Capítulo 16

Leire estaba bien dormida cuando sonó el timbre de la puerta. Lo oyó pero esperó a que quienquiera que fuese dejara de tocarlo. Volvieron a insistir un par de veces más y se tapó la cabeza con la almohada. Luego escuchó los pasos de Paola dirigirse hacia la habitación.

—Joder, Leire, ¿estás esperando a alguien? Es la una del mediodía, tía…

Leire miró su iPhone y comprobó horrorizada que efectivamente era esa hora. Dio un respingo que sobresaltó a su amiga, quien estaba apoyada en el quicio de la puerta vestida con una camiseta ajustada que apenas le cubría las braguitas.

—¡Hostia, hostia! Es domingo y he quedado con Julián… Joder, no me puede ver así, por favor abre la puerta y dile que voy en cinco minutos. —Hizo un esfuerzo por incorporarse de la cama y sintió un pinchazo en la cabeza; todavía le duraba la resaca de anoche. Se apretó con las manos las sienes y se metió en el baño.

Leire se había acostado desnuda. Cuando llegó del Luz de Gas se sintió mareada y en el piso hacía mucho calor, pero prefirió abrir la ventana de su habitación, que daba a la plaza del Palau, antes que poner el aire acondicionado, que le irritaba la garganta.

El piso era grande, con un amplio salón que integraba una cocina americana y dos habitaciones con sus correspondientes baños. Formaba parte de un edificio de cinco plantas con más de cien años de antigüedad. Restaurado hacía cinco por una pequeña inmobiliaria con mucho gusto, le habían encajado a duras penas un pequeño ascensor en el hueco del patio interior y tanto la fachada, con balcones de piedra y barandillas de hierro forjado con ornamentos, como las vigas interiores de madera que sobresalían del techo y alguna pared de piedra caliza habían sido saneadas y respetadas. Leire y Paola habían ocupado la tercera planta hacía unos meses, aprovechando que los precios de los alquileres en el barrio del Born habían bajado por la crisis económica.

Si bien la zona era muy animada y ruidosa sobre todo los fines de semana, ellas se habían acostumbrado al trasiego de la gente del restaurante de tapas, la pizzería y hasta de la media docena de bares de copas que rodeaban la plaza, en uno de cuyos laterales se levantaba el edificio neoclásico de la Llotja de Mar, hasta hacía poco sede de la Bolsa de Barcelona. Estaban a escasos doscientos metros del mar, donde comenzaba el barrio de la Barceloneta. Cuando se construyó el edificio, la plaza del Palau era el lugar más comercial de Barcelona, ya que era el más cercano a los barcos que arribaban al puerto.

A regañadientes, Paola, que se había acostado hacía menos de cuatro horas, fue a abrir la puerta. Julián, que no esperaba encontrarse con una chica ligera de ropa, vaciló antes de entrar en la casa.

—¿Te vas a quedar ahí? —le dijo ella dándole un repaso de arriba abajo—. Tu princesa aún está en la cama, pero saldrá enseguida. Anda, pasa, pasa…

—Si acaso la espero abajo… Siento haberos despertado, habíamos quedado…

—Que no, que pases. Oye, que a mí ya me apetecería que me rescatara del sueño un hombre apuesto como tú… aunque fuera solo para abrirle la puerta ¿Te apetece un café mientras tu princesa se da una ducha fría? Ayer salimos de marcha y la perdí. Siempre me monta el mismo numerito, no hay manera de que podamos volver juntas: sale huyendo como la Cenicienta… Por cierto, soy Paola.

A Julián le pareció que Paola era una mujer atractiva. No era guapa en el sentido convencional, sus facciones eran algo duras: sus ojos negros y grandes contrastaban con una boca pequeña de labios delgados y rectilíneos, y la nariz algo huesuda le hacía aparentar cierta seriedad que se disipaba en el momento en que hablaba de manera desenfadada. En cambio tenía un cuerpo escultural: morena con el pelo corto, algo más alta que Leire, con las caderas pronunciadas, la camiseta que vestía le marcaba unos pechos redondos y abultados. La siguió por el pasillo hasta el sofá del salón, donde le obligó a sentarse mientras preparaba el café.

