CAPITULO PRIMERO
El hombre clavó la mirada en el jinete que descendía la vertiente montañosa. Aun no estando a una gran distancia, no acababa de reconocerlo. Sin embargo, su figura, la manera de montar sobre aquel animal, decíanle, a simple vista, que era un individuo al que más de una vez había tenido delante.
Saltó la cerca del corral del pequeño rancho ganadero y avanzó algunos metros hacia el camino. Tras él quedaba la casa ranchera, casi sin terminar de construir, con sus amplias dependencias, los grandes heniles que, quizá a no tardar, albergarían en su interior el forraje necesario para una manada de ganado, en la época de la sequía, muy frecuente en aquel territorio de Nevada.
Joe Salton posó, casi sin darse cuenta, la diestra en la negra culata del revólver. Un sentimiento extraño le asaltaba. Sabía, por pura figuración, que el hombre que caminaba hacia él no era un enemigo. Quizá tampoco fuera un amigo en el cual se pudiera confiar plenamente, pero no había razón para que sus nervios se alteraran, para que la belicosidad que llevaba dentro, que no podía reprimir, saltara al primer pensamiento borrascoso.
El jinete que se aproximaba debió descubrirlo.
Entonces, sin detenerse, avanzó rectamente hacia él.
Salton lo reconoció.
Era Bucky Land, ayudante del sheriff de Silverpeak, ayudante de su hermano Frank Salton, el mejor comisario de cuantos habían pisado aquella comarca, el hombre más íntegro de todos los que abrazaron el difícil trabajo de defender e imponer la Ley.
El sujeto pareció tomarse un respiro. Desde Silverpeak hasta el lugar donde los Salton estaban levantando su hacienda, había una distancia de más de doce millas. Aquel hombre parecía haber cubierto, sobre el sudoroso caballo, la docena de millas sin descanso. Y esto le hizo comprender que algo extraño ocurría, que algo demasiado peligroso podía estar cerniéndose sobre la ciudad, sobre el individuo que llevaba a su espalda la responsabilidad de administrar el orden y la justicia.
Joe avanzó algunos metros.
Bucky lo miró.
A pesar del enorme sudor que cubría su rostro, de lo agitado de su pecho, estaba empalidecido. La voz le tembló, cuando dijo:
—He venido a buscarte, Joe.
—¿Quién me llama, Frank?
—Es mejor que vengas conmigo... ahora.
—No me gusta que me anden con rodeos.
—Han matado a tu hermano.
Joe Salton pareció paralizarse de repente. Su rostro comenzó a empalidecer poco a poco, al mismo tiempo que sus manos se crispaban en un ademán de dolor, de rabia, de impotencia. Casi sin poder contenerse, avanzó, tiró del hombre, desmontándolo del caballo. Ahora el gesto de aquel sujeto estaba descompuesto, apretados los labios, cristalizada casi la mirada.
—¿Quién fue? —preguntó, rudamente.
—La banda de Joss Dinant.
Los brazos del vaquero cayeron a ambos lados del cuerpo, vencidos por la dura realidad.
Era notoria la estrecha amistad que unía a los hermanos Salton en la región, a la que habían llegado unos años antes, procedentes de un lugar que todo el mundo ignoraba. Pero habían dado a la salvaje región de Silverpeak la seguridad de que siempre habían carecido, la estable administración de una justicia que nunca se inclinaba al soborno, que jamás se apartaba de la imparcialidad que debe presidir los actos del hombre llamado a regir la verdad y la razón.
Y Frank Salton, según le estaba diciendo aquel hombre, había muerto.
—¿Cómo? —preguntó, con voz silbante.
—De un tiro por la espalda.
—¿Joss Dinant?
—Puede. También pudo hacerlo alguno de su cuadrilla. Habían llegado al pueblo anoche. Desde hacía algún tiempo, Dinant y sus secuaces se habían mantenido alejados de la ciudad, en plena serranía. Era evidente que la presencia del sheriff los obligaba a guardarse de enfrentarse con él abiertamente. Pero esta madrugada dieron señales de vida. Se habían ocultado en la taberna del viejo Samuel Harding, al que debieron amenazar con colgarlo si denunciaba su presencia a Frank en cualquier momento. Y cuando todo el pueblo quedó en silencio, entonces empezaron su trabajo.
