CAPITULO III

La luna iluminaba perfectamente el agreste paisaje.

Salton, sin moverse de donde se había instalado, observaba detenidamente los estrechos vericuetos del desfiladero. En algunos puntos, el paso de un hombre casi se hacía difícil, debido a la estrechez que los salientes de las rocas daban al retorcido camino.

Allá a lo lejos, un coyote aulló de manera lúgubre.

Salton contempló las estrellas.

Hacía algunas horas que había llegado la noche y todo estaba en la más completa calma, hasta el punto de que comenzó a dudar de que aquellos indeseables intentaran buscarle. Puede que se hubieran hecho a la idea de que él iría por el pueblo más tarde o más temprano, so pena de morir de sed y de hambre, o bajo una terrible insolación.

Pero se equivocó en sus cálculos.

Ellos tenían mucha más prisa en terminar.

Oyó, en las cercanías de la ladera, el ruido de los guijarros al rodar. Luego, casi imperceptiblemente, el ruido de tinos pasos ágiles que se movían entre las rocosidades.

Alguien dejó caer al suelo un objeto metálico, o tal vez lo hizo inconscientemente. La verdad es que el ruido metálico le hizo volver la cabeza en aquella dirección.

Joe Salton desenfundó el «Colt».

Casi se sentía pesaroso por haber ido hasta aquel pueblo, por haberse metido en un verdadero laberinto, cuando, en verdad, quizá no consiguiera gran cosa en lo que se proponía. Puede que hasta la información del tabernero fuera incierta, motivada por su propia imaginación.

Sin embargo, sus propias ideas fueron consideradas absurdas.

Era notorio que aquel tipo conocía de algo a Dinant.

Si no, ¿por qué razón había nombrado a algunos de los hombres que constituían la cuadrilla de Dinant? El sabía que aquellos hombres existían. El había visto en aquel legajo de papeles, en el despacho de su hermano, la fotografía y los nombres de Max Miller, Dusty Perkins, King Claypol y Jack Croak. ¿Por qué aquel maldito mejicano los conocía? Tal vez porque, evidentemente, había tenido contacto con ellos.

Por esta misma razón, desde aquel momento, Salton no tuvo más idea que la de hallar al tabernero. Solamente él podía desentrañarle el misterio de todo lo que estaba sucediendo. Solamente él podía marcarle el verdadero camino hacia la guarida de Joss Dinant.

Se echó al suelo, apoyado en un saliente rocoso, y esperó.

Los minutos fueron transcurriendo.

La soledad, el silencio, la gravedad de su posición, todo ello vino a representar para el vaquero un martirio. Estaba acostumbrado a pelear contra sus adversarios en campo descubierto, sin trampas ni emboscadas. Pero aquellos denigrantes mejicanos obraban con la traición y la alevosía. Por este mismo motivo, debía tratarlos con la misma moneda.

Agazapado como un puma, esperó.

Algunos guijarros rodaron de nuevo.

Estaban cerca.

Y levantó, poco a poco, el cañón de su seis tiros.

La mano izquierda continuaba apoyada en la culata del segundo revólver, que había cargado unos minutos antes. Contenía la respiración, mientras que sentía la boca tan seca como el esparto.

Una sombra perfilóse a unas docenas de metros, hacia la boca de entrada del desfiladero.

Esperó.

Tenía que hacer las cosas bien, sin fallos, porque en un fallo estaba su propia vida. Algunas sombras más se perfilaron, sobre la roca plana de enfrente, bajo la luz del astro nocturno.

Un sombrero mejicano apareció de repente.

Entonces, como impulsado por un resorte, saltó.

Antes de que su cuerpo tomara la verdadera estabilidad, las balas de sus dos revólveres comenzaron a sembrar el terror entre aquellos indeseables. Oyó el grito de agonía de uno de ellos, las voces destempladas del sujeto que los mandaba, al paso que, para preservarse de las balas, escapaba.

Salton corrió hacia ellos. Mató a dos de los que intentaban cruzarse en su camino y derribó a un tercero, con una bala en el vientre. Los demás, dos hombres de estatura regular, corrían hacia la entrada del pueblo, tratando de ganarla, para guarecerse en las viviendas.

No se detuvo.

Si aquellos dos tipos lograban escapar, volvería a estar en la misma situación de incertidumbre de antes. Era necesario darles alcance, descubrirlos y matarlos, si no había otro remedio.

Corrió por el trecho más corto.

Veía, con gran dolor de su corazón, que aquellos sujetos se le escapaban. Estaban a menos de veinte metros del callejón y, cuando entraran en él, todo estaría perdido. La distancia a que se hallaban ahora casi hacía imposible un blanco con la pistola.

Sin embargo, el vaquero se detuvo.

Levantó la diestra, armada, lentamente.

Apuntó y apretó el gatillo.

