CAPITULO V
Cruzó con rapidez el trecho que lo separaba de la calle principal del pueblo, avanzando por la acera hacia donde se encontraba la plaza.
Detúvose un momento.
Y examinó el objeto que había tomado.
Le extrañó su forma.
Miró en dirección a donde estaban los caballos.
El pueblo, sus alrededores en cien millas de distancia parecían solitarios. Entonces volvió sobre sus pasos, corrió hacia la casa y entró.
La muchacha tornaba en sí de su desmayo.
Abrió los ojos y pareció sobresaltarse.
—¡No se mueva, señorita! —ordenó.
No era necesario apuntarla con el rifle.
Al ver descubierta su femineidad estaba tan asustada que las palabras no acertaban a salir de sus labios.
Lincoln avanzó hacía ella, se detuvo a pocos pasos de distancia y le mostró el collar de cuentas de colores.
—¿Conoce esto? —preguntó.
—¡Es mío! —acertó a responder.
—¿Quién se lo trajo?
—Fue un regalo de Reins.
—Lo suponía.
—¿Qué suponía usted?
—Ese collar, señorita, perteneció a una mujer de Carolina del Sur, hasta el momento en que los indios amigos de su padre le cortaron la cabellera. Yo la vi con él muchas veces, durante semanas y semanas. Reins, su padre, todos sus hombres, son unos asesinos, unos criminales que merecen la muerte mil veces. Y ésta es una prueba de su grave delito.
—¡Usted... me está engañando! ¡No puede ser, no puede ser!
—¡Le juro que digo la verdad! Tengo a mi hija, de siete años, y a otra mujer, en las montañas, con sus ropas desgarradas, indefensas. Son las que pueden dar fe de que mis palabras son sinceras. Mary ha perdido a su madre. ¿Y sabe usted quién tiene la culpa de ello? ¡Max Morley y sus forajidos, vendidos a los guerreros rojos! Debiera hacer con usted lo mismo que hicieron con mi esposa, con tantas mujeres, niños y hombres inocentes, Sería tomar una justa venganza contra ese monstruo asesino.
El rostro de ella estaba pálido, desencajado.
Lincoln no quería atormentarla.
Los hermosos ojos pardos de la muchacha parecían a punto de salirse de las órbitas. Hasta entonces había considerado a Morley una persona honrada, un hombre valiente y generoso, un hombre leal. Pero las palabras del desconocido llevaban a su espíritu la duda.
Lincoln comenzó a hablar despacio, pausadamente, sin detenerse un segundo. Le fue contando las peripecias desde el instante en que llegaron a Kansas y se unieron a la caravana de Jack Benson. Habló con sinceridad de los hechos más salientes ocurridos hasta que alcanzaron Eureka, en Utah. Y luego describió con realismo la entrada en el desfiladero, la fuga de Reins y de sus secuaces, la muerte de todos los que componían la caravana de emigrantes.
Cuando terminó, estaba dominada por una profunda emoción.
—Cuando venga su padre —agregó— pregúntele usted qué hace, qué hicieron con la caravana de Jack Benson. Pídale que le diga de dónde saca el dinero que trae, las carabinas, las municiones. Siento tener que hablarle de esta manera, pero no puedo por menos de decirle la verdad. Cuando llegue a Reno, si es que Dios me ayuda, pediré a las tropas del Gobierno que busquen a Morley y sus bandidos, que den una batida contra esos kiowas asesinos. Y poco he de poder si no consigo ver a los hombres que le he nombrado, pendientes de una rama, con una soga por corbata.
Hizo ademán de salir, pero se detuvo, agregando:
—Lamento mucho todo esto, señorita. Veo que usted, inocente de todo, no es la culpable.
—¡Tampoco mi padre!
—¿Va a usted a defenderlo, todavía? Ni siquiera por el parentesco que le une a usted, debe defender a un criminal, a un renegado.
—Mi padre es víctima de todo esto, señor. ¡Se lo juro!
—¿Víctima? Es un famoso pistolero.
—Nunca fue tal cosa.
—¡Miente!