Enmudeció unos segundos.
Luego, viendo que Joe no le interrumpía, agregó:
—No cabe duda que el objetivo de esa banda era el Banco. Apostaron a un hombre en las inmediaciones de éste. Hicieron saltar la puerta y penetraron en el establecimiento bancario. Frank estaba en vela. Ya sabes que muchas noches se las pasaba trabajando, para echarse a dormir cuando llegaba el alba, seguro de que de día, como solía decir, los bandidos no eran capaces de atacar a la ciudad. Yo iba detrás de él, a pocos pasos de distancia, cuando cruzó la calzada. Entonces, el disparo de un rifle, a pocos metros de distancia, lo atravesó de parte a parte. Era asi como podían matar a Frank, porque nadie hubiera sido capaz de hacerlo cara a cara. Me arrojé al suelo. Cuando pude levantarme, seguro de que el rifle asesino no estaba en el lugar desde donde había disparado, Joss y sus secuaces cruzaban cerca de mí, a todo galope, para perderse en la semioscuridad.
Las últimas palabras de Land fueron entrecortadas.
Era evidente que todavía el ayudante del sheriff estaba dominado por la impresión del terrible momento que había vivido.
—No pudiste detener a ninguno, ¿verdad?
—Disparé contra el último.
—¿Y qué?
—Cayó del caballo.
—¿Muerto?
—solamente herido.
—¿Dónde está?
—Lo encerré en la cárcel.
Joe no replicó.
Regresó a la hacienda.
Unos minutos más tarde salía del rancho, encaminando sus pasos hacia el lugar donde estaban los establos. Llevaba un caballo de la brida cuando volvió a aparecer delante del ayudante de su hermano.
No despegó los labios. Pero Land advirtió en los ojos grises de aquel hombre una fiereza indomable, un gran deseo de desquite. Montó en la silla y volvió la cabeza hacia Land, diciendo:
—Vamos.
Y espoleó al animal, lanzándolo a galope.
Ninguna palabra se cruzó entre ellos en todo el tiempo que duró la marcha.
Algunas veces, el ayudante del sheriff muerto, tenía que esforzar la carrera de su cansada cabalgadura para poder correr al alcance del jinete que le precedía. Y en muchas ocasiones los ojos de Land miraban la arrogante figura del jinete, mientras que en sus labios se dibujaba una extraña sonrisa.
Joe estaba hundido en sus pensamientos.
No acertaba a comprender por qué su hermano, uno de los hombres más rápidos de la comarca, estaba muerto. Había vivido situaciones de enorme peligro en muchos instantes de su vida salvaje, de aquella existencia de continua alerta. Quizá en algún momento su piel estuvo mucho más comprometida que aquella en que las gentes de Dinant lo habían matado. Y casi no acertaba a hallar una explicación que fuera prueba fehaciente del por qué su hermano se había confiado.
Ahora todo estaba terminado.
La vida de aquel hombre marcaba una etapa en la frontera de la Unión. Los hechos de armas en los cuales había tomado parte, la ejecutoria de su propia responsabilidad, su figura de hombre de bien, todo, en una palabra, revelaban al mejor sheriff que Silverpeak había tenido en muchos años.
Se daba cuenta de que todo había terminado para ellos. Durante largos meses, los dos hermanos estuvieron madurando aquel plan de establecerse, de que Joe se hiciera cargo de la hacienda y él, Frank, empleara su tiempo en la administración de un rancho que habría de hacerles, con el tiempo, millonarios. Todo estaba bien pensado, bien madurado. La parte en que la hacienda habría de levantarse era la más importante, la más próspera del país. Bastaría con que allí se condujeran algunos centenares de cornilargos de Tejas, de Hereford o de cualquier otra raza bovina, para que en poco tiempo el esfuerzo sobrehumano, honrado, de ambos hermano, tuviera el éxito pleno que ambos deseaban.
Pero la muerte de Frank había venido a cambiar por completo todo aquel sistema de organización. Con él se hundían para siempre todos sus proyectos.