El último de los dos sujetos se detuvo. Por un instante, luchó por aferrarse a la pared de una de las viviendas, para no caer al suelo. Pero la pierna derecha se le dobló y cayó sobre ella. El otro quiso recoger a su compañero. Pero ya Salton estaba demasiado cerca para intentarlo.

El vaquero se detuvo.

Jadeante, con la pistola en la mano, avanzó, paso a paso, hacia aquel granuja. Comprendió en el acto que la herida que tenía era grave; una fractura en la pierna y por cuya herida se escapaba la sangre.

Vio su rostro contraído por el dolor.

Y le apuntó a la frente.

—¡No dispares! —gritó en español, repitiendo la demanda en inglés. Al mismo tiempo, levantaba la mano derecha.

Salton pareció dudar un momento.

Acercóse a la pared del edificio y se inclinó sobre el herido.

Tenía su semblante una expresión terrible. Y esta expresión debió trasmitir un profundo terror a su adversario, porque levantó la cabeza. La luz de la luna iluminó entonces aquel rostro completamente lívido.

—¿Dónde están? —inquirió el vaquero.

Lo vio humedecerse los resecos labios.

—¿A dónde llevaron mi caballo?

—Debieron conducirlo al final de la población —dijo, haciendo un esfuerzo.

—¿Quién?

—Arango.

—¿Quién es?

—Él tabernero.

—Lo he de encontrar, aun cuando tenga que acabar con todos vosotros. Y tú vas a decirme dónde está.

—No sé dónde se esconde.

—¡Mientes!

Salton aplicó el cañón de la pistola a la frente del herido.

Este se estremeció.

—Vas a decirme dónde puedo encontrarlo.

—Hay una cabaña...

—No hay ninguna cabaña por aquí.

—Estoy diciendo la verdad.

—Estás mintiendo. Y no estás en condiciones de mentir. ¿Dónde se esconde?

El hombre titubeó.

La sangre continuaba brotando de la herida y el temor a desangrarse, a cortar aquella difícil situación, le obligaba a responder con cordura. Por ello, dominado por el miedo a la muerte, repuso, bajando la cabeza:

—Arango está en su establecimiento.

—Las puertas están cerradas.

—Podrás entrar por otra trasera.

—¿Qué tiene que ver con Dinant y sus bandoleros?

—Dinant acostumbraba a venir por aquí. Es su amigo. Pero Dinant se marchó lejos hace algunos días.

—No dijo a dónde, ¿verdad?

—Sólo Arango lo sabe.

Salton no replicó.

Hubiera sido inútil continuar interrogando a aquel hombre, que pocas cosas importantes podía decirle. Por ello, corrió hacia la calzada. No volvió siquiera la cabeza, aun cuando el herido echó mano a una pistola y apuntó. Pero el vaquero había doblado la esquina, evitando con ello que aquel hombre pudiera atacarle por la espalda.

Cautelosamente fue avanzando hacia la taberna.

Sabía que, en cualquier instante, una bala podía derribarlo. Pero era necesario acabar con aquella situación cuanto antes; y era de todo punto necesario encontrar a Arango donde fuera, con el fin de que le hablara de los sujetos que buscaba.

Rodeó la manzana de casas.

Pegado a las edificaciones, sin dejarse ver, consiguió alcanzar la espalda del establecimiento de bebidas, tan pomposamente bautizado con el nombre de «El tequila Mejicano». Miró las dos ventanas de la planta alta, ventanas que debían dar a una especie de desván, utilizado para trastos viejos o para almacenar cajas de bebida.

No era fácil llegar hasta aquellas ventanas, una de las cuales estaba entreabierta. Hubiera sido fácil al disponer de la cuerda de su lazo, o de algo que le permitiera escalar la pared hasta aquel punto, permitiéndole la entrada en el local.

Desistió de su idea por aquel procedimiento.

Rodeó la casa. Halló la puerta a la que el mejicano herido se había referido. Pero esta puerta se hallaba completamente cerrada por dentro, quizá con un cerrojo que habían echado desde el interior.

Salton retrocedió entonces.

Las horas que estaba perdiendo en aquel lugar parecía ser obra de una maniobra premeditada. Quizá con este procedimiento permitíase a Dinant y a sus pistoleros huir lejos de aquella comarca o establecerse debidamente en una guarida en el desierto.

No le importaban los millares de dólares que se habían llevado. Era la vida de su hermano la que estaba en juego, la que tenía que vengar.

El establo o cuadra de alquiler estaba más al Oeste.

Recordaba haberla columbrado cuando fue en busca de aquel hombre al cual Arango le había indicado como posible conocedor del lugar donde Dinant estaba guarecido.

Ahora se daba cuenta de que no era fácil encontrar su caballo y sus armas. Pero podía hallar otro que le hiciera el mismo juego que aquél, que le resarciera de la pérdida.

Dispuesto a ello, avanzó por la acera con la pistola en la diestra.

Había aprendido, en aquellas pocas horas, a no dejarse sorprender. La vida pendía de un hilo. Una bala traidora había matado a su hermano y una segunda bala podría liquidarlo a él.

