CAPITULO PRIMERO

—¿Por qué no nos quedamos aquí, Eddie? Me gusta esta tierra. Las gentes dicen que dentro de pocos años este territorio será magnífico para los colonizadores que en esta época se hayan asentado en él. Yo entiendo que cuando las gentes hablan de esa manera, es porque tienen un algo de razón.

—Utah no es acogedor ahora, Mary. En casi todo el territorio impera la ley de los mormones. No sería bueno afincarse en cualquier rincón de esta comarca, cuando los «gentiles» (1) somos enemigos declarados de las doctrinas impuestas a los militantes del mormonismo. Ellos dominan, no sólo las comarcas más importantes de todo el país, sino la voluntad de los ganaderos y hacendados. Representan un peligro para todos. No quisiera que el día de mañana nuestra hija pudiera convertirse en una «mujer sellada».

(1) Con este sobrenombre de "gentiles”, denominaba la iglesia mormona a cuantos estaban apartados de sus doctrinas. Los mormones calificaban de enemigos a los “gentiles" y, a veces, condenaban a muerte a aquellos que osaban penetrar en sus ciudades escondidas, donde vivían las llamadas «mujeres selladas», muchas de ellas desposadas, con un mismo varón. — N. del A.

 

—California está lejos, Eddie.

—Lejos estábamos de Utah cuando salimos de nuestra tierra. Y hemos llegado a él.

—Pero la guerra india empieza a preocupar al Gobierno de la Unión. Los pieles rojas asaltan caravanas, destruyen a su paso lo que han levantado, con mil sacrificios, los colonizadores. Nadie puede asegurar que nuestra caravana sea de las que salven el escollo que suponen esas tribus en rebeldía. Se habla de matanzas en masa, de la colaboración de blancos renegados, a favor de los indios. Eddie, ¿por qué no nos quedamos?

Eddie Lincoln miró a su esposa, dubitativamente.

Por unos segundos el hombre luchó con el deseo de satisfacer la ansiedad de su esposa. Pero pudo más su ambición de conocer otras tierras más prometedoras que aquéllas. La caravana partiría en breve, después de su descanso en Eureka (2).

(2) Ciudad del territorio de Utah, situada al sur del Lago Salado, en el condado de Juab, con una población actual de 1.318 habitantes, en el censo de 1950. Debió ser paso obligado de caravanas hacia Nevada.

 

Los guías de los carros, el jefe de los mismos, hacían los últimos preparativos. Nutrían las provisiones de boca, armas, municiones, caballos de refresco. Todo lo que era necesariamente urgente poseer para cruzar el Great Salt Lake (3) y adentrarse en los desiertos de Nevada, en línea recta, cortando montañas estériles, valles salitrosos, áridas mesetas cubiertas de plantas espinosas, hasta la lejana ciudad de Reno.

(3) El Gran Desierto Americano tiene una longitud de más de doscientos kilómetros con una anchura media de cien kilómetros. Está cortado al Noroeste por la cadena montañosa denominada Clear Creek Range, en el centro por el Ombe Range y los Rock Hills. Su suelo salitroso, encuadrado hacia el Este por las cordilleras que rodean el Lago Salado (Salt Lake): la de Lakeside y la de Cedar entre otras y se comunica con el Sevier Desert a través del valle Dagway. Ocupa una gran parte del condado de Box y todo el de Tooele, hasta tocar el de Juab.

 

Utah no ofrecía perspectivas favorables a los colonos, mientras los mormones dominaran el país. Y California, a muchos centenares de millas de distancia, era un paraíso para todos los que ansiaban cambiar su antigua vida, abriendo a la esperanza el deseo de un porvenir más venturoso.

—No es posible, querida —repuso, con voz suave—. Ya te he dicho los peligros a que nos exponemos aquí. Quiero que Mary, cuando sea una mujer, tenga medios suficientes para vivir el resto de sus días sin contratiempos. Hemos oído hablar muchas veces de California. Hay tierras ubérrimas que el Gobierno concede a los labradores. Y quiero ser uno de los que se beneficien de la Ley Lincoln (4). Cuando estemos allí te alegrarás.

(4) Se refiere a la disposición dictada por el Presidente Abraham Lincoln, a raíz de la terminación de la guerra civil. Los campos arrasados, así como los pueblos y las ciudades, con sus escasas industrias crearon al Gobierno de la Unión el problema de atender a los ex combatientes licenciados, de uno y otro bando. Por ello dictaminó que se daría a cada colono, en propiedad, la tierra del Oeste que fuera capaz de cultivar. De ahí la emigración.

