para que Harry la alcance sin derramar sobre el linóleo parte de la espuma felina. A medida que las llena, las copas le recuerdan las monedas de oro, metal precioso a lo largo de los siglos, y un pestillo en su fuero interno se descerraja para dejar escapar a su tristeza. Qué coño, todos vamos cayendo juntos por la rampa. De nuevo en la sala, delante del mirador, Mamá Springer propone un nervioso brindis que ha estado rumiando y que termina con una frase del holandés que se habla en Pennsylvania: «Dir seid nur eins: halt es selle weg».
—¿Qué significa, abuela? —pregunta Nelson, temiendo que se trate de una broma sobre él, tan niño al lado de la sonrojada mujer adulta con la que se ha casado a lo loco.
—Iba a decirlo —replica Bessie, irritada—. «Los dos sois ahora uno: que así siga siendo».
Todo el mundo aplaude, y bebe, si es que no lo había hecho ya.
Grace Stuhl da un paso adelante e ingresa en el círculo de espacio despejado junto al mirador, quizá fue una gran bailarina cincuenta años atrás, cierto tipo de ancianas conservan los tobillos y los pies pequeños, y Grace es una de ellas.
—O como decían siempre —propone—, «Bussie waiirt ows, kocha dut net». Los besos se acaban, la cocina no.
Los aplausos son más ruidosos. Harry descorcha otra botella y decide emborracharse. Esos tacos fundidos no están tan malos, siempre y cuando consigas llevártelos a la boca antes de que se te deshagan en los dedos, y la novia gordita del nieto de Grace tiene un busto asombroso. Todos esos culos, al menos eso no escasea, siguen llegando. Le parece que ha pasado un siglo desde la noche en que le perturbó el sueño la llegada a esta casa de Pru Lubell, ahora Teresa Angstrom. Harry descubre que está al lado de la madre de Pru. Le pregunta:
—¿Ha estado alguna vez por estos andurriales?
—Nada más que de paso alguna que otra vez —dice ella, con un hilillo de voz tan tenue que él tiene que agacharse para oírla, como en un lecho de muerte. ¡Con qué voz más baja ha hecho Pru sus promesas en la ceremonia!—. Mi familia procede de Chicago.
—Bueno, estará orgullosa de su hija —dice él—. Nosotros ya la queremos.
Al decir esto, él mismo se siente un imitador; vivir, tal como pensamos al principio, es representar el papel de adultos.
—Teresa procura hacer lo debido —afirma su madre—. Pero nunca le ha resultado fácil.
—¿No?
—Ha salido a la familia de su padre. Ya sabe, siempre muy extremistas.
—¿Ah, sí?
—Oh, sí. Testarudos. Mejor no enfrentarse a ellos.
La mujer ensancha los ojos. Junto a ella, Harry se siente como si a ambos les hubieran puesto a confeccionar juntos una cadena de papel, con cola inadecuada, y los eslabones se despegasen uno tras otro. No es fácil oír en esta habitación. Sopas y el tal Flaco están riéndose.
—Lamento que su marido no haya venido —dice Harry.
—No lo haría si le conociera —replica serenamente la señora Lubell, y agita su copa de plástico como dando a entender lo vacía que está.
—Permítame que le sirva más.
Conejo se percata con un sobresalto de que ella es su pareja idónea: por vieja que parezca, esta mujer es más o menos de su edad, y en lugar de andar desnudo en el país de los sueños con tías llenitas como Cindy Murkett y la novia del nieto de Grace Stuhl, debería estar mentalmente en el lecho con las sosias de la señora Lubell. Se retira a la cocina para ocuparse del suministro de champán y encuentra a Nelson y a Melanie trajinando con las botellas. La repisa está sembrada de esas jaulitas de alambre que apresan a los corchos.
—Papá, quizá no haya bastante —gimotea Nelson.
Vaya par.
—¿Por qué vosotros, los jóvenes, no os pasáis a la leche? —sugiere, arrebatando una botella al chico. Pesada, verde y fría, como el dinero. Con la etiqueta grabada. Su pobre padre difunto no probó en su vida este brebaje espumoso. Setenta años de cerveza y agua herrumbrosa. Le comenta a Melanie:
—Esa bici tan cara todavía sigue en el garaje.
—Oh, ya lo sé —dice ella, con una mirada inocente—. Si me la hubiera llevado a Kent, me la habrían robado.
Los enormes ojos castaños de la chica no revelan que se haya dado cuenta de que él ha sido brusco, se siente traicionado por ella. Añade:
—Deberías salir a saludar a Charlie.
—Oh, ya nos hemos saludado.
¿Ha abandonado la habitación de motel que va a pagar él para ir a juntarse con Charlie? Harry no puede averiguarlo todo. Como arreglando las cosas, Melanie agrega:
—Le voy a decir a Pru que puede usar la bici si quiere. Es un ejercicio estupendo para esos músculos.
¿Qué músculos? De nuevo en la sala, nadie ha sido lo suficientemente amable como para ocupar su puesto junto a la madre de la novia. Mientras vuelve a llenar la copa que ella le tiende, Harry le dice:
—Gracias por el pañuelo. En la iglesia.
—Tiene que ser muy duro —dice ella, ahora con una mirada más afectuosa— cuando se trata del único hijo.
No es el único, quiere explicarle, más borracho de lo que él pensaba. Hubo una hermanita muerta que yace sepultada en esa colina, encima de nosotros, y una muchacha zanquilarga que vagabundea por las tierras de labor al sur de Galilee. ¿A quién le recuerda la señora Lubell cuando agita de ese modo la cabeza, al alzar los ojos? A Thelma Harrison, junto a la piscina. Quizás hubieran debido invitar a los Harrison, pero en ese caso habrían tenido problemas con Buddy Inglefinger, dolido por el desaire. Y Ronnie se hubiera comportado de un modo grosero. El organista de perilla (¿quién le ha invitado?) se ha sumado al grupito que forman Sopas y Flaco, y algo en la alegría que reina entre ellos induce al párroco a recordar sus deberes para con los demás. Se acerca a reunirse con Harry y la madre, un acto de caridad cristiana.
—Bueno —le suelta Harry—, lo hecho hecho está, ¿eh?
Becky debe de ser un esqueleto a estas horas, qué extraño pensamiento. El camisón con que la enterraron transformado en telarañas. Las uñas y los deditos de los pies son pedazos de confeti desperdigados por la tela de raso.
Los numerosos pequeños dientes ensombrecidos por el tabaco del reverendo Campbell se exhiben en una sonrisa complaciente.
—La novia estaba preciosa —le dice a la señora Lubell.
—Ha heredado la altura de la familia paterna —comenta ella—. Y el pelo liso. El mío se riza y Frank nunca consigue alisar el suyo. Teresa no es tan testaruda, porque es chica.
—Realmente preciosa —insiste Sopas, y su sonrisa adquiere cierto brillo.
Harry le pregunta al sacerdote:
—¿Cuánto consume ese Opel suyo?
Sopas se quita la pipa de los labios para responder.
—Subiendo y bajando esas cuestas no se puede saber con exactitud, ¿no? Yo diría que unos nueve y pico o diez litros como mucho. Arranco y paro muchas veces, y si se hacen sólo trayectos cortos, el carbono se acumula.
—Ya sabe que son los japoneses los que fabrican esos coches, aunque los venda la Buick —le dice Harry—. He oído decir que no van a importar ninguno más después del modelo de 1980. Así que van a apretar las clavijas en el precio de los recambios.
Sopas se divierte, el guiño de sus ojos se lo revela a la señora Lubell. Vuelve la mirada hacia Harry, con severidad fingida, e inquiere:
—¿Está tratando de venderme un Toyota?
Mamá también se está convirtiendo en un esqueleto, puestos a pensar en ello. Esos grandes huesos en la tierra, como huesos de dinosaurio.
—Bueno —responde Harry—, tenemos un nuevo modelo de tracción delantera que se llama Tercel, no sé de dónde sacan estos nombres pero da lo mismo, que consume alrededor de seis litros cada cien kilómetros en autopista y es mucho coche para un hombre soltero.
A la espera de la Resurrección. ¿Y si nunca llega?
—Pero supongamos que me caso —protesta el hombrecillo— y tengo una prole numerosa.
—Y debería hacerlo —interviene inopinadamente la señora Lubell—. Los curas están abandonando la Iglesia en manada, porque les ha entrado el gusanillo. Con esa cantidad de sexo en las películas, en los libros y por todas partes, incluso en la televisión si uno la ve hasta tarde, no me extraña que no puedan resistirse. Ya puede dar las gracias por no tener ese conflicto.
—Muchas veces he pensado —le contesta Sopas, con una versión amortiguada de su magna voz litúrgica—, que yo habría podido ser un excelente clérigo. Adoro la estructura.
—Acabamos de oír en la radio del coche —dice Conejo— que Annenberg ha donado cincuenta mil dólares a los católicos de Filadelfia para que puedan construir esa plataforma por el Papa, sin todos esos graznidos de los movimientos por las libertades cívicas.
Sopas suspira.
—¿Sabe usted cuánta publicidad van a proporcionarle esos cincuenta mil dólares? Es una ganga.
El Flaco y el organista parecen estar hablando de ropa, manoseándose mutuamente la camisa. Si no tiene más remedio que hablar con el organista, Harry podría preguntarle por qué no ha tocado Ahí viene la novia.
La señora Lubell dice:
—Querían que el Papa viniese a Cleveland, pero supongo que tiene que establecer ciertos límites.
—He oído que va a visitar una granja perdida en el campo —dice Harry.
Sopas toca la muñeca de la madre de la novia e inclina la cabeza de manera que Harry le ve el punto donde nace una calvicie incipiente.
—El señor Annenberg fue embajador nuestro en la Corte de Saint James[21]. Cuentan que al presentar sus credenciales ante la reina, ella le tendió la mano para que se la besara y él, en vez de eso, se la estrechó y dijo «¿Cómo va eso, reina?».
El cura lanza un buen gruñido. La señora Lubell ríe abiertamente, pero se le nota que su risa es fingida y de inmediato se tapa la boca con los nudillos, avergonzada. A Sopas le encanta esto y corresponde con una profunda carcajada, propia de un viejo cabronazo con un tonel por caja torácica. Si van a seguir así, Conejo estima que puede dejarles solos y, utilizando a Sopas de pantalla, aprovecha para escabullirse. Observa el terreno por encima de las cabezas congregadas, en busca de un lugar despejado. La sala siempre está ligeramente oscura, por muchas luces que haya y con independencia de la hora que sea, pues los árboles y el porche interceptan el sol. Algún día le gustaría tener una casa con torrentes de luz bañando elegantes superficies cuadradas. ¿Por qué enterrarse en vida?
Mamá Springer ha acorralado a Charlie en un vis-à-vis junto al mirador; la anciana tiene la cara hinchada y morada como una uva por la vehemencia de las palabras silenciosas que está vertiendo en el oído de Charlie; éste, con cortesía, inclina su pulcra cabeza, que antaño fue grande como la de un carnero pero se ha reducido con el tiempo a la de un viejo chivo, asintiendo casi glotonamente, como una gallina que picotea granos de maíz. Enfrente, recortados contra el ventanal, los Murkett están cotorreando con los Fosnacht, el viejo Ollie, sin duda, está informando a esos nuevos conocidos de que posee un gran talento musical, y Peggy hablando por los codos, respaldándole, reservándose para sí misma el conocimiento de lo rata perezosa que es él en la vida doméstica. Los Murkett pertenecen al nuevo círculo de amistades en la vida de Harry y los Fosnacht al antiguo, y le disgusta verlos mezclados; aun cuando Peggy supuso un polvo bastante bueno en aquella época, no quiere que esos deprimentes pegotes del antiguo instituto se introduzcan en el grupo de su club, pero a base de adulación lo están logrando, a fuerza de adulación y de champán, Ollie se come con los ojos a Cindy (¡qué más quisieras!) y Peggy lanza mugidos con ojos de vaca en dirección a Murkett, se metería en la cama con cualquiera, Ollie debe de ser muy insatisfactorio, seguramente una de esas pichas delgaditas y blandas. Harry se pregunta si no sería mejor acercarse y disolver el cuarteto, pero prevé un muro de pullas que considera demasiado inconveniente traspasar después de todas sus lágrimas en la iglesia y sus añoranzas de Becky y papá y mamá y hasta de Fred Springer, todos ellos ausentes. Mim está en el sofá con Grace Stuhl y esa tal Amy, la otra vieja loro, y por Cristo que parecen estar pasándoselo en grande, las dos recordándole a Mim cómo era de pequeña, el acento y la manera de expresar las cosas de Diamond County hacen que Mim se ría a cada paso, y Mim les recuerda a ellas, toda pintada y acicalada, a una de esas fulanas que ellas se sientan a ver noche y día en la televisión (las pobrecillas ni siquiera saben que son unas furcias), a esas mujeres famosas que interpretan Vencer al reloj o Plazas de Hollywood o guiñan el ojo a Merv, Mike o Phil, arrellanadas en esas sillas mullidas de los programas de entrevistas en directo, con las rodillas que asoman, desnudas, todas llegaron ahí tras pasar por muchas camas, a nadie le importa ya, los años han alcanzado a Mim y la han colocado en el sofá gris con las beatas de iglesia. Nelson, Melanie y el patán que Grace Stuhl tiene por nieto siguen en la cocina, y la novia del nieto, después de haber circulado con los diminutos canapés debajo de las tetas, en un ingenioso calentador que contiene una mezcla bañada en salsa de tomate, parece haberse cansado y se ha unido a ellos; tienen allí el pequeño Sony portátil en donde Janice ve a veces las reposiciones de Carol Burnett mientras prepara la cena, y a juzgar por los sonidos —aplausos, banda de música—, esas nulidades de jóvenes bebidos han puesto el partido que enfrenta al Penn State contra el Nebraska. Ahí está Pru, entretanto, con su vestido de novia de color champán, ya sin la corona de flores en la cabeza, sola junto a la lámpara de tres cuerpos, examinando esa pesada chuchería de cristal verde de Mamá Springer, con la lágrima de aire encerrada dentro, dándole vueltas y más vueltas, bajo la débil luz, con sus largas manos rosadas en las que ahora brilla un anillo de casada. Estalla una carcajada en el grupo que forman los Fosnacht y los Murkett, al que se ha unido Janice. Webb pasa por delante de Harry camino de la cocina, con los dedos llenos de copas de plástico.
—¿Qué me dices del loco de Rose? —le dice, según pasa, por decir algo.
Pete Rose ha estado marcando por encima de los 600 puntos últimamente y sólo necesita cuatro más para ser el primer jugador que consiga doscientos en diez temporadas de la primera división. Pero eso no significa mucho, a los Phillies les quedan doce juegos y medio.
—Un chuleta —dice Conejo, lo que solían decir de él hace casi treinta años.
Tal vez a causa de la evidencia de su embarazo, a Pru le da vergüenza cruzar por en medio de los presentes para unirse a los de su generación en la cocina. Harry se encamina hacia ella y se agacha para besar su recatada y cálida mejilla antes de que Pru se percate; el champán facilita las cosas.
—¿No se supone que hay que besar a la novia? —le pregunta.
Ella vuelve la cabeza y le dedica esa sonrisa al principio vacilante y súbitamente amplia, con una comisura torcida hacia dentro. Los ojos de Pru parecen haber absorbido color verde al contemplar el cristal, ese extraño huevo lustroso que, más de una vez, Harry ha pensado que debería estrellar contra el cráneo de Janice.
—Por supuesto —dice ella.
Sujeta contra su vientre, la lágrima central dentro del huevo despide un pálido cuchillo de luz. Él intuye que ella le ha visto acercarse desde un ángulo lateral de su visión, pero que ha permanecido inmóvil como un ciervo en peligro. Entre esa gente extraña, sellado su destino por una ceremonia, es obvio que está asustada. Conejo trata de animar a su nuera:
—Seguro que estás rendida. ¿No te entra un sueño espantoso? Me acuerdo de que a Janice le pasaba.
—Te sientes torpe —concede Pru, y con ambas manos deposita la esfera de cristal verde sobre la mesa redonda que es como una hoja de madera en torno al pie de la lámpara. De repente pregunta:
—¿Usted cree que haré feliz a Nelson?
—Oh, seguro. El chico y yo tuvimos una vez una larga charla al respecto. Piensa que eres una joya.
—¿No se siente atrapado?
—Bueno, francamente es lo que a mí me intrigaba, porque en su caso quizá yo sí me sentiría así. Pero, palabra de honor, Teresa, a él no parece molestarle. Desde que era pequeño siempre ha tenido ese sentido de la equidad, y en este momento piensa, por lo visto, que lo que es justo es justo. Escucha. No debes preocuparte. La única cosa que a Nelson le inquieta ahora es su viejo.
—Piensa que usted es fabuloso —dice ella, en voz muy baja, por si la frase es demasiado osada.
Harry resopla; le encanta que las mujeres le hablen con descaro, y toda señal de vida por parte de esta muchacha es recibida con agradecimiento.
—Todo saldrá bien —promete, aunque el aura de temor que emana Pru sigue siendo intensa y amenaza con contagiársela. Cuando la chica se atreve a esbozar una sonrisa completa, Harry advierte que sus dientes necesitaron corrector y que no lo tuvieron. El sabor del champán le sigue recordando al pobre papá. Cerveza, agua herrumbrosa y sopa de champiñones enlatada.
—Intenta divertirte —le dice a su nuera, y cruza la habitación atiborrada, sorteando al grupo bullicioso de los Fosnacht, los Murkett y Janice, hasta el sofá donde está sentada Mim entre las dos ancianas.
—¿Están ejerciendo una mala influencia sobre mi hermanita? —pregunta a Amy Gehringer.
Mientras Grace Stuhl ríe el comentario, Amy hace esfuerzos para ponerse en pie.
—No se levante por mí —le dice Conejo—. Vengo simplemente a ver si necesitan algo.
—Lo que yo necesito —gruñe Amy, todavía debatiéndose, de modo que Harry la ayuda— tengo que traérmelo yo misma.
—¿Qué es? —pregunta él.
Ella le mira de un modo algo vidrioso, como Melanie cuando él le recomendó que bebiese leche.
—Una llamada de la naturaleza —responde Amy—, por así decirlo.
Grace Stuhl extiende una mano; cuando él la agarra para ayudarla a levantarse, es como una serie de piedras gastadas en el interior de un saco del papel más fino y seco, extrañamente cálido.