—Me ha contado Leire que eres poli —le dijo—. Yo tuve un novio de la Urbana, ¿sabes? Era buen chico, pero todo el día estaba contándome batallitas de sus hazañas contra el crimen… y resultó que hacía controles de alcoholemia en el Paralelo. Eso y redadas a las pobres putas. Un día un compañero suyo me paró con la moto y según él y el puto aparato de soplar di positivo. Lo llamé y me dijo que no podía hacer nada, que tenía que dejar la moto y eso… Le dije que era un calzonazos y se acabó. ¿Qué te parece? ¿El café te gusta ristretto o lo quieres con leche?

—Corto, por favor. Leire me dijo que eres editora…

—Uy, editora, ya me gustaría a mí. Lo que soy es una negra que pone las comas y arregla las faltas de ortografía de mucho escritor inculto; eso es lo que soy. Las editoriales me piden informes de lectura, leo los manuscritos y los puntúo: argumento, 2; estilo, 0; valoración comercial, 10. Observaciones: La novela es una puta mierda, pero, como trata de vampiros que enamoran a las tías y hay algo de sexo tórrido, tiene más posibilidades de vender que García Márquez… solo hay que cambiarle el ochenta por ciento de las páginas y darle otro final. Resumen de la editorial: está bien, cámbialo y lo publicamos. Eso es lo que hago, ya ves. —Hablaba mucho y a gran velocidad.

—Dicho así suena interesante —dijo Julián siguiéndole la corriente—. ¿Y tú no escribes?

—¡Ja! Yo tengo cierta dignidad. Sé cuáles son mis limitaciones. Si todo el mundo se las pusiera las librerías tendrían más huecos en sus estanterías; cada día les llegan más de doscientas novedades y no saben dónde ponerlas. En este país todo el mundo quiere escribir o tiene un libro escrito que, por supuesto, es fantástico.

Paola se sentó en el sofá frente a él y sorbió la taza de café. Cruzó sus largas y esbeltas piernas y Julián se sintió cohibido ante la desnudez que exhibía. Se oyó el ruido de la ducha en una de las habitaciones. Reparó en que en el salón había varios post-it de diferentes colores y enganchados por todas partes; varios de color amarillo sobre la larga estantería de madera que cubría todo el paño de una de las paredes, donde los libros se apilaban hasta en tres hileras; dos azules sobre la mesita donde tomaban el café; uno de color anaranjado en la lámpara metálica de pie y otro más del mismo color en el respaldo de una de las cuatro sillas de la mesa del comedor. Sintió curiosidad y preguntó:

—¿Qué apuntáis en los post-it?

—Es cosa mía. Leire dice que estoy como un cencerro, pero es la manera de que las cosas funcionen cuando compartes un piso con alguien. Los amarillos son recordatorios para mí: buscar un libro, citas que no debo olvidar aunque estén en mi agenda, y hasta recordatorios de que he de comprar tampones… Los azules son para Leire: cosas de las que hemos convenido que se ocuparía ella y le recuerdo constantemente. Este, por ejemplo, lleva aquí una semana. —Tomó uno de los que estaban sobre la mesita del café—. ¿Ves? Todos tienen su fecha. Quedó en que ella se ocupaba de llamar al servicio de reparación del lavavajillas y llevo lavando platos a mano diez días…

—¿Y los de color naranja? —preguntó divertido Julián.

—Ah, esos de ahí, ¡jaja! Esos son peligrosos. Esos solo los pego cuando estoy enfadada o se trata de algo muy urgente que requiere actuación inmediata. Suelen durar horas o pocos días, pero es mi manera de decirle que eso no se hace o que ya está bien y que todo tiene un límite.