Inclinado sobre la silla del corcel, Joe Salton examinaba, con ojos de mirada penetrante, la vasta extensión de la llanura. Más allá de la cadena de peladas montañas que quedaban a la izquierda de su camino, estaba el desierto, y hacia el fin de la frontera de Nevada con California, el fatídico Valle de la Muerte.
Aquellos hombres que habían huido no podían establecerse en unas montañas en las cuales su propia vida hubiera sido un calvario. Era evidente que habrían tomado un camino distinto, buscando, seguramente, el paso hacia otro de los territorios de la Unión, fuera de la acción de la Ley de Nevada. Y si era cierto que habían logrado un buen botín, entonces su fuga hacia California o Arizona era un hecho concreto.
Todas estas consideraciones pasaron por la mente del vaquero. Sabía que tenía una misión importante que cumplir en adelante; sabía que era necesario que siguiera la pista de aquellos hombres, que los devolviera al lugar donde habían cometido su delito; sabía que no era una tarea fácil la suya, en cuya misión podía encontrar la muerte; pero era necesario que la llevara a cabo, por encima de todas las cosas, aun cuando esto fuera lo último que hiciera en este mundo.
No podría quejarse en Silverpeak a nadie. No podía pedir a nadie responsabilidades por haber abandonado al sheriff, por haberlo dejado solo ante un peligro mortal. Porque Frank era de los hombres a quienes gustaban hacer las cosas solos, a los que no les gustaba que otras gentes puedan morir o salir dañados de un lance, cuando en verdad su misión, su deber, no eran otros que luchar por el bienestar de aquel pueblo que lo había elegido y cuyos contribuyentes aportaban el dinero necesario para formar un sueldo que, sin ser espléndido, era, al menos, suficiente para las necesidades del sheriff.
Por esta misma razón Joe no podía decir a aquellas gentes que habían dejado solo al sheriff en su trabajo. Esto sería lo último que hiciera, porque ninguna razón moral o material le ayudaban.
Sus pensamientos le abrumaban. Toda una época de sacrificios se derrumbaba ante su paso. Y había bastado la acción de unos hombres sin conciencia, de unas gentes sanguinarias, dispuestas a todo, para cortar la vida de aquel hombre y modificar por completo unos planes que hubieran sido maravillosos.
Ni siquiera miró hacia Land.
Land continuaba a su espalda.
Oía el repiqueteo de los cascos herrados de su caballo. Percibía el silbido del viento entre los escasos árboles que bordeaban la orilla del riachuelo. Pero nada de esto podía romper la hegemonía de aquellos pensamientos negros y que le abrumaban.
La vista de la población le hizo cambiar de actitud. Land se había colocado a su lado, había amainado mucho la rapidez de los corceles y estaba muy cansado el que montaba el ayudante de Salton.
—¿Dónde está mi hermano? —preguntó, de repente.
—En la oficina.
—¿Lo llevaste allí?
—Sí; me ayudaron algunas de las gentes del pueblo.
—Has dicho que cazaste a uno.
—Y es cierto.
—¿Lo interrogaste?
—No.
—Debiste haberlo hecho.
—Sólo dijo que la culpa era toda de Dinant. Por esta razón supe que eran ellos los asaltantes del Banco y los que habían matado al sheriff.
—¿Quién se quedó en la oficina al cuidado del preso?
—Reynold.
—¿Por qué él?
—Nadie quiso hacerlo. Las gentes estaban atemorizadas, Salton.
—No me gusta ese tipo; nunca me ha gustado.
—Le tomaste rabia aquella vez que discutisteis por una mujer.
—Yo no discuto con nadie. El estaba borracho, ¿lo recuerdas?
—Llevas mucha razón.
—Tampoco me gusta que siempre que hablo me des la razón, Land.
—¿Qué quieres entonces que haga?
—Rebatirme lo que digo. Ni siquiera acierto a comprender por qué mi hermano te tuvo tanto tiempo a sus órdenes.
—Sería porque le ayudaba algo, ¿no crees?
—O tal vez porque no tienes fuerza de voluntad para oponerte a lo que otro dijera. Han matado a Frank y tú estás vivo.