—Mejor que vaya a despedirme de Bessie —anuncia.
—Está allí, hablándole al oído a Charlie Stavros —le informa Harry.
—Sí, y probablemente hablando demasiado a estas alturas.
Parece saber de qué; ¿o son figuraciones suyas? Se deja caer sobre el sofá junto a Mim, cansinamente.
—Así que… —dice ella.
—La próxima vez te casaré a ti.
—Ya me lo han pedido, en realidad, algunas veces.
—¿Y qué has contestado?
—A mi edad parece bastante problemático.
—¿Tienes buena salud?
—Me la doy yo misma. Ya no fumo, ¿lo has notado?
—¿Y qué me dices de esos horarios de locos que tenías, quedándote levantada hasta muy tarde para ver al «Viejo Ojos Azules»? Por cierto, yo sabía que le llamaban así, pero no sabía a qué ojos azules te referías, pensé que a lo mejor había aparecido uno nuevo.
Cuando él la llamó por teléfono desde larga distancia para invitarla a la boda, ella le dijo que tenía una cita con una amiga muy querida para ver al Viejo Ojos Azules, y él le había preguntado: «¿Quién es ése?». Ella respondió: «Sinatra, tonto, ¿en qué mundo vives?», y él replicó: «Ya sabes en cuál, aquí mismo», y ella comentó: «Ya se nota». Dios, ama a Mim; a la larga, no hay nadie que te comprenda mejor que los de tu propia sangre.
—Lo compenso durmiendo durante el día —dice Mim—. De todas formas, me he retirado de la vida ajetreada, ahora soy una mujer de negocios. —Hace un gesto en dirección al otro extremo de la sala—. ¿Qué pretende Bessie, impedirme que hable con Charlie? Lleva con él una hora.
—No sé de qué va la cosa.
—Nunca lo sabes. Todos te queremos por eso.
—Vete al cuerno. Oye, ¿qué te parece la nueva Janice?
—¿Qué tiene de nueva?
—¿No lo ves? Más confiada. Más mujer, de algún modo.
—Dura de pelar, Harry, y siempre lo será. Siempre la has estado compadeciendo. Un esfuerzo inútil.
—Echo de menos a papá —dice él, de repente.
—Cada vez te le pareces más. Sobre todo de perfil.
—Él nunca tuvo un estómago como el mío.
—No tenía dentadura para esos frutos secos que te gustan tanto.
—¿Te has fijado en que esa Pru se le parece un poco? Y tiene las manos grandes y rojas de mamá. Quiero decir que parece más Angstrom que Nelson.
—A los hombres os gustan las mujeres fuertes. Ha usado una artimaña que yo ya no creía que diese resultado.
Él asiente, imaginando a través de los ojos de Mim el perfil desdentado de su padre dibujándose cada vez más perfecto en el suyo propio.
—Está empezando a asustarse.
—¿Y cómo andas tú? —inquiere Mim—. ¿Qué haces en estos tiempos para alimentar al hombre interior?
—Juego al golf.
—¿Y todavía follas con Janice?
—A veces.
—Vaya par. Mamá y yo os dimos seis meses de casados, por el modo en que te pescó.
—Quizá me pesqué yo mismo. ¿Y qué tal andas tú? ¿Cómo corre el dinero en Las Vegas? ¿De verdad que eres dueña de un salón de belleza o sólo eres una tapadera para los peces gordos?
—Soy propietaria del treinta y cinco por ciento. Es lo que me han dado por servir de tapadera a los peces gordos.
Él asiente de nuevo.
—Suena a conocido.
—¿Te tiras a alguna más? Puedes decírmelo, mañana me voy en avión. ¿A esa del trasero gordo y ojos de chinita que está allí?
Él niega con la cabeza.
—Cero. No desde lo de Jill. Aquello me trastornó.
—Muy bien, pero de eso hace diez años, Harry, no es normal. Te estás convirtiendo en un primo.
—¿Recuerdas cómo nos lanzábamos en trineo por Jackson Road? Muchas veces pienso en ello.
—Lo hicimos una o dos veces, nunca nieva por aquí, Cristo bendito. Ven al lago Tahoe; hay nieve ahora mismo. Iremos hasta Alta o Taos; tendrías que verme esquiar. Ven solo; te presentaremos a alguna bien bonita. Rubia, morena, pelirroja, lo que prefieras. Una chica buena y limpia de ciudad provinciana; nada vulgar.
—Mim —dice él, ruborizándose—, eres el colmo.
Y se dispone a confesarle lo mucho que la quiere cuando se produce un alboroto en la puerta de la calle.
Cuando se marchaban juntos, el Flaco y el organista tropezaron con una pareja desastrada que llevaba cierto tiempo llamando al timbre desconectado. Por su aspecto se diría que venden enciclopedias, si bien esa gente no lo hace de dos en dos, o que van de puerta en puerta como los Testigos de Jehová, sólo que en vez de La atalaya llevan un gran regalo de boda envuelto en papel plateado. Es la pareja de Binghamton. Se han equivocado al salir de la prolongación Noreste y se han extraviado en Filadelfia Oeste. La mujer derrama lágrimas de alivio y agotamiento una vez dentro del vestíbulo.
—Manzanas y manzanas de negros —dice el hombre, contando la odisea, todavía estremecido por el prodigio.
—Oh —exclama Pru, desde el otro extremo de la habitación—, ¡tío Rob!
Y se arroja en sus brazos, al fin en casa.
Mamá Springer ha dispuesto la casa de los Pocono para que los recién casados pasen la luna de miel estas últimas semanas de tiempo caluroso: los abedules empiezan a mudar de color, retiran las balsas y canoas del lago. Todo ello es malgastar esfuerzos en el chico, tendrán suerte si no incendia la casa de campo friéndose los sesos y los genes a base de marihuana. Pero no es incumbencia de Harry. Ahora que Nelson está casado, es como si una puerta se hubiera cerrado en su mente, una deuda finalmente saldada, y sus pensamientos se concentran de nuevo en esa granja del sur donde otra hija suya puede estar caminando, caminando y a la espera de que comience su vida.
Una noche, cuando en la tele no hay nada que le guste, Mamá convoca una pequeña reunión en la sala, acomodando las piernas, envueltas en vendas color carne (una novedad que el médico le ha prescrito; cuando Harry intenta imaginarse una criatura totalmente hecha con la carne que los fabricantes de vendas están lanzando al mercado, le parece que Hulk tiene un aspecto saludable), encima del cojín y dejando que el hombre de la casa se instale en la tumbona. Janice se sienta en el sofá, con un trago de sobremesa compuesto de un veneno blanco y cremoso, un fermento de leche de coco que los chicos han traído a casa; parece juvenil al lado de su madre, con las piernas recogidas bajo su propio peso. Bonitas piernas tersas. Ha sabido conservarlas y él tiene que quitarse el sombrero ante ella, esté o no achispada la mitad del tiempo. ¿Qué más se puede pedir a una esposa que el hecho de que esté a mano y vea contigo lo que sucede a continuación?
Mamá Springer anuncia:
—Tenemos que decidir ahora qué se va a hacer con Nelson.
—Mandarle a la universidad —dice Harry—. Ella tenía allí un apartamento, podrían mudarse a uno.
—Él no quiere volver —les comunica Janice, otra vez.
—¿Y por qué demonios no? —pregunta Harry, todavía excitado por el asunto, aun cuando se sabe derrotado.
—Oh, Harry —dice Janice, cansada—, nadie lo sabe. Tú no quisiste ir a la universidad, ¿y por qué él sí debe hacerlo?
—Ésa es la razón. Fíjate en mí. No quiero que él tenga la misma vida que yo. Yo la estoy viviendo y con eso basta.
—Querido, lo he dicho para explicar su punto de vista, no para discutir contigo. Por supuesto que mamá y yo hubiéramos preferido que se graduase en Kent y que no se enredase con esta secretaria. Pero las cosas no son así.
—No puede volver a la universidad con su mujer como si nada hubiera ocurrido —declara Bessie—. Allí todos sabían que era una de las empleadas y creo que él se sentiría avergonzado. Necesita un trabajo.
—Perfecto —dice Harry, disfrutando de su papel perverso, dejando que sean las mujeres quienes expongan ideas constructivas—. Quizá su suegro pueda conseguirle uno en Akron.
—Ya has visto a la madre —comenta Mamá Springer—. No hay nada que hacer por ese lado.
—Pero el tío Rob es un tipo muy moderno. ¿Qué hace en la fábrica de calzado? ¿Los agujeros para los cordones?
Janice imita la entonación monótona y resuelta de su madre:
—Harry. Nelson tiene que empezar a trabajar en el concesionario.
—Oh, Dios. ¿Por qué? ¿Por qué? Este país es inmenso. Tiene fábricas viejas y nuevas, granjas, comercios, ¿por qué ese crío haragán no puede conseguir un trabajo en uno de ellos? Ninguno de los veranos en que ha vuelto de Kent ha encontrado un empleo. No ha trabajado desde que repartió periódicos a los catorce años porque quería comprarse discos.
—Yendo a los Pocono un mes todos los veranos no podía encontrar nada serio —dice Janice—. Él solía quejarse de eso. Además, sí hizo algunas cosas. Trabajó de canguro por un tiempo, y ayudó a aquel profesor de instituto que se estaba construyendo su casa, con las pantallas solares y el sótano lleno de piedras que acumulaban calor.
—¿Por qué no se dedica a algo parecido? Ahí es donde hay futuro, no en la venta de automóviles. Los coches ya tuvieron su época. Se acabó la fiesta. Dentro de veinte años sólo habrá transportes públicos. O a lo mejor dentro de diez años. ¿Por qué no se inscribe en un curso nocturno y aprende a programar un ordenador? Los anuncios del periódico están llenos de ofertas de trabajo para programadores informáticos e ingenieros electrónicos. ¿Te acuerdas de cuando arregló todo el sistema de alta fidelidad y hasta colgó los altavoces en la solana? Tenía buenas manos para eso, ¿qué pasó después?
—Pasó simplemente que ha crecido —apunta Janice, terminando el licor de coco y estirando tanto la cabeza hacia atrás que su garganta muestra los pálidos anillos que forman arrugas cuando adopta una postura normal. Lame con la lengua el fondo de la copa. Ahora que Nelson y Pru forman parte del hogar, Janice bebe con mayor libertad; zascandilean como tontos por toda la casa, esperando a que comience Johnny Carson o Noche de sábado en directo, y Janice ha vuelto a fumar hasta más de un paquete diario, a pesar de las reprimendas de Harry para que abandone el hábito. Ahora, en esta discusión, Janice se comporta como si él fuera cierta molestia natural a quien hay que seguir aburridamente la corriente.
Harry se está poniendo cada vez más histérico.
—Le ofrecí un puesto en el taller, es el departamento donde siempre hay sitio para un hombre más. Manny le hubiera convertido en un mecánico hecho y derecho en un periquete. ¿Sabes cuánto sacan los me cánicos por hora? Siete dólares, y a mí me cuesta más de ocho pagarles con todo ese rollo del margen. Y si pueden trabajar más rápido que al ritmo establecido, reciben gratificaciones. Nuestros mejores hombres se levantan más de quince mil dólares anuales, y un par de ellos no son mucho mayores que Nelson.
—Nelson no quiere —dice Janice— ser un mono grasiento, como tú tampoco quieres.
—Los días más felices de mi vida —miente Harry— los he pasado trabajando con las manos.
—No es nada fácil —se resuelve a explicarles Mamá Springer— ser vieja y viuda. En todo lo que hago, después de haber rezado, intento preguntarme: «¿Qué querría ahora Fred?». Y, en este caso, sé con absoluta certeza que él querría que Nellie empezase a trabajar en el concesionario si es eso lo que el chico desea. Muchísimos jóvenes de hoy no aceptarían ese empleo, no tienen la piel dura que tiene que tener un vendedor, y tampoco es tan atractivo, a menos que uno haya empezado a trepar por la escalera desde el último peldaño, como hicieron todos los de mi generación.
Conejo se revuelve, impaciente.
—Bessie, cada generación tiene sus problemas, todos pasamos apuros al principio. Analicemos los hechos. ¿Cuánto hay que pagar a Nelson? ¿Qué sueldo, qué comisión? Ya sabes cuál es el margen de beneficios del negocio. El tres por ciento, un miserable tres por ciento que se está quedando en nada con todos esos nuevos gastos generales que no se le pueden cargar al cliente debido a los precios fijos que tiene Toyota. A medida que sube el petróleo, se lo lleva todo; en los cinco años que hace que estoy al frente, el coste de la calefacción se ha duplicado, la electricidad sube, los gastos de entrega también, además de todos esos incrementos de la seguridad social y el desempleo para que los vagos de este país no tengan que renunciar a su yate, la mitad de la gente joven trabaja sólo lo justo para tener derecho al paro, y ahora el interés sobre el inventario se ha puesto por las nubes. Es como lo que pasó en Weimar, los ahorros de la gente se evaporan como el agua de lluvia, todo el mundo está de acuerdo en que se acerca una recesión como para ponerse a temblar. La economía está agotada, mamá, no podemos controlarla, no tenemos la disciplina de los japoneses y los alemanes, y para colmo me pides que contrate a un peso muerto que resulta ser mi hijo.
—Respondiendo a tu pregunta —dice Mamá Springer, gruñendo un poco al cambiar de sitio en el cojín la pierna más dolorida—, el salario mínimo va a ser tres dólares con diez por hora, así que si trabaja cuarenta horas a la semana, tendrás que pagarle ciento veinticinco semanales, y luego las primas que habría que calcular del modo habitual, ¿no es ahora algo así como el veinte por ciento del beneficio bruto de la venta, y luego el veinticinco, al sobrepasar un cierto mínimo? Sé que antes era el cinco por ciento pelado del importe neto de la venta, pero Fred, por alguna razón, decía que no era posible en el caso de los coches extranjeros.
—Bessie, con todo respeto, y sabes que te quiero: estás loca. Si le pago a Nelson quinientos al mes para empezar y encima le doy comisiones, se va a llevar mil mensuales por reportar a la empresa tan sólo dos mil quinientos. Pagar a Nelson esa cantidad significaría que vende, según la proporción de nuevos y usados, ¡entre siete y diez automóviles al mes en un concesionario que en total no despacha más de veinticinco mensuales!
—Bueno, quizá con Nelson venderéis más —replica Mamá Springer.
—Ilusa —le dice Harry—. Detroit se está mecanizando finalmente para producir utilitarios a diez centavos la docena, y cualquier día de éstos van a ser más rígidos los impuestos para la importación. Veinticinco al mes es excelente, créeme.
—La gente que recuerda a Fred se alegrará de ver a Nelson allí —insiste ella.
—Nelson dice que el margen de beneficio de los nuevos Toyotas —declara Janice— es de mil dólares como mínimo.
—Eso el modelo equipado, con todos los complementos. La gente que compra Toyotas no quiere los complementos. Lo que más vendemos son los Corollas normales, en una proporción de cuatro a uno. E incluso en los modelos más grandes los costes de transporte ascienden a un par de cientos por unidad, dinero que se va al diablo tal como están las cosas.
Ella es obstinada, necia.
—A mil dólares por coche —dice—, sólo tendría que vender cinco al mes, tal como calculas tú.
—¡Y qué pasa con Jake y Rudy! —explota Harry—. ¿Cómo podría el chico vender siquiera cinco sin reducir las ganancias de Jake y Rudy? Escuchad, si queréis que os diga quiénes son los empleados más fieles ésos son Jake y Rudy. Trabajan todas las putas horas que les pides, en su puesto noches y fines de semana, se pluriemplean para compensar las horas bajas en que se les dice que no vengan, Rudy tiene un tallercito de reparación de bicis en su garaje, con estos tiempos que corren, en que todo el mundo anda mendigando limosna, y ellos siguen cobrando setenta y cinco fijos y ciento cincuenta de comisión. No se puede echar a la calle a una gente así.
—No estaba pensando en Jake y Rudy —dice Mamá Springer, frunciendo el ceño y descansando un tobillo encima del otro—. ¿Cuánto gana ahora Charlie?
—Ah, no, no empieces. Ya hemos discutido eso. Si Charlie se va, yo me voy.
—Simplemente por saberlo.
—Bueno, Charlie saca unos trescientos cincuenta a la semana; en números redondos, viene a salir por algo más de veinte mil al año, primas incluidas.
—Bien, entonces —expresa Mamá Springer, volviendo a colocar el tobillo donde estaba—, estarías ahorrando dinero si coges a Nelson en su lugar. Él se interesa por los coches usados, y ése es el departamento de Charlie, ¿no?
—Bessie, es increíble. Janice, háblale de Charlie.
—Ya hemos hablado, Harry. Te lo tomas demasiado a pecho. Mamá habló conmigo y yo pensé que a Charlie le sentaría bien un cambio. Ella también ha hablado con Charlie y él está de acuerdo.
Harry se muestra incrédulo.
—¿Cuándo has hablado con Charlie?
—En la fiesta de la boda —confiesa Mamá Springer—. Vi que nos estabas mirando.
—Dios santo, ¿qué le dijiste?
Vaya pieza, la anciana, piensa Conejo, zapatillas de lona, vendas, vestido de algodón tapando las rodillas, garganta hinchada, extrañas gafas con un ribete superior de color plata, y todo lo demás. De cuando en cuando, en los inviernos posteriores a la época en que el viejo Fred empezó a ganar dinero, había visitado el concesionario con el abrigo de visón que él le había regalado por sus bodas de plata, y aquella piel despedía un brillo como de agujas aceradas, como una señal que chisporrotea en la torre de control. Responde:
—Le pregunté cómo estaba de salud.
—Por el modo en que nos preocupamos por la salud de Charlie, se podría pensar que está en una silla de ruedas.
—Janice me había dicho que incluso hace diez años tomaba nitroglicerina. Para un hombre que no ha cumplido los cuarenta, eso no es nada bueno.
—De acuerdo, ¿qué contestó él? ¿Cómo está de salud?
—Bien —responde Mamá Springer, pronunciando las dos sílabas, a la manera local: Bi-en—. Janice asegura que te quejas de que él ya no cumple su cometido, que se queda acurrucado en su escritorio, jugando con el papeleo que debería dejarle a Mildred.
—¿Yo he dicho todo eso? —Mira a Janice, que le ha traicionado. Siempre había pensado que el que fuera morena era un rasgo de los Springer, aunque, desde luego, el viejo Fred era rubio, de piel fina y sonrosada; es la sangre de su madre, la de los Koerner, la que ha determinado su pigmentación.
