Capítulo 19
Cuando dejó a Carmen, a Leire le faltó tiempo para llamar a Julián y ponerle en antecedentes de la conversación con la secretaria de Luis Fernández. Lo hizo con prisas y sin excesivos detalles: estaba preocupada por llegar con rapidez a la redacción del diario y enfrentarse a la bronca del director; cuanto antes pasara el mal trago, mejor.
Julián la escuchó, atónito porque hubiese utilizado la información que le dio sobre la infidelidad de la mujer de Marín y el seguimiento del detective para entrar de nuevo en el terreno de la más pura investigación policial, en su propio terreno.
Pero apenas si le dio tiempo a reprenderla, estaba tan descolocado intentando asimilar que las fotos de Mónica y su amante habían sido manipuladas que cuando reaccionó y arrancó a hablar se dio cuenta de que ella ya había colgado. Volvió a marcar el número de Leire pero había desconectado el teléfono. Al cabo de unos minutos recibió un mensaje: «A las diez en mi casa, ¿ok? Me voy a Nueva York. Besos, Leire».
Leire subió al despacho de Gavela. La secretaria le dijo que estaba solo, escribiendo en el ordenador. Antes de que la anunciara ya se había colado. El despacho olía a alguna esencia que la mareaba, era como la de esos perfumes agridulces del jazmín en plena eclosión estival. Estuvo a punto de taparse la nariz, pero se contuvo.
—¿Puedo pasar? —le dijo con una sonrisa nerviosa por forzada.
—Ya lo has hecho. Llevo buscándote desde anoche. ¿Qué coño haces con el móvil apagado? ¿Sabes que el puto teléfono lo paga esta empresa para que estés a plena disposición y no para que ligues con tus novios?
—Disculpa, me quedé sin batería. En cuanto oí tu mensaje me vine directa…
—¿Sin batería? Vaya. Creo que te has quedado sin algo más que sin batería: ¡estás despedida!
Leire aparentó no inmutarse aunque las piernas le temblaron y el perfume del jazmín se le hizo tan intenso que pensó que podría llegar a perder el conocimiento. Cogió aire y le dijo con convicción:
—David, no me vas a despedir. Admito que estés cabreado porque he publicado en la web lo del asesino de Krugman, pero ayer no me hiciste ni puto caso cuando vine a contártelo y hoy… hoy tengo pistas que pueden dar un giro al caso.
—Estás despedida. Me importan un carajo de la vela tus pistas, nena. Lo dije muy claro: todo lo de Krugman ha de pasar por mí.
—Bien, me iré. No me interesa trabajar en un periódico decadente que se está cavando su propia tumba contando las grandes e interesantes exclusivas del político de turno que nos va a llevar al pleno empleo, mientras su director despide a la gente y hace oídos sordos a los temas que les pueden interesar a los lectores, y su editor es un cabrón que tiene valorada la profesión del periodismo peor que las putas de un burdel a destajo…
Leire no se reconocía en el discurso. Conforme fueron brotando las palabras de sus labios, Gavela tragó saliva antes de farfullar:
—Joder, nena. Tienes huevos…
—Mira David, a mí no me llames nena. Soy una periodista que se toma esto en serio. A pesar de que la brújula de mi director está desorientada, pensaba que serías capaz de saber cuál es el rumbo que hay que tomar en cada momento.
Gavela se fue ablandando ante el ímpetu de Leire.
—¿Qué tienes? —preguntó.
—Tengo que ir a Nueva York; lo de Krugman me lleva allí. Su antigua novia me ha contactado. Sabe algo, pero no me lo va a contar si no voy a verla en persona…
—¿A Nueva York? ¿Ese sitio que está a seis mil kilómetros y al que llegar en clase turista debe de rondar los seiscientos euros? A los sicarios del dueño de este burdel no creo que les haga mucha gracia…
Leire intuyó que Gavela estaba por la labor. Estaba convencida de que no la iba a despedir; en sus ojos adivinó que le apetecía fiarse de ella. Para acabar de inclinar la balanza a su favor, le contó con detalle, desde el principio, cómo había encontrado las anotaciones de Krugman en el post-it y el correo electrónico de Patrizia Newman, pero no le comentó nada sobre su encuentro con la secretaria del detective Fernández; pensaba que eso tomaría otros derroteros, o quizá simplemente lo intuía.