Por ello caminó con precaución.

Pronto estuvo junto a los establos.

Había luz dentro, luz que escapaba a través de la rendija de la puerta entornada.

Salton llegó a aquel lugar.

Empujó las maderas.

No entró como lo hubiera hecho el hombre conocido por el dueño de aquel establo, ni por quien estuviera exento de un peligro. No podía confiarse. Y por ello se quedó quieto a la entrada, con el «Colt» en la mano, montado, dispuesto a hacer fuego al menor asomo de peligro.

Dentro, un hombre se volvió hacia él.

Debía tener más de cuarenta años.

En su rostro podían apreciarse las huellas de aquella vida dura. Le faltaban casi todos los dientes. Y la mejilla estaba cortada por una profunda cicatriz.

Vaciló al descubrirlo.

No obstante, abandonó la actitud de temor que parecía haberlo dominado, y avanzó algunos pasos hacia el vaquero, que se movió también en dirección al dueño del establo.

—¿Qué desea, señor? —preguntó, esbozando una sonrisa.

Salton no replicó.

Miraba atentamente a los caballos allí concentrados.

De repente, la ira pareció dominarlo.

Su corcel estaba allí dentro.

Y si no era el suyo, se le parecía bastante.

Caminó algunos metros y señaló al animal, diciendo:

—Ese caballo es mío.

—¿Suyo?

—Exacto.

—Temo que esté equivocado, señor.

—No acostumbro a equivocarme.

Lo apartó con la mano un momento y avanzó.

Aquel era su caballo. Estaba tan seguro como lo estaba de que en la mano derecha esgrimía un revólver de «seis tiros» y que se hallaba dispuesto a emplearlo, como lo había hecho en otras ocasiones, desde que llegó a Gold Point.

—Ese corcel no le pertenece, amigo —repuso el hombre con voz ronca—. Hace unos días que lo compré.

—¿A quién? —quiso saber el vaquero.

—A un mejicano.

—A un mejicano que lo robó hace algunas horas. Sáquelo de ahí.

—Lo denunciaré al sheriff de Boulder City, si es necesario. Y lo acusaré de cuatrero.

—Puedes hacer lo que se te antoje. ¿También compraste este rifle?

Había descubierto el arma.

Era un rifle exacto al que él había sacado de Silverpeak el día que abandonó la oficina de su hermano. Ante tanta coincidencia, era de esperar que fuera cierta su aseveración de que tanto el arma como el caballo eran los suyos. Por este mismo concepto, llegó hasta el pesebre. No cabía duda alguna. Tomó después el arma y, con ella, encañonó al dueño de la cuadra.

El rostro de aquel sujeto parecía impasible.

—¿Dónde está Arango? —preguntó. Su acento era autoritario, encerrando una seria amenaza.

—¿Quién es ese hombre, forastero?

—¿Vas a decirme que no lo conoces?

—Nunca oí ese nombre aquí... Arango..., ¿Arango, qué?

Salton comprendió que sólo con decisiones rápidas podía salir de aquel terrible embrollo en que estaba metido.

Había llegado a un pueblo donde todos los habitantes masculinos eran ladrones o amigos de los ladrones que se movían por la región. Y para solventar aquella situación comprometida, no podía demorar su propia ejecutoria. Rápidamente saltó hacia el hombre. La culata del rifle de cañón corto le golpeó en la frente, derribándolo contra la pared de troncos y adobes. Inmediatamente, éste se adelantó, tratando de sujetar a su enemigo. Pero un segundo culatazo en el hombro hizo crujir la clavícula del individuo, que lanzó un rugido de dolor.

Así, sin dejarlo respirar siquiera, cruzó el rifle sobre su cuello, apretándolo contra la pared. Vio cómo las facciones de aquel granuja se contraían, cómo la boca comenzaba a abrírsele horriblemente.

Entonces cedió un poco.

—Arango, ¿dónde está? —preguntó con voz ronca.

—¡No sé de quién me hablas!

—¡Mientes!

—¡He dicho la verdad!

—Entonces, tendré que matarte. Sólo así podré averiguar cuántos son los que están contra mí en esta ciudad. —Volvió a apretar el cañón del arma.

Cuando cedió, el hombre se tambaleó, como si fuera a desplomarse en el suelo. La herida que el culatazo en la frente le había abierto, manchaba su rostro de sangre, dándole un aspecto lamentable, casi tétrico. La expresión de aquellos ojos desorbitados atestiguaban el temor que había infundido en su espíritu la lección violenta del vaquero.

Entonces lo dejó libre, separándose algunos pasos. Montó rápidamente el rifle, apuntándole al cuerpo.

—¡Contaré hasta tres! —exclamó el vaquero, secamente—. Luego haré fuego. ¡Una!

El hombre no se inmutó siquiera. Comenzaba a recobrarse.

—¡Dos!