Ella arroja el cigarrillo al cenicero con impaciencia.
—Más de una vez —dice.
—Pero yo no quería decir que tu madre debía despedirle.
—Nadie ha empleado la palabra despido —aclara Mamá Springer—. Fred nunca hubiera despedido a Charlie, a menos que en su vida personal se hubiera desmandado.
—Hay que ir bastante lejos hoy en día para desmandarse —dice Harry, pensando, con rencor, que esta conversación es un buen ejemplo.
Mamá Springer balancea todo su peso sobre el sofá, incómodamente.
—Bueno, debo decir que perseguir a esa chica hasta Ohio…
—También la llevó a Florida —dice Harry con tanta prisa que las dos mujeres le miran de hito en hito, con sus ojos negros como botones. Es cierto, le fastidia más de lo que debiera, puesto que nunca consiguió que Melanie le excitara y tampoco tenía ningún sitio adonde llevarla.
—Hablamos de Florida —dice Mamá Springer—. Le pregunté si ahora que se acerca el invierno no estaría mejor allí. El yerno de Amy Gehringer, que trabajaba en una planta de amianto de Nueva Jersey hasta que se asustaron tanto, se ha retirado allí con la indemnización, y tiene menos de cincuenta años. Ella dice que él le cuenta que mucha gente joven se instala ahora en Florida, huyendo de la crisis del petróleo, no sólo los viejos, como en todos esos chistes, y por supuesto que allí también hay trabajo. Charlie es inteligente. Fred se dio cuenta desde el principio.
—Tiene a su madre, Bessie. Una anciana griega que no sabe hablar inglés y que casi nunca ha salido de Brewer.
—Bueno, quizás es hora de que lo haga. Ya sabes que la gente piensa que los viejos nos empantanamos en un sitio, pero la hermana de Grace Stuhl, que es mayor que ella, fíjate, y ha enterrado a dos maridos en este mismo condado, fue a visitar a su hijo en Phoenix y le gustó tanto que se compró su propio pisito, e incluso, según Grace, su panteón, hasta ese punto se ha arrancado las raíces.
—Charlie no es como tú, Harry —explica Janice—. A él no le asustan los cambios.
Él podría coger ese huevo de cristal verde y, de una zancada, plantarse junto al sofá y estrellarlo contra su denso cráneo. Pero opta por no hacerle caso, y le dice a Mamá:
—Todavía no me he enterado de lo que le dijiste exactamente a Charlie y de lo que te dijo él.
—Oh, recordamos cosas. Hablamos de los viejos tiempos con Fred y estuvimos de acuerdo en que a Fred le gustaría que Nellie tuviera un puesto en el concesionario. Era un hombre muy apegado a la familia, incluso cuando ésta le fallaba.
Debe de referirse a él, piensa Conejo. Haberle fallado a aquel astuto chamarilero es lo último que inquieta la conciencia de Harry.
—Charlie entiende la familia —interviene Janice, con esa fluida voz de matrona que sabe poner ahora, pero que en ese momento suena falsa—. Todo el tiempo que pasé con él, estuvo absolutamente dispuesto a apartarse y a dejarme volver, ya ves.
Alardeando de su aventura ante su propia madre. El mundo se hunde deprisa.
—Y entonces —Mamá Springer suspira, se está empezando a fatigar, las piernas le duelen y no van a mejorar, los viejos necesitan su intimidad— intentamos llegar a comprender qué hubiera querido Fred y se nos ocurrió esta idea de que Charlie dejara el trabajo durante seis meses, con la mitad de la paga, y al final ya veríamos cómo se arreglaba Nelson en su puesto. Entretanto, si Charlie encontraba otro empleo, sería libre para aceptarlo, y en ese caso le pagaríamos una gratificación de dos mensualidades, aparte de la paga extra de Navidad que le hubiese correspondido por todo el año 1979. Esto no se acordó en la fiesta, he ido a verle hoy mientras jugabas al golf.
Llevaba ochenta y tres golpes hasta el último agujero y luego la pelota cayó en el riachuelo y necesitó ocho más. Al parecer nunca conseguirá hacer noventa en ese recorrido, como no sea en sueños. El swing relajado de Webb Murkett le está sacando de quicio.
—Tramposa —dice Harry—. Creí que ya no te atrevías a conducir el Chrysler por el tráfico de Brewer.
—Me ha llevado Janice.
—Ajá. —Le pregunta a su mujer—: ¿Cómo reaccionó Charlie al verte en esa embajada de clemencia?
—Estuvo muy cariñoso. La cosa fue sólo entre él y mamá. Pero él sabe que Nelson es nuestro hijo. Aunque tú pareces olvidarlo.
—No, no, ya sé que lo es, ahí está lo malo —responde Harry, y se dirige a la anciana Springer—: Así que vas a pagar miles de dólares a Charlie para ofrecer a Nelson un trabajo que probablemente no puede hacer. ¿Dónde está el ahorro para la empresa en todo esto? Vamos a perder ventas sin Charlie, yo no tengo los contactos que él tiene en la ciudad. Y no sólo con griegos. Como es soltero frecuenta numerosos bares, y ahí es donde se gana la confianza de la gente.
—Bueno, puede ser —Mamá Springer se pone de pie y patea la alfombra con un pie y con el otro, suavemente, para comprobar si las piernas se le han dormido—. Puede que todo sea un error, pero en la vida no siempre hay que tener miedo a equivocarse. Nunca me ha gustado eso de Charlie, que no haya querido casarse. También le molestaba a Fred, lo sé. Ahora tengo que subir a ver Los ángeles de Charlie. Aunque ya no es lo mismo desde que se marchó Farrah.
—¿Tengo o no tengo voto? —casi vocifera Harry, que se siente como atado a la tumbona—. Yo voto en contra. No quiero que Nelson me complique la vida en el concesionario.
—Bien —dice Mamá Springer, y en la larga pausa que hace, él tiene tiempo de observar lo grande que es esa anciana, lo ancha desde ciertos ángulos, como un tronco de árbol considerado de pronto a la luz de todos los mondadientes que produciría, de todos los alimentos y días consumidos por su grosor, el rígido y pesado columpio de sus caderas, el sebo moteado de sus brazos—, tal como yo interpreto la voluntad de Fred, nos dejó el negocio a Janice y a mí, y creo que somos de la misma opinión.
—Dos contra tres, Harry, en todo caso —apunta Janice, con una sonrisa triunfante.
—Oh, cabronas —dice—. Que se joda Springer Motors. Supongo que si no obedezco como un corderito, entre las dos me echaréis también a mí.
Ellas no lo niegan. Mientras Mamá Springer sube con dificultad la escalera, Janice, ya con ese aire borroso que se le pone cuando empieza a hacerle efecto el trasiego alcohólico del día, se levanta y le dice confidencialmente:
—Mamá creía que ibas a tomártelo peor. ¿Quieres algo de la cocina? Este combinado de coco produce adicción.
El primero de octubre cae en lunes. El otoño ya comienza a mostrar su cara oculta: una lluvia gris que mana de nubes bajas, como colchones de lana rasgados, está arrancando una a una las hojas de los árboles. El viejo y solitario arce que hay detrás del puesto de bocadillos, al otro lado de la Nacional 111, tiene desnudas hasta las ramas más bajas, que penden como el flequillo de un fraile. No es día de clientes. Harry y Charlie miran por la luna del ventanal donde los letreros rezan ahora: TODOS LOS COROLLAS NUEVOS ESTÁN EN CAMINO • Nuevo motor de 1,8 litros • Nuevo diseño aerodinámico • Llantas de aluminio en los modelos SR5 • Techo practicable para el sol y la luna • ¡El automóvil más vendido en el mundo! Otro cartel proclama: EL COROLLA TERCEL • El primer Toyota de tracción delantera • El Toyota de menor consumo y precio más bajo • 7 litros por cada 100 km aproximadamente • Alrededor de 5 litros en autopista.
—Bueno —dice Harry, después de haberse aclarado la voz—, los Phillies terminaron a lo grande.
El hecho de eliminar por dos a cero al Expos de Montreal en el último partido de la temporada, ha permitido que Pittsburgh gane el campeonato de la Liga Nacional Este.
—Yo iba a favor del Expos —dice Charlie.
—Sí, da rabia que el Pittsburgh gane otra vez. Esos putos negrazos. Toda esa mierda de la Family.
Stavros se encoge de hombros.
—Un equipo de negros así necesita un lema. Crecieron viendo anuncios televisivos, la teletonta fue la única madre que tuvieron. Ésa es la tragedia de los negros hoy.
A Harry le alivia oír hablar a Charlie. Casi esperaba encontrarle hundido.
—Por lo menos los Águilas se han follado a los Steeler —dice—. Algo es algo.
—Tuvieron suerte. Aquel fallo que se coló entre los postes. De Bradshaw se puede esperar que intercepte balones, pero no que Franco Harris falle un balón contra los postes.
Harry se ríe a carcajadas, deleitado al recordar.
—¿Y qué te pareció el nuevo kicher descalzo del Águilas? ¿No fue maravilloso?
—Chutar no es jugar al rugby —dice Charlie.
—¡Meterla entre los palos con el pie descalzo desde una distancia de cuarenta y ocho metros! Tiene que tener un dedo gordo de piedra.
—Lo que es por mí, pueden mandar a todos esos viejos jugadores de fútbol de regreso a Argentina. El contacto en las líneas, eso es rugby. La lucha. Ahí es donde te llevarán a parar los Steeler. A mí no me preocupan.
Harry olfatea cólera en este punto y cambia de tema, contemplando el tiempo. Gotas caídas sobre el cristal se ensanchan y luego, bruscamente, se lanzan hacia abajo, zigzagueantes, dejando marcas. Cómo había llorado. Desde su más tierna infancia, cuando su consciencia alboreaba junto a los radiadores en la antigua vivienda de Jackson Road, a Harry le emociona permanecer cerca de una ventana mientras llueve, con la cara seca a pocos centímetros del cristal, mientras que un palmo más allá hubiera estado mojada.
—No sé si le va a llover también al Papa.
El Papa llegará en avión a Boston esta tarde.
—Qué va. Simplemente agitará los brazos y el cielo se llenará de pájaros azules. De pájaros azules y de caca de caballo.
Aunque no sea católico, Harry estima que el comentario es un tanto irreverente; sin lugar a dudas, Charlie está muy quisquilloso esta mañana.
—Ja, ¿has visto todo ese gentío en la televisión? Los irlandeses estaban como locos. Dicen que hubo más de un millón de personas.
—Esos meapilas son unos estúpidos —dice Charlie, y hace ademán de marcharse—. Tengo que despachar unos cuantos formularios.
Harry no puede permitir que se vaya.
—Y anoche devolvieron el antiguo Canal.
—Sí. Me ponen enfermo las noticias. Este país es triste, todo el mundo puede avasallarnos.
—Pues tú querías dejar Vietnam.
—Aquello también fue triste.
—Oye.
—¿Qué?
—Me han dicho que tuviste una charla con Mamá Springer.
—La última de una larga serie. Ella no es tan triste. Es dura.
—¿No tienes idea de adónde vas a ir?
Nelson y Pru vuelven el viernes de los montes Pocono.
—A ninguna parte, de momento. Iré al cine. A algunos bares.
—¿Y lo de Florida? Siempre estás hablando de Florida.
—Por favor. No puedo decirle a la viejecita que nos mudamos allí. ¿Qué iba a hacer la pobre, jugar al tejo?
—Me pareció oírte que tenías una prima que se ocupaba de ella ahora.
—Gloria. No sé, algo se fragua al respecto. Es posible que ella y su marido vuelvan a juntarse. Por lo visto a él no le gusta prepararse los huevos revueltos por la mañana.
—Oh, lo siento —Harry hace una pausa—. Lo siento por todo.
Charlie se encoge de hombros.
—¿Qué puedes hacer tú?
Es lo que él quiere oír; el alivio le baña como una suerte de luz. Uno ve mejor cuando se siente mejor; ve todos los papeles, envoltorios y tapas de vasos que han volado desde el puesto de bocadillos hasta el otro lado de la autopista, y que yacen entre los arbustos, fuera del ventanal, empapándose. Dice:
—Podría irme yo también.
—Es una locura, campeón. ¿Qué harías? Yo puedo ser un vendedor en cualquier sitio, no hay problema. He recibido ya algunas propuestas. Los rumores viajan rápido en este negocio. Es un mundo asustado.
—Yo le dije: «Mamá, Charlie es el alma de Springer Motors. La mitad de los clientes viene por él. Más de la mitad».
—Te agradezco que me defendieras. Pero, en fin, llega la hora.
—Supongo.
Pero no la hora de Harry Angstrom. Nunca, jamás.
—¿Y Jan? ¿Qué dijo respecto al proyecto de echarme?
Una pregunta penosa.
—No mucho, que yo sepa. Ya sabes que no es capaz de llevarle la contraria a la vieja; nunca pudo.
—Si quieres que te diga qué me ha perdido, fue aquel viaje con Melanie. Ése fue el punto final para las dos Springer.
—¿Tú crees que a Janice todavía le importa tanto?
—Nunca deja de importarte, campeón. Todavía nos importa la chiquilla a quien le vimos las bragas en el colegio de párvulos. En cuanto te importa, te importa para siempre. Somos así de estúpidos.
Una piedra en el espacio, tal es la imagen que estas palabras suscitan en el cerebro de Harry. Le interesa el espacio, todos los días escudriña el periódico en busca de más datos sobre esos titánicos quasar en los linderos de todo, y en el suplemento dominical estudia los nuevos primeros planos de Júpiter, confiando en descubrir un indicio que hayan pasado por alto esos científicos; quizá Dios tenga aún ciertas cosas que decir. En el vacío del corazón, el amor gravita para siempre. Janice está celosa de Charlie, concebimos esas ideas y no podemos desecharlas, hace veinte años que él durmió con Ruth y cada vez que en alguna tienda del centro o a lo largo de Weiser ve de espaldas a una mujer de cabellos rojizos, descuidadamente recogidos por detrás, con unos cuantos rizos sueltos, el corazón le da un vuelco. Y aunque era joven por entonces —nunca somos demasiado jóvenes para enamorarnos—, Nelson amaba a Jill, y si pensamos en ello, Pru posee cierto estilo hippie, pelo largo y lacio a la espalda y esa mirada hueca desafiándote a herirla, aun cuando Jill, por supuesto, era de clase más alta, no era la hija de un montador de calderas de Akron. Harry le dice a Charlie:
—Al menos ahora puedes hacer una escapada a Ohio de vez en cuando.
—Allí no hay nada para mí —contesta Charlie—. Melanie es más como una hija. Es inteligente, créeme. Deberías haberla oído hablar sobre meditación trascendental y sobre ese filósofo ruso loco. Quiere seguir estudiando y sacarse un doctorado en filosofía si consigue que su padre le dé dinero. Él está en la costa oeste follándose a indias vírgenes.
De costa a costa, piensa Conejo, somos un gran parque de atracciones. Se ha acabado la era de los espejismos.
—Sin embargo —le confiesa a Charlie—, ojalá tuviera parte de tu libertad.
—Has conquistado una libertad que ni siquiera usas. ¿Cómo es posible que tú y Jan sigáis viviendo en ese viejo y destartalado cobertizo con tu suegra? No le está haciendo ningún bien a Jan, la mantiene infantil.
¿Destartalado? Harry nunca ha pensado tal cosa del hogar de los Springer: anticuado, tal vez, pero con habitaciones grandes y amuebladas con lo más moderno y mejor, tal como la vio la primera vez, el verano en que ambos trabajaban en Kroll y él empezaba a salir con Janice. Todo parecía nuevo y olía a limpio, y en la habitación contigua al cuarto de estar había una mesa de hierro forjado con un rico muestrario de plantas tropicales, una selva propia que parecía el colmo del lujo. Ahora la mesa está agujereada y se ven en el suelo de madera dura las marcas de gotas mohosas. Y piensa en el sofá gris, el papel de la pared y las acuarelas que no han cambiado desde los días en que pasaba a recoger a Jan para una noche de intensos manoseos en el asiento trasero del viejo De Soto de papá, y quizá sí está destartalada. Mamá Springer ya no tiene la misma energía que antes, y nadie sabe qué hace con todo su dinero. En todo caso no compra muebles nuevos. Y ahora que es otoño, el haya que se yergue fuera de su dormitorio está perdiendo su fruto, estallan las capsulitas triangulares de la semilla y no es fácil dormir con todos esos susurros y crujidos. Esa habitación nunca ha sido lo ideal.
—Infantil, ¿eh?
—Y hablando de eso —dice Charlie—, ¿te acuerdas de aquel par de jovencitos que vinieron a comienzos de verano, la chica que te gustó tanto? El mozo volvió el sábado, mientras estabas jugando al golf, no recuerdo su nombre.
—Nunemacher.
—Eso mismo. Compró aquel Corolla naranja de transmisión normal trasera que está ahí fuera. No entregó un coche a cambio, y con todos esos nuevos modelos que van a llegar, le desconté doscientos dólares. Pensé que te gustaría que fuese amable con él.
—Muy bien. ¿Vino la chica con él?
—Yo no la vi, al menos.
—¿Y no entregó aquel Country Squire?
—Ya conoces a esos granjeros, les gusta almacenar chatarra en el patio. Seguramente lo ató a una sierra de cinta.
—Dios mío —dice Harry—. Jamie compró el Corolla naranja.
—Vamos, anda, no es tan milagroso. Le pregunté por qué había esperado tanto y me dijo que creyó que si esperaba hasta el otoño, los modelos del 79 habrían bajado un poco de precio. Y que el dólar valdría menos. El yen también, por lo visto.
—¿Cuándo vendrá a recogerlo?
—Dijo que mañana, a eso del mediodía. Es uno de los contratos que tengo que preparar.
—Mierda. Mañana a esa hora tengo el club Rotary.
—La chica no vino con él, ¿qué más te da entonces? Y luego hablas de mí; era más joven que Melanie. Tendría dieciséis o diecisiete años como mucho.
—Tendría que tener diecinueve —dice Conejo—. Pero tienes razón. Me da igual.
La lluvia que cae en derredor le eleva hebras del ánimo; al igual que Charlie, él también tiene perspectivas.