 

—Tal vez lleves razón. Nevada es un infierno.

—Nevada es lo mismo que las praderas centrales que hemos cruzado. Más peligrosas Kansas y Colorado, porque los indios encuentran en la región medios para apoyar la guerra. Nevada es toda desiertos, cadenas de montañas que se extienden de Norte a Sur, sin una gota de agua. Pasarán días enteros sin que veamos un ser humano. Sólo las alimañas propias de esos climas y las bandadas de buharros que siguen, por el cielo, a las caravanas que atraviesan el desierto. Pero cuando estemos en California, la cosa será muy distinta.

—Está bien, Eddie. Sea lo que tú mandes.

Lincoln sonrió amorosamente.

Hacía ocho años que estaban casados. Mary, la pequeña Mary, contaba siete de edad. Y ambos habían vivido felizmente, mucho más felices con aquella niña que alegraba su vida.

Pero el deseo de prosperar, de hallar un porvenir más amplio, más seguro, los movilizó de las lejanas tierras de Carolina del Sur. Y ahora estaban empeñados en aquella aventura, peligrosa en extremo, pero definitiva al final, en cuanto a lo que ambicionaban conseguir.

Eddie alejóse del carro en que su esposa permanecía. Cerca de allí, Mary, con otros niños de su edad, jugaba alegremente.

Pasó cerca de ellos.

Unos metros antes de alcanzar el límite del campamento, un hombre cruzóse a su paso. Era Jack Benson, jefe de la caravana.

Lincoln lo saludó con un movimiento de la mano.

Aquel hombre, de quien Eddie había oído hablar mucho en la capital del territorio de Kansas, debía contar unos cuarenta y cinco años. Era fuerte y de buen aspecto, endurecido por la vida en la frontera. Y conocía, como los dedos de su mano, los caminos recorridos por caravanas en todas las rutas del Oeste.

—Dentro de unas horas partiremos —dijo, al pasar—. Tenga el carro preparado, Lincoln.

Eddie hizo un signó afirmativo con la cabeza, y continuó andando.

La última vez que había sostenido una conversación con Benson, hacía de ello muchas semanas. Y aquella conversación no fue nada edificante para ambos.

Las discusiones de siempre.

Para Eddie Lincoln, para muchos de los que formaban parte de la caravana, la presencia de hombres como Rocky Reins, Lou Logan, Phil Stucker, Lynn Carmichel y Harry Hutton, más que una seguridad, significaba un complejo.

De Rocky y de sus hombres; como expertos guías de aquellas tierras, les habían llegado relatos maravillosos. Por ellos, según se decía, muchas caravanas llegaron a su destino. Y nunca se supo que un convoy de carros que ellos guiaran, hubiera sucumbido ante el poder sorprendente de los guerreros rojos.

Sin embargo para Lincoln, así como para su esposa, Rocky no era un hombre de confianza. La discusión de Eddie con Benson fue motivada por la reunión de Rocky con algunos indios kiowas. Pero Benson aseguró que Rocky y sus hombres mantenían estrechas relaciones con pieles rojas amigos.

¿Cómo podían ser amigos aquellos hombres salvajes?

Su tomahawak de guerra estaba manchado de sangre. Sus facciones, duras e inmutables, jamás se relajaron ante la escena más horripilante.

Eran los buitres del desierto, los vengativos salvajes, los que con mayor ardor odiaban a los blancos, y los que con un arrojo sin igual defendían lo que ellos llamaban independencia de sus territorios de caza.

Pero si era cierto que Rocky y sus guías eran amigos de aquellos hombres, la felicidad de la caravana estaba asegurada. No obstante, Eddie Lincoln se prometió, a sí mismo, no dejar en olvido sus armas, vigilar estrechamente y combatir, si la suerte le acompañaba, en de tensa de sus propios intereses.

Vagó de un lado para otro. En todos los puntos de Eureka la actividad crecía. Caravanas situadas más al Norte, aquellas que buscarían pronto la frontera de Utah con el Wyoming, comenzaban a alinearse.

Eureka era un punto de tránsito, un lugar de descanso y aprovisionamiento para el segundo y definitivo asalto a las montañas y las llanuras.