La voz del vaquero sonaba lúgubre.

Y cuando iba a pronunciar el terrible tres, la puerta que daba a la callejuela abrióse de repente. Salton echóse hacia atrás con la rapidez de una centella, al mismo tiempo que se arrojaba de espaldas al suelo, apretando con furia el cañón del rifle. Su bala atravesó de parte a parte el cuerpo de uno de los dos hombres que acababan de aparecer ante él. La bala de uno de éstos le rozó la cabeza y fue a estrellarse contra la pared del establo.

El otro, ante la suerte de su camarada, intentó huir. Pero, desde el suelo, Salton disparó contra él. Lo vio apoyarse en el quicio de la puerta; luego, poco a poco, resbalar, hasta quedar tendido, jadeante, quizá con una grave herida en el cuerpo.

Todo había sucedido con tanta rapidez, que el dueño de aquella cuadra, casi no tuvo tiempo de hacer nada. Sin embargo, ante el cariz que tomaban las cosas, trató de escabullirse.

Salton lo empuñó por una pierna, haciéndole caer.

Allí, con una rodilla sobre el pecho, gritó:

—¡Responde de una vez! ¿Dónde está Arango?

El miedo parecía haber paralizado la lengua del individuo.

Por fin, con un esfuerzo supremo, repuso:

—Está junto a la puerta.

Salton se levantó.

Dejó que el hombre se incorporara también, sin perderlo de vista, haciéndolo caminar hacia la salida.

—¿Cuál es?

—Ése.

Era, al parecer, el segundo que había caído.

Salton inclinóse sobre el individuo y examinó su rostro. Esta vez, el dueño de la cuadra no había mentido. Allí, agarrotado, dominado por el terrible dolor que le producía su mortal herida, estaba el mismo hombre a quien él había interrogado en el local titulado «El Tequila Mejicano».

Instintivamente, registró sus bolsillos.

Sacó los dólares que le había entregado horas antes.

—Me engañó en su información —dijo, como si quisiera justificarse ante aquel personaje—. No es merecedor de quedarse con mi dinero.

Volvióse lentamente hacia el otro.

—Vine a este pueblo —dijo— tan sólo con la idea de adquirir algunos datos de Joss Dinant y sus bandoleros, no con la idea de luchar contra vosotros. Pero he matado a media docena de hombres de tu ralea. No querrás ser tú uno más entre ellos, ¿verdad? Cuando un hombre mata para defenderse, es lícito que lo haga. Pero a ti no te mataré como a ellos, sino que te colgaré de esa viga.

Le mostró la estrella de sheriff.

El rostro del hombre se puso muy pálido.

—Esto justifica plenamente lo que he hecho —agregó Salton, con voz aguda—. Quisiera irme de este pueblo sin volver a disparar. Busco a Dinant y a sus secuaces, acusados del asesinato del sheriff de Silverpeak y del robo de su Banco. Y nadie podrá impedir que los cace. Es posible que tú también te encierres en la idea de que no sabes nada, de que no los conoces. Pero sé que sí sabes de ellos. Sería del género idiota que negaras, ahora que estás en mis manos, que puedes pasar de la vida a la muerte como en un soplo. ¿Quieres decirme dónde están?

El individuo dudó unos segundos.

—¿Qué ganaría con ello? —preguntó roncamente.

—Lo que ganes o pierdas, eso no me importa. Ellos perdieron más que yo, más que tú y más que Dinant y sus bandoleros. Arango sabía que era sheriff y que buscaba a unos asesinos. ¿Por qué se puso en contra mía? Sólo una razón especial lo guiaba a hacerlo: su amistad con esos bandoleros. ¿Quieres seguir tú el mismo camino?

—A mí poco me importan Arango, Dinant y los demás.

—Eso se llama ponerse en razón. Es seguro que el tiempo que estuvieron aquí debieron dejar sus caballos en esta cuadra. ¿Cuándo fue eso, ¿Qué dirección tomaron al marchar? Son las dos cosas que quiero saber. Luego, amigo, vive tranquilo, si es que no me mientes.

—Ellos estuvieron aquí hace bastantes días.

—¿Cuántos?

—No lo recuerdo.

—Otra de mis preguntas es qué dirección tomaron. ¿Lo sabes?

El hombre dudó.

—Acaba de una vez. ¿A dónde?

—Les oí hablar de un lugar más allá del desierto.

—¿Hacia el Sur?

—Hacia el Oeste.

—¿Quieres burlarte? ¿Crees que son capaces de cruzar el Valle de la Muerte?

—No sé si son capaces o no, pero eso es lo que dijeron. Quizá intenten cruzarlo más al norte del Valle de la Muerte En ese caso, ya sabes el camino que han tomado hacia California.

Salton permaneció silencioso unos segundos.

—Suponiendo que sea así —dijo—, ¿qué razón especial hay para que no intentes equivocar mi camino?

—Una muy poderosa: la vida.

