CAPITULO X

Joss Dinant, durante el tiempo que permaneció junto a la muchacha, se mantuvo en silencio, meditando profundamente sus palabras. Había llegado a la conclusión de que debía aceptar la oferta. Sus manos estaban, en contra de todas las noticias, en contra de todas las acusaciones que se habían lanzado contra él, completamente limpias de sangre.

Había tenido que matar algunas veces, era cierto; pero siempre fueron en defensa propia, en defensa de su misma vida. Y defender su vida matando no era un delito por el cual la Ley pudiera condenarlo.

Vio cómo Salton volvía de su excursión. Había empleado varias horas en su ausencia. Llegó junto a ellos, echó al suelo la alforja de silla y dijo:

—Estaba en el cadáver de un caballo. Hay parte de las provisiones que llevábamos y varias cantimploras vacías.

—¿Los has visto? —inquirió ella, casi sin entender sus anteriores palabras.

—Los he enterrado —repuso, lacónico.

—¿Mi hermano?

—Ha sido un momento duro para mí. También Perkins, en quien los buharros habían hecho presa. Y a Croak. Todos están enterrados ya. No he podido encontrar el rastro de Claypol.

—Suzy me contó lo que pasó con él —dijo Dinant—. Claypol discutió con Max y lo mató. Ella perdió el conocimiento. Cuando tú los encontraste, hacía algunas horas que King había huido, abandonándola a ella, dejando muerto al que, hasta aquel instante, había sido su compañero.

—No podremos alcanzarlo nunca.

—Tal vez sí.

—¿Dónde?

—Una vez Claypol me habló de ese pueblo donde robamos al Banco.

—¿Y qué?

—Tenía amigos allí.

Salton rió, burlonamente.

—No es posible que King Claypol pudiera tener amigos en Silverpeak.

—El lo aseguró. Alguien nos facilitó a nosotros la entrada en el Banco aquella madrugada. Pero King no quiso decir nunca quién había sido. Formaba parte de ese mismo secreto de amistad.

—Nadie pudo haberle confiado aquella acción.

—¿Por qué estás tan seguro?

—¿Y crees tú, Dinant, que iría hacia allí?

—Muertos o desaparecidos nosotros, no se atrevería a volver sobre sus pasos.

—Tal vez.

—Debe temer el que nos haya burlado. Sabía que en el caballo de Max, que fue el que se llevó, había dinero. Una parte del oro robado al Banco. Procurará alejarse cuanto sea posible de California, quizá temeroso de que nosotros volvamos allí. Me refiero a Perkins, Croak y yo, los que primero escapamos.

—Puede que lleves razón.

—¿Cuántos pueblos importantes existen en la frontera de Nevada y California, por esa ruta?

—Muy pocos. Si acaso, Niviop, Gold Point. Pero ambos son demasiado pequeños. Claypol en ellos se sentiría lo mismo que en un presidio, aparte de que esos mejicanos acabarían por rebanarle el cuello con una navaja. Ciertamente, no hay más pueblo que Silverpeak, por lo menos antes de penetrar en el interior de Nevada y alcanzar Silver Bow, Warm Spring, Alamo o Springdale y Las Vegas. Puede que lleves razón, Dinant.

—Entonces debemos ir hacia allí.

—¿También tú?

—¿Por qué no?

—Suzy me habló de ti.

—Lo sé.

—Sabes lo que te espera, ¿verdad?

—Puede que una temporada a la sombra. O tal vez algo peor. Pero si eso me sirve para ponerme a bien con la justicia, no me importa.

—Puede que eso sea lo más sensato que te he oído decir. Descansaremos hasta que llegue la noche. Hay comida aquí en esta alforja. Después, cuando empiece a anochecer, nos iremos.

—Tenemos sólo dos caballos.

—Suzy irá en el mío.

—Como quieras.

El rostro de la muchacha parecía haber adquirido su color natural. Miraba al vaquero sin acertar a comprender por qué aquel hombre, habiendo perdido a su hermano en una acción de la banda, podía prestarse a una colaboración semejante. Ello le demostró que había un lado bueno en él, una generosidad estimable.

La tarde comenzaba a declinar cuando ensillaron los caballos. Habían comido, habían llenado las cantimploras de agua, abrevando a los animales, y todo parecía dispuesto para la marcha. Se sentían con fuerza suficiente para emprender la dura prueba.

No hubo ningún comentario cuando iniciaron el camino.

En el fondo, aun cuando para Dinant estuviera la cárcel como meta, todos estaban conformes con su suerte.

La primera jornada fue larga y dura. Los caballos respondieron al esfuerzo. Así, cuando se acercaba el amanecer, estaban cerca del último de los pozos que se abría antes de cruzar la frontera con Nevada.