Convinieron en que Leire tendría un permiso retribuido de una semana para ir a Nueva York y que, si bien el viaje y el hotel no irían por cuenta de El Universal, Gavela admitió que le pasase gastos de restaurantes y desplazamientos particulares que tuviese en el pasado o que pudiera generar en el futuro a fin de compensarle hasta una cantidad en torno a los seiscientos euros. Leire pensó que esa trampa administrativa demostraba que el diario estaba francamente mal y que tenía los días contados, pero en el fondo su director se rebelaba contra ello.
Tras jurarle que no volvería a publicar nada en la web de la Paloma mientras él no diera su autorización, no solo la reafirmó en su puesto, sino que le financió el viaje a Nueva York.
Cuando salió del despacho de Gavela un corrillo de periodistas desviaron despistadamente la mirada. Habían estado merodeando por los alrededores como cuervos sobre la inminente presencia de un cadáver. Scream, el jefe de espectáculos, había hecho correr que Leire olía a muerto por haberse saltado las normas del director.
La vieron salir sonriente y solo les faltó, para aplacar su morbo, que Gavela fuera detrás de ella para decirle en voz alta «que confiaba plenamente en ella y esperaba sus noticias». Los redactores se dispersaron como ovejas atemorizadas ante un lobo hambriento.
Leire bajó hasta su mesa, llamó a Paola y le dijo que iba a buscar billetes para Nueva York y que quería que la acompañara.
—Tú estás pirada, tía. ¿A Nueva York una semana? Joder, es que estoy tiesa; ya sabes, hasta que no cobre de la editorial tengo lo justo para el alquiler…
—Yo me ocupo del hotel y te pago medio billete —le dijo Leire para convencerla—. Voy por un reportaje y el periódico me paga mi viaje. ¿Qué dices?
—Hostia, ¿ese periódico que no te envía ni la suscripción a casa porque le cuesta veinte céntimos diarios te va a pagar una semanita en Manhattan? ¿A quién se la has chupado, Leire?
—Deja de hacerte la ordinaria, por favor. Ya te contaré, pero te necesito. Necesito que estés a mi lado, Paola. Tengo miedo.
Lo dijo tan compungida que Paola se arrepintió al instante de haber bromeado con ella.
—Perdona, cariño, no pensaba… Ya sabes que puedes contar conmigo; ya me las arreglaré con la editorial. Nos vamos a Nueva York. No he estado nunca… ¡Hum! Desayuno con diamantes en Tiffany, King Kong colgado del Empire y Carrie haciendo el brunch con sus «manolos». Dime: ¿tendremos tiempo para todo eso en una semana?
—Yo tampoco lo conozco… Sí, claro que tendremos tiempo. Voy a mirar billetes para dentro de dos días, ¿vale? Luego lo hablamos en casa. Por cierto, he invitado a Julián. Iré pronto para preparar algo.
—Perfecto, yo estaré en casa perfumando de rosas esta fétida novela romántica, y luego he quedado con la editora a cenar. No os molestaré, os dejaré solitos —dijo Paola.
—No, que no es lo que te imaginas. Es que el caso de Krugman se complica y creo que a Julián no le gusta que nos puedan ver juntos por ahí, así que prefiero hablarlo en casa.
—Estupendo, cariño. Nos vemos, y no te preocupes por nada.
—¿Paola?
—¿Qué?
—Eres una amiga estupenda. Mi mejor amiga… Gracias.
—Anda, no te pongas romántica que ya tengo bastante con corregir cursilerías… Un beso, hasta luego.
Leire reservó dos vuelos para el miércoles con American Airlines directos desde Barcelona y con la vuelta para el martes siguiente. Le apareció en el buscador de vuelos un hotel en la calle 27 cerca de Madison Square Park que estaba en oferta. Le envió un mensaje a Patrizia Newman:
Llego pasado mañana a Nueva York, ya tengo los billetes en el vuelo AA061 de American Airlines y he reservado el hotel Gershwin que está en la 27 con Madison. ¿Y ahora qué?
Al minuto recibió la respuesta de Patrizia Newman:
Bien, tendrás noticias mías el jueves por la mañana en la recepción del hotel; por cierto bien escogido… es especial. No vuelvas a contactar conmigo. Te veo en NYC. Buen viaje.