—El de la lámpara de pie…

—Ese lo renuevo continuamente. Ayer me dejó plantada en el Luz de Gas, hace unos días no acudió a una cena con amigos que había montado ella misma porque dijo que tú la llamaste para tomar una copa… En fin, quiero mucho a Leire, pero es un pequeño desastre y no he de dejar de decírselo.

—Es un curioso lenguaje este de los post-it —reflexionó Julián en voz alta.

—¿Tú también crees que estoy chiflada? Me lo enseñó mi madre. En casa, de pequeños, no había nunca gritos: mis hermanos y yo íbamos a golpe de post-it: lavarse las manos antes de comer, llegar no más tarde de las diez los sábados que salía, encuadernar los libros del colegio, llamar a la abuela… Una vez hechas las tareas que nos escribía, ella misma los destruía y los renovaba por otros. Resultaba hasta divertido, salvo que…

De repente Paola se puso seria.

—¿Salvo qué? —preguntó Julián.

—Un día empecé a ver post-it de color naranja, ya sabes, los que significan peligro. Los colocaba en la habitación de matrimonio para que los viera mi padre: eran para él. Yo me colaba y los leía, aunque no los entendía bien. Mi madre le decía que estaba harta de él. Se los pegaba en el maletín cuando iba al trabajo y hasta sobre la taza del café con leche en el desayuno. Un día nos explicó que se iban a divorciar. Mi padre se había liado con una mujer más joven… ya ves. A partir de ese momento mi madre escribía todas sus reglas y órdenes en adhesivos naranjas: se le amargó el carácter y siempre estaba huraña, aunque nunca nos alzó la voz. ¡Vaya! ¡Creo que esto da para un cuento y hasta para una novela! No sé por qué te lo estoy contando.

Julián notó cómo le brillaban los ojos a Paola mientras recordaba la historia. Cayó en la cuenta de que el post-it de Krugman también era de color naranja. Pensó que era imposible que hubiese un código universal para estos adhesivos y que se trataba de una mera coincidencia. Miró el reloj; ya habían pasado quince minutos. Desde el interior de la habitación de Leire se oía abrir y cerrar puertas de los armarios. Paola lo advirtió y le dijo:

—No sabe qué ponerse, seguro. Dejará la habitación hecha unos zorros. Pero ese es su territorio. Ahí no entran ni los post-it. ¿Vais a tomar unas cervezas?

—Sí, hemos quedado para ir a El Xampanyet. ¿Nos acompañas?

—No, no, gracias. Tengo que corregir una novela romántica de una autora española. La editorial quiere publicarla el mes que viene y necesita una limpieza. Hoy me quedo en casa. Pero te tomo la palabra para la próxima vez.

Por fin apareció Leire. Llevaba una falda que le cubría hasta la rodilla y una blusa blanca abotonada hasta el cuello. Calzaba unas sandalias plateadas con poco tacón y tenía el pelo recogido en una coleta. A Julián le pareció que estaba muy guapa. Paola se giró para contemplarla.

—¡Joder tía, si te has vestido como una monja! ¿Vais de comunión? —Se rio.

Leire le hizo un gesto mohíno y le sacó la lengua.

—¿Y tú? Mírate, pareces un pendón exhibiendo las piernas… ¡Huy, si te está saliendo celulitis en el culo!

—Bueno, ya veo que estás torcida… Yo os dejo, me voy a la ducha. Trátala con cuidado, poli, ya ves que está que muerde. —Riéndose, Paola se encerró en su habitación y los dejó a solas en el salón.

—No le hagas caso, estás muy guapa. Tu amiga es muy simpática, me ha caído muy bien, y tenéis un piso estupendo —dijo Julián.

—Es mi mejor amiga —dijo Leire—, pero a veces es un coñazo con su perfección. La quiero un montón. No sabía qué ponerme, si vamos a casa de tu madre…

—Claro que vamos, por supuesto. He quedado en avisarla con media hora para que vaya metiendo la lasaña en el horno.