El martes, con las copas del Rotary todavía en el organismo, Harry regresa al concesionario, ve que no está el Corolla naranja y apenas logra concentrarse de tanta felicidad, Dios le ha mandado un beso desde el cielo. Alrededor de las cuatro y media, cuando Rudy atiende la sala de ventas y Charlie se ha ido a Allenville para negociar una partida de coches usados con un comerciante de allí, a fin de despejar un poco las listas antes de que Nelson empiece a trabajar, sale del despacho, atraviesa el pasillo, llega al taller donde los hombres de Manny siguen aporreando el metal, aunque sus voces alborotan más a medida que se acerca la hora de marcharse, sale por la puerta trasera, procurando no ensuciarse los puños de la camisa con la barra amortiguadora, y se encuentra por fin al aire libre. Paraguay. En esta porción interior del asfalto, el Mercury con el lado izquierdo, los guardabarros y la rejilla del radiador aplastados, aguarda aún una decisión. Resulta que Charlie pudo endosarle el Royale reparado por tres mil seiscientos a un joven médico de Royersford, ni siquiera era un médico normal sino uno de esos homeópatas o médicos holísticos, como les llaman ahora, que te ven enfermo de sarampión y te dicen que comas zanahorias o que simplemente canturrees en determinado tono durante tres horas diarias, debe de ganar dinero porque se llevó el viejo cacharro, dijo que un tipo de la universidad al que admiraba había tenido uno así y que él siempre había querido conseguir uno de ese color preciso, evidentemente: de ese rojo púrpura del esmalte de uñas. Harry se encoge para entrar en su Corona de una tonalidad de sopa de tomate rancia, sale fuera del concesionario suavemente y se aleja de Brewer por la 111, rumbo a Galilee. Cuando Springer Motors queda bien lejos, enciende la radio y el intenso martilleo electrificado de la música disco amenaza con reventar los altavoces estéreos. Sonidos metálicos, sonidos agudísimos, como el de un caramillo por teléfono, le llegan desde los cuatro rincones del interior tapizado en vinilo, poniéndole a tintinear ese nudo de esperanza dentro de las costillas. Rememora el almuerzo del Rotary y a Eddie Pastorelli, del Pastorelli Realty con su pecho abarquillado y tiesas piernecitas ahora arqueadas, que antiguamente hacía los setecientos en menos de cincuenta segundos, pasándoles diapositivas sobre la proyectada urbanización de las manzanas más altas de Weiser, que por entonces eran sobre todo aparcamientos y bares, además de comercios modestos, como una tienda de reparación de aspiradoras y un local de artículos para animales que no habían tenido capital para trasladarse a los centros comerciales. Eddie trata de convencerles de que unas grandes colmenas de cristal y un estacionamiento de hormigón, con rampa de caracol, atraerán de nuevo a los compradores, a pesar de todos los jóvenes hispanos que merodean por allí con transistores pegados a la oreja y navajas en el puño. Harry no tiene más remedio que reírse, se acuerda de cuando Eddie era un defensa de segunda línea en el equipo del instituto Hemmingtown, jamás salió del reformatorio un italiano más despreciable que él. Donna Summer sale cantando, Baja todas las luces, cariño… En las fotos de ella uno se da cuenta de que es mucho menos negra de lo que se piensa, es una tez amarilla, de mejillas enjutas, que te mira fijamente como si dijera qué le vamos a hacer. Lo que pasa con esos rotarios es que si los has conocido de niños no puedes dejar de verles como críos, envueltos en grasa, calvicie y dinero como un esmoquin de cartón en una obra de teatro para un auditorio de instituto. ¿Cómo se puede respetar el mundo cuando ves que lo gobierna un hatajo de mocosos que han ido envejeciendo? Eso es lo que le hace gracia del Rotary. Con unos cuantos martinis en el cuerpo, Eddie puede resultar muy gracioso, cuando contó ese chiste sobre los cinco hombres en un avión, la punta de la nariz se le curvaba como si estuviera atada con una cuerdecita, y su risa parecía el resuello de una anciana. Mochila, je, je, je. Conejo tiene que procurar recordarlo para contárselo a la pandilla del Flying Eagle. Cinco hombres: un hippie, un cura, un policía y Henry Kissinger, el hombre más listo del mundo. ¿Quién era el quinto? Donna Summer dice que quiere convertir en blanco su cuerpo moreno, al menos eso le parece que dijo, no es posible estar seguro con todo ese guauguau del disco, algún técnico de sonido drogado meneando los botones para producir ese sonido, no es la letra la que tiene importancia, sino ese ritmo que te perfora las costillas como un cuchillo, cosquilleándote el alma.
Casas de piedra arenisca. Un letrero anunciando una cueva natural. Se pregunta si todavía hay gente que la visita, las cuevas naturales son cosa del pasado, como las cataratas. Hombres con sombreros de paja. Mujeres que ni siquiera enseñan los tobillos. Maravillas naturales. Esa locutora joven y tonta del culo —hace tiempo que no la oye, creía que quizá la habían despedido de la emisora, por insolente o por haberse quedado embarazada— aparece diciendo que el Papa ha hablado ante las Naciones Unidas y que va a detenerse en Harlem de camino hacia el Yankee Stadium. Harry vio anoche en la televisión al engreído hombrecillo, empapándose en Boston con sus sotanas blancas, hay que reconocer que habla bien el inglés, es la séptima lengua que domina, ¿y quién era el tipo inexpresivo que le tapaba con un paraguas? Algún pez gordo del Vaticano, pero Pru por lo visto no sabía mucho más que él al respecto, ¿de qué sirve haber sido educado como católico? En Europa, el oro ha alcanzado hoy un nuevo tope de cuatrocientos cuarenta y cuatro dólares la onza, mientras que el dólar descendía a cotas aún más bajas. La voz se va y vuelve conforme la carretera serpentea entre campos erizados de colinas. Harry calcula, hasta ochenta dólares en menos de tres semanas, treinta por ochenta son dos mil cuatrocientos, cuando eres rico te enriqueces más, el dinero llama al dinero, solía decir papá. En algunos cultivos, el maíz crece alto, en otros sólo hay rastrojos. Atraviesa despacio la fea ciudad provinciana de Galilee, a la caza del Corolla naranja. Esta vez no necesita preguntar en la oficina de correos. El puesto de verduras está cerrado, se acabó la temporada. En el estanque hay algunos gansos, no recuerda haberlos visto la primera vez, en migración ya, las cagaditas verdes que dejan en todas las calles del campo de golf, tal vez por eso aquel médico… Apaga la radio. BLANKENBILLER. MUTH. BYER. Aparca en el mismo islote de tierra roja en el arcén de la carretera. El corazón le palpita, nota las manos hinchadas y entumecidas que descansan sobre el volante. Apaga el contacto y se hunde más en el asiento. Pero no está haciendo nada ilegal. Cuando se apea del coche, no infesta el aire el hedor de los puercos, el viento sopla en el otro sentido, ni se oye un canturreo de insectos. Han muerto a millones. Rasga el silencio la remota queja y el gruñido de una sierra de cadena. El nuevo himno nacional. Oh, sierra, dime si puedes… El bosque está a menos de un kilómetro y no puede formar parte de la granja Byer. Empieza a allanar la propiedad privada. El seto que se ha tragado el muro de piedra es menos frondoso, Harry es más visible. Un vientecito frío se cuela por el gomero enmarañado y negro y las cerezas silvestres, y le lame las manos. Las hojas del zumaque se han vuelto de un rojo mercuriocromo, y algunas de ellas están medio teñidas, como si las hubieran sumergido. Cuando se aventura por el viejo huerto, paso a paso, pisotea las manzanas caídas que yacen, gruesas, sobre la hierba ahora seca. Más vale no torcerse un tobillo, podría quedarse allí tendido y pudrirse también. Pobres árboles, engendrando para nada toda esa fruta agusanada. Aunque quizá no en vano desde el punto de vista de los propios frutales, cuando el hombre no existía ellos hacían lo mismo. Extraño pensamiento. Harry divisa ahora la granja desde arriba, la puerta verde, la pila para pájaros sobre su columna azul pálido. Sale humo de la chimenea; le llega el aroma nostálgico de la madera quemada. Ya muy cerca, se esconde tras un manzano agonizante que posee una horcadura idónea a la altura de su cabeza. Las hormigas se afanan en la podredumbre aterciopelada, de un color castaño claro, en el interior del tronco, se tocan los morros, se cuentan las novedades, deprisa. El tronco está abierto como un abrigo sin abotonar, pero sigue transportando vida por su piel áspera hasta las hojitas redondas que tiemblan en las ramas jóvenes y tersas. El espacio parece disminuir no sólo delante de él sino en todas partes, incluso a través de la tierra sólida, y se pregunta qué está haciendo ahí con un traje ocre de buena calidad, el trasero expuesto a cualquier granjero que pase por allí armado con una escopeta, y con la cara apoyada en la horcadura como un bote de hojalata para ejercicios de puntería si hubiera alguien que alzara la vista desde la casa, él que tiene un despacho con su nombre en la puerta y la inscripción JEFE DE VENTAS en la tarjeta, y que hace pocas horas ha estado contando a otros hombres trajeados los gastos y las complicaciones de la boda de su hijo, el organista escabulléndose con el tal Flaco y la pareja presentándose tan tarde que les tomaron por Testigos de Jehová; durante unos segundos de pánico no logra contestarse el porqué, salvo que aquí, anónimo, se siente verdaderamente vivo. Entonces recuerda: confía en vislumbrar a su hija. ¿Qué pasaría si decidiera tener las agallas necesarias para bajar y llamar a la puerta verde encajada en su profundo alvéolo de piedra y saliese a abrir ella? Llevaría tejanos en esta época del año, un chándal o un jersey. Tendría el pelo menos suelto y húmedo que durante el verano, quizá recogido y sujeto con una goma. Sus ojos, muy separados, serían espejitos de un azul pálido.
Hola. Tú no te acuerdas de mí…
Claro que sí. Eres el vendedor de coches.
Soy algo más que eso, creo.
¿Por ejemplo?
¿Por casualidad tu madre se llama Ruth Byer?
Pues… sí.
¿Y alguna vez te ha hablado de tu padre?
Mi padre ha muerto. Dirigía los autobuses escolares del municipio.
Ése no era tu padre. Tu padre soy yo.
Y esa ancha cara pálida en la que vio reflejada la suya le miraría con furia, incredulidad, temor. Y si finalmente lograba convencerla, ella se indignaría con él por arrebatarle la vida que hasta entonces había vivido y reemplazarla por otra que ahora nunca podría vivir. Ve que estos campos donde su simiente puede haber prendido no le deparan más cosecha que, si lo alcanza, el espacio para escapar que se extiende a su espalda. Pero permanece, con su traje veraniego —que ya debería haber llevado a limpiar y guardado en la gran bolsa de plástico hasta abril—, paralizado por la inmovilidad de la escena a sus pies, exceptuando el humo que asciende. Su corazón se acelera con progresiva alarma por haberse adentrado tan lejos del camino. Uno tiene una vida y hay volúmenes a ambos lados que quedan sin visitar; algún día, pronto, tal como va el mundo, yacerá bajo la tierra que pisa, muerto como esos insectos cuyo sonido ya no oye, y la hierba seguirá creciendo, silvestre y ciega.
Su corazón ocioso le da un brinco al oír un crujido detrás, en el huerto. Ha levantado los brazos e improvisado las primeras palabras de explicación antes de ver que la otra presencia no es una persona sino un perro, un viejo collie, con un ojo enrojecido y el pelaje plagado de parásitos. A Conejo le incomodan los perros y sabe que los collies son especialmente nerviosos y proclives a atacar, pese a Lassie. Este perro es más negro que Lassie. Está a la distancia de un putt[22] largo, tiene la cabeza inclinada y el pelo erizado por detrás de las orejas, dispuesto a ladrar.
—Hola —dice Harry, con una voz ronca apenas más sonora que un susurro, para que no le oigan en la casa.
El animal inclina más su estrecha cabeza con una sacudida aún más brusca, como queriendo favorecer al ojo enfermo, y el largo pelo blanco que le rodea el cogote como un babero se peina, alisado por la brisa.
—¿Eres un chucho bueno? —le pregunta Harry. Calcula mentalmente la distancia que le separa del coche, se ve a sí mismo corriendo, al perro asido a sus piernas en un par de segundos, el desgarramiento de la ropa, los afilados caninos amarillentos, el modo en que los perros alzan el belfo superior hendido y negro, para mostrar, rabiosos, los incisivos frontales; siente el tobillo sujeto como entre dos afiladas ruedas dentadas, la caída, se cubre con los brazos en un vano intento de proteger el rostro.
Pero el perro toma una decisión en su cráneo angosto. Menea precavidamente el rabo caído, y avanza con pasos largos y esa horrible ligereza silente de los cuadrúpedos a través de la hierba del huerto. Olisquea las rodillas de Harry y luego se apoya contra sus piernas, agachando el cuello para que le rasque mientras él le susurra:
—Buen chico o buena chica, de dónde has sacado todos estos parásitos, estos parásitos maaalos. —Hay que evitar que huelan tu terror. Uno sabe seguro que se halla en el campo cuando topa con perros que corretean sin collar, igual que osos.
A lo lejos, se cierra de golpe la puerta de un automóvil. El sonido rebota en la pared del cobertizo, de modo que al principio mira en la dirección que no es. Luego, a través de la horcadura del manzano, ve, como a un golpe de seis, teniendo en cuenta la pendiente, el Corolla naranja en el gran espacio al descubierto entre la vivienda y el garaje, que tiene detrás la caja amarilla del autobús escolar.
Entonces se confirma una esperanza loca, pero la mayor parte de su mente permanece atenta al fardo de músculo y dientes que tiene junto a las rodillas, cómo evitar que ladre, cómo impedir que muerda. Un cerebro diminuto cambia de idea en un segundo, el collie de la señora Haas que vivía en un tonel al final de Jackson Road, una vez le lanzó una dentellada cuando nadie lo esperaba, todavía conserva las tenues cicatrices blancas en los dos dedos del medio, al liberarse sintió como si pelara una zanahoria, todavía se acuerda de la sensación.
El perro también oye el portazo del coche y, con las orejas gachas, sale disparado a través del huerto. En torno al Corolla emite unos ladridos frenéticos aunque remotos, postergados por el eco y la distancia. Harry aprovecha el momento para echar a correr hacia otro árbol más lejano. Desde allí ve cómo se apea el conductor del vehículo, el larguirucho Jamie, que ya no lleva un mono sucio, sino unos pantalones acampanados y una camisa roja de cuello vuelto. El collie brinca una y otra vez, saludando, disculpándose por haber ladrado al automóvil desconocido. La voz cansina del muchacho se eleva sobre el huerto, pronuncia palabras confusas, entabla el sonsonete de una conversación con el perro. Conejo baja un instante la mirada al suelo, donde dos avispas excavan en una manzana podrida. Cuando vuelve a mirar, una muchacha, la muchacha, con su inconfundible rostro blanco y redondo y con el cabello más corto que en junio, se apea del asiento contiguo al del conductor y se pone en cuclillas ante el perro, participando de su agitación. Aparta la cara para esquivar la acometida del hocico canino y mira hacia arriba, hacia el punto exacto desde el que Harry, paralizado, vigila. Cuando ella se levanta, nota que va muy bien arreglada, viste una falda marrón oscuro y un jersey rojizo, y la chaquetita escocesa que le encuadra los hombros le confiere una apariencia resuelta, universitaria, de chica de ciudad. Persiste en ella, no obstante, cierta languidez en las piernas cuando da una zancada o dos hacia la casa. Eleva la voz para llamar. Los dos rostros jóvenes se han vuelto hacia la casa, circunstancia que Conejo aprovecha para retirarse a un árbol aún más alejado, más delgado que el anterior. Pero ahora está más cerca del seto enmarañado y quizá contra éste sea invisible su traje claro, camuflado entre retazos de cielo.
Abajo, rebotando en las paredes estucadas llenas de escoria, los gritos de bienvenida y de júbilo poseen un aire melancólico y errático. Tras un débil portazo en la entrada, de la casa ha salido una mujer obesa y ya mayor; se desplaza con tanta cautela bajo el fardo de su propio peso que el perro, pastoreando, hociquea hacia adelante, rodeándole las piernas. Podría ser ésa la mujer que vislumbró en la vieja camioneta que pasó por delante de la iglesia el día de la boda, pero no puede ser Ruth, puesto que su pelo, que había sido de un cobre encendido y suave, es ahora un casco de hierro gris encajado en la cabeza, y su cuerpo es enorme, tan grande que la ropa parece a lo lejos amplia como la vela de una embarcación. En pantalón y camisa, la mujer avanza laboriosamente para admirar el nuevo automóvil. No hay intercambio de besos, pero a juzgar por el modo en que dan vueltas alrededor del coche y se adelantan entre sí, los tres se conocen bien. Harry no descifra lo que dicen sus voces.
El chico enseña la parte trasera aerodinámica. La chica da palmaditas a la anciana, como si le dijera «Vamos»: le están tomando el pelo. Luego sacan del interior del coche dos bolsas altas de papel de estraza, comestibles, y el collie, aburrido por tales diligencias, levanta la cabeza y apunta el hocico hacia donde Harry, con el corazón desbocado, se mantiene tan inmóvil como el hombre escondido en la maraña de líneas de esos dibujos de la sección de ocio que suelen publicar los suplementos dominicales.
El perro empieza a ladrar y sale corriendo hacia el huerto, en dirección a él; Harry no tiene más remedio que darse media vuelta y echar a correr. Tal vez logre atravesar el seto antes de que la mirada del trío le descubra. Dos voces femeninas llaman al perro —«¡Fritzie! ¡Fritzie!»—. Unas ramas le rasguñan las manos; las piedras sueltas del viejo muro casi le derriban y le arañan un zapato. Ahora va disparado. La tierra roja desfigurada por las ruedas del tractor vuela a ras de sus pies. Ve, sin embargo, al mirar por encima del hombro, que el perro va a atraparle antes de llegar al coche; el animal, con el pelo y las orejas aplastadas por la velocidad, ya ha sorteado el seto y galopa por el campo de rastrojos. Santo cielo. Conejo se para, se tapa la cara con los brazos y espera. La casa ya no se ve debajo de la elevación del terreno; afronta a solas el riesgo. Oye el chasquido de las zarpas que le pasan rozando, en su ímpetu, y un ladrido se transforma en gruñido en la garganta del perro. Siente que le olisquea las piernas a través de los pantalones, y luego que se apoya en ellas. El perro no quiere derribarlo sino llevarlo junto a la manada.