—¿Es que te pesa que no me hayan matado?
—No; no es eso, precisamente.
—¿Entonces?
—Es que no comprendo por qué mataron a Frank y no hicieron fuego contra ti. ¿Qué clase de arma llevaba mi hermano?
—Un «Winchester» de repetición.
—¿Y tú?
—Un rifle de cañón corto.
—No había ningún rifle de cañón corto en la armería de la oficina, ¿recuerdas?
Land se movió, nervioso, sobre la silla.
—Recuerdo que nunca lo hubo. Pero hace un par de días, en una batida, tu hermano se incautó de uno de ellos. Me gustó y lo tomé.
—¿Está allí?
—Reynold lo tiene.
—Reynold es un fracasado. Aspiraba al puesto de mi hermano hace algún tiempo, cuando se presentó por segunda vez a las elecciones. Y se sintió herido en su amor propio cuando no obtuvo ni siquiera una tercera parte de votos favorables. Nunca me ha gustado ese majadero.
—Hablas como si fuera un enemigo irreconciliable.
—No es amigo mío, simplemente. Sé la cara que tendrá. Sabe que, habiendo mi hermano desaparecido, nadie podrá hacerle frente en su lucha por el poder, es decir, por lograr la jefatura de ese pueblo. La verdad es que yo no estaré aquí cuando sea elegido. Pero tú sí volverás a tener un sheriff, al que ayudarás en su trabajo. Espero que le ayudes más que has ayudado a Frank Salton.
Espoleó de nuevo al animal.
Land se mordió los labios.
¿Por qué aquella manía de hacerle partícipe de su propio disgusto? Nunca había sido condescendiente Joe con él. ¿Por qué razón aquella adversidad, aquel odio que experimentaba en su presencia?
No sabía calificarlo.
Pero sintió un escalofrío en la medula espinal.
La calle de la ciudad estaba solitaria. Aquella calle Mayor había visto, en años anteriores, las peores luchas callejeras en una ciudad fronteriza. Y fue necesario que un hombre como Frank tomara el mando para que la tranquilidad imperase.
Ahora esa tranquilidad había desaparecido.
Joe lo sabía positivamente.
El caballo avanzó por la calle Mayor, al paso corto. Tras él, Land miraba a las gentes que se cruzaban a su paso. Algunos curiosos avanzaron hacia ellos y caminaron a su espalda, formando pronto un nutrido grupo.
Todos iban silenciosos, aun cuando los comentarios se suscitaban a cada momento.
Joe echó pie a tierra ante la oficina. Dejó el corcel en manos de Land y entró.
Vio a Reynold levantarse del asiento que ocupaba, echando abajo los pies de encima de la mesa, donde los papeles estaban revueltos. Observó la frialdad de su rostro.
—Todavía no eres sheriff, Reynold —dijo, con acento frío—. Recoge esos papeles y ponlos en orden. Luego, lárgate de aquí antes de que te haga salir de otra manera.
El hombre no pareció inmutarse.
Pero obedeció.
Después, silenciosamente, abandonó la habitación que servía de oficina al sheriff, para salir a la calle, abriéndose paso entre las personas congregadas ante la puerta.
Se detuvo en el bordillo opuesto de la acera, frente a la oficina del sheriff, y sonrió. Luego, cansinamente, casi arrastrando su gruesa humanidad, avanzó hacia la parte alta de la ciudad.
Reynold era un tipo de unos cuarenta años, rechoncho, de baja estatura. En su mofletudo rostro había esa viva sagacidad del hombre agazapado en sus propias convicciones, del hombre que se ha propuesto una meta y. hacia ella camina sin detenerse, sin apartarse un ápice del camino emprendido.
Por razones extrañas de la vida, tenía cierta amistad con Land. Y, a través de éste, conocía bien muchas cosas que los Salton ignoraban que ellos habían tratado. Pero esto no quitaba ni ponía valor a sus deseos. Aspiraba la jefatura del sheriff y tenía que conseguirla. Ahora su camino estaba libre.