—Pues no sé yo si debo ir. Estoy muy enfadada contigo. ¿Tú crees que no me tienes que coger el teléfono en toda la noche? Te dejé dos mensajes. Eres un capullo: a mí no me trates así.

—Oí los mensajes. Cuando vi que se trataba de sacarme información confidencial preferí que lo habláramos personalmente. Ya te dije que esto no es un juego: corremos un riesgo si se enteran de que estamos hablando de ello…

—Entonces ya me dirás con quién he de hablarlo. Llamo a un poli y me entero de que llevas el robo de la oficina del detective privado. Me dicen que has pedido el caso a los de la comisaría de Laietana y yo, que soy periodista, ¿te enteras?, perio-dis-ta —repitió en voz más alta— no puedo hablar con la fuente. Esto es una mierda. ¿Tiene algo que ver lo del detective con lo de Krugman? ¿Me vas a responder?

—Bueno… eso creo. No estoy seguro del todo, pero pudiera ser…

Leire cruzó los brazos de pie frente a Julián. Este hizo ademán de levantarse del sillón, pero le pareció que con la mirada ella le conminaba a permanecer sentado: quería dominar la situación mirándolo desde arriba.

—Espero impaciente que me cuentes esa teoría tuya. No me moveré de aquí hasta que me digas qué relación había entre el detective privado y Krugman.

Julián se sintió acosado y supo que no tenía escapatoria; al fin y al cabo las circunstancias los habían llevado a un grado de complicidad de difícil retorno. Leire había descubierto lo del post-it de Krugman y, a partir de ahí, veía complicado esconderle información. Así, tras pedirle la máxima discreción, le contó lo que había averiguado sobre la infidelidad de Mónica, investigada por el detective Fernández que había sido contratado por Carlos Marín. Le explicó lo del robo de las fotografías, perpetrado seguramente por el mismo hombre que había matado a Krugman, y le contó también que las iniciales «L. F.» del post-it de Krugman coincidían con las de Luis Fernández, por lo que le llevaba a suponer que aquel estaba enterado del asunto del adulterio y habría estado en contacto con el detective.

Leire puso cara de sorpresa y conforme Julián iba relatándole los hechos se dejó caer en el sofá frente a él.

—Joder, Julián, esto se pone interesante. ¿Y por qué crees que mataron a Krugman? ¿Porque se enteró de una infidelidad? ¿Solo por eso y porque lo iba a publicar? No tiene sentido.

—Krugman estuvo investigando la venta de Marín&Partners. Estoy seguro de que descubrió algo que todavía no sé qué es y por medio se cruzaron las fotos de Mónica Lago en la cama con un desconocido. Ella me dijo que Krugman la llamó varias veces antes de su muerte, pero que no pudo quedar con él. Estoy convencido de que le quería advertir de algo… Puede ser que tenga que ver con el último artículo que publicó en El Universal.

—¿Lo de las agencias de calificación?

Julián le explicó lo de la pregunta al margen del reportaje que de forma enigmática lanzaba a los lectores el periodista: «¿Qué institución que se jacta de tener el mundo bajo control invertirá en sectores estratégicos en España? Puede que nunca lo sepamos, ni siquiera cuando lo hayan hecho». Eso le estaba llevando a investigar a la General Advertising y al presidente Jeff Halton, sin demasiado éxito por el momento.

Leire se sintió mal por no haberla leído con detenimiento y recordó que en alguna ocasión Krugman le había dicho que los periodistas escribían para otros periodistas, aunque entre ellos muchas veces ni siquiera se leían.

—Deberíamos irnos, se nos hace tarde —dijo Julián.

—Sí, sí, pero una última pregunta: ¿quién es el amante de Mónica Lago?

—Marín piensa que pudo ser Krugman. Está hecho un lío, pobre hombre. Yo no lo creo. El detective tomó, al parecer, unas fotos infames en un hotel de Barcelona en la que no se distinguía al amante… Se llevaron los originales y me acaban de decir que Luis Fernández ha fallecido.