—Fritzie, bonito —dice Harry—. Fritzie, perro bueno. Déjame llegar al coche. Vamos a trotar.
Paso a paso, con gran cuidado, salva el corto trecho que le separa del arcén de la carretera, mientras el animal lo empuja y olisquea a lo largo de todo el camino. Los gritos desde la casa, ya invisible, persisten, discordantes; el rabo del collie, que se mueve indeciso, golpea las pantorrillas de Harry, mientras el cráneo alargado formula una interrogación, alzando el ojo rojo enfermo. Harry levanta las manos hasta la altura de las solapas. Los sucios dientes amarillos, babeantes, le pelarían los dedos como un rallador de zanahorias. Le dice a Fritzie:
—Eres una criatura preciosa, maravillosa —y se escabulle rodeando la parte trasera del Corona. La sierra de cadena sigue zumbando. Abre la puerta del conductor y se desliza dentro. La cierra de un portazo. El collie se queda desconcertado sobre el talud de tierra roja cubierta de malezas, el pastoreo ha llegado a su fin. Harry encuentra la llave de contacto en el bolsillo, el motor arranca. Todavía le palpita el corazón. Se asoma a la ventanilla del otro asiento y tamborilea con los dedos en el cristal.
—¡Eh, Fritzie! —grita, y sigue dando golpecitos hasta que el perro empieza a ladrar de nuevo.
Ladra. Ladra, ladra, ladra. Desternillado de risa, Conejo pisa el embrague y arranca, sintiendo dentro del pecho esa cosa frágil e irisada como una gran pompa de jabón. Que reviente. No se ha sentido tan cerca del desquiciamiento desde que Nelson destrozó aquellos descapotables.
Webb Murkett es un manitas para las cosas de casa; tiene un sótano lleno de costosas herramientas mecánicas y está suscrito a revistas con títulos como El carpintero perfecto o Artesanía casera. En todos los rincones de la casa colonial que él y Cindy han compartido durante los siete años de su matrimonio, hay finas muestras artesanas de madera pulida, teñida y barnizada —estanterías, armarios, bandejas giratorias, con tantos compartimentos como una concha marina— que testimonian la paciencia y el carácter hogareño del dueño de la casa. Existe un modo de trabajar la madera carcomida y de volverla tan dura como el mármol y, como el mármol, sinuosa y provista de múltiples vetas; tal arte se exhibe en el pie de varias lámparas y en un pequeño cuenco que contiene una espiral de cigarrillos intacta sobre el velador, que también ha fabricado Webb, hasta los brillantes goznes de cobre en forma de mariposas. Algunos de estos objetos deben de proceder de las casas de los matrimonios anteriores de Webb, y Harry se pregunta qué habrán conservado esas mujeres fantasmas, para que aquí quede tanto. Los matrimonios anteriores de Webb están representados, en esta suntuosa y gran sala hundida a desnivel, únicamente por fotografías en color —enmarcadas en un conjunto de portarretratos de insólitas proporciones, en Lucite, que el propio Webb ha cortado, acanalado y unido con cemento—, fotos de niños demasiado mayores para ser suyos y de Cindy, sorprendidos en un momento de sol sobre el pórtico embaldosado de otra casa residencial, o a bordo de un velero, contra el azul de un lago que los productos químicos de Kodak permiten tornar amarillo, o con ocasión de una boda o una graduación, porque algunos de esos niños ya eran adultos, mayores que Nelson, y vástagos de una tercera generación miran a la cámara sin sonreír, recostados sobre una almohada o sostenidos por firmes brazos jóvenes, entre las muchas sonrisas de estos grupos familiares. En casa de Webb, Harry ha buscado furtivamente varias veces fotos que le permitan conocer a una de sus antiguas esposas; pero si bien hay mujeres decapitadas o reducidas a un mero fragmento por el borde de un marco u otra foto y, aquí y allá, se entromete la mano y el antebrazo inidentificables de una persona madura tras un grupo de cabezas infantiles, ningún rostro de las desaparecidas mujeres parece haber pervivido de tan efímera felicidad familiar.
Cuando Webb y Cindy reciben en casa, los altavoces empotrados bañan las habitaciones de la planta baja con la incesante dulzura del hilo musical y las adaptaciones desangeladas de viejas canciones del mundo del espectáculo o de clásicos del rock amansados, sin voz y sin matices, que inspiran a Harry lancinantes asociaciones dentales. Tras un bar de caoba que Webb rescató de la taberna de un antiguo hotel que estaban demoliendo en Brewer, y luego transportó con su barandilla de latón a un rincón del salón, ha construido una especie de altar a la bebida, dos puertas altas con bordes redondeados que se juntan en un punto, y estantes que salen hacia afuera, según el mismo principio que rige las tenacillas extensibles, no sólo con las consabidas botellas de whisky, ginebra y vodka, sino también licores exóticos como ron, sake y tequila, amén de todos los caprichos que uno pueda desear, desde bitter hasta cócteles Old-Fashioned[23] en polvo, mezclados en sobrecitos. Además el bar dispone de su propia nevera incorporada. A pesar de lo mucho que admira a Webb, Harry piensa que cuando tenga la casa de sus sueños, prescindirá de la música enlatada del hilo musical y de un alojamiento tan sofisticado para los licores.
El cuarto de baño, empero, le cautiva, con sus platillos esmaltados en los que hay jabón en forma de capullos, la peluda cubierta azul de la tapa del inodoro y el deslumbrante espejo orlado de bombillas desnudas, como los que tienen los actores en sus camerinos. Todo lo que no brilla aquí está sombreado y perfumado. El papel higiénico, muy suave, lleva impresas tiras de antiguas viñetas cómicas, cada pedazo muestra una historieta. Pobre Popeye, comiendo mierda en lugar de espinacas. Y las toallas tienen una W y una H, y una L de Lucinda entretejidas en un monograma tan grande y áspero que Conejo detesta pensar en los daños que causaría a las dulces partes íntimas de Cindy si ella lo olvidase y se frotase fuerte. Pero Harry se pregunta si este cuarto de baño de abajo lo utilizan alguna vez los Murkett y sus niños, de aspecto bastante pálido, o si ha sido instalado originariamente para los invitados. Ciertos artefactos misteriosos —algo parecido a un gran cuenco de azúcar, blanco y con una tapadera con pomo que lleva pintado dos mujeres vestidas con túnicas transparentes, sentadas sobre nubes o en un sofá evanescente, con los pies enfundados en zapatillas de ballet, los tobillos cruzados, los dedos del pie de ambas tocando los de la otra y con sendos brazos desnudos entrelazados por encima del pomo, pero cuando levanta la tapa, el recipiente está completamente vacío, tan vacío que parece no haber contenido jamás nada; una mano de plástico rosa montada sobre una vara, quizás una suerte de cómico rascador de espalda; un tarro en forma de huevo lleno hasta la tercera parte con sales cristalizadas color lavanda; una suerte de minúscula cántara de los que parecen ser aceites para baño; y un cilindro de plástico flexible que aloja un arco iris color pastel de borlas como una pila de buñuelos— parecen puestos allí, en las estanterías abiertas que se apoyan sobre dos clavijas negras, entre la bañera y el inodoro, más para decoración que para uso. Pero con sólo pensar en la pequeña Cindy derramando ese ungüento en el baño y luego sumergiéndose en el agua, masturbándose con el rascador y los pezones asomando por la sábana de espuma, Harry se siente sensual. En el espejo que vuelve las cosas tan vividas, sus ojos poseen una palidez casi blanca, como las florecitas de escarcha que aparecen por la mañana sobre la superficie de un automóvil, y ve sus labios azulados: está borracho. Ha tomado dos tequilas con champán antes de la cena, tanto Gallo Chablis como ha podido trasegar mientras comía, y un brandy y medio después. En mitad del segundo brandy, la necesidad de orinar le ha sobrevenido como una exigencia más de la felicidad, sumada a su salud, su prosperidad y el privilegio de hallarse allí sentado frente a Cindy ante una mesa de café, observando cómo gira el cuerpo de la anfitriona dentro de la tela extrañamente basta de la exótica prenda aparentemente árabe que lleva puesta, con las muñecas y los pies desnudos salvo por las sandalias, tan excitante con esa vestimenta como la cara interior de sus muslos con bikini. Además de a él y a Janice, los Murkett han invitado a los Harrison y, como nuevo aliciente, a los cretinos de los Fosnacht, a quienes conocieron tan sólo hace dos semanas, en la boda de Nelson. Harry no cree que los Murkett sepan que él y Peggy vivieron una aventura años atrás, cuando Ollie había hecho una de sus escapadas, pero quizá lo sepan, la gente sabe mucho más de lo que uno cree, aunque en realidad la cosa no reviste demasiada importancia. Fíjate en lo que publica cada semana la revista Gente, y uno sigue viendo la televisión, los artistas son todos drogadictos y adúlteros. Siente el apremiante impulso de fisgar en el botiquín enmarcado por la orla de bombillas del mundo del espectáculo, y aguarda hasta que un nuevo vendaval de carcajadas de la pandilla de borrachos del salón se eleve y eclipse el posible ruidito que haga al abrir la puerta del espejo. Clic. El botiquín contiene más cosas de las que hubiera supuesto: gruesos tarros de cristal lechoso con crema para la piel, tubos de loción de color carne y otros marrones con aceite bronceador, Parepectolin para la diarrea, De-brox para la cera de los oídos, Chloraseptic mentolado, ese líquido de enjuague bucal llamado Cepacol, varias clases de aspirina, la Bayer, la Anacin y la Tylenol que no produce ardor estomacal, además de una botella grande y gredosa de Maalox líquido. Cuál de los Murkett necesitará Maalox, los dos siempre parecen muy relajados y en paz. El pegajoso zumaque rosáceo tiene que estar a mano para los niños, así como las tiritas, pero ¿qué significa la cajita plana y amarilla de Preparado H para las hemorroides? Carter, por supuesto, tiene hemorroides, es un tipo inflexible y sobremanera motivado que quiere hacerlo todo conforme a un horario, sea o no factible, forzando, apretando, ¿pero Webb Murkett, con esa voz engolada y ese contoneo fácil, como ese rítmico balanceo que exhiben los cantantes melódicos en los torneos de famosos, desenvolviendo una de esas balas de cerumen para metérsela directamente en el culo? Hay que agacharse y no es fácil encontrar el orificio, Conejo lo sabe por experiencia, hace años, cuando se pasaba el día sentado ante la linotipia, en aquel duro banco de acero, sometido a tensión, las matrices traqueteando en respuesta a la acción táctil de la yema de sus dedos, cada desliz suponía una nueva línea estropeada, rodeado por compañeros infelices, el crío todavía pequeño, su propia vida reducida a un tamaño para el cual aún no tenía el alma suficientemente empequeñecida. ¿Y estas botellas ámbar con pastillas, con Lucinda R. Murkett escrito a máquina en letras azul celeste sobre las etiquetas de la receta? Pildoras blancas, letalmente pequeñas. Debería haber llevado sus gafas de lectura. Harry está tentado de coger uno de esos recipientes del estante, con intención de descifrar qué dolencia puede haberse infiltrado en ese flexible y rellenito cuerpo deleitable, pero un miedo supersticioso a dejar huellas dactilares le detiene. Los botiquines son trágicos, comprende bajo esta luz cruda, y cierra la puerta suavemente para que nadie oiga el chasquido del cierre. Regresa al salón.
Están hablando en voz alta de la visita del Papa.
—¿Habéis visto —está gritando Peggy Fosnacht— lo que dijo ayer en Chicago sobre el sexo?
Desde que Harry la conoce, los años transcurridos la han liberado del hábito de llevar gafas oscuras para ocultar su ojo bizco y puede ser desaliñada tanto en su atavío como en sus opiniones; se ha convertido en la clase de mujer que parece permanentemente recién levantada, como una especie de protesta.
—Dijo que cualquier acto fuera del matrimonio estaba mal. No sólo si estás casado, sino también antes de casarte. ¿Qué sabrá él? No sabe nada de la vida tal como la gente la vive.
En un intento de sosegar a su invitada, Webb Murkett propone con voz suave:
—Me gustó lo que dijo Earl Butz hace unos años: «El que no juega, no puede imponer las reglas del juego».
Webb lleva un cuello vuelto de color chocolate bajo un tosco jersey gris de hilo que por alguna razón recuerda a Harry a los pescadores escandinavos. El corte del cuello. Harry y Ronnie llevan traje; Ollie está lo bastante a la última para saber que ya no se usa traje ni siquiera una noche de sábado. Ha venido con tejanos descoloridos y ceñidos, y una camisa bordada que le da una apariencia de vaquero demasiado enano para participar en el rodeo.
—¡El que no juega! —vocifera Peggy Fosnacht—. Para una madre embarazada de los barrios pobres que no puede abortar legalmente no me parece que sea ningún juego.
Para tranquilizarla, Conejo le dice:
—Webb está de acuerdo contigo.
Pero ella no le oye, parloteando impetuosamente, con la cara enrojecida por el vino y la distinguida compañía, mientras se le deshacen los rizos del peinado como melcocha que se derrite al sol.
—Aparte de mí, que no puedo dejar de mirarlo, me pongo tan furiosa, ¿alguien ha visto el número que montó en Filadelfia cuando voceó su rotunda negativa a las mujeres sacerdotes? Y no paraba de sonreír, es lo que más me fastidia, venga a sonreír mientras vomitaba toda esa basura sexista sobre el sacerdocio reservado a los hombres y sobre que ésa es la convicción de la Iglesia y la decisión de Dios y todo lo demás, tan asqueroso. Lo dice tan tranquilo, creo que es eso lo que me subleva, por lo menos Nixon o Hitler tenían la decencia de ponerse frenéticos.
—Es un viejo polaco tranquilo —dice Ollie, molesto por el exabrupto de su mujer. Está al último grito, se ve. Música, drogas. Justo en el margen, pero suficiente para darte el tono.
—Sin embargo, besó a esos bebés negros —salta Ronnie Harrison, tal vez tratando de ayudar.
A Conejo le fascina la largura de esos mechones con que Ronnie tapa últimamente la parte calva de su cabeza, si los estirara en el otro sentido le cubrirían la oreja. A estas alturas, ¿para qué combatirlo? Te estás quedando calvo, pues acéptalo. Un cráneo liso, sonrosado y curvo, como una nalga. A todo el mundo le encantan las nalgas. Esas cápsulas de cera en la caja amarilla, ¿podrían ser para Cindy? Dolorida a causa de, pero ¿acaso Webb…? Harry ha leído en algún sitio que los homosexuales varones tienen cantidad de problemas con las hemorroides. Es increíble las cosas que intentan meterse: puños, bombillas. Se remueve en el cojín.
—Yo creo que es muy sexy —declara firmemente Thelma Harrison. Todo lo que dice suena profesoral, dogmático. Él la contempla con las lentes de aumento del alcohol: labios delgados y ese color amarillento poco saludable. Harry apenas puede mirarla sin ver la polla de Ronnie, plana como un tablero, de tan gruesa que es en la parte superior—. Es un hombre muy guapo —insiste Thelma. Tiene los ojos entornados. Ha bebido un par de copas de más. Mantiene el cuello absolutamente erguido, como una persona que intenta contener el hipo. Harry no puede evitar recorrer con la mirada la parte delantera de su vestido, de un terciopelo de ese color ratonil de las butacas de los antiguos cines, la compostura que guarda. No hay gran cosa que ver. Hay que ser monja para considerar sexy a ese curita robusto, vestido de blanco, con todos esos botones dorados y diversos sombreros graciosos. De hecho, Ronnie también es así de robusto. A ella le gustan los hombres corpulentos. Vuelve a mirar la delantera del vestido. A lo mejor ahí abajo hay más de lo que uno piensa.
Janice, que conoce a Peggy desde hace siglos e intenta salvarla de sí misma, está diciendo:
—Lo que me ha gustado hoy, no sé si lo has visto, Peggy, ha sido cuando salió al balcón de la catedral de Washington, antes de ir a la Casa Blanca, y ha visto al gentío que gritaba «Queremos al Papa, queremos al Papa», y él saludó con la mano desde el balcón y gritó: «¡Juan Pablo II os quiere a vosotros!». De verdad.
Dice «de verdad» porque los hombres se han reído, era una novedad para ellos. Tres estuvieron jugando hoy en el campo de golf del Flying Eagle, el verano ha hecho una última visita al Diamond County, trayendo gruesas yemas a los magnolios junto al sexto tee. El cuarto jugador había sido el joven profesor ayudante, el mismo chico que hizo setenta y tres golpes el día en que se casó Nelson. Lanza golpes largos, Webb tenía razón, pero a Harry no le gusta su swing: demasiado juego de muñeca. Unos cuantos años más trabajando la cintura y las meterá todas. Últimamente se han ido apartando de Buddy Inglefinger; su juego era un lastre y a las mujeres les caían mal sus novias provocativas. Pero Ollie Fosnacht no vale para reemplazarlo. Lo único que sabe manejar es el sintetizador, y su astrosa Peggy parlotea sin parar.
—Me gustaría considerarlo divertido —dice Peggy, elevando la voz por encima de las risas—, pero para mí los asuntos que está abordando me parecen de lo más serio.
Cindy Murkett interviene inesperadamente.
—Ha sido sacerdote en un país comunista; está acostumbrado a tomar posición. Los liberales católicos estadounidenses hablan de ese sensus fidelium, pero yo nunca he oído hablar de ello; el magisterium ha prevalecido durante dos mil años. ¿Qué te ofende tanto, Peggy, si no eres católica y no tienes por qué escucharle?
El silencio ha rodeado sus palabras, puesto que todos, excepto los Fosnacht, saben que Cindy fue católica hasta que se casó con Webb. Peggy lo intuye ahora, pero al igual que una triste novilla blanca que ha embestido en una dirección, no puede dar marcha atrás.
—¿Tú eres católica? —pregunta sin rodeos.
Cindy alza la barbilla, no está acostumbrada a ser centro de la atención general, es la benjamina del grupo.
—Fui educada como tal —contesta.
—Lo mismo que mi nuera, por lo visto —declara Harry.
Le divierte la idea de tener una nuera, un nuevo ramal de su prosperidad. Además confía en que su intervención calme los ánimos. Aborrece las riñas de mujeres, y sería feliz si consiguiera calmar a estas dos. Cindy emerge de aquella piscina como un sueño húmedo, y Peggy tuvo la gentileza de acostarse con él cuando estaba abatido.
