Capítulo 15

A las nueve en punto de la mañana Barreta acompañaba a Carlos Marín hasta el despacho del inspector Ortega. Marín llevaba un traje azul oscuro y camisa blanca con corbata. Julián pensó que no era la forma de vestirse en domingo, salvo que tuviese alguna reunión importante a continuación o quisiera dar una imagen de persona seria y ocupada; se inclinó por lo último.

Le invitó a sentarse. Barreta los dejó a solas. Julián notó a Marín nervioso: cruzaba los dedos de las manos continuamente y cuando se apercibía de ello no sabía dónde colocarlas. Hizo ademán de sacar un paquete de cigarrillos pero al momento cayó en la cuenta de que estaba prohibido fumar y volvió de nuevo a juguetear con sus manos.

—Tranquilícese, señor Marín. ¿Sabe por qué le he mandado llamar?

—Pues… realmente no. Sé que está investigando lo de Krugman; mi mujer me dijo que estuvo usted ayer en su despacho. ¿Se trata de eso?

Julián pensó que era normal que su mujer le hubiese comentado la entrevista que tuvieron y, al mismo tiempo, no pudo evitar compararle con ella, tan desenfadada y desenvuelta y él tan acicalado e inquieto. Supuso que eran un matrimonio bien dispar. Optó por asegurarse de que no sabía por qué estaba allí.

—¿No ha leído los periódicos hoy?

—La verdad es que no he tenido tiempo. Suelo hojearlos mientras desayuno, pero hoy… —se justificó Marín.

—No se preocupe, eso no es un delito —dijo Julián intentando bromear para que se tranquilizase—. Entonces no sabrá que han asaltado el despacho de un detective privado en Barcelona.

A Carlos Marín le cambió el semblante. Se desanudó ligeramente la corbata y sacó un pañuelo blanco del bolsillo para limpiarse las gotas de sudor que se deslizaban por su frente.

—¿Tiene calor, señor Marín? Puede quitarse la chaqueta. En la comisaría nos obligan a tener el aire acondicionado a 22 grados. Ya sabe, ahorro de consumo y esas cosas del medio ambiente…

Marín colgó su chaqueta en el respaldo de la silla y pareció relajarse algo.

—No. No me he enterado de nada, pero en cualquier caso sigo sin saber…

Julián le interrumpió.

—Ese detective se llama Luis Fernández, y al parecer tenía tratos con usted, señor Marín.

Carlos pasó del nerviosismo a la irritación, pero prefirió ponerse a la defensiva.

—Inspector, creo que se equivoca. Yo no tengo tratos con detectives privados. Y en cualquier caso, no sé qué tiene que ver ese robo conmigo.

—Mire, Marín, tomemos esto como extraoficial. Nada de lo que diga le perjudicará. Me gustaría que la conversación fuera sincera; si en algún momento entiende que va en contra de sus intereses la dejamos y se busca usted un abogado… Por el momento nada de eso es necesario, pero es imprescindible que colabore. Estoy convencido de que usted no tiene nada que ver con ese robo, pero tenemos pruebas de que estaba en contacto con el detective Fernández; de lo contrario no le haría perder su tiempo.

—¿Pruebas? En ese caso, inspector, le ruego que me explique por qué estoy aquí. Dígame lo que le ha dicho ese detective sobre mí y yo le diré si es o no cierto.

Julián no quiso seguir dando más rodeos; Marín era de los que iban directamente al grano y no le interesaba que se bloquease y acabara por no sacar nada en claro de él. Pero de momento no quería decirle toda la verdad y jugó de farol.

—Fernández nos ha dicho que usted le hizo un encargo sobre un asunto digamos que… delicado. ¿Me lo va a contar, señor Marín, o prefiere que se lo diga yo?

Julián consiguió desarmarlo: debió de creer que el inspector estaba al corriente de la infidelidad de Mónica. Marín pensó: «A saber lo que habrá hablado con ella». Ya todo le daba igual. La tensión de las últimas horas pudo con él.

—¿Usted cree que Krugman estaba liado con mi mujer? Ese detective Fernández, al que contraté para que la siguiera, fue incapaz de sacar una buena foto… —Se derrumbó. Se cubrió la cara con el pañuelo e hizo como si se sonara la nariz.

Más tarde, cuando se hubo calmado, le contó con detalle desde las primeras sospechas sobre su mujer hasta los encuentros con el detective privado y el robo del maletín y su devolución posterior sin las fotos de Mónica haciendo el amor con un desconocido. Le dijo que el detective había recibido una llamada de alguien que estaba interesado en saber quién había hecho el encargo y que en ningún momento le había pedido dinero por las fotos. Julián le pidió que describiera a la persona que había tropezado con él en la terraza de la cafetería y se había llevado el maletín. Luego le enseñó el retrato robot del supuesto asesino de Krugman.