—Es la verdad pura y sencilla. Mi padre es un pobre diablo. Halló esas minas de oro, cuyas excavaciones ya no se prosiguen, y fue el único de todo el pueblo que no quiso marcharse. Los indios venían con frecuencia y diezmaban la población. Pudo más el terror en ellos que el ansia de enriquecerse. Y se fueron.
Levantóse.
Había un deje de amargura en sus palabras.
Sus bellos ojos miraban con fijeza a Lincoln.
—Mi madre —siguió diciendo— está enterrada allá arriba, en la colina. Una flecha india la mató. Y mi padre jamás pensó separarse de ella. Esa es la razón por la cual estamos aquí.
—Esa historia es muy hermosa, señorita, pero difícil de creer. ¿Qué me dice, entonces de Reins, de Lou Logan, de Phil Stucker, de Lyn Carmichel y de Harry Hutton? ¿Va a decirme que nunca entraron en tratos con su padre? ¿Quiere hacerme creer que la fama de su padre no se la ha ganado él por sus propios medios, matando y robando?
—¡¡No!!
—¡Está mintiendo, mala hembra!
—¡Juro que es cierto lo que digo! Mi padre no es un asesino, no tiene culpa de nada.
—Usted sabía que se dedicaba a esos negocios ilícitos, ¿verdad?
—Nunca me dijeron nada.
—¿Tampoco lo sospechó?
—¡Tampoco, señor!
—Entonces nada de lo que pienso y usted dice tiene sentido. Quiere hacerme creer que Max Morley es inocente, que jamás se manchó las manos con la sangre de sus víctimas.
—¡Nunca, nunca!
—¡Perjura!
La joven se quedó inmóvil, pálida, asustada. Sus miembros, todo su cuerpo, temblaban.
Lincoln comenzó a creer que trataba de decir la verdad, que parecía tener un deseo vehemente porque se la creyera. Y comenzó a dominar sus nervios. Ante sus ojos, al hablar de tal forma, pasaba el horroroso episodio vivido en el desfiladero de las montañas.
Pero comprendió que quizá dijera la verdad.
—Me cuesta mucho creerla, señorita —dijo, con voz que quiso hacer suave—. He oído hablar de Morley en muchos sitios. Su nombre ha pasado la frontera de muchos territorios, hasta el corazón del Este. El Gobierno de la Unión ofrece una recompensa por su cabeza.
—Todo eso es injusto.
—¿Quiere darme una explicación?
—Lo haré, si lo desea.
Volvió a dejarse caer en el camastro.
—Reins y Lou Logan llegaron a raíz de quedar este pueblo abandonado —comenzó diciendo—. Trajeron armas y municiones que debían tener ocultas en un rincón de las estribaciones de las montañas que limitan con el Big Smoky Valley (9). Aquellas armas y municiones tenían un gran significado para ellos. Se hicieron los amos del pueblo. Mandaron a mi padre que escondiera las armas en las galerías de su mina, hasta que dispusieran de ellas a su debido tiempo. Mi padre es un hombre corto de espíritu, señor, Todo lo que se ha dicho de él no han sido más que calumnias.
(9) Valle que se extiende desde el norte de las Simpson Park Range, hasta los Montes Cristo Range que lo corta por el Sur. Sus tierras, encallejonadas entre los Toivabe Range y los Toquirna Mountains, son estériles y salitrosas. Cruza todo el condado de Nye en su parte occidental. — N. del A.
—Prosiga y no se lamente, señorita.
—No querían que nos marcháramos de aquí. Reins mostraba un gran interés por mi padre y muy especialmente por mí. Sabe ser un hombre galante, a quien le gusta que las mujeres se enamoren de él.
—Y usted lo está, ¿verdad?
—¡No! ¡Siento por él un odio profundo!
—¿Lo sabe?
La joven negó con la cabeza.
—Para que yo no peligrara en sus manos —agregó—, mi padre aceptó todo cuanto de él se exigía. Entonces convirtieron nuestra casa y las edificaciones que limitan con ellas, en almacenes de los objetos que traían de tarde en tarde. La última vez fueron dos carretas cargadas hasta arriba y vi muchos fajos de billetes de banco. Se reunieron cerca de la plaza, al aire libre, y prohibieron que me acercara por allí.
—Era el producto del robo de esa caravana destruida, señorita.
