CAPITULO VII

Los planes de Reins, respecto a Lincoln, eran precisos.

Matar a aquel hombre de un balazo o mandar que lo ahorcaran representaría, en ambos casos, la destrucción de sus proyectos. Las armas que los indios utilizaban eran de distinto calibre a las que ellos solían emplear. Y la horca dejaría en el cuello de Lincoln la señal evidente de este procedimiento.

Lincoln fue llevado a la salida del pueblo, en pleno desierto, y atado de pies y manos, abandonado en un talud.

Conforme el día iba avanzando aquel sol insoportable, terrible, mermaba lentamente las facultades del antiguo vaquero. El odio que su corazón sentía le atormentaba. Le atormentaba asimismo la idea de dejar a su pequeña Mary desvalida, en manos de aquella cuadrilla de forajidos.

Pero las cosas se habían presentado fatales.

Intentó varias veces, con desesperación, romper las ligaduras que lo mantenían sujeto, pero aquellas cuerdas se hallaban fuertemente enlazadas.

Sentía un dolor profundo en las muñecas. La reseca garganta antojósele el cráter de un volcán.

Y así llegó el crepúsculo, hicieron acto de presencia las sombras de la noche.

Ni una sola vez, en aquel tiempo, los miembros de la banda aparecieron.

Lincoln perdió la noción de todo cuanto le rodeaba.

Estaba semiinconsciente.

Sólo abrió los ojos cuando sintió en el rostro la humedad del agua. Vio, junto a él, una figura humana. Luego un cuchillo, cortó las ligaduras. Y quien fuera alejóse de la misma forma que había venido.

Miró a su alrededor.

Las manos, trémulas, doloridas, tocaron la húmeda cantimplora. Y bebió con ansiedad, hasta la última gota.

Y se puso de pie.

Como un sonámbulo avanzó algunos pasos, llegó a las primeras viviendas y se apoyó en la pared de una. No supo nunca el tiempo que permaneció allí. Las estrellas brillaban en el firmamento y la luz de la luna iluminaba profusamente la inhóspita llanura.

Los pasos de un hombre al acercarse, junto a las primeras dunas, le hizo volverse de repente, agazaparse en el suelo.

El forajido se detuvo al borde de la hondonada.

Miró hacia la parle baja.

Y se volvió de repente.

Sólo vio la sombra de una figura humana que caía sobre él. Luego un golpe seco en su cabeza, propinado con un cascote.

Era Stucker.

Rápidamente, reuniendo sus fuerzas en un esfuerzo poderoso, lo arrastró hacia la parte alta, para conducirlo hasta las ruinas cercanas.

Allí volvió a inclinarse sobre él.

—¿Dónde están los otros? —inquirió. Su acento era como el de un hombre que salé de la tumba.

Stucker no pudo responder. La sorpresa le dominaba. Veía avanzar, a la muerte a pasos agigantados, implacable, segura de su golpe fatal,

—¿Dónde están? —repitió.

Y esta vez su mano izquierda cruzó el atezado rostro del bandido con un golpe que hizo brotar sangre de sus labios.

—¡Responde antes de que te mate!

—¡Allí! —respondió con voz enronquecida.

—¿Todos?

—Cuatro de ellos.

—¿Y los demás?

—Buscan a la muchacha.

Aquella vacilación dejó un poco sorprendido al antiguo vaquero.

Separóse un par de pasos, sin dejar de apuntarle.

—¿Qué ha pasado?

Stucker parecía recobrar Su serenidad por momentos.

—Ve allí si te interesa saberlo.

Fue una respuesta improcedente.

Con ansias feroces, Lincoln le golpeó el rostro con la punta de la bota de montar.

Stucker rodó de espalda, trató de incorporarse. Pero otro golpe, más duro que el primero volvió a derribarle.

—¡Dime todo lo que sepas! —rugió—. ¡Dímelo antes de que acabe contigo!