Las gentes de los carros regresaban.

Ellos tenían hechas las compras. La tarde declinaba y al amanecer siguiente emprenderían la marcha.

Lincoln regresó.

Cruzó la ancha calle donde las entoldadas galeras se juntaban por parejas. Los chiquillos continuaban jugando alborozadamente. Los hombres reparaban monturas, correas de los arreos o algunos radios gastados de las ruedas; las mujeres terminaban la recogida de la ropa ya seca, colocaban en el interior de cada carro los bártulos de los que se habían servido en días anteriores, durante el descanso, afanosas, esperanzadas en la marcha y en el resultado de aquel viaje.

Eddie observó todo esto. Contempló, durante algunos minutos, el ir y venir de los niños. Cabelleras rubias y ojos azules, tez morena y ojos negros. Una gama de la belleza infantil, colonizadores en embrión. Niños en quienes el Oeste turbulento y salvaje podía descargar sus horribles zarpazos.

De repente, Eddie descubrió a su esposa. Había tomado a la pequeña Mary de la mano y caminaba con ella cerca de un grupo de hombres. Observó a los sujetos. Eran los guías de la caravana.

Parecían charlar animadamente. Uno de ellos sostenía en la mano derecha una botella de whisky. Reía y gritaba. Y Lincoln comprendió que estaba bajo los vapores del alcohol.

No echó mucha cuenta de ellos. Avanzó, intentando salir al encuentro de su esposa. Mas, de repente, se detuvo.

Uno de aquellos hombres, el de la botella, precisamente Rocky Reins, sujetó a Mary por un brazo. Vio el movimiento de sorpresa de ella. Oyó, asimismo, el arito de Mary, las carcajadas de los demás. Y se cegó.

Rápidamente cruzó la distancia que lo separaba de aquel grupo. Los hombres lo observaron, se apartaron un poco.

—¡Suélteme!

La voz de Mary era angustiosa. La pequeña, separada unos pasos de su madre, miraba a aquel hombre que la sujetaba, con ojos espantados.

Eddie Lincoln lanzó una sorda maldición. Su poderosa mano agarró por el hombro al sujeto, tiró de él con tanta fuerza, que la botella que sostenía en la diestra cayó al suelo, partiéndose en mil pedazos.

Un golpe de izquierda lanzó al rufián contra los demás, rodando por el suelo. Lincoln lanzóse tras él. Lo vio buscar en la funda del revólver, hacer lucir el cañón del arma. Pero la fuerza de su bota derecha, estallando contra la muñeca del individuo, lanzó el arma por los aires.

De un tirón lo levantó del suelo.

—¡Canalla! —bramó—. ¡Te enseñaré a respetar a las señoras! —

Mary abrazaba a la niña. Estaba asustada y miraba aquella escena con los ojos desorbitados, sin poder pronunciar una sola palabra.

Lincoln no veía a nadie más que a Reins. Sus puños, como mazas demoledoras, comenzaron a golpear con furia su rostro, su cuerpo, arrojándolo contra los carros, al suelo, y abalanzándose, sin darle un punto de reposo.

Ninguno de los presentes intervino.

Sólo la voz de Jack Benson tronó a espalda de los luchadores.

—¡Alto ahí, muchachos! ¡Quietos!

Lincoln apremió.

Bastó un furibundo disparo de su puño contra la mandíbula para que el jefe de los guías cayera, dando vueltas sobre el duro terreno, totalmente vencido.

Por un momento el joven colono quedóse agarrotado, jadeante, el rostro manchado con su sangre. Miraba con ojos ensangrentados a su enemigo, viéndolo cómo, a duras penas, comenzaba a levantarse.

Benson llegó junto a ellos.

Lo sujetó por un brazo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó. Su voz era ronca, autoritaria.

Lou Logan avanzó unos pasos.

—No ha tenido gran importancia, patrón —dijo con voz silbante—. Rocky estaba algo bebido y molestó a la señora Lincoln. No intentaba ni siquiera besarla. Pero todo ha sido suficiente para demostrarnos que Lincoln sigue odiando a Rocky Reins por las circunstancias que todos desconocemos. Mejor será que lo excluya de esta caravana, antes de que su presencia pueda traer graves consecuencias.

—¿Por qué razón?

—Reins es el jefe de los guías. No querrá servir a un sujeto como Lincoln, después de lo que ha pasado.