—Creo que eres más razonable que lo que yo pensé en un principio. Y lo celebro. Ahora quiero que me digas cómo llegó aquí mi caballo.

—Lo trajeron algunos amigos de Arango.

—Negaste al principio.

—Arango es amigo de los pistoleros de la frontera. Me habrían matado de saber que había ayudado a un representante de la ley.

—¿Dónde están las demás cosas de mi pertenencia?

—Arango se las llevó.

—Tendrás que venir conmigo.

El hombre pareció sorprenderse.

—¿A dónde? —inquirió.

—A su establecimiento de bebidas. Allí debe tener lo que es mío. Y, ahora, ensilla ese caballo y echa a andar delante. Pero antes, amigo, recuerda una cosa: será suficiente un mal paso, un movimiento, para que te deje la piel como una coladera.

Asintió el otro con un movimiento de cabeza.

Sacó el caballo de la cuadra, una vez lo hubo ensillado.

Salton detúvose un momento junto a los caídos. Arango debía haber expirado hacía muy poco. Permanecía boca arriba, con los ojos abiertos, el rostro extremadamente congestionado.

La verdad era que había dado demasiado que hacer en pocas horas y hasta estuvo a punto de costarle la vida. No se alegraba de su muerte, pero tampoco lo compadecía.

Abrieron la puerta del local, forzando la cerradura. Después de algunas pesquisas, encontraron las pertenencias de Salton. Este se sintió contento. Había perdido algún tiempo en aquel maldito pueblo, pero, a fin de cuentas, conseguía mucho de lo que había buscado.

Sin embargo, antes de alejarse, antes de montar en el corcel, volvióse hacia aquel tipo, diciéndole:

—Volveré si esa ruta es un engaño. Y ya puedes esconderte entre las piedras de esa montaña que nos contempla, que daré contigo.

Saltó sobre la silla y espoleó al animal.

CAPITULO IV

Durante las horas del día, a partir del momento en que Joe Salton abandonó Gold Point, se vio obligado a guarecerse en los farallones del imponente desierto que atravesaba. Había tomado la ruta del Norte primero, para inclinarse después hacia el Oeste, cruzando, varios días más tarde, la frontera de California con Nevada.

El sol parecía plomo derretido.

Gracias a las huellas que encontró en los estrechos caminos que se abrían entre la salvaje floresta desértica, fue hallando los pozos de agua potable, caliente y sucia en algunos momentos, pero lo suficientemente buena para calmar la sed del jinete y de su caballo.

En algunos lugares, la presencia de osamentas de animales abandonados en la infernal ruta, demostraban a Salton la dureza de aquella tierra, la infertilidad de aquellas inmensas llanuras, la terrible consecuencia de un clima hostil, salvaje, terriblemente traicionero.

Por las noches, el aire fresco parecía revivificar al hombre y al caballo. Y era entonces cuando ambos hacían las jornadas más largas y más duras, siempre orientándose hacia el Oeste, siempre adivinando el lugar donde aquellos pozos de agua potable podían asegurar su supervivencia.

Así, durante muchos días, durante muchas jornadas de camino, tan solitario como lo estuviera la tumba en un cementerio, caminó sin casi descansar lo suficiente. El caballo daba pruebas de una enorme resistencia física.

Cuando Salton lo hallaba muy cansado, hacía alto, esperaba, dosificando el esfuerzo del animal. Sólo porque consideraba que, aparte de que era una criatura de Dios a quien amparar, si perdía aquel medio de transporte estaba perdido sin remedio.

Cuando después de veinte duras jornadas descubrió a lo lejos las casas de adobes de un pueblo, sintió una alegría extraña y profunda.

Aquella visión marcaba el primer tramo de un objetivo que se había impuesto.

Descubrió el curso de un río: el Owens.

Aquello era totalmente distinto de lo que había visto, de lo que había cruzado. Ante él la floresta era muy diferente. Los árboles de coníferas trepaban por las lejanas laderas de las montañas. Las orillas de aquel río estaban sembradas de adelfas, de cañaverales, junto a los álamos de hojas perennemente movibles o temblonas.

Salton leyó, en un cruce de viejos caminos, el nombre de aquel pueblo: Bishop City. El cartel indicador marcaba tres millas hasta él. Y aquellas tres millas se le antojaron al vaquero como un paseo por el mejor camino o la mejor calzada de la más populosa de las ciudades.

El fantasma del desierto había quedado a su espalda.

Muchas veces, en su odisea, descubrió, sobre los altos y gigantescos cactos, al pie de las estribaciones de los farallones, la silueta de algún buitre, de algún buharro. Y observaba, aun cuando no lo veía con claridad, mas lo adivinaba, los redondos ojos de las aves carniceras posados fijamente en él y en su caballo.

Pero, por esta vez, los buharros y los buitres no habían encontrado una presa propicia.

Se alegró al pensarlo ahora. Se alegró de no haber sido pasto de las aves comedoras de carroña, de los coyotes y de los chacales.