Pero nadie se desvía del tema.
—Cuando me casé con un hombre divorciado —explica Cindy con llaneza a la otra mujer—, ya no pude volver a comulgar. Pero todavía suelo ir a misa. Todavía soy creyente.
Su voz se suaviza al decir esto, porque ella es la anfitriona, aunque sea la más joven.
—¿Y utilizas algún método de control de la natalidad? —pregunta Peggy.
Por ahí volvéis adonde estabais, Fosnacht. Harry está la mar de contento; le gustaba su pequeño grupo tal como era antes.
Cindy vacila. Puede fingirse infantil, desentenderse y esquivar la pregunta con una risita, o permanecer inmóvil y hacerse la digna. Con la más leve de las sonrisas dignas, responde:
—Me parece que no es asunto tuyo.
—¡Ni del Papa tampoco, justamente! —replica Peggy, triunfal, pero hasta ella misma debe advertir que está perdiendo la batalla. No volverán a invitarla.
Siempre caballeroso, Webb se sienta en el brazo del butacón en donde la torpe Peggy se ha erigido en antipapal, y se inclina hábilmente unos centímetros para cuchichearle a su huésped:
—Creo que el argumento de Cindy, como yo lo entiendo, es que Juan Pablo está impartiendo consignas doctrinales a sus fieles católicos al mismo tiempo que trae un mensaje de buena voluntad para todos los norteamericanos.
—Por mí se puede guardar su buena voluntad y toda su doctrina donde le quepa —salta Peggy, queriendo callarse pero incapaz de hacerlo.
Conejo recuerda que sus pezones le habían sabido a pastillas de goma, y lo triste que a él le pareció entonces, hace diez años, el hecho de que ella hubiera tenido que aprender a follar después de que la abandonara Ollie.
Cindy ataca un poco ahora:
—Pero él comprende los problemas que tiene la Iglesia desde el Concilio Vaticano II. Los sacerdotes…
—La Iglesia tiene problemas porque es un monumento al embuste, gobernada por un puñado de chauvinistas anticuados que no saben nada de nada. Lo siento —se disculpa Peggy—. Estoy hablando demasiado.
—Bueno, así es América —tercia Harry, acudiendo en su auxilio, en cierta medida—. Todos nos pegamos. Hoy he dicho adiós al único amigo que he tenido en mi vida, Charlie Stavros.
—Oh, Harry —dice Janice, pero nadie censura a su marido por eso. Se suponía que los hombres tenían que haberle dicho que ellos eran sus amigos.
Webb Murkett ladea la cabeza, orientando la ceja hacia Ronnie y Ollie.
—¿Alguno de vosotros leyó en el periódico de hoy que por fin Nixon se ha comprado una casa en Manhattan? Justo al lado de David Rockefeller. No soy un gran admirador del tramposo Dick, pero debo decir que negarse a admitirle en las casas de apartamentos de una gran ciudad me parece una vergüenza para la Constitución.
—Si hubiera sido negro… —empieza a decir Ronnie.
—¿Y qué os parece —tiene que interrumpir Peggy Fosnacht— que un montón de hombres del servicio secreto te registren el bolso cada vez que vuelves de la compra?
Peggy está sentada en un butacón casi cuadrado, pesado y moderno, de una madera pálida tan gruesa como el contrachapado; hace juego con otra butaca y con un largo sofá dispuesto en torno a una de esas mesas cuya superficie carece de salientes y que llaman mesa Parson, ensamblada con bloques alternativos de madera clara y oscura, con vetas serpenteantes y nudosas como las que se usan para hacer las empuñaduras de los palos de golf. Todo el espacio hundido de la habitación, añadido por Webb cuando él y Cindy adquirieron esta casa en la urbanización residencial de Brewer Heights, rebosa agradablemente de muebles escogidos para armonizar. El empapelado de la pared, de color rojizo, tiene filones verticales de textura similar a los pliegues de las cortinas, ligeramente más oscuras, y las reproducciones de las acuarelas de Wyeth, iluminadas desde arriba por focos orientales, remedan con pinceladas que apenas son un roce las mismas tonalidades, y la misma iluminación revela pequeños destellos reflejándose, como mica sobre una playa, en los arcos superpuestos del techo enlucido. Cuando Harry mueve la cabeza, esos destellos del techo cambian de sitio, ola tras ola de escondida plata.
—El otro día, en el Rotary, oí un chiste divertido sobre Kissinger —anuncia Harry—. Webb, creo que tú no estabas. Hay cinco tipos en un avión a punto de estrellarse: un cura, un hippie, un policía, Kissinger y alguien más. Y sólo tienen cuatro paracaídas.
—Y al final —le interrumpe Ronnie—, el hippie le dice al cura: «No se preocupe, padre. El hombre más listo del mundo acaba de saltar con mi mochila». Lo sabe todo el mundo. Y a propósito, Thel y yo nos preguntábamos si habrías visto esto.
Le tiende un recorte de periódico de una columna de Ann Landers, que se publica en el Standard de Brewer, el periódico respetable, no el Vat. El segundo párrafo está subrayado con unos trazos de bolígrafo.
—Léelo en voz alta —le pide Ronnie.
A Conejo no le gusta recibir órdenes de un calvorota sudoroso como Harrison cuando sale a pasar un rato agradable con los Murkett, pero todos los ojos están clavados en él y, por lo menos, así se desvía la conversación sobre el Papa. Ronnie explica, dirigiéndose más que nada a los Fosnacht, pues los Murkett parecen estar ya en el ajo:
—Es una carta que alguien le mandó a Ann Landers. En el primer párrafo se cuenta la historia de un hombre a quien la serpiente pitón que tenía de mascota le mordió en el vientre y no le soltaba, pero cuando llegaron los camilleros, el hombre les gritó que se marcharan de su casa si pretendían hacer daño al animalito.
Suenan las risas habituales y los Fosnacht, perplejos, tratan de sumarse al regocijo. El siguiente párrafo dice:
La otra historia verídica cuenta que un médico de Washington D.C., mató a un ganso canadiense con su putter en el hoyo dieciséis de un club de golf. (El animal graznó cuando el jugador estaba a punto de meter la bola). Publicamos estas cartas para demostrar que la realidad es más increíble que la ficción.
Tras haber leído el recorte en voz alta, Harry explica a los Fosnacht:
—Me están tomando el pelo con esto porque este verano oí el mismo suceso en la radio y cuando intenté contárselo en el club no quisieron escucharme, nadie me creyó. Y aquí está la prueba de que es un hecho verídico.
—Eh, papanatas, no se trata de eso —puntualiza Ronnie.
—Se trata, Harry —expone Thelma—, de que todo es tan distinto. Tú dijiste que el médico era de Baltimore y aquí pone que era de Washington. Tú dijiste que la pelota hirió al ganso accidentalmente y que él lo mató para ahorrarle sufrimientos.
Webb agrega:
—Recuerda: «¿Una muerte clemente o un vil asesinato?». Aquello me pareció realmente divertido.
—Pues entonces no lo diste a entender —dice Harry, complacido, pese a todo.
—En resumidas cuentas, según Ann Landers, fue un vil asesinato —concluye Thelma.
—¿Qué más da? —corta Ronnie, enfadado. Lo del recorte ha sido, sin duda, idea de Thelma. Y también el subrayado de bolígrafo.
Janice ha estado escuchando con esa mirada vidriosa y oscura que se le pone cuando ha bebido demasiado. Ella y Webb han estado probando un nuevo licor irlandés importado que se llama Greensleeves.
—No si es cierto que el ganso graznó —dice ella.
Ollie Fosnacht comenta:
—No puedo creer que el graznido de un ganso tenga tanta influencia sobre un putt.
Todos los jugadores de golf le aseguran que sí.
—Mierda —dice él—, en la música se trabaja mejor que nunca a las dos de la mañana, con la mitad de la cabeza volada por la marihuana y un montón de copas encima.
La mención de la música les recuerda a todos que los altavoces ocultos de Webb suenan incesantemente en el trasfondo; en ese momento emiten una melodía hawaiana, con arpa eléctrica.
—A lo mejor no era un ganso —sugiere Harry—. Quizá fuera un caddy muy pequeño con plumas.
—Eso en la música —se burla Ronnie de la observación hecha por Ollie—. Oye, Webb, ¿qué pasa en esta casa que no hay una sola cerveza?
—Hay cerveza, hay cerveza. Miller Lite y Heineken. ¿Qué os sirvo?
Webb parece un poco nervioso, y a Conejo le inquieta que la reunión vaya de mal en peor. Echa de menos a Buddy Inglefinger, a quien jamás pensó que añoraría, y procura encontrar el tipo de comentario que él haría en este instante.
—Hablando de gansos muertos —dice—, el otro día leí en el periódico que un antropólogo o algo parecido afirma que la cuarta parte de las especies animales que hoy habitan la tierra se habrá extinguido para el año 2000.
—Oh, no —protesta en voz muy alta Peggy Fosnacht, estremeciéndose ostensiblemente, de forma que se mueve la grasa de la parte superior de los brazos. Lleva un vestido de manga corta, inadecuado para la estación—. No menciones el año 2000, sólo pensar en ello me pone la piel de gallina.
Nadie le pregunta por qué. Finalmente, Harry inquiere:
—¿Por qué? Todavía estarás viva.
—No, no viviré —asegura Peggy categóricamente, deseosa de polemizar incluso sobre eso.
El sofoco que la discusión papal provocó en Cindy todavía le acalora el cuello y la parte superior del pecho, que con su minúscula crucecita de oro queda medio descubierto por los dos botones, o presillas, desabrochados de la parte superior de su túnica árabe; sus magros antebrazos parecen infantilmente frágiles dentro de las anchas mangas y, exceptuando las finísimas sandalias doradas, lleva los pies desnudos bajo el dobladillo bordado del vestido. En medio del alboroto que se produce cuando Webb toma nota mentalmente de las bebidas solicitadas y Janice se incorpora, bamboleándose, para ir al retrete, Harry se acerca y se sienta en una silla junto a la joven anfitriona.
—Oye —le dice—, creo que el Papa es un tío grande. Sabe perfectamente cómo utilizar la televisión.
Con un brusco y rápido movimiento de cabeza, como aturdida, Cindy responde:
—Tampoco a mí me gustan muchas cosas que dice, pero en ciertas materias tiene que trazar los límites. Ésa es su tarea.
—Está asustado —sugiere Conejo—. Como todo el mundo.
Ella le mira con esos ojos un poco achinados, como dijo Mim, las bolsas adiposas de sus párpados inferiores le ocasionan un ínfimo estrabismo, como si le hubieran golpeado o tuviera alergia, de modo que parpadea incluso cuando habla en serio, con sus enormes pupilas en el centro sombreado del salón, lejos de los focos.
—Yo no me lo imagino de ese modo, aunque quizá tengas razón. Todavía hay mucho en mí de la escuela parroquial.
El anillo castaño que rodea sus pupilas es de un color chocolate meloso, sin motas ni fuego.
—Webb es muy amable, nunca me presiona. Cuando nació Betsey, acordamos que él ya había sido padre suficientes veces, yo no me decidía a usar un diafragma, me parecía algo malo, y él no quería que tomara la píldora, por lo que había leído sobre ella, y entonces se ofreció a operarse, ya sabes, como los hombres a quienes les pagan en la India por hacerse, cómo se llama, una vasectomía. En lugar de permitir que se la hiciera, con quién sabe qué consecuencias psicológicas, fui impulsivamente un día a que me enseñaran cómo usar el diafragma, todavía no sé si me lo pongo bien cuando lo hacemos, pero pobre Webb. Ya sabes que tuvo cinco hijos con sus otras mujeres, y las dos andan constantemente detrás de su dinero. Ninguna ha vuelto a casarse, aunque viven en pareja, eso es lo que yo llamaría inmoral, esquilmarlo de este modo.
Esto es más de lo que Harry había esperado. Trata de corresponder a sus confidencias.
—A Janice le cauterizaron las trompas el año pasado, y te puedo decir que es estupendo no tener que preocuparse, poder hacerlo siempre que quieras, de día o de noche, sin cremas, porquerías ni nada de nada. Pero a veces se echa a llorar sin ningún motivo. Por saberse estéril.
—Claro, por supuesto, Harry. Yo también lloraría.
Los largos y pintados labios de Cindy se ensamblan con una tirantez seria, un rictus descendente al final de cada frase en el que él no había reparado hasta esta noche.
—Pero tú eres una cría —le dice.
Cindy le dirige una mirada sesgada y formal y, casi secamente, le responde:
—Ya voy haciéndome vieja, Harry. Voy a cumplir treinta en abril.
Veintinueve, debía de tener veintidós cuando Webb empezó a follársela, qué taimado sátiro, él se imagina su cuerpo de mujer, todo tostado, con sus pequeños declives sedosos y sus repliegues de insignificante exceso ocultos por la burda vestimenta holgada, espacios en penumbra donde uno podría introducir la mano, para que el cuerpo respire en ese calor del desierto, casa bien con las hebras doradas de su calzado y los brazaletes en torno a las muñecas, todavía menudas y redondas como las de una niña, sin venas. La vehemencia de la lujuria le seca la boca. Se levanta para ir en busca de su brandy, pero pierde el equilibrio y su rodilla choca contra el butacón macizo de Peggy Fosnacht. Ella no está en él, se encuentra en lo alto de los dos peldaños que conducen fuera de la sala, se ha echado sobre los hombros el anticuado abrigo loden de color verde oscuro con el que ha venido. Les contempla como desde un ámbito superior y del más allá.
Ollie, sin embargo, está sentado ante la mesa Parson, a la espera de que Webb traiga la cerveza, ajeno a la retirada de su esposa. Ronnie Harrison, tan borracho que tiene los labios mojados y erguido el largo mechón ahora rizado con que encubre la zona calva, le pregunta a Ollie:
—¿Cómo va últimamente el mundo de la música? He oído que ya se ha acabado la locura de la guitarra, que ya no hay más revolución.
—Ahora les ha dado por las flautas, es extraño. No sólo a las chicas, también a los chicos que quieren tocar jazz. Montones de negros. Entró el otro día uno pidiendo una flauta de platino para su hija, que cumplía dieciocho años, y me dijo que había leído que un francés tenía una así. Yo le dije: «Estás loco, amigo. No puedo ni imaginar lo que costaría una flauta de ese tipo». Y él me contesta: «Me importa un cuerno, jefe», y me enseña un fajo de billetes, debía de haber dos dedos de papeles de cien dólares. Los de arriba eran de cien, por lo menos.
Continuar los devaneos con Cindy sería demasiado ahora; Harry se sienta pesadamente en el sofá y se une a la conversación masculina.
—Como aquellos putter con empuñadura de oro de hace unos años. Te apuesto lo que quieras a que han subido de valor.
Nadie le hace caso, lo mismo que a Peggy. Harrison aburre. Estos agentes de seguros tienen un modo de agachar la cabeza y darte la lata que al final berreas o les dices que sí, que firmarás otra póliza de otros cincuenta mil dólares de seguro de vida renovable.
Ronnie le pregunta a Ollie:
—¿Y los instrumentos eléctricos? Ese tipo de la tele tiene hasta un violín eléctrico. Debe de costar una pasta.
—Cuesta un riñón —responde Ollie, lanzando una mirada agradecida a Webb cuando éste le pone una Heineken delante, en un cuadrado de la mesa—. Sólo los amplificadores se te ponen por los mil —prosigue, satisfecho de poder hablar, contento de parecer rico. Pobre memo, su negocio consiste sobre todo en vender discos a crías de trece años para que se les humedezcan las bragas. ¿Cómo les llamaba Nelson? Música pirulí. Nelson se tomaba en serio la guitarra, aquella que salvó del incendio y la otra que le regalaron, con una gran placa nacarada en la caja, pero de su cuarto no salieron más acordes en cuanto acabó el instituto y se sacó el carnet de conducir.
Ronnie ha ladeado la cabeza para aburrir desde otro ángulo.
—Pues yo estoy en el servicio al cliente de la Mutua Schuylkill y el jefe me dijo el otro día: «Ron, este año le has costado a la empresa ocho mil setecientos dólares». No se refería al sueldo, sino a los beneficios. La jubilación, la seguridad social, las opciones de participación. ¿Cómo te las arreglas en tu ramo? En estos tiempos, si no tienes jubilación y seguro pagados por el empresario, estás aviado. La gente cuenta con ello y sin eso no rinde.
—Bueno, en cierto sentido soy mi propio empresario —dice Ollie—. Yo y mis socios…
—¿Y el Keogh? Tienes que tener el Keogh.
—Procuramos simplificar las cosas. Cuando empezamos…
—No puedes hablar en serio, Ollie. Te estás robando a ti mismo. La Mutua Schuylkill ofrece un arreglo fabuloso con el Keogh, y podríamos enchufarte, es más, te aconsejamos que te pongas en contacto con el sistema corporativo para que no salga ni un solo céntimo de tu propio bolsillo, sale de las arcas de la corporación y el Tío Sam te cobra menos impuestos. Esos pobres tontos que abonan sus propias primas sin que cotice la empresa viven en la edad de piedra. No hay nada turbio en apañarlo de este modo, nos limitamos a utilizar las leyes que ha hecho el gobierno. Quieren que la gente se aproveche porque todo contribuye a aumentar el producto interior bruto. Sabes lo que es el Keogh, ¿no? Pareces un poco despistado.
—Algo parecido a la seguridad social.
—Mil veces mejor. La seguridad social ahora no es más que un timo en provecho de los gorrones; no ves ni cinco céntimos de lo que has pagado. En el plan Keogh, hasta siete mil quinientos dólares anuales están libres de impuestos; simplemente los pones aparte, con nuestra ayuda. Lo que solemos recomendar por lo general, según las circunstancias… ¿Cuántas personas tienes a tu cargo?
—Dos, contando a mi mujer. Mi hijo Billy terminó la universidad y ahora está en Massachusetts estudiando una especialidad de odontología.
Ronnie emite un silbido.