—No hace falta que se esfuerce, Benson —repuso el interesado—. Nos quedaremos aquí, para unirnos a otra caravana que vaya a California. Me asquea codearme con gentes de esta calaña.

—¿Tienes miedo?

Lincoln se volvió.

Reins se limpiaba la sangre de la cara con el pañuelo de hierbas. Tenía el rostro amoratado, pero en él apreciábase una burlona sonrisa.

El desprecio personificábase en la mueca de Lincoln.

—¿Miedo de una alimaña como tú? —exclamó.

—Estás intentando desertar de la caravana. ¿Por mí? Quiero advertirte que este asunto no ha terminado entre nosotros. Vayas en esta caravana o en otra, te buscaré.

—Me encontrarás si lo deseas, Reins.

—Pero cuando ese momento llegue, no vayas sin revólveres. Me gustan los hombres que saben defenderse con los puños y mucho más los que saben para qué se llevan las armas pegadas a la cadera. Tienes una esposa muy bonita, Lincoln. Comprendo que tú no tengas la culpa.

—¡Eres un canalla despreciable, un granuja! Debiéramos arrojarte de aquí, junto con esos rufianes que te siguen.

—Benson me necesita. Sabe que con nosotros los carros están seguros.

—Eso es lo que quisiera saber. No me gustas, Reins, ni me has gustado nunca. No puedes hacer nada bueno por nadie.

—Si no quiere venir con nosotros —apuntó Benson—, retire su carro de la fila.

—¡Si! ¡Eso será lo mejor! Así, al menos, podrá dormir tranquilo.

Las palabras de Reins despertaron en el ánimo de sus camaradas una burlona carcajada.

—¡No tengo miedo a ninguno! ¡Seguiremos en ella, Benson!

—De acuerdo, muchacho. Pero con una condición; si vuelvo a encontraros enzarzados en otra reyerta como la que ha pasado, no dudaré, tanto a Reins como a usted, en arrojaros de mis carros sin contemplaciones.

—Espero que no suceda, si él sabe comportarse con decencia. Luego, cuando se haya rendido este viaje, estaré a su disposición en cualquier terreno.

Reins sonrió.

Recogió el revólver del suelo y avanzó hacia el final de la caravana. Algunos de sus secuaces lo siguieron.

Lincoln tomó a su esposa del brazo y avanzó hacia donde estaba el carromato. Mary llevaba en brazos a la pequeña. Todavía no se le habían pasado los efectos de la impresión recibida.

Benson les llamó.

Se volvieron.

—No me gusta lo que ha pasado, Eddie —dijo con voz que quiso hacer amable.

—Yo no he tenido la culpa.

—Lo sé. Reins estaba bebido y...

—No es razón para molestar a una señora.

—De acuerdo. Usted no ha hecho otra cosa que lo que debía. Pero voy a pedirle un favor: no quiero rencillas en mi caravana. Vamos a cruzar los desiertos de Nevada y los indios nos acechan a cada paso. Quiero y deseo que todos mis hombres estén compenetrados, que todos se apresten a la defensa, si el momento llega, sin que entre ellos tengan que ventilar diferencias.

—Por lo que respecta a mí, puede usted estar tranquilo, Benson.

—Así me gusta. Y usted, señora, perdone a ese inconsciente. Son cosas que arrastra el ambiente en que vivimos. Cosas condenables, es cierto, pero inevitables también. Espero que Reins no vuelva a molestarla.

—En plena marcha, ese hombre le es insustituible. ¿Sería capaz de arrojarlo de la caravana, si otro percance se produce?

—¡Indudablemente! Lo mismo a él que a usted.

—Espero que sepa cumplir lo que promete. Desde que esos hombres tomaron ocupación en la caravana, allá en Kansas, les he visto molestar a las mujeres. Reins lo intentó una vez con Mary. Y es lamentable que esto suceda aquí, entre nosotros.

—No volverá a repetirse.

Eddie tomó a su hija en brazos.

Con paso lento llegaron hasta su carro.

Había pasado todo. Los ánimos, como era natura!, comenzaban a serenarse. Mary, la pequeña, sonrió y comenzó a hablar. Algunos otros niños se unieron a ella.