Bajaron por las escaleras hasta la plaza del Palau y cruzaron por una bocacalle hasta la iglesia de Santa María del Mar, luego giraron por la calle Montcada hasta El Xampanyet, una pequeña y antigua bodega con una barra y unas pocas mesas de mármol blanco. De las paredes colgaban botas, barriles de madera y viejas botellas de vino. También curiosos azulejos con refranes y carteles antiguos de publicidad y algunas portadas originales de periódicos antiguos de la ciudad. Pidieron unas anchoas, la especialidad de la casa, y dos cervezas a presión. El local, como siempre, estaba lleno; apenas había sitio para acceder a la barra y se colocaron en una discreta segunda fila. Juan Carlos, el propietario, reconoció a Julián y le preguntó con un gesto si le encontraba hueco en una mesita. Era algo tarde y prefirieron abrirse paso en la barra y tomar allí el aperitivo.

—¿A que están estupendas las anchoas? —le dijo Julián a Leire.

—Tenías razón, son buenísimas. Con lo cerquita que está de casa y nunca había entrado. Siempre está lleno de guiris…

—Sí, desde que sale en las guías de la ciudad los turistas no paran de venir. Antes era más familiar, pero Juan Carlos sigue manteniendo la calidad de sus tapas. Tiene unas almejas y una cecina impresionantes… ¿Quieres que las probemos?

—Quizás en otra ocasión. Tu madre nos estará esperando y no es cuestión de no acabarse su lasaña. —Leire le guiñó un ojo y le sonrió.

—Sí, tienes razón. La voy a llamar para decirle que llegamos en treinta minutos. Tengo la moto aquí cerca…

Un joven que estaba con unos amigos en el extremo opuesto de la barra se acercó hacia ellos.

—Vaya, ¡qué casualidad! Tú eres Leire, ¿no?

Leire quería que la tierra la tragara: el abogado penalista del Luz de Gas estaba frente a ella sosteniendo un vermut en la mano. No podía ser tanta coincidencia.

—Hola… Mira, este es Julián —dijo nerviosa—, ya nos íbamos. Encantada de haberte visto.

—¿Cómo que encantada? —El abogado parecía que iba algo entonado con la bebida—. Ayer me dejaste tirado. ¿Eres una calientabraguetas o es que me estás tomando el pelo?

Leire no sabía dónde meterse y se agarró del brazo de Julián empujándole hacia la calle, pero este se zafó de ella y le dio un empujón al abogado que le hizo tambalearse y derramar la copa.

—Haz el favor de pedirle perdón —le dijo.

—Déjalo, Julián, déjalo estar —suplicó nerviosa Leire.

Al momento acudieron dos amigos del abogado, que le plantaron cara a Julián. Juan Carlos, desde detrás de la barra, contemplaba con horror lo que podía significar una pelea en medio de tanta gente y gritó:

—¡Salid a la calle, salid a la calle, por favor!

—No te preocupes, no va a pasar nada, ¿verdad? —dijo Julián mirándolos desafiante mientras la gente se apartaba milagrosamente, dejando espacio donde no lo había.

El más fuerte parecía el abogado, que, repuesto de la sorpresa del empujón, estaba dispuesto a pelear. Se situó frente a Julián con los puños en alto, cubriéndose la cara, y sus amigos, flanqueándole ambos costados. Entonces Leire gritó:

—¡No, no lo hagas! ¡Es policía! ¡Es inspector de la brigada criminal!

Se hizo un silencio en la bodega como jamás se había visto antes, estando llena a rebosar. El abogado y sus amigos miraron atónitos a Leire, que se interpuso entre ambos con los brazos en cruz dándole la espalda a Julián, quien también se quedó paralizado.

El abogado y los amigos se hicieron a un lado y abrieron un pasillo hasta la calle, por el que pasaron Leire y Julián cogidos de la mano. Al salir por la puerta la gente se había vuelto a juntar y los murmullos dieron paso, de nuevo, a la algarabía que producían las decenas de conversaciones entre los clientes.