—Ella huyó de la... casa con...

Se detuvo jadeante.

—¡Acaba de una vez!

Se había sentado en el suelo.

El negro cañón del «Colt» continuaba apuntándole a la cabeza. Podía dispararse de un momento a otro.

Y Stucker lo sabía.

—June Morley desapareció sin que nosotros la viéramos. Hace de esto muchas horas.

—¿Y la niña?

—La llevó con ella.

—¿Dónde están Reins y Morley?

—Reins sigue la pista de la joven hacia las montañas. Morley está bajo custodia. Y Carmichel ha recibido la orden de colgarle.

—¿Por qué?

—El viejo estaba en antecedentes de lo que ella se proponía hacer. Tenía la consigna de huir con algunos caballos y provisiones, al único lugar donde es posible esconderse, sin miedo a morir de sed: donde se halla el manantial.

—Donde matasteis a aquella joven, ¿verdad?

—Creo que sí.

—¿Y quién ha descubierto a Morley?

—Reins. Sabía que tenía que dejar de confiar en el viejo.

—Nunca estuvo de vuestra parte, ¿no es cierto?

—Reins lo utilizó como una tapadera a sus delitos.

—June me lo dijo. Su padre jamás ha cometido delito alguno. Pero servía a la causa de la cuadrilla de una manera eficaz: prestando su nombre para acumular contra él las mayores ignominias.

—Era una de las grandes jugadas de Reins.

—¿Cuáles eran sus planes actuales?

—Esperar a que tú murieras.

—Era fácil matarme.

—Nada hubiera conseguido metiéndote un par de onzas de plomo en el cuerpo.

—Se lo oí decir. Quería exhibirme en Reno como superviviente de la caravana. El se trasladaría con sólo dos de vosotros, los únicos guías que, según haría constar habían escapado de la muerte a manos de los kiowas. Todo era cuestión de sembrar la confianza en las gentes de aquella ciudad, para emprender una nueva marcha hacia el Este, con los mineros en posesión de una fortuna. Bien ideado su plan. ¡Levántate!

—¿Quieres... matarme?

—Voy a darte la oportunidad de defenderte.

Esta vez el rostro de Stucker se tornó alegre, como si a través de aquella ocasión viera el camino libre hacia la vida.

Levantóse poco a poco, sin acabar de creer en la generosidad de su enemigo.

—¿Vas a dejar que me defienda, cuando puedes matarme a sangre fría?

—Quiero verte caer de espaldas, ver cómo se apaga tu sonrisa en los labios.

—Eso es que eres más rápido que nadie.

—Tal vez un poco más de lo que crees. ¡Toma!

Arrojó el revólver al suelo, a sus pies, y él retrocedió rápidamente.

Diríase que en aquellos minutos la vitalidad del prisionero se revelaba como nunca. Su mano diestra descansaba ahora en la culata del arma, introducida ésta en la pistolera, mientras sus ojos, fijos y duros como la misma roca, no perdían de vista un segundo a su adversario.

Stucker se inclinó lentamente.

—¡De espaldas! —ordenó Lincoln.

—¿Qué quieres hacer?

—Toma el revólver de espaldas a mí. Luego mételo en la funda y vuélvete. No quiero darte más ventajas que las que concede la lucha cara a cara. ¡Y date prisa!

Stucker lo hizo como él se lo mandaba.

Metió el revólver en la funda y, poco a poco, se volvió hacia su adversario. Por un momento los dos se observaron.

—¡Saca! —ordenó Lincoln.

—No quiero tener ventajas sobre un enemigo tan generoso —repuso el pistolero. Pero acompañó sus palabras, pausadas, con la acción. Velozmente arrancó el «Colt» de la funda y apretó el gatillo. La bala rozó la mejilla de Lincoln y fue a clavarse contra la pared de uno de los edificios ruinosos.

Casi al momento tronó su revólver.