—No os alejéis mucho —recomendó la señora Lincoln. Luego se volvió hacia su marido. Tenía los ojos nublados por las lágrimas. Y sin pronunciar palabra, tomó su pañuelo y, comenzó a restañar la sangre de los labios de él.

—No sabes —dijo— cuánto lamento lo que ha pasado.

—Nadie es culpable más que él —repuso Eddie.

—No debí salir del carro. .

—¿Por qué razón? Tienes derecho a hacerlo.

—Es claro, Eddie, pero...

—¿Crees que puede nadie impedírtelo?

—Nadie. Pero esos hombres son extraños, duros, incapaces de conocer lo que es la galantería y la decencia. Me hubiera gustado no ir con esta caravana.

—Dije que nos quedaríamos aquí.

—Lo oí.

—Y ya sabes el resultado.

—Me doy cuenta de todo. Reins y sus guías considerarían que eras un cobarde, ¿verdad?

—Otro nombre no tiene una retirada por mi parte.

—No quiero que digan eso de ti. Pero prométeme, Eddie Lincoln, que no volverás a pelear con nadie.

—Con nadie, mientras no me molesten. Soy un hombre pacífico por naturaleza. Me indignó que te sujetara por el brazo, como si Fueras algo que le perteneciera. Consideré que sus manos te manchaban.

—Luchaste como un hombre que se ha vuelto loco. Nunca te vi como en ese momento.

—Era el cariño que siento por ti, Mary. Era algo muy hondo que se rebelaba contra ese títere. Y si hubiera tenido un arma, quizá hubiera llegado a matarle.

Mary se colgó de su cuello. Sollozó.

Eddie acarició sus hermosos cabellos.

—No quiero que llores, ¿entendido? No vale ese rufián lo que tus preocupaciones, ni tiene categoría para quebrar nuestra felicidad.

—El te ha desafiado.

—¿Y qué me importa a mí eso?

—Es un pistolero.

—Lo son todos los que están a sus órdenes. Pero no debes olvidar que yo también sé manejar las armas. De ahora en adelante las llevaré.

—No quiero que lo hagas.

—¿Por qué?

—Te verías obligado a matar.

—Matar a un hombre cuando es la vida propia la que se defiende, no es un delito.

—¡Yo no quiero que lo hagas!

—Está bien. Sin embargo, cuando esta caravana se ponga en movimiento hacia el Oeste, cada hombre cuidará de su propia defensa. Será necesario no perder el rifle de vista y tener las municiones al alcance de la mano. ¿Quieres que demos un paseo por la ciudad?

—Me gustaría. Además, tengo que comprar algunas cosas.

—Llama entonces a Mary. Aprovecharemos las últimas horas de estancia en Eureka.

Obedeció.

Minutos más tarde se alejaban de los carros. Ni siquiera aquel encuentro desagradable era capaz de romper la armonía, la felicidad de los tres seres.

Reins, desde la cabeza de la caravana, les observó. Miró a Lou Logan. Este le lanzó una puya.

—Creo que te ha dado para ir pasando, Reins.

—Estaba borracho.

—Sí, claro.

—¿Que quieres insinuar?

—Nada. Debe tener los puños muy duros, ¿verdad, Stucker?

—Esa pregunta se la haces al jefe. El de eso entiende mucho.

—¡Basta de bromas! —tronó Reins—. Creo qué os estáis pasando de la raya. Llegará mi momento.

—Creo que no debías intentarlo —sugirió Lou.

—También yo —corroboró Stucker—. Al menos, si lo buscas, que sea para agujerearle el cuero. Aun cuando no será necesario que llegues a ese extremo. Otros, en nuestro lugar, pueden hacerlo. ¡Y pronto!

—¡Cállate de una vez!

—¡Estás insoportable!

—Eres un charlatán de siete suelas, Stucker. Y me canso de vosotros, de vuestros triquismiquis. No hacéis más que encizañar a los demás.

—En cambio yo —intervino Carmichel—, me entero de cosas suculentas. Hay algunos de los caravaneros que han vendido hasta las sábanas de la cama, para emprender esta aventura. Llevan el dinero en el doble fondo de los carros.

—Eres muy astuto. ¿Lo has visto, acaso?

—No hace falta ver los billetes para comprender que el nido está en ese lugar. Lincoln vendió sus tierras, su hacienda en Carolina del Sur. Y todo el dinero viene con él. ¿Sabéis lo que pretende? Comprar tierras y ganado, hacerse un ranchero opulento.