Dejó que el caballo anduviera con calma, sin excitarlo. Ya no había ninguna prisa en llegar. Lo que allí encontraran era nuevo para él, totalmente distinto de lo que había ocurrido en Gold Point, aun cuando todo aquello le sirviera de una gran experiencia.

No debía dejarse sorprender de nuevo.

Pero Bishop City, ¿era lo mismo que Gold Point?

Pensó que ninguna ciudad, ningún pueblo podía ser como aquel casi habitado exclusivamente por mejicanos salvajes, amigos de la rapiña, de la traición y de la alevosía.

Hacia mediodía, bajo un sol de fuego, alcanzaron la calle Mayor del pueblo. Estaba solitaria. Muchas de las viviendas aparecían en rumas y esto hizo comprender a Salton que muchos de sus habitantes se habían marchado de allí, por causas que desconocía por completo, pero existiendo para ello una razón poderosa.

La que fuera, él lo ignoraba.

Recordó entonces que le quedaba poco dinero.

Sin embargo, consideró que tampoco le faltaría, ya que el tiempo que pensaba estar allí, lo mismo que en otros pueblos, sería escaso. Líe todas maneras, el dinero alcanzaría su fin, Trabajaría en cualquier rancho una temporada, para reponerlo.

Busco la cuadra de alquiler.

Bishop City era una ciudad mucho más grande, más populosa, incluso, que Silverpeak. Las gentes, aun cuando existía la mezcla del mejicano y el indio, era casi toda americana, es decir, yanky. Había vaqueros de todas las cataduras, gentes que debían trabajar en los ranchos de la comarca, de al lado contrario del desierto, limitado por la corriente del Owens.

En la cuadra no tuvo dificultades.

Pagó por adelantado y buscó la posada, una especie de hotel que sólo llevaba el nombre de tal, y en donde halló gentes de la peor ralea. Sin embargo, él poco tuvo que ver con ellas.

Durmió algunas horas.

Cuando se levantó, cambióse de atuendo, echando mano a lo que tenía en la impedimenta. Enfundó un solo revólver y se echó a la calle.

No podía perder el tiempo.

Buscó los lugares más céntricos de la población. De noche, con los faroles de petróleo alumbrando las calles, Bishop City tenía el verdadero aspecto de una buena ciudad. Los establecimientos de bebidas eran numerosos. Halló a su paso algunos salones de baile.

Entonces recordó el día de la semana.

Era sábado.

Las gentes deambulaban alegres por las calles. Oíanse sus risas, sus bromas, todo ello mezclado con el sonido musical de los saloons, dedicados a estas diversiones.

Y entró en uno de ellos.

Ni siquiera se detuvo a leer el nombre, quizá pomposo, que podía leerse en la fachada.

El interior le decepcionó bastante, aun cuando él estaba acostumbrado a ver y visitar lugares muy parecidos a aquél. Era amplio el local. Las mesas estaban alineadas a ambos lados, dejando en el centro un ancho pasillo. El mostrador era largo y amplio, y en cada extremo se apilaban los frascos de bebidas. En el centro de la húmeda madera estaba la caja registradora del dinero y, junto a ella, una mujer joven, que a Salton se le antojó bonita.

Había dos camareros, uno de los cuales podía ser el dueño. Al fondo, cerca de un tosco escenario, donde un grupo de muchachas cantaban y danzaban, a los acordes de un piano de cola, pulsado por un hombre de edad madura, estaba la ruleta.

Oía la voz ronca, áspera y autoritaria del croupier, que cantaba las jugadas.

Escuchaba las maldiciones o los gritos de alegría de los que perdían y ganaban en cada puesta. Más allá de la ruleta, sobre la pared frontal del saloon, mesas de verde tapete, donde habían organizado una verdadera timba. La luz de varias lámparas de petróleo iluminaban el artesonado, de un estilo viejo español, obra quizá de los que colonizaron el país en distintas épocas evolutivas de la conquista española y mejicana.

Salton llegó hasta el mostrador, cerca de donde estaba la mujer encargada de la registradora. Bebió una cerveza y pagó su importe. Luego haraganeó alrededor de las mesas de juego, de la ruleta, del escenario, en el cual continuaba la fiesta entre el griterío de muchos de los presentes. Pero en ningún momento dejó de examinar el rostro de los hombres que hallaba a su paso, de los que entraban o de los que se levantaban de sus asientos, buscando la puerta de salida.

La esperanza de hallar la pista que buscaba, le obsesionaba.

Sin embargo, ni aquella noche ni muchas de las que siguieron, dieron al vaquero la pauta necesaria a sus fines. Visitó con mucha frecuencia aquel local, incluso cambió palabras con la bonita muchacha rubia de la caja registradora. Esto motivó una especie de amistad, que a Salton le interesaba, no sólo ir conservando, sino aumentando progresivamente.