Stucker sintió un golpe seco en mitad de la cara. Parte de la mandíbula inferior saltó astillada, sangrando en un torrente. Lanzó un grito ronco, feroz, y luchó por alzar el arma que resbalaba de sus dedos. Un segundo disparo, más certero que el primero, le atravesó el corazón.

Recogió el revólver del suelo y corrió hacia la parte sur de la población. Estaba tan débil, tan cansado, que muchas veces estuvo a punto de desplomarse.

Corrió hacia la parte media de la calle.

Más arriba un hombre cruzó corriendo al otro lado de la calzada. No podía columbrar bien su figura, y más le pareció una sombra. Pero estaba seguro de que era un miembro de la organización.

Aquel granuja buscaría a Stucker.

Y cuando viera que estaba muerto, daría la voz de alarma a los demás. No iba a ser, en modo alguno, fácil su labor.

Dudó entre quedarse apostado o ir al encuentro de ellos.

Y consideró que no podía perder tiempo.

June y la niña estaban en las montanas. ¿Desde cuándo?

Era una incógnita para él.

Si llegaba a tiempo, salvaría a Morley, porque éste, conocedor de toda aquella vasta comarca, podría orientarle, guiarle, ser para él una ayuda inapreciable.

Y avanzó resueltamente.

Llevaba en las manos los dos «Colt».

Ni siquiera se había detenido en reponer en la recámara las cápsulas que faltaban. Sabía que aún estaban cargados y que aún podía derribar a varios hombres con ellos.

Cruzó la calzada.

De pronto se apartó a un lado.

Era tiempo.

Un rifle escupió plomo y la bala silbó cerca de su cuerpo. Le hubiera alcanzado de no haber hecho aquel movimiento instintivo.

Y disparó a su vez.

Pero la escurridiza silueta había desaparecido con la rapidez de una centella, perdiéndose entre las sombras de la noche. Penetró en una casa en ruinas, y pasó al otro lado, a tiempo de ver al hombre entrar en tromba en la casa de Morley.

Corrió hasta situarse en un plano a cubierto de los disparos que pudieran hacerle desde el interior del edificio.

Porque sus enemigos estaban avisados.

Pegado al terreno esperó.

Ninguna señal, ningún movimiento que denunciara la acción de aquellos hombres. Sin embargo, Lincoln estaba convencido de que en un momento dado surgirían de cualquier parte, para matarle sin compasión si la oportunidad se les presentaba.

Y comprendió que aquella lucha era para desarrollarla sin cuartel, para matar o ser muerto, para vencer o ser vencido.

Todas estas consideraciones tuvieron la virtud de hacer latir con violencia las fibras más sensibles de su organismo. Los pensamientos, velados por su estado decaído, se fueron multiplicando en la ardorosa mente.

Primero Mary, su esposa, y ahora, la niña.

¿Hasta cuándo la perversidad de unos hombres iba a cebarse en él?

¿Hasta qué punto tendría que soportar sufrimientos de aquella naturaleza?

Parecía un león desmelenado cuando se alzó del suelo, cuando corrió, impetuoso, con un «Colt» en cada mano, dispuesto a matar a cuantos se cruzaran en su camino.

Saltó hacia la izquierda, siempre evitando que una ventana, una puerta, una rendija en los maderos de la construcción, sirviera de punto de mira a un rifle traidor.

Los caballos, en el cobertizo, relincharon.

Unos pasos precipitados, al lado opuesto de la casa, lo detuvieron. Sus ojos buscaron quién los producía. No vio a nadie. Todos parecían haberse esfumado en el ambiente, cargado de un misterio profundo.

Más de pronto, alguien saltó desde la casa, arrojóse al suelo, y apretó el gatillo de su «Winchester».

La bala pegó con violencia contra un saliente rocoso, saltando hacia arriba, dejando oír el silbido penetrante. Nuevamente aquel rifle vomitó fuego. Y Lincoln contestó.