—¿Por qué lo has hecho? —dijo extrañado Julián mientras caminaban hacia la moto.

—Joder, Julián, porque estás loco. No puedes ir por ahí metiéndote en líos.

—¿Quién era ese tipo?

—Es un abogado que conocí anoche. Estaba rabiosa porque no me cogías las llamadas y… no pasó nada. Unas copas y ya está…

—No me tienes que dar ninguna explicación. Tú y yo no somos nada…

—Somos amigos, Julián. ¿Sabes? Me ha gustado que me defendieras. Eres un cielo, pero a veces no piensas… —Le dio un beso en los labios y se puso el casco para subir a la moto.

Durante el trayecto hasta el barrio de la Sagrada Familia donde vivía Luisa, la madre de Julián, este sintió cómo Leire le rodeaba con fuerza la cintura y apoyaba la cabeza en su espalda. Se había quedado sorprendido cuando lo besó levemente en los labios y le vino a la memoria el primer beso que él le dio el mismo día en que se conocieron. La seguía queriendo; de hecho, no había conseguido olvidarla en todo el tiempo en que no tuvieron contacto, pero algo le impedía retomar una relación que creía condenada al fracaso una vez más. No quería volver a hacer daño a Leire. Ella era auténtica, fresca, divertida, y muchas veces inocente, y en cambio él se sentía demasiado atado a los convencionalismos de su trabajo, al orden y al rigor, a una vida sin horarios ni descansos programados. Ya se habían frustrado dos de sus relaciones de pareja, tres contando la de Leire. Empezaba a asumir que su estado natural era el de la soledad y que la convivencia con una mujer no estaba hecha para él.

Luisa dejó entreabierta la puerta del primer piso de la calle Padilla después de abrirles con el portero automático y se fue a la cocina a controlar que todo estaba en orden.

—Pasad, pasad. Estoy en la cocina… acabo enseguida —dijo al oírles.

Era una mujer menuda de unos setenta años con el pelo y los ojos negros, como Julián. Su cara tenía un aspecto saludable, delgada pero con los pómulos sobresalientes y la piel fina y sin apenas arrugas. A Leire le pareció una mujer que se cuidaba. Julián se inclinó para darle un beso y la presentó.

—Vaya, eres muy guapa —dijo Luisa—. Ya iba siendo hora de que este hijo mío trajera alguna amiga. —Le dio dos besos y la estrechó con un abrazo.

—Pongo el vino un rato a enfriar en la nevera. Lo llevo en la moto desde anoche y con el calor que hace… ¡Oye, mamá, te tengo dicho que no dejes la puerta abierta cuando llaman por el portero automático! Un día tendrás un disgusto…

—Este hijo mío siempre está pensando en que la gente es mala por naturaleza, y digo yo que hay más honestos que ladrones. ¿No lo ves así? —preguntó a Leire.

—Sí, claro que sí, pero Julián tiene razón: no cuesta nada prevenir. ¡Hum, huele muy bien, señora Luisa!

—¡Pues a la mesa ya! Y no me llames señora que me haces mayor. Llámame Luisa y de tú, ¿vale? Así engaño algo a estas piernas que empiezan a fallarme —contestó riendo.

Se sirvieron un buen trozo de lasaña y brindaron con el vino tinto italiano a la salud de todos. Luisa no dejaba de mirar de reojo a Leire y luego con complicidad a Julián, a quien le hacía de vez en cuando gestos de aprobación. Leire se daba cuenta y a duras penas aguantaba la risa.

—¿Y a qué te dedicas, Leire? —preguntó Luisa.

—Soy periodista de sucesos. Trabajo en el diario El Universal desde hace solo unos meses…

—Vaya, como Margarita Landi.

—¿Quién es Margarita Landi?

—Era, hija, era. Murió hace unos años. Creo que fue la primera reportera de sucesos de España. Era rubia como tú y viajaba en un coche descapotable allá por los años sesenta… ya ves.

—¿Usted la conoció? —preguntó Leire intrigada.