—Qué listo has sido, tío, al limitarte a un solo hijo. Yo me cargué con tres y hasta estos últimos años no he empezado a levantar cabeza. El mayor, Alex, ha empezado electrónica, pero el siguiente, Georgie, necesitó escuelas especiales desde el principio. Dislexia. Nunca había oído hablar de semejante cosa, pero te aseguro que ahora sí estoy bien enterado. El crío no le veía el menor sentido a nada escrito, y no se le notaba en absoluto al oírle hablar. Podría superarme de sobra en mi oficio, eso seguro, pero no quiere saber nada. Quiere ser artista, Jesús. Así no se gana dinero. Ollie, tú lo sabes mejor que yo. Pero aunque tengas uno solo, no querrás que se muera de hambre si desapareces de repente del mapa, ni tu costilla tampoco. En los tiempos que corren, cualquier hombre que asegura la vida por menos de cien, ciento cincuenta mil dólares, no es realista. Un entierro decente cuesta ya cuatro o cinco de los grandes.
—Sí, bueno…
—Déjame que te vuelva a hablar un minuto del Keogh. Por lo general recomendamos dividir en cuarenta y sesenta, y tomar el cuarenta por ciento de los setenta y cinco mil en primas de vida, que generalmente se acercan a los cien mil, suponiendo que pases el examen. ¿Fumas?
—De vez en cuando.
—Hmmm, malo. Bueno, te voy a dar el nombre de un médico que hace un examen que todo el mundo aprueba.
—Creo que mi mujer quiere irse —dice Ollie.
—Bromeas, Foster.
—Fosnacht.
—Bromeas. Es sábado por la noche, hombre. ¿Das un concierto o algo así?
—No, mi mujer… tiene que ir mañana por la mañana a un mitin antinuclear en una Iglesia universalista.
—Ah, por eso echa pestes del Papa. He oído que el Vaticano y Three-Mile Island son uña y carne, pregunta si no al amigo Harry. Ollie, aquí tienes mi tarjeta. ¿Podrías darme la tuya, por favor?
—Pues…
—No te preocupes. Ya sé dónde estás. Allí arriba, al lado de los cines porno. Ya pasaré. Fuera bromas, por tu propio interés debes prestar atención a algunas de estas oportunidades. La gente no para de decir que la economía está por los suelos, pero vista desde donde yo estoy se encuentra en pleno auge. Todo el mundo busca cobertura.
—Vamos, Ron. Ollie quiere irse —dice Harry.
—Yo no, exactamente, pero Peggy…
—Vete. Vete en paz, hombre. —Ronnie se incorpora y parodia un torpe gesto de bendición—. «Dios bendiga a Amérrrica» —pronuncia con un fuerte y lento acento extranjero, en voz tan alta que Peggy, que ha estado conversando con los Murkett para enmendar las cosas, se da media vuelta. Ella también fue al instituto con Ronnie y sabe que es un imbécil odioso.
—Jesús, Ronnie —le dice Harry cuando los Fosnacht se han ido—. Qué parrafada.
—Ah —dice Ronnie—. Quería saber la cantidad de mierda que es capaz de tragar.
—A mí tampoco me ha caído bien nunca —confiesa Harry—. Maltrata a la pobre Peggy.
Janice, que ha estado consultando algo con Thelma Harrison, Dios sabe qué, algo respecto a sus monstruosos hijos, capta la última frase, se vuelve y le dice a Ronnie:
—Harry se la tiró hace años, por eso no le cae bien Ollie. —Nada mejor que un par de copas para reavivar viejas heridas.
Ronnie se ríe para llamar la atención y da una palmada en la rodilla de Harry.
—¿Te tiraste a esa marrana bizca?
Harry se representa ese pesado huevo de cristal con la lágrima de aire dentro en la sala de Mamá Springer, su peso liso en la mano, y se imagina a sí mismo girando sobre su eje después de haberlo estrellado en la terca cara lerda de Janice para acabar con un directo en la mollera rosada de Harrison.
—En aquella época me pareció una buena idea —tiene que reconocer, descruzando las piernas y estirándolas en previsión de una noche prolongada. Tras la partida de los Fosnacht, una sensación de alivio reina en el salón. Cindy ríe con disimulo junto a Webb, pegándose brevemente a su burdo jersey gris con su tosca y holgada túnica árabe, como un par de enamorados en un anuncio de vacaciones en el extranjero.
Janice se había liado con ese griego repugnante y grasiento que se llama Charlie Stavros —explica Harry a cualquiera que quiera oírlo.
—Vale, vale —dice Ronnie—, no es necesario que nos lo cuentes. Todos lo sabemos, es una vieja historia.
—Lo que no es tan viejo, calvorota gilipollas, es que hoy he tenido que despedirme de Charlie porque Janice y su madre le han echado de Springer Motors.
—Harry prefiere esa versión —dice Janice—, pero la idea fue tanto de Charlie como nuestra.
Ronnie no está tan borracho como para no entender. Inclina la cabeza y mira a Janice con una mirada que desde el lugar que ocupa Harry sólo son unas tupidas pestañas blancas.
—¿Has despedido a tu antiguo amante? —le pregunta.
Harry amplía información.
—Y todo para que el vago de mi hijo, que ni siquiera va a acabar el año que le queda de universidad, pueda ocupar un puesto de trabajo para el que no está más capacitado que…
—Más capacitado de lo que lo estaba Harry —termina Janice por él y suelta una risita. En los viejos tiempos, jamás hubiera sido lo bastante rápida para encontrar réplicas insolentes de este tipo. Harry también se ríe, y hasta Ronnie lo hace. Harrison no sólo tiene grande la polla.
—Esto es lo que a mí me gusta —dice Webb Murkett, alzando sobre ellos su voz engolada—. Los viejos amigos.
Uno junto a otro, él y Cindy presiden en pie el círculo de amistades mientras el reloj se aproxima a la medianoche.
—¿Qué queréis tomar? ¿Más cerveza? ¿Whisky? ¿Un escocés? ¿Irlandés? ¿Un refresco?
Las tetas de Cindy sobresalen de ese caftán, chilaba o lo que sea como el palo de una tienda de campaña. El silencio del desierto. Luna creciente. Hay que acostar al camello.
—Bien —exhala Webb con tal placer que debe de estar notando el efecto de ese licor Greensleeves—. ¿Qué pensamos entonces de los Fosnacht?
—No encajan —dice Thelma.
A Harry le asombra oírla hablar, ha estado muy silenciosa. Si cierras los ojos y finges que eres ciego, Thelma tiene la voz más bonita. Se siente melancólico y tierno, ahora que desapareció la invasión del mundo sórdido ajeno al Flying Eagle.
—Ollie ha sido un memo desde que nació —dice—, pero ella no era tan bocazas. ¿Verdad que no, Janice?
Janice se muestra cauta en la defensa de su antigua amiga.
—Siempre tuvo cierta tendencia —dice—. Peggy nunca se ha considerado atractiva y ahí está el problema.
—Tú, en cambio, sí, ¿eh? —la acusa Harry.
Janice lo mira fijamente, no esperaba respuesta, con la cara humedecida como por un pulverizador.
—Por supuesto que sí —interfiere Webb, galantemente—. Janice es atractiva.
Y se le acerca por detrás de la silla y le pone las manos en los hombros, tan cerca de su cuello que ella los encoge.
—Ha estado mucho más agradable charlando con Webb y conmigo en la puerta —dice Cindy—. Ha dicho que a veces tiene esos arranques.
—Supongo que Harry y Janice les ven a menudo —tercia Ronnie—. Ya que estás de pie, tomaré una cerveza, Webb.
—Nada de eso. Su hijo Billy, que es insoportable, es el mejor amigo de Nelson, y por eso vinieron a la boda. Webb, ¿podrían ser dos?
Thelma pregunta a Harry, con un tono de voz atenuado para que sólo él la oiga:
—¿Cómo está Nelson? ¿Has sabido algo de él desde que se casaron?
—Una postal. Janice ha hablado con ellos por teléfono un par de veces. Ella cree que se aburren.
—No lo creo, Harry —le interrumpe ella—. Ellos me han dicho que se aburren.
Ronnie sugiere:
—Si te has hartado de follar antes del matrimonio, supongo que la luna de miel será un tostonazo. Gracias, Webb.
—Nelson me dijo que en la cabaña se morían de frío —comenta Janice.
—Seguro que le da pereza acarrear la leña desde la leñera de fuera —señala Harry—. Sí, gracias.
El pssss que produce abrir una lata ya no es tan satisfactorio desde que han puesto una lengüeta de seguridad para evitar que los idiotas se atraganten.
—Harry, él nos ha dicho que tienen encendida la estufa de leña todo el día.
—Claro, la quema toda para que otro tenga que ir a cortarla la próxima vez. Es digno hijo de su madre.
Thelma, tal vez harta del tono que mantienen los Angstrom, eleva la voz y tensa el rostro hacia atrás, mostrando una sorprendente longitud de cuello cetrino.
—Y hablando del frío, Webb. ¿Tú y Cindy vais a ir a algún sitio este invierno?
Suelen ir a una isla del Caribe. Los Harrison les acompañaron una vez, hace años. Harry y Janice nunca han ido. Webb ha estado dando vueltas por detrás de Thelma mientras preparaban una copa.
—Ya lo hemos hablado —le responde a Thelma. Visto a través de la neblina de una cerveza ingerida tras el brandy, parece existir una conspiración cautivadora entre el cuello de ella estirado hacia atrás y la voz suave y arqueada de Webb. Viejos amigos, piensa Harry. Encajan como piezas de un rompecabezas. Webb se agacha y, por encima del hombro de Thelma, deposita ante ella, sobre una veta oscura de la mesa, un vaso alto de whisky escocés con soda, no muy cargado—. Me gustaría ir —prosigue él— a un sitio donde haya campo de golf. Puede salir bastante barato si compras un viaje organizado.
—Vayamos todos —anuncia Harry—. El chico se hará cargo del concesionario el lunes y más valdrá salir pitando.
—Harry —interviene Janice—, Nelson no se hará cargo del concesionario, eres irracional en este tema. A Webb y a Ronnie les escandaliza oírte hablar así de tu hijo.
—No les escandaliza. Sus hijos también les están comiendo vivos. Quiero ir al Caribe y jugar al golf este invierno. ¿Por qué no vamos? Podemos decirle a Buddy Inglefinger que venga. Odio el invierno de aquí; no hay nieve, no se puede patinar sobre el hielo, todo es aburrido y frío un mes tras otro. Cuando yo era niño había nieve todo el tiempo, ¿qué ha sido de eso?
—Tuvimos toneladas de nieve en el 78 —comenta Webb.
—Harry, quizás es hora de irnos a casa —le dice Janice. La boca se le ha adelgazado hasta transformarse en una simple ranura, la frente le brilla bajo el flequillo.
—No quiero ir a casa. Quiero ir al Caribe. Pero primero quiero ir al cuarto de baño. Baño, casa, Caribe, por este orden.
Se pregunta si una mujer como la suya morirá alguna vez por causas naturales. Nunca lo hacen estas morenas flacas y fuertes, mira a su madre, todavía dirigiendo el cotarro. Enterró al pobre viejo Fred y nunca miró atrás.
—Harry, el retrete de abajo está atascado, Webb acaba de darse cuenta —dice Cindy—. Alguien ha debido de echar demasiado papel higiénico.
—Peggy Gring, seguro que fue ella —dice Harry, poniéndose en pie y sorprendido de que la moqueta tenga curvas, como la cubierta de un barco que se inclina por todas partes—. Primero ataca al Papa y luego atasca las tuberías.
—Usa el baño de nuestro dormitorio —le dice Webb—. Arriba, a la izquierda, después de las dos puertas de armario con listones.
—… secándose las lágrimas… —oye decir Conejo a Thelma secamente cuando se marcha.
Sube los dos peldaños enmoquetados, la cabeza le flota, muy lejos de los pies. Al fondo de un pasillo, nuevas escaleras con moqueta de distinto color, un color cal sucia, más gastado, es la parte más vieja de la casa. El piso de arriba de los demás siempre posee esta quietud. Noches de cansancio, una pareja hablándose en voz baja. Las voces de abajo se van apagando. A la izquierda, ha dicho Webb. Puertas con listones. Se detiene y fisga en su interior. Ropas femeninas, tiras multicolores, fragantes a Cindy. Tumbarla sobre aquella arena, quién lo hubiera dicho, hablándole ya de su diafragma. Encuentra el cuarto de baño. Todas las luces están encendidas. Qué despilfarro de energía. La gran nave americana se hunde con todas las luces encendidas. Este baño es más pequeño que el de abajo y de un tono más oscuro: los azulejos, el empapelado, la moqueta con borras, las toallas y la porcelana de color marrón, con toques de un tono mandarina. Se desabrocha la bragueta y un chorro feliz satura de oro una de las relucientes tazas del recinto. Sus burbujas se multiplican como monedas. Él y Janice sacaron los Krugerrand del cajón de la mesilla de noche, los llevaron al centro, entraron en el Brewer Trust y los depositaron con todo mimo, en sus pequeños cilindros, como diminutos retretes azulados de una casa de muñecas, en la sólida y honda caja de seguridad del banco, y para celebrarlo bebieron durante el almuerzo en la Crêpe House antes de que él volviera al trabajo en el concesionario. Como no está circuncidado, tiende a retener una o dos gotas, y toquetea la punta con un pedazo de papel higiénico amarillo limón, esta vez liso, las viñetas cómicas son para divertir a los invitados. ¿De quién decía Thelma que se secaba las lágrimas? El impresionante fogonazo del cuello largo y blanco con los músculos de la deglución desarrollados, algo tiene que tener para retener a Ronnie. Quizá quería decir que Peggy ha obstruido el inodoro con el papel higiénico empleado para secarse las lágrimas. A los ojos de Cindy ha asomado ese brillo demasiado tímido para que le agrade discutir con la pobre Peggy, y en lugar de eso le ha hablado a él de su diafragma, Dios, invitándole a pensar en ello, en su dulce roja cavidad oscura, ¿habría sido una insinuación? «Entrar ahí dentro», Harry: con su voz más seria y gutural que nunca, los ojos hinchados, es provocador cuando las mujeres tienen así los párpados inferiores, un poco alzados como una huevera, notó que los párpados de su hija hacían lo mismo aquel día. Aquí dentro hay espacios que han visto a Cindy completamente desnuda. Harry se contempla la cara en este espejo menos deslumbrante, con tubos fluorescentes a ambos lados, sus labios parecen menos azulados, va recuperando la sobriedad para el regreso en coche. Oh, pero aún persiste el azul en la órbita de sus ojos, cercando el puntito negro por el cual fluye el mundo, un azul con vetas blancas y grises heredadas de la fría mirada de sus ancestros, aquellos rubios fornidos de yelmos con cuernos que aporreaban con mazas, hasta hacerlos papilla, a los mamuts peludos y a los finlandeses de ojos oblicuos entre nieves tan puras y vastas que su blancura hubiera hecho daño a pupilas menos pálidas. Ojos, cabellos y piel, los muertos viven en nosotros a pesar de que sus cráneos estén ya negros y vacías las cuencas de sus ojos. Sus pupilas se agrandan cuando se aproxima un poco más al espejo, produciendo una sombra, tratando de ver si hay allí un alma. Es lo que solía pensar que buscaban los oftalmólogos cuando te apretaban firmemente contra el ojo esa pequeña linterna cálida similar a un periscopio. Nunca le dijeron qué veían. Él no ve nada más que negro, un negro desenfocado, porque sus ojos están envejeciendo.
Se lava las manos. El grifo es uno de esos mezcladores de una sola palanca que tienen un pomo al final de la manilla como la nariz de un payaso o un enorme grano, nunca se acuerda de cuál es la caliente y cuál la fría, ¿qué tenían de malo los antiguos grifos dobles con una C y una F? El lavabo, no obstante, está muy bien, con un borde ancho de varias repisas para colocar el jabón sin que resbale, esas estrías que tienen ahora la mayoría de los lavabos no sujetan nada, una barata imitación del mármol, él supone que estando en la industria de tejados Webb debe conocer casas de fontanería que todavía pueden proporcionar buen material, aun cuando no exista mucho mercado. El curvo pedazo de jabón de lavanda que ahora mismo tiene entre las manos ha debido de perder sus letras haciendo espuma para la piel bronceada de Cindy, burbujas en su entrepierna, su vello ahí debe de ser negro azabache, lo mismo que sus cejas: para descubrir el color del vello púbico hay que guiarse por las cejas de las mujeres, no por la tonalidad de sus cabellos. Este cuarto de baño no está tan pulcro como el de los invitados de abajo, un ejemplar de Mecánica para todos descansa en el revistero de paja junto al inodoro, las toallas cuelgan enganchadas en la arandela de plástico con indicios de humedad en ellas, los Murkett se han duchado unas horas antes de la fiesta. Harry duda si abrir el armario como ha hecho en el otro cuarto de baño, pero al pensar en las huellas dactilares ve el reborde de cromo y se contiene. Tampoco se seca las manos, temeroso de tocar la toalla que usó Webb. Ha visto su largo cuerpo amarillo en los vestuarios del Flying Eagle. Tiene lunares por toda la espalda y hombros que probablemente no son contagiosos, pero no se fía.
No puede volver abajo con las manos mojadas. El gilipollas de Harrison diría alguna gracia. «Tienes restos en las manos de la paja que te hiciste». Conejo permanece un instante en el pasillo, oyendo el creciente murmullo de la fiesta, un guirigay de voces felices sin su compañía, las de las mujeres son más nítidas, hay una especie de vibración en ellas como la melodía que a veces se percibe en un motor que brama al vacío, un canto tan claro que uno espera oír la letra. La moqueta del pasillo no es aquí de color lima sino de un ciruela apagado, y sigue este nuevo color hasta el umbral del dormitorio de los Murkett. Aquí es donde lo hacen. El impacto vacía el estómago de Harry, siente una leve náusea al pensar en la suerte que tiene el carcamal de Webb. La cama es baja, al estilo moderno, una especie de bandeja con flancos de madera rojiza, y han estirado apresuradamente las mantas en lugar de remeterlas. ¿Lo habrían hecho inmediatamente antes de las duchas previas a la fiesta y por eso están húmedas las toallas? En medio del aire, sobre la cama baja, se imagina los húmedos y perfectos dedos de los pies de ella, esos deditos que apetece chupar y cuya huella tantas veces ha espiado en las baldosas del Flying Eagle, aquí izados en vilo para abrir bien el coño, los puntitos de sus dedos de chiquilla mezclados con los lunares de la espalda de Webb. Le duele, no es justo que Webb tenga tanta suerte, no sólo por tener una mujer joven sino por no tener una vieja Springer al otro lado de la pared. ¿Dónde meten los Murkett a sus hijos? Gira la cabeza y ve una puerta blanca, cerrada, al fondo del otro extremo de la moqueta ciruela. Allí. Dormidos. No corre peligro. La moqueta absorbe sus pasos cuando, sigiloso cual fantasma, recorre el color que le lleva al dormitorio. Un espacio cavernoso, prohibido. Otra sombría presencia le oprime el corazón: un hombre con pantalones azules de traje, camisa blanca arrugada con los puños remangados y la corbata aflojada, de aspecto voluminoso y amenazador, le observa. Jesús. Es él mismo, su propio reflejo de cuerpo entero en un amplio espejo situado entre dos cómodas gemelas de madera decolorada para que el grano resalte como a través de polvo. El espejo se halla frente al pie de la cama. Vaya. Qué dos. No sólo eran imaginaciones suyas. Folian delante del espejo. Harry rara vez se ve de la cabeza a los pies, excepto cuando se compra un traje en Kroll o en la pequeña sastrería de Pine Street. Pero allí se coloca cerca del espejo de tres hojas y no percibe este extraño cerco de espacio en que uno topa consigo mismo en mitad de la habitación. Se siente desaseado y tiene pinta de delincuente, un ladrón con demasiados kilos para esta clase de oficio.