—Tal vez sea cierto cuando usted lo asegura. La verdad es que he visto a mi padre adelgazar, que no es el mismo de antes. Yo creo que tratan de cambiarlo, para hundirlo en el mismo cieno en que ellos se debaten.
—¿Por qué no huye de aquí?
—Porque ya no es posible.
—¿Quién se lo impide?
—Su nombre.
Eddie comprendió.
—Usted dijo que nada sabía de lo que se hablaba de su padre.
—Y es cierto. He visto la manera de proceder de los demás. Pero nunca consideré que mi padre pudiera tener una aureola tan odiosa fuera de este maldito desierto.
—¿Cuántos años llevan aquí?
—Fuimos los que ayudamos a levantar los cimientos de este pueblo.
—¿Hace mucho tiempo?
—Diez años, aproximadamente.
—Usted debía ser muy joven, ¿verdad?
—Tenía doce años cuando me trajeron. Mi padre se empeñó en que nos quedáramos. Y aun contra la voluntad de mi madre, aquí nos afincamos. Ella murió unos años después. Mi padre jamás podrá perdonarse el haberla obligado a vivir en un infierno semejante. He tratado de hacerle olvidar esa pesadilla, pero sé que es imposible borrarla de su mente.
—Me cuesta mucho creer que su padre sea un hombre honrado, señorita.
—¡Lo es, lo es! ¡Siempre lo fue! Cuando un hombre como él se ve en el trance en que se encuentra ahora, es difícil conocer el camino que puede emprender. El tenía bajo su conciencia mi vida, mi bienestar, mi seguridad. Sabía que si se ponía en el camino de Reins, tratando de luchar contra sus deseos, lo matarían. Y una vez muerto él, yo estaba perdida irremisiblemente. Usted ha dicho que tiene una hija. ¿Qué no haría usted por ella?
Eddie permaneció silencioso.
—¿Cuál es su nombre, señorita?
—June Morley.
—¿Qué piensa hacer... después de conocer la verdad?
—Aun no lo he pensado. Presiento que si digo a mi padre que estoy en el secreto, es capaz de cometer una tontería. Sería preferible callar.
Miró a Lincoln fijamente, con ojos suplicantes.
—Usted puede ayudarnos —exclamó, de repente.
—¿Yo?
—Usted.
—No tengo medios adecuados ni para defender mi propia vida, señorita. Reins y sus secuaces estuvieron en Kansas. Su padre y usted quedaron solos en este desierto. Tenían caballos y medios para escapar. ¿Poiqué no lo hicieron?
—No pudimos intentarlo.
—¿Por miedo a esas arenas?
—Los indios quedaron con nosotros. Los caballos fueron requisados por «Lobo Solitario», quizá obedeciendo una orden de Reins. Estábamos obligados a esperar, a seguir siendo amigos, antes que exponernos a morir.
—¿Nunca tuvieron esa oportunidad?
—Mi padre anda con ellos cuando están aquí. Yo soy la que hubiera podido escapar. El me lo dijo muchas veces. Pero antes preferiría soportar todos los sufrimientos que abandonarle.
—Habla usted con mucha sinceridad. Puede que me equivoque en mis apreciaciones, y sean ciertos sus razonamientos.
—¡Lo son, sin duda alguna!
—De todas maneras, ¿qué puedo hacer por ustedes? Tengo una niña y una mujer en las montañas, y ellas me esperan para salir con vida de esta región. Han sufrido muchos horrores en estos días y no puedo abandonarlas ahora. Quizá más adelante, cuando estén en sitio seguro, venga a prestarles la ayuda que desea.
—¡Hágalo, por Dios, señor!
Lincoln avanzó hacia la puerta.
—Lamento mucho privaría de esto —dijo, indicando el envoltorio.
—¡Llévelo y ojalá les sea de provecho! ¡No nos olvide, amigo!
—¡No los olvidaré!
Echó a andar sin volver la cabeza. Cuando miró hacia atrás, antes de penetrar en la ancha y polvorienta calzada de Potts City, vio a June Morley apoyada en el quicio de la puerta.
Permaneció unos segundos contemplándola.
Ella entonces le hizo una seña! para que esperara, entró en el inmueble, y regresó al instante, llevando algo entre las manos.
—¿Qué es lo que desea, June?