Descansaron durante todo el día a la sombra de los arbustos, permitiendo a los caballos un prolongado descanso. La proximidad del agua los tranquilizaba y también, ¿por qué no?, la proximidad del término del viaje, ponían en ellos unas notas discordantes. Dinant parecía sumido en profundas reflexiones. Suzy contemplaba al jefe de los bandidos como si quisiera adivinar cuáles eran sus pensamientos. Salton pensaba en el final y, con él, una parte de lo que había sido su terrible misión. Llevaba con ellos a uno de los bandidos de la cuadrilla y algunos otros habían quedado en el camino. Pero le quedaba King Claypol. ¿Sería él el asesino? Si lo era, si esa amistad que tenía en Silverpeak, que para él era un misterio, decía que Claypol mató a su hermano por la espalda, volvería a lanzarse tras él, hasta cazarlo.

Y aun cuando toda la vida anduviera errante por las montañas y los desiertos, él daría con aquel asesino, él haría que pagara, por encima de todo, los delitos que había cometido.

El día transcurrió en caima.

La llegada de la noche trajo al campamento una nueva actividad.

Volvieron a ponerse en camino, quizá por enésima vez.

Hacia una de sus últimas etapas.

 

* * *

Los ojos del vaquero contemplaron las luces de la ciudad, la ancha calle Mayor de Silverpeak. Detuvo el caballo a la entrada y miró a sus compañeros. Suzy estaba silenciosa, inmóvil sobre la silla del caballo, a la grupa del cual montaba Dinant, tan silencioso como una tumba, con los ojos entreabiertos, en una expresión incomprensible.

Lo mismo que los caballos, los jinetes se sentían cansados. Pero era el cansancio propio de una larga jornada, no el desequilibrio padecido por una etapa terrible como la que tantas veces habían repetido a lo largo de aquel desierto mortal.

—Hemos llegado —exclamó el hermano del sheriff.

—Eso veo —repuso Dinant, secamente.

Salton se volvió hacia él.

—¿Estás dispuesto? —preguntó.

—Nunca me vuelvo atrás cuando digo una cosa.

—Vas a ser sometido a un juicio.

—Un juicio legal, ¿verdad?

—De eso me encargo yo. Y tienes un buen atenuante, Dinant.

—¿Atenuante?

—El haberte entregado sin violencias.

—Todo eso tiene mucha gracia.

—¿Por qué?

—Porque has sido tú quien me obligó.

—Al principio. Estás sobre un caballo. Deja que Suzy se quede y lárgate si ese es tu deseo. Yo no pienso detenerte.

—No, gracias. No podría vivir mucho tiempo sin estar a su lado, aun sabiendo que ibas a tratarla como a una reina. Ya sabes que tenemos mucho en común. Espero que la Ley sea un poco benigna conmigo.

—Andando entonces, Joss.

Salton avanzó de nuevo hacia el centro de la calle. Un silencio impresionante reinaba en la ciudad.

Tras él, el caballo que conducía a la muchacha y al pistolero.

Sólo se oía el ruido de los cascos.

No obstante, Salton descubrió, allá arriba de la calle, una silueta que se perdía en el interior de uno de los grandes edificios. Pero no le hizo ningún caso, ya que no era extraño que todavía, a pesar de lo avanzado de la noche, hubiera gentes por la calle, procedentes de los establecimientos de bebidas.

Siguió caminando hacia el establecimiento de bebidas de Sam Harding. Conocía a aquel hombre y sabía que, tanto a él como a su hermano, siempre los había estimado. Tendría que darles cobijo por aquella noche, hasta que, al día siguiente, encontraran alojamiento o se fueran al rancho que estaba levantando en la comarca.

No sabía si desde su marcha se había nombrado un nuevo sheriff, aun cuando juzgaba que era probable. ¿Y quién habría sido el elegido? ¿Reynold? Aquélla podía haber representado el momento cumbre, la oportunidad siempre deseada por aquel tipo.

Sonrió con este pensamiento.

Si las gentes de Silverpeak habían nombrado a Reynold sheriff de la ciudad, puede que hubieran hecho la peor operación de su vida. Sería lo mismo que cambiar una moneda de oro «Eagle» por un dólar de plata, si lo comparaba con su hermano Frank.

De todas maneras, a él esto poco le importaba.

De repente, el estampido de un rifle le hizo detenerse, tirar de las riendas del caballo que montaba y saltar al suelo. Luego, sin dirigirse a sus compañeros, corrió hacia el lugar donde había sonado el disparo.

Casi al momento la puerta del Banco se abrió.

Un hombre apareció bajo el dintel; trató de sujetarse con ambas manos al quicio de madera, pero rodó por la escalera hacia la misma acera, deteniéndose junto al bordillo. Salton inclinóse sobre él.