Duplicado en el espejo, el dormitorio en calma conserva pocos indicios del calor vivo de los Murkett. No hay por allí prendas íntimas de encaje que huelan al coño de Cindy. Las cortinas son de una gruesa tela roja a rayas, como los pantalones hinchados de un payaso gigantesco, y tienen esas persianas que siembran de penumbra el cuarto y que siempre le está diciendo a Janice que compre; ahora que caen las hojas, la luz atraviesa el haya cobriza y le da en la cara a las siete de la mañana, gana casi cincuenta mil al año y tiene que vivir así, él y Janice jamás lograrán organizarse. La ventana del fondo, con la persiana bajada para una siesta, debe de dominar la piscina y la franja de bosque que todo el mundo posee en esta urbanización, entre las casas, pero Harry no quiere adentrarse tanto, ya está traicionando la hospitalidad. Se le han secado las manos, debería bajar. Se encuentra cerca de una esquina de la cama, la muda llanura más baja que sus rodillas, la colcha satinada de color melocotón alisada a toda prisa, e impulsivamente, recordando los condones que solía guardar en un lugar semejante, se encamina hacia la sinuosa mesilla de arce y, con sumo sigilo, tira del cajoncito. De todas formas, estaba abierto un par de centímetros. No ve el diafragma, debe de estar en el cuarto de baño. Un bolígrafo, una caja de pastillas sin etiqueta, varias carpetas parejas, unos cuantos recibos metidos en ellas, una agendita amarilla con el logo de la empresa de tejados y un número de teléfono garabateado diagonalmente, un cortaúñas, unos clips de papeles y soportes de golf, y… Su corazón acelerado ahoga el murmullo de la fiesta debajo de sus pies. Al fondo del cajón hay unas fotos Polaroid de reverso negro. La SX-70 de la que alardeaba Webb. Harry saca delicadamente el pequeño fajo, lo voltea y examina las fotos una por una. Mierda. Debería haber subido sus gafas de lectura, las tiene abajo, en el bolsillo de la chaqueta, debería dejar de fingir que no las necesita.
La foto de encima, sacada con flash en este mismo dormitorio, sobre la misma colcha satinada, muestra a Cindy desnuda, tendida con las piernas abiertas. Su vello púbico es aún más oscuro de lo que imaginaba, desde ese ángulo tiene forma de T cuyo palo vertical circunda una extensión roja como si fuera una llaga, y la cara inferior de su trasero donde no llega el sol forma una mancha pálida a ambos lados. Con el brazo extendido, acerca la foto de papel brillante a la lámpara de la mesilla; se le humedecen los ojos por el esfuerzo de verlo todo, cada pliegue, cada pelo. La cara de Cindy, desenfocada más allá de sus pechos, que penden más hacia los costados de lo que Harry hubiera esperado, sonríe a la cámara con nerviosa indulgencia. Mira tan bruscamente hacia abajo que se le forma papada. Sus pies parecen enormes. En la siguiente instantánea se ha girado y enseña un par de nalgas relajadas, blancas como peces, con una abertura semejante a un ojo que mira desde la hendidura. En las dos fotos siguientes, la cámara ha cambiado de manos, y el viejo Webb, flacucho y vergonzoso, aparece tal como Harry le ha visto a menudo después de una ducha, sólo que esta vez muestra una erección que él mismo ayuda con la mano. No está muy empalmado, a la altura de las diez en las agujas de un reloj, ni siquiera llega a esa cifra sino un poco después de las nueve, pero no puede esperarse que un hombre en la cincuentena exhiba un alto mediodía, eso queda para los adolescentes con la cara llena de espinillas: cuando Conejo tenía catorce años en clase de ciencias sociales, un punto de sol, la sombra de la axila de Lotty Bingaman cuando levantaba la mano que sostenía un lápiz, aquella dulce presión de tela y cremallera contra la sangre espesa. Webb la tiene larga pero sin mucho bulto en la base; y sin embargo ahí le tienes, dispuesto y sereno, con su barriguita, nudosas piernas flacas y una expresión de lameculos en cierto modo jovial, ni un solo pelo fuera de lugar en su ondulada cabellera. Las siguientes fotos son experimentos con luz natural, las persianas debían de estar levantadas, abiertas a la luz del día: formas viscosas y rellanos de carne entrelazada y tirando a violeta merced al espectro de la escasa exposición. Harry descifra que una protuberancia es la mejilla de Cindy, y entonces el rompecabezas encaja, ella se la está mamando, ese pedúnculo purpúreo es la polla sumergida en los labios ensanchados de Cindy, y el primer plano borroso es el vello pectoral de Webb mientras saca la foto. En la siguiente ha mejorado el ángulo y la luz y el enfoque son perfectos sobre la hilera de pestañas negras de un ojo. Más allá de la punta reluciente y bronceada de la nariz de Cindy, sus dedos deshuesados y de nudillos azules, con las uñas infantiles, mantienen en su sitio al miembro venoso, con el meñique levantado como si tocara una flauta. ¿Qué había dicho Ollie sobre flautas? En la imagen siguiente, Webb tuvo la idea de utilizar el espejo; se halla de pie, hacia un lado, con la cámara en ángulo recto donde tendría que estar su cara, y la querida boca de Cindy empalada, desnuda y de rodillas, por la vara en el ángulo de las diez horas. Su nariz chata y respingona se ve de perfil, y sus pezones sobresalen, tiesos. Las mañas del viejo sátiro han calentado a la muy zorra. Pero la cabeza de ella, hundida en su verga como una manzana de caramelo, parece muy pequeña, redonda y espléndida. Harry quisiera ver en la siguiente foto cómo se corre con dentífrico cubriéndole la cara, igual que en las películas porno, pero Webb le ha dado media vuelta y la está follando por detrás, con la polla hundida en la curva blanca como un pez del culo y con la mano libre sosteniendo a Cindy mientras le mete el pulgar en donde ella debe de tener el ano; por su propio peso, las tetas le cuelgan en forma de pera, y las piernas, junto a las de él, parecen rechonchas. Está entrando en años. Se pondrá más gorda. Se volverá fea. Está mirando al espejo y se ríe. Quizá debido a la dificultad de conservar el equilibrio mientras Webb maneja la cámara con una sola mano, Cindy emitió en aquel momento una gran carcajada roja de muchacha de anuncio publicitario, penetrada desde atrás por la polla amarilla. La luz debía de estar menguando en la habitación, pues la piel de los Murkett posee un tono dorado y los muebles que se reflejan en el espejo aparecen envueltos en una penumbra azul, como sumergidas en el agua. Es la última foto; hay ocho, y el rollo de esta cámara es de diez. La Guía del consumidor hace tiempo dijo un montón de cosas sobre la SX-70 Land Camera, pero nunca explicó qué significaba SX. Ahora Harry lo sabe. Como la clasificación de las películas. Le arden los ojos.
Abajo se atenúa el rumor de la reunión, tal vez están al acecho de algún sonido procedente de arriba, preguntándose qué le habrá ocurrido. Desliza las fotos dentro del cajón, boca abajo, con el dorso negro hacia arriba, e intenta cerrarlo hasta la abertura exacta en que lo ha encontrado. Por lo demás, no ha tocado nada del dormitorio; el espejo disipará su imagen al instante. La única pista que queda es la gran erección dolorosa que le ha sobrevenido. No puede bajar así: trata de alejar de su mente esa imagen de la boca abierta riendo al verse follada, ¿quién hubiera pensado que la dulce Cindy pudiera ser tan puerca? Cuesta trabajo percatarse de que los otros muchachos son iguales que uno mismo, igual de cochinos, y lleva más de una vida entera asimilar que las chicas se adecúen a este hecho con toda facilidad. Conejo trata de borrar esa carcajada, de expulsarla de su pensamiento, pero su esfuerzo es inútil. Procura desplazar lo que acaba de ver al mismo rincón que sus otros secretos. Su hija. Su oro. Su hijo que vuelve mañana de los Pocono para reclamar un puesto en el concesionario. Lo consigue, la agitación languidece. Firmemente aferrado a la deprimente idea de Nelson, Harry entra en el cuarto de baño y abre el grifo, como si se estuviera lavando las manos, por si acaso están escuchando abajo, mientras se desabrocha el cinturón y se ordena como es debido el calzoncillo. Lo increíble es que él ha oído su risa, esa misma risa junto a la piscina por algo que él, o Buddy Inglefinger o algún bromista ajeno a su grupo acababa de decir. Ella lo haría con cualquiera.
Mientras desciende las escaleras, todavía siente que la cabeza le flota sobre una cuerda de un metro ochenta atada a sus zapatones. En el alargado salón, la cuadrilla se ha alineado formando un círculo más cerrado en torno a la mesa Parson. No parece haber sitio para él. Ronnie Harrison levanta los ojos.
—Pero bueno, ¿qué has estado haciendo, meneándotela?
—No me siento demasiado bien —dice Conejo, con dignidad.
—Tienes los ojos enrojecidos —señala Janice—. ¿Has estado llorando otra vez?
Están demasiado entretenidos por el tema de conversación para pincharle mucho. Cindy ni siquiera se vuelve. Su nuca es gruesa y morena, suave e impasible. Avanzando hacia ellos con pasos esponjosos a través de la interminable moqueta pálida, se detiene junto a la repisa de la chimenea y observa lo que antes no ha captado, dos fotos Polaroid apoyadas, una de cada uno de los hijos del matrimonio Murkett, el niño de cinco años con un enorme guante de jugador de béisbol, posando tristemente sobre los ladrillos del patio, y la niña de tres años esa misma tarde clara y nebulosa de verano, antes de que sus padres echaran una siesta, entornando los ojos, con una semisonrisa, obediente y tonta ante alguna fuente de luz que la deslumbra. Betsey lleva las dos piezas de un pequeño bikini manchado de barro durante sus juegos, y la sombra de Webb, con los brazos levantados hasta la cabeza, como queriendo asustarla simulando unos cuernos, ocupa una esquina del cuadrado de película expuesta. Son las dos fotos que faltan del rollo de diez.
—Eh, Harry, ¿qué te parece la segunda semana de enero? —le vocifera Ronnie.
Han estado discutiendo de un viaje colectivo al Caribe, y a las mujeres les entusiasma la idea tanto como a los hombres.
Es más de la una cuando él y Janice vuelven a casa. Brewer Heights es una urbanización con parcelas de casi una hectárea a la que se accede por la autopista que va a Meiden Springs, a veinte minutos largos de Mount Judge. La carretera desciende en un serpenteo de elegantes curvas; el constructor respetó los árboles, y seis horas antes, cuando subieron por este mismo camino, tenían iluminada la glorieta de bosques por donde no había pasado la excavadora, como una exposición en el escaparate de un gran almacén largo y gris. Salvo la de los Murkett, ahora todas las viviendas están a oscuras. Las hojas muertas se arremolinan ante los faros y caen de los árboles en el viento otoñal como si las arrojaran desde canastas. Las estaciones te dan alcance. El cielo se pone veteado, los árboles empiezan a palpitar. Harry no sabe qué decir, atento al volante por estos caminos tortuosos que denominan calles y bulevares. Las estrellas que parpadean a través de las desnudas copas oscilantes de Brewer Heights ceden ante la recta iluminada por farolas de Maiden Springs Pike. Janice da una chupada a su cigarrillo; el resplandor se expande en el ángulo de visión lateral de Harry y luego se desvanece. Ella carraspea y dice:
—Supongo que debería haber defendido más a Peggy, por ser una vieja amiga y todo eso. Pero me ha parecido que decía cosas fuera de lugar.
—Demasiado rollo feminista.
—Demasiado Ollie, quizá. Sé que está pensando en dejarle.
—¿No te alegra que nosotros hayamos superado ya esas historias?
Lo dice maliciosamente, para ver cómo se debate ella entre la respuesta negativa y la afirmativa, pero Janice contesta simplemente: «Sí».
Él no dice nada. Siente la lengua trabada. En este mismo momento, Webb está desvistiendo a Cindy. O ella a él. Y arrodillándose. La lengua de Harry parece atascada en su boca como esos niños pobres que todos los inviernos insisten en lamer con la lengua verjas de hierro.
—Tu idea de hacer este viaje en grupo tuvo éxito —dice Janice.
—Será divertido.
—Para vosotros sí, jugando al golf. ¿Y qué haremos nosotras todo el santo día?
—Tomar el sol. Y habrá otras cosas. Canchas de tenis.
El viaje es precioso para él, habla de ello con cautela.
Janice da otra bocanada.
—Ahora dicen que los baños de sol producen cáncer.
—No más rápido que el tabaco.
—Thelma tiene esa enfermedad que no le permite estar ni un minuto al sol, me ha dicho que la mataría. Me extraña que tenga tanto interés en ir.
—Quizá lo pierda mañana, cuando lo piense bien. No comprendo cómo Harrison puede permitirse el lujo, con ese hijo que tiene en esa escuela especial.
—¿Y nosotros? Podemos darnos ese lujo. Además de lo del oro.
—Por supuesto, cariño. El oro ha subido ya más de lo que cuesta el viaje. Somos tan lentos, deberíamos haber empezado a viajar hace años.
—Nunca quisiste ir a ningún sitio sólo conmigo.
—Claro que sí. Estábamos asustados. Y podíamos ir a los Pocono.
—Estaba pensando que quizá no esté bien dejar a Nelson y a Pru en este preciso momento.
—Olvídalo. Lo mismo que ella se ha agarrado a Nelson, podrá agarrarse al bebé hasta finales de enero. Hasta el Día de San Valentín.
—Parece una mezquindad —dice Janice—. Y encima dejar a Nelson solo en el concesionario con muchas responsabilidades.
—Es lo que quería, así que ya lo tiene. ¿Qué puede pasar? Jake y Rudy estarán con él. Manny le controlará.
El cigarrillo resplandece una vez más, y luego, con ese torpe movimiento circular que siempre disgusta a Harry, ella lo apaga. Conejo aborrece que le ensucien el cenicero del Corona, el olor dura días, incluso después de haberlo vaciado. Ella suspira.
—Por una parte, ojalá fuéramos nosotros solos, si tenemos que ir.
—No conocemos el lugar, y Webb sí. Ha estado allí antes, creo que ha ido desde mucho antes de conocer a Cindy, con sus otras mujeres.
—Webb no me molesta —admite ella—. Es agradable. Pero si quieres que te diga la verdad, me arreglaría muy bien sin los Harrison.
—Yo creí que sentías debilidad por Ronnie.
—Ése eres tú.
—Le detesto —afirma Conejo.
—Él te gusta, toda esa vulgaridad. Te recuerda tus días de baloncesto. Pero no sólo es él. Thelma me molesta.
—¿Cómo es posible? Es tímida como un ratón.
—Creo que le gustas mucho.
—Nunca lo he notado. ¿Por qué?
Fuera Cindy, o lo soltará todo. Intenta ver de nuevo las fotografías, pelo tras pelo bajo el foco de su mente, pero ya se están esfumando. Y el modo en que sus cuerpos parecían dorados al final, como dioses.
Janice dice, con una súbita y sorprendente rapidez:
—Bueno, no sé lo que crees que va a ocurrir allí, pero no vamos a meternos en ningún jueguecito. Somos demasiado viejos, Harry.
Una camioneta de reparto, con las luces largas deslumbrantes, le pisa los talones y luego le adelanta rugiendo; unas voces jóvenes le abuchean al pasar.
—Los borrachos andan sueltos —dice él, por cambiar de tema.
—¿Qué has estado haciendo en el cuarto de baño tanto tiempo? —le pregunta Janice.
Él responde, con recato:
—Esperaba que ocurriera algo que no ha ocurrido.
—Oh. ¿Estabas mareado?
—Casi, o eso me pareció. Aquel brandy. Por eso cambié a cerveza.
Cindy ocupa tanto espacio en su mente que no entiende por qué Janice no la menciona, debe de hacerlo adrede. Qué mamada, Dios mío. Eso sí que es control de la natalidad. Baba blanca que mana y que otra boca traga; esos dientecillos redondos y las saludables encías inferiores de bebé que se ven cuando se ríe. Webb por delante y él por detrás, o bien al contrario, a Harry le da igual. Ronnie a cargo de la cámara. La polla se le ha vuelto a despertar, alto mediodía una vez más en su vida, y el volante, cuando giran hacia Central Street, acaricia su punta hinchada a través de la tela. Janice lo apreciará: con tal de que consiga mantener la erección intacta hasta el dormitorio.
Pero la mente de ella vaga muy alejada del sexo, pues cuando enfilan cuesta abajo, a través de los conos de luz que dejan pasar las ramas que flanquean Wilbur, ella dice en voz alta:
—Pobre Nelson. Parecía tan joven al marcharse de viaje con su esposa, ¿verdad?
Conocen perfectamente bien esta ciudad, cada bordillo, cada boca de riego, la ubicación de todos los buzones. Les abre paso como un velo, con sus casas oscuras y los faros del coche bajos.
—Sí —asiente él—. A veces me pregunto —se oye decir— hasta qué punto no habré sido yo mismo el que estropeó al chico.
—Hicimos lo que pudimos —dice Janice, firme de nuevo, hablando como su madre—. No somos Dios.
—Nadie lo es —dice Conejo, asustándose de sí mismo.