—Sí, una vez, en Oviedo. Ella era asturiana como yo y coincidimos en una boda de amigos comunes. Era muy amiga de la Guardia Civil y de la policía, había estudiado criminología y se ganó el respeto de los cuerpos de seguridad. Trabajó en un diario de sucesos que desapareció, El Caso, luego en Interviú y hasta tuvo un programa en televisión. Era un personaje curioso, siempre aparecía fumando en pipa.

—¿Y la policía colaboraba con ella? ¿Le facilitaban información a una mujer que iba en descapotable y fumaba en pipa? —preguntó mirando a Julián con cierto descaro.

—Por supuesto. No había puesto de la Guardia Civil que no la conociera ni crimen en el que no se personara en el lugar de los hechos. Entonces no había las comunicaciones de ahora: ni teléfono móvil, ni Internet… nada de nada. O estabas en el lugar donde se producía la noticia o hablabas de oídas.

Julián intervino.

—Mamá, eran otros tiempos. Entonces a la policía le interesaba hacer llegar a los ciudadanos lo más rápido posible que los delincuentes pagaban por sus crímenes, y utilizaban a periodistas como la que tú dices… Hoy hay ruedas de prensa instantáneas, tuits con vídeos y fotos en tiempo real… Es distinto, hay más transparencia…

Leire le cortó.

—Deja que siga tu madre. Yo tampoco creo que hoy en día la policía sea un dechado de transparencia informativa.

Luisa prosiguió:

—Bueno, pues llegó un momento en que Margarita Landi, que no era su verdadero nombre, era una colaboradora más de la justicia. Hubo algún crimen en el que gracias a sus investigaciones la policía pudo dar con el asesino… No recuerdo exactamente cómo fue, pero un día, consciente de que unos delincuentes seguían las actuaciones de la policía por lo que publicaba Margarita en El Caso, en connivencia con la policía publicó información falsa que, al seguirla, supuso una encerrona para los malhechores. Margarita Landi les había puesto una trampa.

—¿Y no corría peligro? Los delincuentes podían ir tras ella… —dijo Leire.

—También sucedía lo contrario. Más de una vez libró de la cárcel a algún inocente al que la policía le había imputado crímenes que no había cometido. Tengo un libro dedicado por ella en algún lado.

Se levantó de la mesa y de un aparador acristalado y cerrado con llave extrajo un ejemplar de un libro cuyas tapas estaban bien conservadas pero el papel interior amarilleaba: Crímenes sin castigo, de Margarita Landi. Leire lo abrió y miró la dedicatoria de la cubierta: «A Luisa, para que la curiosidad no sea un castigo sino un aliciente en la vida». Junto a la firma había hecho un pequeño dibujo con la silueta de alguien fumando en pipa.

—¿Lo habías visto? —preguntó Leire a Julián mostrándole el ejemplar.

—No. ¡Mamá, no me habías hablado nunca de ella y de que la conocías!

—Bueno, ya sabes cómo era tu padre, estas cosas no le gustaban. Decía que eran chismorreos y que olían a podrido. No le gustaba que El Caso anduviera por el piso… Si viera los programas de televisión de hoy en día se volvía otra vez para la tumba el pobrecito.

—Era genial —dijo Leire—. Una periodista con licencia para husmear en todos los papeles de la policía y en los lugares de los delitos…

—Eso es imposible y tú lo sabes —replicó Julián—. Cada uno ha de estar en su sitio. Ya se cometen demasiados errores y se filtran medias verdades como para que los periodistas hagan de policías.

Luisa, que vio que ambos iban a entrar en una discusión, cambió de tema.

—¿Cómo estaba la lasaña?

—Estupenda, la mejor que he probado en mi vida —contestó Leire.

—De primera, como siempre —añadió Julián.

—Pues voy a traer la tarta de manzana y los cafés.

Leire y Julián hicieron ademán de levantarse para ayudarle a recoger la mesa.