—¡Claypol!

Su voz atrajo la atención de Dinant, que corrió hacia donde estaba el vaquero. Sólo Suzy permaneció junto a los caballos.

Claypol, con los ojos desmesuradamente abiertos, miraba a los dos hombres. No estaba muerto, pero era evidente que la sangre se escapaba a borbotones por una horrible herida en mitad del vientre, una herida hecha por un rifle de cañón corto.

El vaquero levantó la cabeza del moribundo.

Este, haciendo un esfuerzo, exclamó:

—¡Fue él, el mismo que mató al sheriff de esta...!

—¡El hombre que mató a mi hermano! —exclamó el vaquero.

—Y está ahí dentro —corroboró Dinant—. No ha tenido tiempo de escapar.

El jefe de los bandidos se lanzó hacia adelante. Salton intentó detenerlo.

—¡Detente, Joss, espera: —gritó.

Pero el pistolero no le escuchaba.

Rápidamente echó a correr tras él.

En su mano brillaba un revólver, el mismo que acababa de quitar de la funda de Claypol, cuando comprobó que estaba muerto.

Oyó raido de pasos precipitados en el interior del

Banco. Observó, muy fugazmente, la silueta del jefe de los bandidos que corría hacia donde aquellos pasos se dirigían. Y corrió también en pos de él.

Oyó la voz de Dinant, que gritaba:

—¡Detente o eres hombre muerto!

Los pasos del que huía, que debía calzar fuertes botas de montar, detuviéronse de repente. Pasaron algunos segundos de mortal angustia. Y, de pronto, aquel rifle de cañón corto estalló en un terrorífico disparo. Casi al instante, Salton oyó un horrible grito de dolor, al mismo tiempo que un cuerpo se desplomaba en el suelo.

Sintió que la cabeza le daba vueltas.

Era Dinant quien había gritado.

Y el mismo que había matado a su hermano, que acababa de matar a Claypol, era posible que también hubiera asesinado a Joss Dinant. Corrió de nuevo. Pero se pegó a la pared del pasillo. La puerta, al otro lado de donde se veía el cuerpo de un hombre inmóvil, estaba cerrada. El asesino debía haberle columbrado, puesto que no se había atrevido a buscar la salvación en la huida, temeroso de que quien le perseguía ahora pudiera alcanzarlo con un certero balazo.

Salton avanzó lentamente.

Miraba con toda atención. Pretendía encontrar el lugar donde estaba agazapado el asesino. Pero no podía verlo, por mucho que se esforzaba. Sin embargo, estaba allí, a muy corta distancia de donde él se hallaba, con el índice puesto en aquel arma mortal, dispuesto a enviarlo al otro mundo.

Oyó un ligero ruido y miró.

Nada.

Luego, el chirrido de los goznes de una puerta al girar éstos lentamente.

Salton esperó.

La puerta de uno de los compartimientos cercanos estaba abierta. La tenía a su derecha y podía penetrar en él. Lo hizo, y se acercó a la ventana. Estaba entreabierta, pero tenía unos fuertes barrotes y no podía salir al exterior. Sin embargo, desde allí podía controlar la puerta posterior del establecimiento.

Montó el revólver y esperó.

Pasaron algunos segundos de mortal angustia.

Después, como una rata que huye de la presencia de un gato, un hombre de mediana estatura apareció, de repente. Miró a derecha e izquierda e hizo ademán de lanzarse hacia uno de los cercanos callejones. Se despegó de la pared unos centímetros.

¡Bang, bang!

El «Colt» de Salton retumbó dos veces.

Oyó el grito de dolor del hombre, al mismo tiempo que se derrumbaba en tierra. Lo observó cómo luchaba para ponerse de pie, cómo conseguía alzarse, para irse abajo de nuevo. Debía tener una pierna rota por el fémur o tal vez por la misma tibia.

Entonces se apartó de la ventana y corrió. No obstante, detúvose junto al caído Dinant. Estaba boca abajo y el suelo convertido en un charco de sangre. Le dio la vuelta, pero retrocedió al instante.

La bala del rifle de cañón corto le había destrozado horriblemente la cara, matándolo en el acto.

Una sensación extraña lo dominó. Un furor indomable apoderóse de él, una rabia indómita, unos deseos de matar incontenibles. Y corrió hacia donde estaba el impotente asesino.

 

* * *

Tembloroso, con las manos apretadas sobre el cañón de un rifle, pegado a la ventana de su despacho, el sheriff Reynold esperaba el final de aquellos mortales acontecimientos. Había oído tronar por dos veces el rifle que su ayudante llevaba, contestado, algo después, aquellos disparos, por un revólver de «seis tiros». Luego, un impresionante silencio lo había envuelto todo.