En varias ocasiones acompañó a la dama a su domicilio, ya a altas horas de la noche. Y esta intimidad fue en aumento.

Aquella mujer era agradable. No debía tener más de treinta años y en su rostro no había hecho mella la vida dura de aquella parte del Oeste. La respetaban y nunca los hombres se propasaban con ella.

Así, a través de sus palabras, supo muchas cosas interesantes. Bishop no tenía sheriff, según le manifestó. Al último lo habían hecho «enfermar» de una indigestión de plomo.

Libres de la ley, los hombres de la frontera, los pistoleros y los ladrones frecuentaron la ciudad. Magda Lorne conocía a algunos de ellos. Su jefe, el dueño del establecimiento, solía tener amistad con todos, y todos ellos veían en el tabernero a un amigo incondicional que sabía fiarles el whisky que llevaban a su guarida, el que pagaban religiosamente cuando había una entrada de dinero, producto de un botín.

La vida de ella se deslizaba monótonamente. Estaba sola, según dijo, y no recordaba que le quedaran parientes en el mundo. Por lo demás, se había aclimatado a aquello, y había rechazado la proposición de matrimonio de los rancheros de más allá del Owens River.

A Salton no le atraía la mujer, bajo ningún concepto.

Aguantaba sus charlas porque le interesaba. Sin embargo, nunca se atrevió a preguntarle si había conocido a Dinant o a algunos de sus hombres, por temor a que esta pregunta despertara en ella sospechas que pudieran perjudicar su labor.

Aquella noche, una más entre tantas, con los bolsillos casi vacíos, Salton se encaminó al local, como de costumbre. Su visita a Magda fue obligada. Ella lo recibió con la coquetería propia de la mujer que se cree interesar a un hombre apuesto como el vaquero.

—Esta noche —dijo el vaquero— tengo una mala noticia que darte, Magda.

Ella se puso seria.

—¿Qué ha pasado, Joe?

—Mañana me marcharé de aquí.

—Nunca me has dicho que pensaras marcharte.

—Es cierto, pero alguna vez habría de ser.

—No encuentras aquí lo que quieres, ¿verdad?

—No busco nada, simplemente.

—¿Por qué has venido, entonces?

—Quizá por placer.

—Nos hemos conocido, quizá un poco profundamente, Joe. Y creo que te echaré mucho de menos.

—Pronto se te pasará. Yo soy uno de esos tipos extraños, una de esas aves de paso, emigradoras, que nunca están a gusto en un punto solo. Me agrada ir de un lado para otro, ver cómo viven las gentes y cómo me adapto a cada clima.

—¿Nunca has pensado en detenerte?

—Algunas veces.

—Pero no ha sido posible.

—Esa es la verdad. Alguna vez tuve la sensación de que debía hacer alto en mi camino, buscar una mujer, casarme con ella y crear un hogar. Pero luego esas extrañas ansias se apagaron pronto. Y volví a caminar, como un errante vaquero.

—Si siempre caminas, ¿cómo vives, entonces?

—Te refieres al dinero, ¿verdad?

—Sí.

—Trabajo en algún rancho. Luego, cuando he conseguido una suma que puede cubrir mis necesidades durante algunos meses, vuelvo a poner pies en polvorosa. Siento, de verdad, marcharme. Hace unos días me hablaron de un tipo que podía darme trabajo. Estoy casi a cero de moneda, Magda.

—Yo tengo algunos ahorros.

—¿Es que piensas darme dinero?

—Podría prestarte una cantidad hasta que hallaras trabajo.

—Soy un vaquero que conoce bien el oficio. Y creo que encontraré trabajo sin dificultad. Además...

—¿Qué?

Ella lo miraba fijamente, con aquellos dulces ojos azules.

—Me han hecho una proposición.

—¿Quién?

—Un hombre llamado Dinant, Joss Dinant.

Salton escrutó el rostro de la mujer.

Pero no advirtió en ella ninguna impresión.

Y agregó:

—Me han dicho que ese Dinant vino hace algunos meses aquí y se estableció en alguna parte. Traía bastante dinero. Contrató hombres a los que paga bien.

La joven sonrió, burlonamente.

—Hay momentos —dijo— en que pareces un niño, Joe.

—¡Rayos! ¿Por qué me tratas como a un bebé?

—Porque ese Dinant no tiene ningún rancho.

—¡Cáspita! ¿Que no tiene rancho?

—Eso es.

—Entonces, ¿crees que me han engañado?

—Totalmente.

—Lo siento de verdad.

—¡Bah! Trabajar con Dinant es lo mismo que trabajar al margen de la ley.

—¿Conoces a ese tipo, Magda?

—Sí; lo conocí hace poco tiempo.

—De todas maneras, ¿por qué me habrán recomendado a él?

—Debió ser alguno de los miembros de su cuadrilla.

Salton simuló una carcajada, al mismo tiempo que golpeaba ruidosamente el mostrador.