Observó las nubecillas de polvo que levantaban sus impactos. El sujeto rodó hacia unos salientes y quedó detrás de él emboscado, el cañón del arma apuntando, presto el índice para apretar el gatillo.

Por el lado de los cobertizos aparecieron otros hombres.

Eddie Lincoln comprendió.

Descubrió a corta distancia los setos que podían protegerle y batir, a un mismo tiempo, a los que le cerraban el paso por la derecha. Corrió hacia ellos y se arrojó a tierra.

Algunas balas acariciaron sus ropas, sin herirlo.

Disparó a su vez.

Vio a uno de ellos alzarse, rebotar contra la pared del cobertizo, para desplomarse al suelo como un saco vacío.

La muerte del forajido debió influir poderosamente en los demás, ya que retrocedieron buscando un punto de apoyo con el fin de contenerle.

La certera puntería de Lincoln les había acobardado un poco, pero aún se consideraban superiores, al menos, por el número.

Para Eddie sólo algo tenía su preferencia; los caballos. Era urgente correr a las montañas, conocer el paradero de June y Morley y su hija. Mas antes era necesario recuperar a Morley, prestarle su apoyo, si todavía estaba a tiempo.

June exponía su vida por la niña. Lo había demostrado con aquella acción valerosa. Y hasta era posible que ella, burlando la vigilancia de los bandidos, le hubiera ayudado a recobrar la libertad.

Cargó las armas con toda la rapidez que podía. Luego estudió la posición de sus adversarios, sin olvidar al que continuaba apostado en los salientes cercanos a la entrada principal del edificio.

Disparó contra éste algunos tiros, para después concentrar los disparos de sus armas sobre los otros, al mismo tiempo que corría con todas sus fuerzas hacia los cobertizos.

Algunas balas pasaron junto a su cuerpo, levantaron la tierra a pocos centímetros de sus bolas. Pero esto no fue suficiente para detenerle.

Uno de los pistoleros, no le reconoció al momento, apartóse de la esquina de la vivienda, apuntándole con el «Colt». Lincoln disparó por dos veces.

Le vio contraer el cuerpo, hacer un desesperado esfuerzo para disparar por segunda vez. Pero una de las balas de Lincoln hirióle mortalmente.

Cuando cayó al suelo, sus compañeros habían retrocedido.

Dueño de los cobertizos, controlando a los caballos que estaban dentro, Eddie se consideró amo casi de la situación.

Según las manifestaciones de Stucker, era Carmichel quien mandaba al grupo de tres hombres. Cuatro en total. Y dos de ellos estaban ya muertos.

Tenía que verse la cara, entonces, con Carmichel y otro de la cuadrilla. En vez de retroceder Lyn Carmichel hacia la entrada de la vivienda, observó que se dirigía al punto en que estaba el último bandido a sus órdenes, aquel que estuvo a punto de matarle de un disparo de rifle.

Dejaban libre la cabaña.

¿Habrían matado a Morley?

Ésta suposición le hizo avivar su rapidez en la lucha. Volvió sobre sus pasos. Los dos hombres esperaban verle aparecer por el mismo lugar en que Carmichel había iniciado la retirada.

Dando la vuelta, podía sorprenderles, antes de que una bala le pusiera fuera de combate.

Y así lo hizo.

Lentamente asomó la cabeza. Su acción fue fulminante.

El hombre del rifle, apostado a pocos metros de Carmichel, recibió el impacto en mitad de la frente. Cayó de espaldas, como sacudido por una fuerza brutal.

Carmichel no disparó. Corrió hacia la parte trasera de la casa inmediata, intentando guarecerse en sus ruinas. Lincoln pudo cazarle, matarle en el acto, pero su bala sólo le hirió en una pierna.

Detenido en su carrera, derribado al suelo, Carmichel intentó alzarse, revolverse contra la muerte que avanzaba implacable contra él. Lincoln había llegado a pocos metros. Vio la lividez de aquel rostro descompuesto.