Se volvió hacia el interior de la oficina. Caminó nerviosamente de un lado para otro. Y acabó por dejarse caer en la butaca, detrás de la mesa, sin fuerzas para continuar de pie aquella espera.

Los minutos fueron pasando lentamente.

Cuando oía ruidos en la acera, de alguien que salía de las casas y avanzaba sobre el tablado, se incorporaba, dominado por una profunda emoción.

De repente, la puerta que daba a la calle se abrió.

Reynold se puso de pie y sujetó con fuerza el rifle. Pero el arma temblaba en sus manos. Oyó los lamentos de un hombre. Y miró con ojos fijos hacia el vano, esperando algo terrible.

Un hombre fuerte, corpulento, apareció bajo el dintel. Dejó caer la pesada carga que llevaba y se quedó inmóvil, silencioso, con una terrible expresión en los ojos, crispados los puños. En su mano derecha brillaba la culata negra de una pistola, cuyo cañón apuntó a la cabeza del representante de la Ley.

—¡Salton! —exclamó.

Aquel nombre brotó de su garganta como un lamento ahogado.

Detrás de Salton, algunos hombres intentaron hacerse paso, para entrar en el interior del despacho. Pero Joe se lo impedía.

Bucky Land, en el suelo, aferradas sus manos a la pierna rota, sangrienta, miraba con ojos suplicantes, con una terrible palidez en sus facciones. Los ojos del sheriff buscaron los de aquel hombre.

—¡El fue! —tronó el ayudante, dominado por el terror—. ¡El me hizo que matara a Frank Salton! Ambicionaba su cargo, quería este puesto, por encima de todo. El es el verdadero criminal.

Salton bajó el arma que empuñaba. El rifle escapó de las manos de Reynold, que, pálido, sin levantar los ojos del suelo, quedóse inmóvil. Dos hombres entraron y le ataron los brazos a la espalda. Recogieron también a Land del suelo, pálido como un cadáver. Algunas voces se elevaron pidiendo que lincharan a los dos asesinos.

Sin embargo, la misma fuerza del pueblo se encargó de ellos. Debían ser juzgados imparcialmente, como era debido, como mandaban los cánones de la Ley.

Joe Salton abandonó la casa del sheriff. Se sentía cansado, dominado por una extraña amargura. No le hubiera hecho tanta mella que su hermano hubiera muerto a manos de los bandidos de Dinant como que hubiera sido Lana quien lo asesinó. Land, que siempre había tenido los favores de su sheriff, que siempre fue considerado por éste, mucho más de lo que se merecía, porque Land había comprobado muchas veces su incapacidad, su inutilidad. Y era posible que este sentimiento de lástima que Frank Salton experimentaba por él, hubiera servido para que en el corazón de aquel miserable desagradecido germinara el odio brutal, capaz de pensar y madurar un siniestro asesinato.

 

* * *

Salton miró a la muchacha.

Suzy estaba frente a él y miraba con ojos brillantes la tierra, las edificaciones que se extendían ante ella. La casa ranchera se hallaba en la vertiente de la loma que formaba, en su final o declive, el suave talud del riachuelo. Los álamos y los pinos formaban un espeso bosque a todo lo largo de la vega, desde donde arrancaba el hermoso valle en que los pastos eran abundantes.

—Este rancho —había dicho el vaquero— lo levantábamos mi hermano y yo. Entre ambos queríamos cambiar el género de vida que habíamos llevado hasta aquel momento. El estaba cansado. Decía que era necesario dejar el naso libre a otros hombres que, con mayor entusiasmo que él, defendieran la Ley en esta comarca, como él la había defendido. Su muerte trastocó todos nuestros planes. ¿Te gusta?

—¡Es maravilloso, Joe!

—Celebro que te agrade. Este será tu nuevo hogar, si tú lo deseas, Suzy. Yo te lo ofrezco, junto con mi cariño.

La muchacha lo miró fijamente.

—Eres —dijo— demasiado generoso conmigo, Joe, demasiado bueno. Yo no...

—Sólo tienes que decir si aceptas. Todavía gravitan en mi mente estos días de terrible prueba. Sabes cómo he querido evitar que Reynold y Land fueran ahorcados. Pero es que la Ley no tiene más que un camino. Ahora es necesario olvidar. Tenemos la experiencia de estos meses vividos en constante tensión, bajo enormes peligros. Justo es que nosotros recibamos el premio a aquellos sufrimientos. No te pido que me quieras ahora, en seguida, sino que aceptes mi compañía... alguna vez.

—¡No sabes lo que dices, Joe! ¡Yo te quiero con toda mi alma! ¿Comprendes?

—Entonces, Suzy Miller, ¿aceptas?

—¡Acepto!

F I N

 

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