—¡Póngase esto!
—Una canana y dos revólveres. ¿De quién son?
—De mi padre. Los necesitará.
—Gracias.
Ciñóse la canana y examinó las armas. Eran dos «Colt» de último modelo llevados allí, tal vez, por Reins y sus pistoleros.
—¿No lo echarán de menos? —preguntó.
—No. Hace tiempo que están ahí.
—Está bien, June. Creo que puedo confiar en su lealtad.
—Le he hablado con toda sinceridad, señor. ¡Que Dios le ayude!
—Creo que va a hacerme mucha falta.
Atravesó la calle. Cuando miró, antes de entrar en la plaza, ella continuaba en la esquina. La vio mover las manos, en señal de despedida. Y entonces regresó a su vivienda.
No apartó de su memoria las delicadas facciones de la muchacha, las suplicantes palabras que le había dirigido. Y llegó a la conclusión de que el ayudarla significaba una verdadera obra de caridad. También ella, aun cuando parecía estar en libertad de acción, se veía dominada por el mismo hombre que tantos crímenes había cometido en la comarca desértica del centro de Nevada.
Pero recapacitó.
Iba a ser muy difícil que luchara por ella. Abbe y la pequeña Mary le estaban esperando. Era a ellas a las que debía poner al amparo de tantos peligros como se cernían por encima de su cabeza.
Desató a los «mustang» y montó en uno, encaminándolos hacia la salida del pueblo.
No había recorrido cien metros, cuando se detuvo.
Un grupo de jinetes avanzaba en aquel instante hacia Potts City. Casi no podía precisar sus figuras. El viento levantaba el polvo en el camino, formando, en algunos puntos, grandes nubes que casi los ocultaban.
—Deben ser ellos —exclamó. Lo dijo en voz alta, dominado por la costumbre innata de los hombres de la frontera de hablar solos, tal vez para no sentirse tan solitarios.
Obligó a los caballos a tomar hacia la derecha, desapareciendo entre las casas ruinosas.
Buscó, desde aquel punto, la cadena de montículos y grietas en la tierra que pudieran ocultarlo a las miradas ajenas. Y cuando comprendió que estaba fuera del círculo de acción de aquellos hombres, espoleó al «mustang» y avanzó al galope, llevando al otro del ronzal.
Cruzó la parte más elevada y fue descendiendo hacia el lado opuesto.
Entonces detuvo al animal que montaba.
Rápidamente echóse al suelo.
Lincoln sobresaltóse de repente.
De un salto cayó sobre el lomo del caballo y lo espoleó, obligando al otro a seguirle a mismo ritmo. Ansiosamente miró hacia la parte baja de la ladera, junto al arroyo que se abría paso entre los riscos.
No descubrió a nadie.
Abbe, de haber habido algún peligro, tenía que haberse ocultado en el interior de la cueva que él le indicó. Sólo allí podría defenderse con el rifle del ataque de cualquier enemigo imprevisto.
Consideraba valiente a la muchacha, aunque muchas veces no había podido calibrar bien su valor. No era de las mujeres que gustaban hablar. Además, en sus expresiones había algo extraño, algo así como si lo ocurrido en los desfiladeros le hubiera afectado poderosamente a su mentalidad.
No quería pensar que pudiera volverse loca. Pero Abbe Stone se hallaba tan impresionada después de la tragedia, que pasara mucho tiempo antes de que pudiera volver a la normalidad.
Todas estas consideraciones cruzaron por la mente del hombre a medida que descendía la pendiente ladera de la montaña.
Unos cien metros antes de llegar, sin poder contener su impaciencia, gritó:
—¡Abbe, Abbe!
El eco extendióse por toda la ingente montaña. Pero no obtuvo ningún resultado.
Dirigióse hacia el manantial.
Mas antes de llegar a él se quedó quieto.
Junto al manantial, allí donde la hierba era más frondosa, donde las plantas crecían con mayor empuje, no había nadie. Veía, en el suelo, cerca de los cañaverales, las huellas claras de muchos caballos, unos con herraduras y otros sin ella.
Pero ni rastro de Mary o de la joven.
Durante algunos segundos Lincoln pareció perplejo sin capacidad para resolver aquella situación. Una palidez mortal dominó su semblante, Y entonces miró hacia la cueva.