—¡Es él! —dijo Marín—. Se parece mucho al hombre que me robó las fotos. Lo vi por un instante, pero es él seguro. Inspector, ¿tiene las fotos? ¿Quién es ese hombre?

—No, no las tenemos. Se han llevado la mayoría de archivos. Y en cuanto a ese hombre, de momento es sospechoso de la muerte de Krugman.

—¡Dios mío! Llamaré a Fernández y…

—No va a ser posible, señor Marín; Fernández está en coma. Le han dado una buena paliza. Los médicos creen que no saldrá de esta.

Marín se cubrió la cara con las manos horrorizado.

—Pero ¿qué está pasando inspector? ¿Por qué yo?

—No lo sé todavía, pero quisiera que estuviera en contacto conmigo. Cualquier cosa que vea o de la que sospeche debe decírmela inmediatamente. No quiero asustarle, pero creo que, mientras esto no se aclare, su vida puede correr peligro. ¿Se lo ha dicho a su mujer? Me refiero a lo que ha descubierto de ella…

—No, no he sido capaz, inspector. Lo he intentado, pero no he tenido valor. No sé cómo afrontarlo. ¿Cree que Krugman era su amante? —Volvió a repetir Marín con ansiedad por saber su opinión.

Julián lo había pensado pero, si bien no lo tenía descartado, para él la infidelidad de Mónica Lago apuntaba hacia otra dirección. No quiso especular con ello, de todas formas.

—Me temo que, por ahora, solo le puede responder ella. Si fuera así sería muy relevante para nuestra investigación. ¿Se lo va a preguntar usted?

Marín bajó la cabeza: era un hombre deshecho e incapaz de tomar iniciativa alguna. Julián interpretó que prefería que lo averiguase él.

—Inspector, de hombre a hombre, estoy hecho un lío. Jamás me había pasado algo igual. Yo quiero… bueno, no sé, quería a Mónica. No sé qué ha podido pasar. Tampoco sé si debo salvar mi matrimonio. Estoy pillado. Si lo nuestro se rompe puedo perder la mitad del valor de mi empresa… No sé qué decirle. ¿Usted que haría?

Julián se quedó pensativo y finalmente respondió:

—Buscar la verdad: buscarla cueste lo que cueste, señor Marín. Saber con quién y por qué su mujer le ha sido infiel. Si no lo hace usted, lo haré yo. Es mi obligación. Ahora dígame: me ha contado que el hombre que le robó el maletín tropezó con usted en la cafetería; está claro que le seguía desde el despacho del detective. ¿Le dijo algo?

—Solo se disculpó. Me dijo que lo sentía. Me derramó el vaso de whisky intencionadamente… Recuerdo que me pareció extranjero; sí, hablaba un mal castellano, quizá su acento era inglés, pero no le puedo decir…

—¿Y el que llamó al detective Fernández interesándose por quién había contratado los servicios para seguir a su mujer, le dijo si tenía acento extranjero, también?

—No me lo dijo, pero seguro que de ser así me lo hubiese comentado. Me dijo que le parecía un caballero educado y ya le he explicado que no le pidió dinero. ¿Cree que no era la misma persona que robó mis fotos?

—Seguramente fue otra persona.

—¿Y qué podía buscar? No pidió dinero. No volvió a contactar con Fernández nunca más… ¿Qué podría querer? ¿Por qué me devolvió el maletín sin las fotos?

Julián no le contestó. No tenía la respuesta. Empezaba a tener algunas de las piezas del puzzle pero no sabía qué imagen había que formar.

Despidió a Carlos Marín, que se fue arrastrando los pies por las dependencias de la comisaría de Les Corts, con la chaqueta colgada del hombro y la mirada perdida. Le dijo que pasara el lunes para hacer una declaración: el hecho de que el posible asesino de Krugman y el que le había sustraído el maletín con las fotos pudiera ser la misma persona le llevaba a pensar que, a su vez, este podía ser el que había dejado fuera de juego a Fernández.

Se quedó pensando en que él jamás le preguntó a su mujer por qué ya no le quería, y quizá no lo hizo porque no le apetecía conocer la respuesta: no deseaba saber la verdad. Entendió mejor a Carlos Marín.

Para Julián el caso de Krugman empezaba a tomar cuerpo: definitivamente su muerte tenía que ver con el entorno de los Marín y el periodista sabía algo que le costó la vida.

Consultó la libreta donde había anotado el contenido del post-it de Krugman y garabateó con el bolígrafo un círculo sobre las letras «L. F.»: coincidían con las iniciales de Luis Fernández y supuso que no era por pura casualidad.

Si todo era como pensaba, Belarmino Suárez, alias Krugman, sabía de la infidelidad de Mónica Lago y pudo ser él mismo quien llamó al detective con el fin de averiguar quién le había encargado su seguimiento.

Llamó al hospital Clínic para ver cómo seguía el detective Fernández; era necesario que hablase con él en cuanto estuviera algo repuesto. El médico de cuidados intensivos le dijo que acababa de fallecer.