—¿Vas a decirme que es un pistolero?

—Un ladrón, Joe.

—Creo que hablas en serio, Magda.

—Nunca hablé con mayor seguridad. ¿Quieres saber una cosa?

—Sí.

—No te conviene esa compañía.

—Eso mismo pienso yo. ¿Sabes lo que me ofrecieron?

—¿Cuánto?

—Quinientos dólares semanales.

—Eso es una fortuna, Joe.

—Una inmensa fortuna.

—Que debes conseguir robando, matando, asesinando. Es un precio demasiado bajo para que un hombre se pierda por él.

Salton no replicó.

La miró fijamente.

—A veces pienso que eres la criatura más encantadora de toda la creación, Magda. Y siento contra mí una indignación profunda, cada vez que considero que no soy de esos hombres capaces de echar raíces en un punto, capaces de detenerse, buscar a la mujer amada y crear ese hogar.

—Estás dominado por la costumbre de una vida errante, Joe.

—Es posible que lleves razón.

—¿Por qué no pruebas a quedarte aquí?

—¿Trabajando con Dinant?

—Trabajando honradamente.

—Honradamente nunca sacaría lo necesario para establecer un rancho. No me gusta el dinero fácil, es decir, el dinero que puedan darme por robar o por matar. Y el honrado está tan lejos que no puede uno hacerse demasiadas ilusiones de prosperidad. ¿Sabes una cosa?

Ella lo miró muy seria.

—¿Qué vas a decirme?

—Me gustaría quedarme.

—Hazlo. ¿Crees que significo algo para ti, Joe?

—¡Qué cosas dices!

—Responde a mi pregunta.

—Claro que significas, Magda.

—Sólo como una buena... amistad, ¿verdad?

—Tal vez algo más.

—Eres un embustero, Joe. Y no me gusta que me enganen.

—Yo nunca lo haría contigo.

—Entonces, quédate.

—Tendré que pensarlo.

—Tengo dinero para establecer ese rancho a la entrada de un lugar maravilloso, del lugar más hermoso de California: el Valle del Yosemite. No está muy lejos de aquí, Joe, hacia el noroeste, a unas cien millas de aquí. Una vez estuve en él, ¿sabes?

—Si tan hermoso era, ¿por qué demonios viniste a este antro?

—Son cosas de la vida, cosas que ocurren, Joe. Ahora tengo la oportunidad de volver contigo. Sería para mí lo más maravilloso, lo más bonito de este mundo.

Pese a aquella conversación, Salton jamás descuidaba su vigilancia. Habían entrado algunos hombres en el local. Uno de ellos, sobre todo, parecía decirle algo, aun cuando no había visto su rostro con claridad.

Lentamente cambió de posición, mientras parecía escuchar las palabras de la muchacha, alusivas a las maravillosas regiones de California, a las bellezas de aquel valle, semejante a un paraíso.

Los tres hombres que habían entrado se colocaron a su izquierda y pidieron de beber.

Hablaban animadamente, aun cuando sus palabras, por tener que escuchar las de la joven, casi no llegaban con claridad hasta el vaquero. Pero pudo volver varias veces la cabeza y examinar el rostro del tipo que le había llamado la atención.

Una sensación extraña dominó todo su ser.

La muchacha debió advertirlo, porque preguntó:

—¿Te sientes mal, Joe?

—No; no es nada. De repente había recordado algo.

—¿Qué es?

—Una promesa que hice a un amigo.

—¿A un amigo?

—Eso es. Era casi un hermano mío. Le dije que alguna vez nos encontraríamos en alguna parte del Oeste. He visto salir a un hombre que se parecía extremadamente a él, y quiero detenerlo. Vendré en seguida, Magda.

Sin esperar la respuesta de ella, abandonó el local.

Los otros ni se habían dado cuenta de su presencia.

Con paso rápido llegó al bordillo de la acera. Allí examinó los caballos y observó que tres de ellos estaban sudorosos, con los belfos cubiertos de espuma. Uno era bayo, inconfundible.

Joe Salton casi corrió acera arriba, para alcanzar en poco tiempo la cuadra de alquiler. Habló brevemente con el dueño, ensilló su caballo y lo llevó de la brida hasta situarse a unos metros de distancia de la taberna. Allí esperó pacientemente.

Cuando los hombres que buscaba hubieron refrescado, salieron. Por espacio de algunas horas recorrieron los locales de la ciudad, regresando, hacia la medianoche, a donde estaban los corceles. Entonces montaron en ellos y, al paso de los animales, abandonaron la población hacia el Oeste, en dirección a la vertiente de las montañas.

En aquel tiempo, muchas gentes habían regresado a sus hogares. La calle Mayor de Bishop City estaba casi solitaria.

Salton montó en su corcel. Aquello era nuevo para él, nuevo para desentumecer sus miembros anquilosados durante tanto tiempo de inactividad, nuevo porque la pista que buscaba estaba ahora segura.