Paso a paso entró en el amplio recinto.
Trató de acostumbrar sus ojos a la semioscuridad interior. Y cuando pudo ver claro, algo terrible le oprimió la garganta.
Tendida en el suelo, boca abajo, estaba Abbe Stone. Cerca de ella se había formado un reguero de sangre que iba deslizándose hasta una grieta del suelo.
—¡Muerta, muerta! —gritó.
Y cayó junta a ella.
—¡Abbe, Abbe! —exclamó, dolorido.
Y los dedos acariciaron el rostro frío, tan terso, como si fuera de mármol.
Sin poder evitarlo, las lágrimas acudieron a los ojos de Eddie Lincoln. En poco tiempo las desgracias se sucedían contra él. Había sentido una gran admiración por la muchacha y hasta había considerado protegerla en adelante, hacer posible aquel rancho que siempre ambicionara.
Miró a su alrededor.
Buscó ansiosamente el cuerpo, también inmóvil de su hija.
Pero Mary no estaba allí.
Salió al exterior.
Su voz, durante algunos minutos, tronó por los barrancos, las quebradas, los desfiladeros y los bosques. Sin resultado: Mary Lincoln había desaparecido.
Cansado, dominado por los más terribles presentimientos, buscó ansiosamente. No dejó un rincón en un radio de una milla, que no explorara debidamente.
Pero rendido, agotado por aquel gigantesco esfuerzo, regresó hacia la cueva en que estaba el cadáver de Abbe Stone.
Pocos minutos después salía de ella con Abbe en brazos. Cuidadosamente bajó hacia la parte baja, donde el manantial se desprendía de las rocas de basalto.
Allí la depositó en el suelo.
Luego buscó un lugar donde enterrarla.
Sin herramientas adecuadas para llevar a cabo aquel trabajo, se vio obligado a llevarla a una hendidura en el terreno rocoso. Luego, cuidadosamente, como si sintiera que la presión de aquellas piedras pudieran dañar el cuerpo de la joven, fue cubriéndolo con ellas.
No se detuvo hasta que el montón era lo suficientemente grande para estar seguro de que las alimañas no tocarían aquellos restos.
Y se irguió.
Una nube sometía a una intensa bruma sus ideas, su cerebro, su voluntad. Estaba solo, completamente solo. Era un hombre derrotado, un hombre con el que caminaba la muerte, la destrucción, la esterilidad de aquel desierto impresionante.
Paso a paso llegó a la cabaña de madera.
Ni siquiera se daba cuenta de que estaba ante ella.
Y volvió a sentarse, apoyando la espalda contra la pared más fuerte.
No tuvo nunca noción del tiempo que duró aquella extraña espera, aquella espera sin ilusión.
¡Mary! ¿Dónde estaba su pequeña Mary?
Si ella había muerto también, la vida no tendría aliciente para él.
Bajó hasta el manantial, llevando en la mano derecha el rifle.
De rodillas, introdujo la cabeza en el agua helada. Y miró después a la parte alta de la montaña.
Aquellos jinetes, aquel pueblo abandonado, aquellas tierras salvajes, eran sus enemigos. Un ambiente hostil, terriblemente misterioso.
Sin darse cuenta recargó el arma. Luego, paso a paso, llegó hasta los «mustang».
Quitó el bulto que sujetara al segundo y lo dejó caer en tierra.
De nada podía servirle ya.
Luego montó en el otro,' de un salto, con los ojos clavados en la senda que ascendía hacia la parte más alta de la montaña.
El pueblo, bañado por la luz de la luna, ofrecía un aspecto fantasmal. Ni una sola luz brillaba en sus cabañas abandonadas. Ni un hombre o animal se advertía en su calle ancha, polvorienta.
Como una flecha partió en aquella dirección.
Sólo antes de entrar en su calle, hizo alto.
Apeóse del «mustang».
No se preocupó de sujetarlo siquiera.
Las manos descendieron a lo largo de los costados y fueron apoyarse en la culata de las armas.
Cualquiera que hubiera contemplado su rostro a la luz de la luna, hubiera quedado impresionado.
Entró en la ancha calzada y avanzó por ella, decidido.