Desde la puerta de la calle, apoyado en el quicio, Land vio a Joe acercarse al lugar donde estaba su hermano. No había lágrimas en los ojos del vaquero. Soportaba aquel momento con el estoico valor de hombres curtidos en la dura frontera de la Unión, con el convencimiento de que alguna vez aquella escena habría de presentarse.
Sin embargo, en el corazón de Joe, había una pena profunda. Lo vio Land inclinarse sobre el muerto, examinar la herida de entrada, así como la parte por la cual el proyectil había salido. Luego, silenciosamente, se dejó caer en una silla.
Algunos hombres entraron, cambiando con él algunas palabras, a las que Joe respondió con entereza. Fueron entrando y saliendo, dándole el pésame, poniéndose a su disposición para todo. El último en verlo fue el encargado de la funeraria. Con él estuvo conversando algunos minutos, mientras examinaba los documentos que permanecían sobre la mesa.
Land seguía inmóvil, sin atreverse a entrar, vigilándolo estrechamente.
Ahora el vaquero miraba, uno por uno, los papeles que, dentro de una carpeta azul, formaban un voluminoso legajo. Cada uno de ellos representaba la vida de un hombre, vivo aún o muerto hacía algún tiempo.
De repente, sus ojos se detuvieron en uno, el cual había estado buscando con escrupulosidad.
Leyó su nombre.
¡Dinant! Y murmuró también la cifra de cinco mil dólares que ofrecían por su cabeza.
No parecía haber rebasado los cincuenta años.
Pero su rostro era el del hombre hecho a, los avatares de una vida salvaje y terriblemente dura, a la existencia del ladrón, del asesino, endurecido por la rivalidad con la sociedad, por el temor a ser cazado y muerto en la horca. Un tipo peligroso en extremo, un hombre difícil de atrapar por la Ley.
Siguió buscando. Nuevos nombres acudieron a su mente. Había oído hablar de Dinant en muchas ocasiones. Había tenido la oportunidad de que su hermano enumerara a algunos de los granujas que formaban parte de su cuadrilla de malhechores. Y varios de estos tipos estaban allí, en aquel legajo, con una cifra tentadora por su cabeza, vivo o muerto.
Hizo una indicación a Land, que entró.
—Quiero que pongas encima de la mesa todo lo que ha pertenecido a mi hermano. Es posible que el enterrador venga de un momento a otro por él. Tú estabas solo cuando la gente de Dinant asaltaron el Banco. ¿Habló de algo?
—Ya sabes que era muy callado. Sin embargo, por la tarde...
—¿Qué pasó?
—Me dijo que Dinant estaba aquí.
—¿Sólo eso?
—Y que era posible que tuviéramos en qué entretenernos. Se echó a reír y se fue al bar de Samuel Harding, donde permaneció hasta la hora de la cena. Luego me relevó.
—Tú te marchaste, ¿a dónde?
—A casa.
—Tengo entendido que eres soltero y que no tienes a nadie.
—Es cierto.
—¿Vives solo?
—Desde luego.
—Con Reynold, ¿verdad?
—Reynold me cobra poco por darme una habitación.
—Entiendo. Y de ahí viene vuestra amistad.
—¿Qué tiene de malo?
—Nada.
—Haces las preguntas como si estuvieras acusando.
—En cierto modo, es posible que lo haga.
—No hay ningún motivo. He servido al lado de tu hermano...
—Muchos meses, lo sé.
—Y nunca tuvo quejas de mí.
—¿Sabes por qué?
—No; pero me gustaría saberlo.
—Porque mi hermano nunca te concedió importancia. Para él eras un instrumento al que se manda y obedece, una especie de ordenanza que sólo sirve para llevar y traer recados. Nunca fuiste, en su concepto, un verdadero ayudante al que pudiera darle órdenes concretas, en quien pudiera confiar, en caso de una lucha. Tú debes comprenderlo, Land. No vales para otra cosa. Ahora quiero que entiendas bien lo que voy a decirte.
El ayudante lo miró con fijeza.
Sentía una especie de hormigueo en la planta de los pies. No soportaba a Joe Salton, como él tampoco a él. Pero había algo en Joe que le dominaba, que le hacía sentir miedo a su presencia.