—Todavía no lo ha conseguido.

—Depende cié lo que ocurra en el camino. Depende, desde luego, de las medidas que haya tomado Max Morley.

—No me gusta nombrar a los ausentes. Ni os lo consiento.

—¿Y qué de particular tiene, Reins?

—Es bastante conocido. Seguro que Benson ha oído hablar de él.

—Nadie sabe que sea amigo nuestro.

—Pero todo el mundo tiene noticias de que anda mezclado con los pieles rojas. Si estos desgraciados supieran que somos compañeros de Morley, nos colgarían de la rama del primer árbol que encontraran a mano. Sujetad el pico.

—Hablemos del tema monetario. ¿Cuánto crees que lleva esta caravana, Carmichel?

—Más de cien mil dólares entre todos.

—¿Te has vuelto loco?

—Es posible que pase de esa cifra.

—¿Has oído eso, Rocky?

—Lo estoy oyendo como tú.

—¿Y qué te parece?

—¡Demasiado dinero!

—Van cincuenta carros, que componen cincuenta familias. ¿Mucho dinero cien mil dólares?

Reins sonrió mordazmente.

Sus ojos habían estado clavados en Lincoln, su esposa y la niña, que acababan de desaparecer en la entrada del pueblo.

—Tengo que desquitarme de ese sujeto, por encima de todo.

Lou sonrió burlón.

—Es fácil que lo hagas, teniendo en cuenta que no parece un pistolero. De todas maneras, si sabe manejar los puños como un gran campeón, es posible que también los revólveres se le den bien. Y, en este caso, amigo...

—¡Cállate!

Reins avanzó algunos pasos hacia los guías.

Stucker y Hutton habían permanecido silenciosos, escuchando las manifestaciones de sus camaradas.

Tampoco expresaron ninguna inquietud cuando el jefe acercóse a ellos.

—¿Tenéis alguna noticia?

—Después de aquello, ninguna.

—Cuando crucemos la frontera de Nevada, es necesario que uno de vosotros se desplace.

—¿Crees que habrá sospechas?

—No habrá nada, ¿entendido? Os diré de qué manera puede solucionarse el asunto.

—Me gustaría saberlo, Reins —indicó Carmichel.

—Todavía es prematuro. Ahí viene Benson.

El jefe de la caravana acercábase a los guías. Reins salió a su encuentro. Había una sonrisa amistosa en sus labios cuando dijo:

—¿Todo bien, Jack?

—Todo. He venido a saber lo que piensas hacer.

—Esa pregunta no. me sorprende, después de lo que ha pasado. Pero mis asuntos personales los ventilo solo, sin perjudicar a nadie. He dicho que llevaré esta caravana hasta Reno y he de cumplir mi palabra.

—Eso está mejor, muchacho, y me alegro que lo digas.

—Estaba preocupado, ¿verdad?

—Estaba preocupado por todo. No has hecho bien con molestar a esa señora.

—Lo sé, Jacky, y estoy arrepentido de ello. Ya sabe usted lo que pasa cuando un hombre bebe demasiado.

—Tendrás que aprender a beber menos.

—Lo intentaré. ¿Alguna orden, Benson?

—Partiremos al amanecer. Quiero que cuando hayamos rendido jornada, estemos más allá del desierto.

—Más allá del desierto va a ser difícil.

—¿Por qué?

—Porque serán muchos los que atravesemos. Por tal razón conviene llevar una buena provisión de agua y comida para los animales. Nosotros resistiremos más que ellos, en caso de que falten las provisiones.

—Lo comprendo. He dado las órdenes para que cada carro vaya equipado convenientemente.

—Entonces quedamos en eso: al amanecer.

—Pero basta ya de juergas y bebidas, Reins.

—Se lo prometo.

Benson alejóse del lado de aquellos hombres. Parecía satisfecho. Y así se lo hizo constar Reins a sus secuaces.

—Está seguro de que todo irá a pedir de boca. Y me alegro de que tenga de nosotros ese concepto. ¿Alguna pregunta, muchachos?

Ninguno respondió.

—De acuerdo. Ya sabéis cuál es nuestra labor. Antes del amanecer a caballo y dispuestos a emprender la marcha. Quiero que seamos los primeros en estar listos. Viviremos muchas horas delante de la caravana y entonces tendremos tiempo de charlar. ¡Andando!