Y le apuntó a la cabeza.

—¡No dispares! —gritó. La voz de aquel hombre era entrecortada, dominada por un miedo cerval—. ¡No tires, por Dios!

—¡Defiéndete! —bramó Lincoln, jadeante—. ¡Dispara!

—¡No, no! ¡Detente!

—¡Maldito seas, cobarde! ¡Tira!

Carmichel, aunque el terror parecía haberse apoderado de su voluntad, se dio cuenta de que las palabras de su enemigo eran un ultimátum. No era un cobarde y nunca lo había sido. Quizá por primera vez, en aquel momento, con una pierna pasada por una bala, sangrante, dolorido, sintiera miedo, deseos de vivir.

Pero tenía la suficiente lucidez para hacerse cargo de su situación: si no se defendía, si no disparaba, si no trataba de matar a aquel hombre enfurecido, él lo haría sin piedad.

Lo leía en aquellos ojos fulgurantes, terriblemente fijos, con la expresiva decisión de matar en ellos.

—¡Aún podemos... aún podemos...!

—¡Vamos, Carmichel, defiende tu pellejo!

—¡Puedo ayudarte, puedo...!

—¡Puedes pelear como un hombre y ésa es una gran oportunidad para ti! Ni siquiera la clemencia de Dios merecen los asesinos como tú, como Reins, como tantos indeseables que forman esta cuadrilla. La vida de muchas personas inocentes recae sobre vuestra cabeza. ¿Cómo puedes imaginar, siquiera, que tenga piedad de ti, de los otros? ¿Cómo puedes esperar que haya compasión en un hombre a quien arrebatasteis lo que más amaba en este mundo? ¡Lucha, Carmichel, lucha...!

Carmichel pareció enloquecer.

Aquellas palabras eran suficientes.

Comprendió que no habría cuartel por parte de aquel hombre. Y, por un momento, el valor que había desarrollado a lo largo de toda la frontera de la Unión, viviendo y peleando con bandoleros e indios indomables, renació de repente.

La mano diestra apuntó.

Pero sólo eso.

La bala del «45» levantó la frente de aquel miserable.

Lincoln no le vio morir.

Se había vuelto hacia la cabaña. El hombre que se apoyaba en el quicio de la puerta estaba inclinado hacia adelante, con la mano izquierda apretaba contra un costado, por donde se le iba un torrente de sangre.

Dirigióse a grandes zancadas hacia él.

Era Morley.

Sus ojos examinaron la figura macilenta del caravanero. Parecía como si una fuerza poderosa lo mantuviera aún enhiesto, cuando la pérdida de sangre hubiera acabado con la fortaleza de otro cualquiera.

—¡Lincoln...! —exclamó.

—¡Yo soy, Morley! ¿Dónde están?

—Se fueron a las montañas.

—¡Déjeme que vea esa herida!

—No. Corre en pos de ellas. Reins las sigue y matará a mi hija, sin duda alguna.

—Aún llegaremos a tiempo. ¿Quién le hizo eso?

—Carmichel.

—Carmichel está ahí.

—Lo he visto todo.

Empujó a Morley hacia adentro, obligándole a recostarse sobre la mesa. En ella se veían algunos montones de monedas y una baraja de cartas, esparcidas por encima.

Descubrió la herida. El bloque era grande, pero nunca grave para considerarla incurable. Por esta razón, si bien sabía que la hemorragia había sido intensa, taponó el boquete y la cortó. Luego vendó como pudo el cuerpo del viejo buscador de oro.

—Todavía no va a morirse, Morley. Curará de esa herida. He visto otras peores y los que la tuvieron se curaron... Es necesario que usted siga viviendo, para que pueda atender a June, para que me sea posible presentarle a las autoridades de Reno y responder ante la Ley de los cargos que se han hecho contra la cuadrilla de Rocky Reins. Le defenderé, con la seguridad de que saldrá absuelto. Usted no ha sido más que un juguete de esos hombres, la tapadera a sus delitos.