—No, no os mováis. Puedo con ello. Quedaos aquí, pero sin discutir, ¿eh? —Se fue con los platos y una sonrisa, y la fuente de lasaña vacía hasta la cocina.

—Tienes una madre genial. Es lista y además un encanto. No me importaría tenerla como suegra… Que es broma, anda que me iba a casar yo con un tozudo perfeccionista como tú —Leire rectificó al ver la cara que ponía Julián.

—Leire, ya hemos hablado de lo de colaborar y eso… Yo te he contado todo lo que he ido avanzando, y te considero suficientemente inteligente como para publicar solo aquello que no nos perjudique… Eres libre. Ya está dicho. Solo faltaba mi madre con sus historias…

—Pero lo del detective no lo puedo ligar con Marín. Tengo que escribir algo ya sobre Krugman, me comprometí con los lectores…

—No tenemos nada. Nada nuevo excepto…

—Excepto ¿qué? —preguntó Leire.

—Excepto el retrato robot del asesino. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Podrías publicarlo y sugerir que según tus fuentes se trata de un extranjero. Eso nos ayudaría a difundirlo y a dar con él. Hemos casado el retrato con todas las entradas extracomunitarias en España en los últimos tres meses y de momento ninguna coincidencia.

—¿Y si es europeo? No tendría necesidad de tener visado o el pasaporte registrado, ¿no? Tú lo que quieres ahora es que haga de Margarita Landi. ¿Quieres también que publique algo para tenderle una trampa?

—No es mala idea: podrías explicar a los lectores cómo te hiciste con el post-it de Krugman, sustrayéndole pruebas a la policía, y cómo según sus notas está relacionado con Luis Fernández y hasta con alguien en Estados Unidos al que has llamado por teléfono…

—¿Estás de guasa?

—Por supuesto. Lo he dicho en voz alta para que seas consciente de que tienes que andar con prudencia en este asunto.

—Bien, pero me quedo con lo del retrato robot y que seguramente se trata de un extranjero.

Luisa llegó con una tarta de manzana casera y una jarra de café.

—Puedes llevarte el libro, te lo presto —dijo a Leire mientras le servía una pedazo de tarta.

—Oh, no, muchas gracias. Se lo agradezco, pero no creo que los métodos periodísticos de antes, como dice Julián, sirvan para hoy.

—Seguramente no. Este es un libro, además, en el que los crímenes que describe no han sido resueltos hasta la fecha. Muchos delitos habrán prescrito y otros la policía ya habrá dejado de investigarlos. Pero en todos estuvo Margarita, de todos habla con conocimiento de causa. Viajó con su descapotable a todos los lugares del crimen. Nunca hablaba de oídas, le podía la curiosidad.

—En ese caso Leire se le parece, mamá —dijo Julián sonriendo—. No he visto a alguien tan persistente cuando está sobre un tema. No hace falta que la animes.

—Si es así, estáis hechos el uno para el otro —dijo Luisa guiñándole un ojo a Leire—. Este hijo mío solo vive para su trabajo y cuando está sobre algo no se acuerda ni de su madre…

—¡Mamá!

Tomaron los cafés y estuvieron buena parte de la sobremesa hablando de Julián, de su infancia y de cómo de joven en la universidad era un conquistador que enamoraba a todas sus compañeras de clase. Su madre explicaba anécdotas de él y Leire reía divertida. Se notaba que estaba orgullosa de su hijo.

Cuando se despidieron le dijo a Leire que no dudara en venir a verla cuando quisiera. La joven supo que lo decía de corazón. Lo había pasado estupendamente.

Julián la dejó en la puerta del periódico. Al separarse ella esperaba un beso en los labios, pero él se lo dio en la mejilla y se fue hacia la comisaría como una exhalación.

Leire entró en el diario y abrió el ordenador. Tenía un mensaje de una desconocida, Patrizia Newman. Decía: «Abre una cuenta en Hotmail y envíame un correo, soy la del número de teléfono de Nueva York y necesito hablar contigo».