—June te lo dijo todo. Me habló de ti.

—Y le prometí ayudarles, si ustedes me ayudaban a mí.

—Ella corría peligro sola. Sabía que Reins tenía la intención de dejar a la pequeña abandonada en el desierto.

—¿Cómo era posible que lo hiciera? ¿Es que no tiene corazón?

—Mary tiene edad para hablar y saber responder a algunas preguntas. Ella había sido testigo de todo y conocía a Reins. June se lo dijo también. De seguir viviendo, representaría, aun dentro de su corta edad, un serio peligro para los bandidos.

—¡Nunca conocí a un canalla semejante! ¿Cuándo se fueron?

—Hace mucho tiempo. Mi hija dijo que procuraría ayudarte antes de irse con la niña.

—Debió ser la que cortó las cuerdas que me sujetaban en aquel horno infernal.

—Y me pidió que te dijera, si vivía el tiempo suficiente, que no las abandonases.

—¿Cómo cree que puedo hacerlo? Pero estoy agotado. No he probado bocado desde que esos demonios mataron a Abbe Stone en las montañas. He perdido ya la noción del tiempo. Y estoy hambriento.

—Hay comida en ese cuarto.

—Tengo que salir al instante.

Entró en la habitación.

Hizo un pequeño paquete con algunas provisiones y se detuvo de nuevo junto al herido.

Le tendió la diestra.

—Tiene un arma al alcance de la mano. Dispare sin preguntar contra el primero de esos forajidos que aparezca por aquí. Si vienen y lo ven vivo, no durará usted más que el tiempo en que tarden en asestarle un arma.

—¡Mucha suerte, muchacho!

Lincoln salió al exterior.

Desde la puerta vio el cuerpo de Carmichel de cara al cielo, agarrotados los miembros. Avanzó resuelto hacia los cobertizos.

Eligió uno de los cuatro caballos y lo ensilló.

Sus ojos recorrieron la extensa sabana arenosa del desierto, hacia la lejana vertiente de las montañas.

Puso al animal al trote y se adentró en el desierto. No volvió la cabeza una sola vez. Comió sobre el caballo y apuró el contenido de la cantimplora rebosante de agua.

Se sintió mucho mejor, pero la falta de un descanso tan necesario, se dejaba sentir en su organismo. Sin embargo, estaba casi contento con su suerte.

La mirada aguda de Lincoln no se apartó un momento de las encrespadas laderas de la cordillera. Detrás de aquellos picos impresionantes quizá se estuviera desarrollando un drama mortal.

Aquello le enervó.

Las espuelas hirieron los costados de la bestia, que arrancó como una flecha lanzada por un arco indio.

Lentamente las sombras de la noche se fueron disipando.

El día clareaba cuando atacó de firme la pendiente de los montes. Conocía el camino como la palma de sus manos. Sabía adónde debía llegar y por qué lado atacar a los bandidos si, como esperaba, buscaban a June y a la niña entre las grietas profundas de las rocas, cerca del manantial.

Por su mente cruzaron todos los recuerdos, todas las escenas de horrores indescriptibles. Murmuró el nombre de su esposa con pasión arrebatada.

¡Los mataría a todos si la vida no se rompía antes en él! ¡Acabaría con ellos como se extermina a una alimaña dañina! Así era como debía proceder, así era como debía vengar a los muertos. Luego, si Dios le conservaba la existencia, se iría lejos de aquel infierno hacia el Oeste, de cara al inmenso Pacífico, en busca del rancho que tanto ambicionaba.

En alguna parte de Potts City debían tener los bandidos el dinero robado a las caravanas. Y, entre él, su propia fortuna.

Lo recuperaría.

Pero por encima de todo estaba la venganza, aun cuando sólo ese nombre lo envarara.